Azul

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IV

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Porque desde el principio Andrea —como hacen los hombres cuando conquistan una mujer para acallar los remordimientos de su infidelidad, según había dicho Chiqui días antes en el barco, o para que comprenda que no puede aspirar a más, había añadido Leonardus— le había dado a entender que a su modo amaba a su marido, quizá por marcar el tono de su relación y dejar claro hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Y nunca rectificó su posición. Jamás, ni en los momentos de mayor intimidad dejó escapar una confidencia que le mencionara, un resquicio por el que él pudiera comprender la naturaleza de esa unión que parecía indestructible y que en cualquier caso no parecía dispuesta a poner a prueba. Pero ¿no era acaso ponerla a prueba estar con él? Cuántas veces, mientras el sol del mediodía entraba por las persianas entornadas del

meublé, en lugar de vestirse porque el tiempo había terminado, parecía tener una inspiración, descolgaba el teléfono y llamaba al periódico para avisar que el almuerzo terminaría más tarde de lo previsto y no llegaría a la redacción hasta las seis. Y volvía a la cama contenta como una niña que hace novillos porque había arañado un par de horas al trabajo. Tenía tal inventiva e imaginación para el engaño que se preguntaba a veces, en los momentos de mayor soledad, si no le estaría engañando a él también en una telaraña de argucias y falsedades encadenadas que quién sabe si siquiera ella misma sabía dónde estaba la verdad. Pero cuando se trataba de su marido no titubeaba. Sabía exactamente a la hora que debía partir y no se demoraba un instante más, fueran cuales fueran los pretextos que él inventara, como si esa zona de su vida fuera un jardín escondido que quería preservar y al que sólo ella tuviera acceso.

Martín entonces se quedaba mucho más solo, sin compañía ni casi esperanza. Así transcurrían todos los viernes, sábados y domingos y todos los periodos de vacaciones. Y cuando un día del mes de febrero, después de un fin de semana que se había convertido en un viaje de varios días sin previo aviso, la vio aparecer finalmente a las siete de la tarde en el bar del hotel Colón, y convencido de que no le sería posible resistir otra prueba como la que acababa de pasar le propuso en un arrebato de pura inconsciencia no un fin de semana con él sino toda la vida, fue la única vez que ella se refirió a su marido acercándose al fondo de la cuestión con una gravedad que dio por terminada la conversación: «No puedo. Eso no puedo hacerlo. No le amo más que a ti pero esto no puedo hacerlo».

—¿Qué le vas a decir a tu marido? —repitió al ver que ella no le respondía, consciente de que se internaba en terreno vedado pero con la voluntad de hacerlo, ahora precisamente que con el fin del verano parecían entrar en una nueva etapa más perenne, más definitiva que, sin embargo, por la insistencia de Andrea en no hablar más que del presente no atinaba a saber aún a dónde les iba a llevar.

Ella se volvió, se acercó cuanto pudo hasta quedarse pegada a él y con la mano que le quedaba libre le puso el índice en la boca y susurró: «Pssssst, pssst». Luego se levantó de un salto y comenzó a recoger sus ropas, se fue al cuarto de baño y mientras esperaba a que saliera el agua caliente asomó la cabeza, y riendo, siempre riendo, dijo:

—Vámonos por ahí a cenar. —Y al ver cómo él se incorporaba, o quizás al adivinar por la sorpresa del gesto la pregunta que iba a hacer, saltó sobre la cama, se quedó en cuclillas frente a él, volvió a ponerle el dedo en los labios y repitió el mismo sonido conminándole al silencio—: Psssst, psssst.

Cuando aquella noche después de la cena, vencidos de sueño y de cansancio, Andrea le dejó en la puerta de casa, él dio la vuelta al coche y se puso en cuclillas frente a la ventanilla donde ella seguía con las manos inmóviles sobre el volante:

—No quiero dejarte —susurró, besándole la nariz y los ojos—, no sólo quiero hacer el amor contigo, quiero desayunar, comer, pasear, sin miedo, quiero decidir qué vamos a hacer, qué será de nosotros, quiero saber qué es lo que quieres tú. —Pero ella le miraba y sonreía, y él no entendía si le estaba pidiendo que tuviera paciencia o si se abstraía melancólicamente en proyectos que también a ella estaban vedados—. Déjame por lo menos que te acompañe a casa, yo puedo volver caminando.

—No —respondió Andrea cerrando los ojos y dejándose besar—, no tiene sentido. Cuando hayas aprendido a conducir, cuando tengas un coche, cuando seas rico y famoso.

—¿Famoso yo? —Martín se puso en pie—. ¿Qué es lo que te hace suponer que quiero ser rico y famoso?

—Todos lo queremos —respondió ella, y después de un momento—: Buenas noches —dijo y puso en marcha el motor. Y antes de arrancar, recuperado a pesar del cansancio el aire desenvuelto que utilizaba para hablar en público, añadió—: Te veré mañana en la galería del paseo de Gracia, corazón, iré un poco tarde pero no te vayas hasta que yo llegue.

Martín permaneció de pie en la calzada recién regada que el calor casi estival de octubre había revestido de vaho a la luz vacilante de las farolas. Tenía en las manos todavía el olor a su piel y a su pelo, y mezclado con el sabor incierto de esa absurda palabra había irrumpido en su mente la conjetura de un desencanto aunque en su alma persistía la tristeza por la separación repentina, como si todo aquello no hubiera sido, como si él mismo hubiera inventado la historia más hermosa. Y con un escalofrío de destemplanza y soledad abrió el portal de rejas de hierro y cristal que se cerró con estruendo tras de sí dejando la noche temblorosa.

Al día siguiente en la galería apareció Andrea con su marido y tres amigos. No era excesivamente alta ni particularmente hermosa pero, decían, llenaba un local con su presencia. Y era cierto, al verla tan segura de sí misma, tan radiante, intuyó que esa gracia tal vez se originara en su capacidad de recrearse y estar atenta de una forma especial a la relación que tenía con cada uno, y distinta siempre de la que tenía con los demás, esa forma de crear un mundo tan denso y compacto que multiplicaba por sí misma el placer y la complicidad: en esa certeza radicaba su seducción y su soltura.

Aquel invierno se le fue esperando. Había conseguido quedarse en Barcelona otro año como segundo cámara de la serie documental sobre la ciudad para la televisión italiana que Federico quería poner en marcha cuanto antes, pero los permisos tardaban en llegar y el equipo perdía las horas esperando. Martín también esperaba la orden del productor para ponerse al trabajo pero sobre todo esperaba la llamada de Andrea. Por la noche, hacia las once, se sentaba a una mesa de Boccaccio cuando el local aún estaba vacío y, con una copa en la mano, esperaba a que llegara. A veces estaba sobre aviso, otras confiaba en el azar. Ella aparecía mucho después de la medianoche siempre rodeada de un grupo de amigos y una vez se había instalado en su mesa a él no le quedaba más que seguir esperando a que volviera la cabeza en la dirección donde se encontraba él porque, contrariamente a lo que había ocurrido en el verano, ahora se veían siempre a escondidas fingiendo en público una distante y fortuita relación.

Otras veces la veía entrar en el local buscando en el bolso sus gafas de grandes aros negros. Sabía entonces que aún no lo había descubierto. A veces el marido estaba con ella. Otras veces no. Se acercaba entonces con el pretexto de saludarle o le hacía una señal y se encontraban en la calle, lejos de los amigos.

Martín sabía que nunca formaría parte de esas gentes porque tenía un ritmo más lento que aquella vorágine nocturna de entradas y salidas, y de haberles querido seguir habría ido siempre rezagado. Poco a poco fue conociéndolos a todos, pero era tan silencioso y solitario que no logró hacerse un hueco en una forma de vida que le era demasiado ajena, aunque en aquel momento cualquiera con un par de ideas nuevas y cierta gracia podía. Nunca sabía si debía aceptar una invitación hasta estar seguro de que Andrea iba a asistir. Y como se imponía siempre la improvisación, cuando él se decidía la cena ya había tenido lugar y los invitados se habían esparcido por otras tantas fiestas tan inesperadas como la anterior sin que lograra adecuar su paso al ritmo de la noche de la ciudad.

—Es muy fácil —decía Andrea—, déjate llevar. Ve si te apetece, si no, no vayas.

—¿Y si voy y tú no estás? —preguntaba él.

—Qué más da, me verás al día siguiente, o llegará un momento que sabrás si voy o no sin que yo te lo diga.

Pero ni le gustaba ahora ni le gustó nunca la vida social, ni siquiera la de entonces que tenía siempre un tono menos reposado, menos interesado, menos de invitación a plazo fijo, como la de la Europa profunda, ni habría de gustarle en Nueva York, ni de nuevo en Barcelona. Y si años después se había doblegado y asistía a muchas de las cenas a las que era invitado lo hacía como concesión al éxito pero nunca le encontró el menor placer. Era adusto, callado y en aquellos primeros meses se creía en posesión de un espíritu crítico demasiado acerado para soportar tantas horas de conversación inútil. Además el alcohol en lugar de animarle a hablar le sumía en un mutismo en el que sus anhelos y fantasmas cobraban vida a medida que aumentaba la dosis y cuando llegaba a la quinta copa se había encerrado en sí mismo y había construido un impenetrable reducto de silencio en medio del bullicio de voces y músicas donde la espera se le hacía más insoportable aún. Lo único que quería era ver a Andrea. Porque en aquellos meses de verano a verano apenas si pensó en algo más, de ahí que aceptara el papel de esperar que ella, que todo lo dirigía y de quien todo dependía, le había adjudicado: esperar que sonara el teléfono, esperar un encuentro casual, esperar a que se acercara, a que volviera de sus fines de semana, a que encontrara un pretexto que les permitiera pasar juntos unos pocos días, y esperar a que decidiera qué iba a ser de sus vidas. Y como si el tiempo que no pasó con ella, pensando en ella, se hubiera borrado de su memoria y de su vida, apenas podía recordar en qué trabajó porque ya se sabe qué escasa existencia tiene aquello de lo que no se habla y menos aún aquello en lo que no se piensa y con los años la memoria, que no registró las razones que le hacían hablar o pensar, le dio una versión tamizada y parca en la que no aparecían, por ejemplo, las mentiras que inventaba para crecer a sus ojos y olvidar él mismo hasta qué punto estaba lejos de ser el hombre seguro con un destino trazado y un porvenir que ofrecerle que hubiera querido ser para ella.

Mentía porque de ningún modo quería que conociera su precaria situación laboral y fingía a veces tener otros trabajos, además de su contrato con la productora de Federico, y hablaba de ellos con indiferencia como dando a entender que no eran exactamente lo que le habría gustado pero los había aceptado por la insistencia con que se los habían ofrecido o simplemente por hacer un favor a un amigo y sin darse cuenta empleaba el mismo tono y la misma doblez que tantas veces había recriminado en su interior a las personas que le rodeaban cuando se referían a una cena o a un acontecimiento social a los que pretendían haber sido requeridos con esa misma insistencia, no tanto por convencerse a sí mismos de que así era cuanto por olvidar los esfuerzos y horas que habían perdido para no quedar al margen, sabedores, como él mismo, de que sólo esas palabras habían de darles ante sus propios ojos, y ante los de algún inocente despistado, el prestigio que no tenían y que no podrían jamás alcanzar de otro modo. Llámame mañana a las diez en punto, le decía cuando se separaban, después tengo ese trabajo que me retendrá hasta tarde. No te olvides. Y para evitar la espera, la inagotable espera junto al teléfono, descolgándolo cien veces para comprobar que tenía línea y estaba bien colgado porque no podía comprender que habiendo convenido que llamaría a esa hora no lo hiciera, se ponía a escribir para que fuera cierto que tenía algo que hacer y de ningún modo su inactividad pudiera aumentar en ella la seguridad de que le tenía siempre a mano. Pero no lograba concentrarse en un guión que de hecho no terminó hasta un año más tarde, en Nueva York, porque era demasiado consciente de que sólo estaba haciendo un esfuerzo para engañar la espera, y aunque habría querido apasionarse hasta el punto de olvidar el teléfono para que cuando finalmente sonara le cogiera desprevenido, nunca lo consiguió. La espera anulaba cualquier otro proyecto y en eso residía una parte del tormento, bien lo sabía. Sin embargo nunca le dijo lo que había sufrido ni por supuesto lo que estaba dispuesto a sufrir. Y no por temor a que no llamara que, estaba seguro, indefectiblemente lo haría sino porque mucho antes de la hora la incertidumbre ya llenaba el ámbito de su conciencia con un fermento de angustia que podía palpar con las manos, unos monstruos y fantasmas que se sucedían y se superponían y crecían con cada minuto, que tomaban formas precisas y le herían a embestidas y dentelladas: se sentía olvidado, abandonado, ultrajado y finalmente le atribuía tal doblez o tan estudiada estrategia de equilibrio —o de represalia quién sabe por qué desconocida razón— que él mismo habría estado dispuesto a poner en práctica de no habérselo impedido la duda y la suspicacia que se adherían y permanecían en su conciencia, incluso después de haber cedido la tensión con la llamada, prolongando el dolor y la amargura. Andrea, que parecía conocer y además no importarle el pretexto, llamaba a las nueve de la noche pidiendo vagamente disculpas y a veces ni siquiera eso.

Otras veces, no pudiendo soportar más la espera, era él quien llamaba y después de haber intentado hacerla descender de sus fantasías, de sus zalamerías y de sus sueños lograba arrancarle unos minutos al final del día que la mayoría de las veces no iban más allá del tiempo de tomar una copa en el bar del hotel Colón, donde por un motivo u otro siempre había de pasar antes de cenar para entrevistarse con algún personaje, o la vaga promesa de que quizás se encontrarían en Boccaccio después de la medianoche.

No era mucho, pero le tranquilizaba. Era como poner un límite al tiempo infinito, como fabricar un objetivo preciso al final del día, como enmarcar un paisaje o vislumbrar el punto final de las horas interminables que tenía ante sí. Entonces llamaba a la productora con la seguridad de que nada había de ocurrir porque a Federico cada vez le era más difícil conseguir los permisos, y salía a la calle y caminaba por la Gran Vía hasta internarse en el barrio de Santa Catalina bordeando callejas empedradas, evitando el ruido de la Vía Layetana sumida siempre en la penumbra y por el barrio umbroso de Santa María del Mar salía a la plaza de Palacio y al paseo de Colón. La tarde se estaba velando y un sol tibio, oreado, trataba de abrirse paso entre las nubes. El cielo movido de invierno se oscurecía a veces cobrando el ambiente la humedad oscura del asfalto. Se desperezaban las palmeras con la brisa del mar y los claros de luz que el viento dejaba en la ciudad le confundían. Cuando sea rico, pensaba desde el pedestal de su inactividad, viviré en el piso más alto de una de esas casas sólidas y patriarcales de grandes portalones y escaleras de amplio vuelo, y tras las persianas de mi habitación descubriré todos los días a lo lejos el mar más allá de los tinglados y los mástiles de los veleros y cuando se ponga el sol contemplaré desde mi casa la línea nítida del horizonte rojo de atardecer. Volvía a mirar el reloj para convencerse de que faltaban sólo dos horas para esa copa al final de la tarde porque de repente el paseo adquiría con la luz un tono de mañana de fiesta que duraba unos instantes antes de caer la lluvia. Poco a poco los claros se hacían más escasos, las palmeras se calmaban, se oscurecían las fachadas ya de por sí oscuras del paseo y al poco rato se encendían las farolas, los faros de los coches coincidían con un guirigay de bocinas porque había comenzado a caer la lluvia suave, sin gotas ni goterones, tan tenue que se confundía casi con la humedad densa que la había precedido.

Otras veces subía hasta Consejo de Ciento y hacia finales de marzo se quedaba arrobado con la luz que se filtraba por las diminutas hojas de los plátanos, o bajaba hasta la Rambla y se sentaba en una silla de madera y se entretenía en tejer y retejer sueños que le redimían de esa pasividad a la que le habían sometido un arrobamiento y dulzura tan profundos que se habían llevado sus deseos e inmovilizado su ambición. Luego se iba al Colón.

Le habría gustado que alguna vez ella estuviera ya esperándole pero llegaba siempre cuando todavía faltaban quince minutos y aunque antes de entrar contaba hasta cien y a veces hasta mil, daba diez vueltas a la manzana o subía y bajaba las escalinatas de la catedral para darle tiempo al tiempo a transcurrir, la aguja del reloj apenas si avanzaba. Un solo día llegó con retraso, incluso se había visto obligado a tomar un taxi, un lujo que apenas podía permitirse porque el dinero se le iba terminando pero la angustia de que ella siempre con prisas se hubiera marchado se unía a la emoción de verla sentada por una vez ante su

gin and tonic. Sin embargo ese día ella no fue. Lo supo al pisar la alfombra floreada del pasillo que se extendía hasta el bar. Lo supo sin saber que lo sabía, consciente de que por alguna señal misteriosa había recibido el mensaje, y mucho antes de llegar a la puerta vio el sofá donde en sueños tantas veces ella le había estado esperando, vacío, sin Andrea, ni su

gin and tonic, ni la intensidad porosa de su mirada azul.

Ahora al cabo del tiempo le era difícil saber si iba todos los días al Colón o fue solamente de tarde en tarde. El tiempo había elaborado su propia versión de ese año que estuvo en Barcelona pendiente del permiso de rodaje que había de llegar de un momento a otro y del teléfono, o de esa hora robada al trabajo que Andrea de una forma u otra le regalaba entre entrevistas, reuniones y cenas.

Cuando pensaba en esos paseos no era capaz de saber si fueron tantos o unos pocos y no acertaba tampoco la memoria porque la mañana invernal y clara de la ciudad no casaba con las hojas incipientes en la calle de Consejo de Ciento o con las gotas de humedad que vibraban en el haz de luz de las farolas a las cinco de la tarde, y sólo veía imágenes superpuestas sin lograr más que una secuencia entera con un único epílogo: la vuelta a casa una vez terminado el día y perdida la esperanza para ese hoy que se escurría en el amanecer y en la soledad de su cama colonial.

A veces una sola imagen en el recuerdo abarca un periodo completo y acaba definiéndolo de forma distinta a lo que fue en realidad. A veces basta evocar una tormenta de verano con el cielo oscuro, movido y amenazador, con indicios de rayos que apenas estallaron en truenos y dejaron en el aire un fragor sordo y lejano, para que desaparezcan de ese verano los días soleados, los plácidos crepúsculos, las noches con grillos y cigarras y nosotros mismos buscando en la calma del cielo de agosto las estrellas que cayeron en la oscuridad.

Decimos: fue la época en que todos los días me sentaba en el café Doria de la rambla de Cataluña cuando de hecho nos sentamos allí una tarde por casualidad o porque teníamos una cita con alguien que no apareció y nos quedamos mirando las hojas de los plátanos y los adoquines de la calle y los coches atropellándose y los chicos y chicas de la academia de la esquina caminando arracimados, con el fondo de edificios y tiendas que hemos visto no sólo permanecer sino también variar y sustituir conformando las capas y velos de nuestro recuerdo sin apenas ser conscientes de los cambios que se suceden a golpes silenciosos, un balcón convertido en ventana, una mercería desaparecida o un banco de madera sustituido por el desapacible banco de diseño de metal. Y permanecemos extasiados ante el pulso de la ciudad a las siete de la tarde que casi nunca tenemos tiempo de contemplar, comienza a oscurecer y la luz adquiere una tonalidad marina y recala en el aire, sobre las copas de los árboles y entre el chasquido de las ruedas de los coches contra la humedad de los adoquines del pavimento, el desgarrado lamento de la sirena de un barco: un canto para quien ha nacido junto al mar que se escurre entre nubes y humos y árboles y casas y sube por las calles hasta las laderas del monte, y nos devuelve a la tarde de nuestra infancia en que otro lamento como ése abría el camino hacia la fantasía y la aventura, la vaga inquietud de descubrir una senda desconocida que venía a intranquilizar la somnolencia de la tarde inmóvil y del libro al que no había forma de volver la hoja y que convertía en un chirrido huero y sin sentido la voz monótona del maestro. Asoma entonces un estremecimiento de nostalgia por lo que nunca hemos de vivir y respiramos entre humos el aire denso de salitre de nuestro puerto que hemos olvidado porque llevamos años sin ver. Pero ese instante —un amigo quizás pasa saludando o se destaca la conversación de la mesa contigua— logra reunir recuerdos postergados y se nos presenta la esencia de nuestra ciudad mientras recorremos con el dedo la humedad condensada en el cristal del vaso de cerveza retrasando extasiados el momento de beberla. Y es tan intensa la sensación que basta en sí misma para invadir las etapas adyacentes, los espacios y el tiempo que se extienden antes y después de ella, y ese mes o ese año o esa época regidos por el instante del crepúsculo ciudadano quedarán como él titulados para siempre con el aroma de un latido indescifrable.

Así es la ciudad, así es mi ciudad, decía ella en las raras ocasiones que caminaba con él descubriéndole casas vetustas, cada una con su historia que añadía a las oídas y heredadas de varias generaciones entreveradas con la historia de la ciudad.

—Aquí vivía mi bisabuelo con uno de sus hijos que fue alcalde durante la dictadura. Y cuando vino Alfonso XIII, mi bisabuelo, que era republicano, cerró los balcones al paso del rey al que acompañaba su propio hijo. Mi abuelo, que era hermano del alcalde, contaba que estuvieron comiendo y cenando en la misma mesa durante más de un año sin hablarse.

Martín sabía que Andrea repetía una anécdota mil veces oída pero había en ella el tono inconsciente de contar la propia historia, con sorna quizás, con burla, pero con el intimo convencimiento de que de un modo u otro estaba mostrando sus trofeos.

Tenía que volver, debía de ser muy tarde ya. No podía saber qué hora era porque no había luz suficiente para mirar el reloj y estaba tan cerca que de haber prendido una cerilla le habrían descubierto. Si no aparecía dentro de poco saldrían a buscarle.

Martín la vio mirar en dirección a la mezquita y aunque no oyó lo que decía ni pudo ver el movimiento de sus labios supo que estaba buscándole. Vestía de blanco, siempre vestía de blanco, con esas faldas lánguidas de amplio vuelo que se movían al menor gesto y al más leve soplo de aire, faldas blancas como un plagio de las de entonces, como ella era ahora una copia de sí misma, de la mujer que fue en los tiempos en que su sola presencia era un alarde de libertad e independencia.

Salió de la zona de sombra y avanzó lentamente fingiendo una calma que no tenía. Andrea al verle se levantó, fue a su encuentro y le tomó de la mano.

—¿Dónde has estado? —preguntó con ansiedad, aunque había en su voz recriminación por la ausencia demasiado prolongada, y ese punto de inseguridad en la censura que asomaba a veces por la entonación escasamente más débil, o por una pausa en el discurso o en la pregunta para volver hacia él la mirada buscando su aquiescencia o tal vez intentando descubrir intenciones ocultas. Una atención por la que tanto habría dado al principio y que ahora, en cambio, le agobiaba y le sumía en una perpetua confusión.

—Anda, ven, siéntate y cena, corazón.

Y esa forma de acabar las frases añadiendo «corazón» que utilizaba en público con un tono desenvuelto y natural y que diez años después todavía le producía un vago escalofrío de desazón como el chirrido del tenedor en la porcelana o el rasguño de la tiza en la pizarra. Nadie se daba cuenta del leve gesto de impaciencia visible únicamente por un conato de mohín en la comisura del labio superior, o por el cambio de una mano a otra del objeto que estuviera sosteniendo, tal vez porque los años los habían convertido en una reacción automática, un simple resorte de respuesta despojado ya del desagrado que lo provocaba. Quizás sólo ella lo captaba, quizás era ese breve y casi agotado movimiento de rebelión lo que la hacía insistir con una tenacidad que sólo cedería cuando el temblor involuntario del labio superior no fuera visible ni siquiera para ella.

—Siéntate a cenar, corazón —repitió dulcemente—. Te estábamos esperando.

Pero antes de que ocupara la silla cambió el tono:

—¡Dios Santo! ¡Cómo te has puesto! —Y más inquisidor aún—: ¿Qué has estado haciendo?

Tenía todavía polvo en los brazos y el agua de la fuente no había hecho más que convertirlo en reguerones de lodo que el calor había secado dibujando arabescos en la piel.

—Nada, no es nada, tropecé y caí, eso es todo. —Y para que nadie pudiera verle la pierna se sentó a devorar los pimientos y berenjenas que Giorgios le acababa de servir. Pero antes bebió un gran vaso de vino de resina para calmar la sed y porque quería tranquilizarse.

Con la pierna herida bajo la mesa, oculta la mancha de sangre, había apenas recobrado la calma cuando por una callecita del fondo de la plaza apareció la vieja. Caminaba al mismo compás que durante la subida y el descenso y por un momento creyó que se dirigía hacia ellos. Pero pasó de largo sin ni siquiera mirarlos. Tras ella, con cautela, como si temieran alcanzarla, la seguía un grupo de gente y más lejos caminaba en la misma dirección el pope que ahora, entre el griterío y sus propios aspavientos y voces, había perdido la ebria majestad de unas horas antes cuando su paso por la plaza más parecía un desafío al universo entero que el camino rutinario hacia su deber de campanero. Le acompañaban el jefe del destacamento y un soldado, ambos con el rostro brillante de sudor, abierta la camisa caqui del uniforme y desgarradas las charreteras por el uso y el tiempo.

Fue Pepone, que se había levantado de la mesa para acercarse a ellos, quien al volver les contó lo que ocurría: había desaparecido uno de los perros del pope, dijo, y ahora corrían todos tras la vieja porque decían que ella era la culpable. Martín bebió otro vaso de vino pero no habló y apenas miró lo que ocurría; como si estuviera ocupado en quitarse un pellejo de la uña mantenía la vista fija en el dedo y parecía oír distraídamente las explicaciones de Pepone.

—Son perros que excepto cuando pasean con el pope o le acompañan al campanario rondan por el pueblo. Conocen a todo el mundo y sólo ladran a la vieja, quién sabe qué es lo que les turba o molesta en ella. —Se detuvo un momento satisfecho de la atención que provocaba. La plaza estaba silenciosa de nuevo pero aún podía oírse a lo lejos el griterío que se alejaba tras la mujer—. Aunque tienen aspecto de perros fieros no lo son —añadió— y estoy convencido de que el pope los lleva a su lado no como protección sino para hacerse respetar y temer, del mismo modo que se pone las vestiduras para los oficios y adquiere así la majestad que la naturaleza le ha negado. El pope es quien manda en esta isla —continuó—, el pope y su amigo, el jefe del destacamento, uno de los que iban con él. Aquí no hay más policía que ellos.

—¿Y por qué suponen que la vieja ha matado al perro? ¿Qué puede haber hecho con él? —preguntó Andrea.

—Dicen que la vieja es bruja —explicó Pepone, que apagaba ahora su cigarrillo y recogía la gorra dispuesto a irse—, y que tal vez harta de que le ladrara le ha echado mal de ojo o un sortilegio, quién puede saberlo. Lo cierto es que el perro ha desaparecido y ella tiene sangre en la orla de la saya. —Se levantó y saludó con la mano—. Volveré mañana. Adiós. —Y desapareció por la misma calleja que los demás, perdido como ellos en el silencio y el bochorno de la noche.

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