Azul

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V

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—Andrea —repitió aún, casi en un susurro, pero cuando se convenció de que era inútil seguir llamando y se vio a sí mismo aplastado contra la puerta recitando una súplica que se había convertido en estribillo, se dejó caer en el sofá desvencijado que ambos habían recogido de la calle a los pocos días de su llegada cuando sólo las lágrimas de sus ojos miopes enturbiaban un presente que ahora le parecía irrecuperable y permaneció atento al indescifrable sonido del aire, concentrado en la habitación, en las sábanas que tan bien conocía y en la mujer que yacía entre ellas a la que nunca había amado tanto.

Nada rompió la densidad de aquel silencio que alejaba el metálico rumor de la calle, y rendido de cansancio y de dolor y de la carencia que trascendía la medida de su deseo, se le cerraron los párpados y sucumbió a la duermevela del que no quiere dormir pero le vence la somnolencia a cabezadas, hasta que casi al amanecer traspasó la puerta un breve suspiro o quizá un sollozo contenido. Sólo entonces se abandonó al sueño mecido por el balanceo consolador del dolor ajeno.

Aunque al día siguiente ella amenazó con irse, la reconciliación que siguió fue tan esplendorosa que se convirtió en una pauta, un modelo de comportamiento al que él habría de recurrir ávido no tanto para desterrar el remordimiento y alcanzar el perdón por las infidelidades a las que se lanzaba cuando aparecía de nuevo el fantasma de la duda que ya no había de dejarle en paz, cuanto por recobrar la seguridad y disponer una vez más de la confirmación de su amor que en esas ocasiones desbordaba la plenitud de los primeros tiempos y aun superaba los espectaculares paraísos que había construido en las quimeras de la añoranza. Hasta tal punto que muchas veces se preguntaba si lo hacía realmente empujado por la incertidumbre o bien para espolear, con el sufrimiento que provoca la traición, la posterior reconquista y la concordia que no hacían sino acrecentar su vehemencia cuando ella le convencía una vez más de que había renunciado a todo por compartir su vida miserable.

Entonces enardecidos por estar de nuevo juntos salían a la calle y acababan con el presupuesto que tan concienzudamente habían planeado para que les alcanzara el dinero hasta fin de mes. La llegada de Andrea no había mejorado la situación y por más que él trabajaba en todo lo que encontraba y durante semanas no llegaba a casa más que a dormir, a caer rendido a su lado para levantarse al alba otra vez, pronto terminaron con los ahorros de ella reservando por intocables la suma de los billetes que iba a necesitar para pasar las vacaciones con los hijos.

Le habría gustado preguntarle por qué su marido no le había dado dinero, ni sus padres, pero no se atrevió y le pareció comprender lo que había ocurrido cuando ella sin más comentario le recordó un día que venía de un país donde todavía el adulterio de una mujer se castigaba con tres años de cárcel y el del hombre con tres meses.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Martín.

—Así era cuando me fui. Siguen vigentes las leyes de la dictadura y aunque se dice que todo esto va a cambiar con la ley del divorcio, a mí ya no me alcanzará. A fin de cuentas no soy yo la que tiene los hijos.

Y por la indiferencia de su voz al hablar de ellos, que nunca modificó ni dulcificó y en la que jamás dejó un resquicio que diera pábulo a la queja, la nostalgia o la confidencia, le pareció comprender que las cosas efectivamente no habían ocurrido como ella pretendía. Pero de nada sirvió que indagara directa o indirectamente, nunca supo más de lo que entre sollozos le confió la noche de su llegada. Lo mismo ocurrió con el trabajo al que apenas se refirió dando por sentado que no le habría sido posible continuar en una empresa que pertenecía en buena parte a Carlos. Había venido con una serie de cartas de recomendación para altos cargos en los periódicos a los que se dirigió en busca de trabajo aunque sin éxito. Una periodista, dijo, tiene poco que hacer en un país de habla distinta y después de varias semanas de visitas infructuosas abandonó el intento. Al principio dedicó las horas a pintar el apartamento y los armarios, luego paseó por la ciudad, incluso fue a un ciclo de conferencias que organizaba un grupo feminista del barrio, pero acabó consumiéndose en casa. Pronto entró en ese estado de ánimo de desgana y aburrimiento, en que no se tiene aliento para descubrir y sucumbir a las grandes tentaciones ni voluntad para resistir a las pequeñas. Así, dormitaba del sofá a la cama alegando males con que justificarse ante sí misma y alternaba los periodos en que no hacía sino comer cacahuetes con los de regímenes brutales para adelgazar los kilos que había engordado. Y durante días enteros ni siquiera se levantaba más que para bajar al buzón a la hora en que se repartía el correo y como no encontraba la carta que esperaba se metía de nuevo en cama con la decepción escrita en el rostro y de un humor que, aparte de Martín, apenas tenía a nadie contra quien descargar.

—Se te va la vida durmiendo, Andrea —le decía él cuando a veces a media mañana volvía a casa a cambiarse o a buscar algo olvidado y la encontraba todavía entre las sábanas, aunque durante los cinco minutos que se acurrucaba a su lado no dejaba de pensar que de algún modo ella tenía poco más qué hacer que esperarle como le había ocurrido a él aquel invierno en Barcelona. Y no queriendo atosigarla ni añadir más dolor aún a su cautiverio o a su exilio, confiaba en que todo pasaría un día como había ocurrido con él, y cuando la crisis era más aguda, no bastándole con esa Andrea que a veces le era difícil reconocer, se consolaba soñando con ella, pero no con la de ahora, la que había llegado derrotada y desnuda, sino la suya, la que recobraría un día la audacia y el buen humor, la que él había dejado en Barcelona, y llevado de la inercia de su fantasía llegaba a veces a tal confusión que no habría podido decir cuál de las dos alimentaba a la otra. Al verla ausente, triste y sabiendo que por más que él preguntara permanecería en silencio, dejaba las ganas de insistir para más tarde, para la noche, con la convicción de que en cuanto entrara en el sueño ella habría de escucharle y responderle.

—¿De qué me sirve estar en Nueva York si no tenemos dinero para ir a ninguna parte? —se justificaba ella cuando él le recordaba lo hermosa que era la ciudad a pesar de todo—. Ni siquiera puedo pasear —se lamentaba—, está nevando todo el día.

Y era cierto. Fue un invierno largo y tan frío en Nueva York que cuando salía a la calle las lágrimas se le helaban tras las gafas. Sin embargo así siguió también al llegar la primavera. En verano se fue por un mes a pasar las vacaciones con los niños. Volvió morena y feliz pero la alegría apenas duró unas semanas, y por más que hacía esfuerzos por que ella le hablara no logró arrancarle ni siquiera una confidencia, y por temor a que con su insistencia la hiciera sufrir más, callaba.

Llevaban ya más de un año juntos cuando un día al volver a casa la encontró llorando. Tenía cabellos mojados pegados a la frente y sin haberse acabado de vestir daba bandazos de la pared al sillón. En un traspiés cayó sobre él y al colgársele del cuello le llegó una bocanada agria de taberna.

—Tengo vértigos —dijo intentando enderezarse y sin poder reprimir los sollozos y los hipos.

—No tienes vértigos, estás borracha.

Fue la primera de una infinidad de veces y aunque con el tiempo el vértigo se hizo crónico y se manifestaba incluso cuando estaba sobria, ya no le fue posible poner en duda que una cosa era resultado de la otra, y cuando ella se agarraba a una barandilla y hacía ese gesto de cerrar los ojos para no ver el abismo que se abría a sus pies lo tomaba como una afrenta, se le nublaba la vista y la inteligencia y de nuevo surgía el resentimiento, porque no podía comprender cómo había dejado todo lo que tenía para venir a Nueva York a convertirse en una alcohólica. Y una vez más se ponía en marcha el mecanismo que ni quería ni podía detener: salía de casa dando un portazo y la llamaba desde una cabina para decirle que no iría a cenar, que necesitaba aire. Y cuando volvía al amanecer sin haber hecho nada por borrar el olor foráneo que desprendían sus manos y su cuerpo, ella le miraba y no veía en su vacilación sino el calor de la cama que acababa de dejar. Y esa visión la cegaba. Se envalentonaba y primero con circunloquios y más tarde directa y brutalmente, le requería a decir la verdad, como el acusador seguro de conocer la culpa del interrogado, con tal ferocidad —más por la ocultación y la contumacia que por la infidelidad, repetía una y otra vez enardeciéndose paulatinamente— que no lograba sino convertir su silencio en una losa.

—Dilo, dilo ya, no te gusto. Sólo te gustan esas imbéciles, esas escuálidas niñas…

¿Cómo iba a decírselo si no era cierto? Y aunque así hubiera sido, ¿cómo iba a decir nada, él que nunca había hablado demasiado y que incluso para decir te quiero en las tardes soleadas del primer verano junto al mar, cuando estaba seguro de que el mundo comenzaba y acababa en ella, no sabía hacer otra cosa que mirarla y escucharla y apretar la mano que había dejado caer y jugaba en el suelo con las piedras?

—Nunca dices nada —le recriminaba ella entonces con una dulzura que no escondía reproche alguno. Y se hacía un ovillo junto a él y él se dejaba envolver por un vaho de ternura y de complicidad que colmaba la totalidad de los sueños y esperanzas que había acumulado desde que tenía uso de razón.

Aquellos ojos dulces se habían transformado en inquisidores a la caza de una culpa que había de darle a ella la razón. Y su risa cantarina se había convertido en una cascada de reproche y de rencor. ¿Dónde había quedado todo aquello? ¿Cuándo se había torcido y por qué? Lo que estaba a favor se había vuelto en contra, lo que habían sido dones se convertía en amenazas. ¿Sería el matrimonio o la vida en común un laboratorio maligno, una alquimia infernal? ¿O un juego a dos bandas que exigía maestría y paciencia para aguardar cada uno su turno? Porque cuando ella se hubiera apaciguado y la viera sumida en la decepción y el dolor, cuando ya no hubiera en sus ojos crispación sino sólo desconcierto, se desmoronaría el reducto de silencio tras el cual se había acorazado y confesaría entonces y la seduciría de nuevo —más enardecido cuanto más ofendida ella, más porfiado cuanto más lejos estuviera de rendirse otra vez.

A los dos años llegó el telegrama y después el contrato y decidieron regresar a España. A partir de aquel momento volvió a cambiar, y durante el resto del tiempo que permanecieron en Nueva York mostró la misma vitalidad que cuando la conoció. No hacía sino pasar de un proyecto a otro y fabular historias y planes para la vida que iban a iniciar en Barcelona, como personas, decía riendo, como lo que somos. Ya no estaba en Nueva York, se había ido y no caminaba por esa ciudad sino por otra, por aquella en la que tenía puesta la mente, el punto donde había situado su futuro y el lugar preciso de la geografía en el que había asentado su esperanza.

Él en cambio procuraba dar a cada uno de sus pasos y de sus miradas la intensidad que fuera a conservar mejor el recuerdo y ordenarlo y darle un nombre para almacenarlo en la memoria y poder disponer de él cuando quisiera. Pero no lo logró. Caminó por las calles y las avenidas envuelto en la nostalgia que habría de sentir al dejarlas pero sólo consiguió teñirlas de tanta melancolía que petrificadas bajo ella se esfumaron como un recuerdo se desvanece suplantado por el siguiente, perdido para siempre el sabor y el olor de estos años tal vez para recordarle que el camino que dejaba a medio recorrer con su partida le sería vedado para siempre.

—No es esto lo que quiero hacer —le había dicho cuando ella levantó triunfante una carta de Leonardus con el proyecto completo y el contrato que, de aceptar, les obligaba a volver.

—¿Qué es lo que quieres hacer? —preguntó ella entre estupefacta y ofendida.

—¡Seis series de televisión en cinco años! Apenas conozco el medio, no he leído los guiones, nunca he dirigido una superproducción. Quiero hacer otras cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó incrédula—. Desde que yo estoy aquí no has hecho nada —le recriminó con la misericordiosa crueldad a la que recurren los padres para quienes lo único que importa de sus hijos es el porvenir, cuando quieren convencerles de que el camino que han elegido no conduce a nada. Y por primera vez se dio cuenta de que los diez años que los separaban la situaban a ella en otra generación, en otro punto de vista donde ya no tenían cabida las utopías.

—Lee primero el contrato, aún no sabes lo que te propone —insistió como habría hecho su propia madre.

Leyó el contrato y la carta, y aunque comprendía que Leonardus, o una de sus empresas, nunca le habría ofrecido esas inmejorables condiciones de no haber sido por Andrea, aceptó. Bien es verdad que lo hizo por ella, porque sabía hasta qué punto le pesaba estar lejos de su ciudad y lo duros que se le habían hecho estos dos años que llevaba en Nueva York y quizá llevado también de un sentimiento irracional de deuda que a veces se le hacía insoportable. Y por si fuera poco, era cierto que desde su llegada nada había hecho que le diera fuerza ahora para oponerse a la vuelta. Los trabajos anteriores a su llegada, todo lo que había dejado pendiente, pertenecía en buena parte a un futuro quimérico que se había evaporado como se desvanece un sueño de juventud. Pero sobre todo había transigido porque sabía de antemano que de nada serviría resistirse: la combinación de elementos, acontecimientos y caracteres marcan en los amantes pautas de comportamiento y les adjudican a cada uno un papel muy definido en la relación, y aunque esas circunstancias varían con el tiempo y pueden llegar a ser incluso diametralmente opuestas, en realidad la función que cada uno ejerce en ella, el lugar que ocupa, son inamovibles. Martín seguía sin preguntar apenas y ella, aun sin capacidad para decidir, era quien en último término tomaba las decisiones.

Y sin embargo esas seis series que realizó en los primeros años de su estancia en Barcelona le habían situado en la cima de la profesión, de una cierta profesión al menos, y le habían hecho rico y famoso. De las series se habían hecho películas y de las películas series cortas y se habían traducido todas a decenas de idiomas y se vendían en todos los videoclubs de los países más inciertos. Se le requería en coloquios televisivos, en festivales y en conferencias. Y la productora organizaba en los estrenos un despliegue de publicidad con asistencia de todos los medios de comunicación y ciclos culturales que en muchos casos patrocinaba el Ministerio de Cultura, de tal envergadura y con una tal resonancia que sin apenas haber puesto en las obras que dirigía un ápice de su fantasía o imaginación se encontró en la cumbre de la fama de la ciudad y del país, rodeado a todas horas de gentes que no conocía pero que, bien lo sabía, se arrimaban a su sombra mientras la hubiera. Era consciente de que no había adquirido prestigio por la obra hecha sino por el éxito alcanzado, y ese éxito nada tenía que ver con la calidad. Bien lo sabía, el éxito más dinero provoca adulación y aplauso y prestigio también, aunque el prestigio que se desprende únicamente de la calidad no trae más que silencio.

Nunca se lo dijo a Andrea, pero le daba la impresión de que no necesitaban a nadie para esas producciones que venían milimétricamente planificadas, porque el director, él, tenía tan poca libertad de movimientos que bien habría podido dejar que fuera el primer ayudante quien se limitara a seguir al pie de la letra un guión en el que tampoco había intervenido, mientras él tomaba café o se iba a su vez al cine. Y aunque al principio le torturaba no estar haciendo lo que habría querido hacer, muy poco tiempo después ya no fue capaz de recordar, o no quiso, qué era exactamente lo que habría querido hacer y se dejó llevar de la aureola de su propio triunfo, y mecido por la canción de quienes le rodeaban y de la vehemencia y aplauso generales procuró no volver a pensar en ello. Quizás con el propio quehacer ocurra lo mismo que con las arrugas que se profundizan y proliferan al mismo ritmo que aumentan las dioptrías. Y sin embargo, en lo más recóndito de sí mismo, no había abandonado sus sueños, esa forma de dormirse a veces imaginando que había conseguido trabajar sin descanso, como en los tiempos de su primer corto, en una película propia —cuyo guión tenía completamente terminado en su mente y escribiría sin falta un día de éstos— sin directrices ni exigencias, ni personajes de cartón que no comprendía o diálogos absurdos que arrancaban lágrimas en el público, un sueño que había ido transformando con los años, no para acoplarlo a la realidad como hacemos siempre sino por el contrario, poniendo el listón mucho más alto aún, casi inaccesible, como para darse a entender a sí mismo que mejor era soñar porque lo que él quería se había perdido en los recovecos y las brumas de la impotencia.

—Para hacer lo que uno quiere primero hay que disponer del dinero suficiente —le había dicho Andrea—. Es la única forma de no tener que doblegarte a las exigencias de los demás y poder escoger lo que quieras.

Sólo ahora comprendía la falacia de esa afirmación que había servido para que, empujado por ella, aceptara un nuevo contrato de cuatro años al finalizar el primero, y estuviera ahora a punto de firmar el tercero. O tal vez fuera mejor reconocer que no había sabido resistirse al contrato millonario y al éxito que le siguió. O, ¿quién sabe?, quizá había abandonado porque finalmente se había convencido de que carecía de dotes y de talento y de que en realidad la pasión que creía arrastrar desde niño no había sido más que un intento desesperado, la oscura voluntad de escapar a su destino de hormiga.

Pero aun así, ahora, sentado en una piedra en lo alto del promontorio sobre la bocana del puerto de aquella isla embrujada —como habría de repetir muchas veces antes de que todo cuanto había de suceder en ella fuera forzado al olvido—, y quizá por el efecto encadenado de una serie de hechos y rememoraciones absurdos que se habían iniciado con la aparición de la chica del sombrero esa misma mañana tan lejana, se preguntaba qué sentido tenían la inacabable senda de conformismo, facilidad y aburrimiento en la que estaba inmerso y el contrato que iba a firmar por otros seis años que le llevaría a los treinta y ocho, a punto de entrar en la cuarentena, en el umbral de la divisoria a partir de la cual el camino está trazado y no tiene vuelta atrás.

Hay un momento en la creación en que puede desviarse el objetivo primero, es un solo instante de confusión pero basta a veces para cambiar el sentido y desviar la senda iniciada muchos años antes. Si el creador quiere mantener aquel objetivo o si la pulsión tiene más fuerza que la del camino fácil que se le ofrece, seguirá adelante y continuará una búsqueda que no tiene fin. De otro modo, si se confunde y se aferra al pretexto que le justifica ceder a esa tentación es posible que triunfe, pero en ese triunfo habrá encontrado su propio techo y lo que haga a partir de ese momento no será sino una mera repetición de la obra que le colocó frente a la disyuntiva o de la que tenía entre manos cuando sucumbió.

Y eso es lo que le había ocurrido. Podía situar con precisión el momento a partir del cual no había hecho sino rodar sobre sí mismo como un tornillo pasado de rosca. Tal vez por eso mismo apenas habían dejado huella esos años en Barcelona —¿siete años?, ¿cuántos eran?— que permanecían vagamente en su memoria, como los sueños, sin ilación ninguna entre las distintas imágenes que los componen. Y sin embargo habían ocurrido en ese periodo hechos suficientes para definir una biografía completa —desde su propia boda a la muerte de su padre— que ahora sin embargo ya no eran sino chispas de memoria sin contenido apenas que pululaban como plumas y se alejaban casi imperceptiblemente de la conciencia para desaparecer un día fundidas en la amalgama de todo lo que fue alguna vez, como una gota en el inmenso mar de la no existencia.

Desde que se instalaron en el amplio apartamento en la parte alta de la ciudad que el padre de Andrea le había regalado a su vuelta, vivieron, viajaron y trabajaron con Leonardus. Lo demás eran cenas que ella organizaba para sus antiguos amigos, o para las nuevas amistades que se empeñaba en invitar quizá para recuperar el puesto que tan brillante y despreocupadamente había ocupado antes. Parecía querer demostrar que de hecho seguía siendo la misma y quizá por eso la nueva casa en la ciudad era casi una réplica de la que había conocido Martín, con un poco más de ostentación tal vez, o de cuidado, más escueta, más condensada, como quedan en el escenario los proyectos del autor: el reloj en la chimenea, la disposición de los sillones y sofás, los muebles ante las ventanas sin orden, de forma casual, la sobria combinación de tonos para dar la misma impresión de elegancia despreocupada, la forma de colocar la pieza del escultor de moda sobre una mesa entre muchos otros objetos para quitarle el brillo de la novedad y mostrar su familiaridad con un arte de vanguardia que hace mucho tiempo dejó de sorprender.

Bebía dos copas antes de que llegara la gente, mientras se arreglaba, quizá para no reparar en las negras ojeras que no lograba disimular el maquillaje y en la piel que comenzaba a cuartearse porque había adelgazado tanto que acabaría pareciéndose a su madre, y seguía bebiendo para recuperar la familiaridad distante con que había tratado por igual al mundo entero cuando formaba parte de aquella sociedad que, bien es verdad, un tanto desperdigada y movida por otros usos, había acabado aceptándola otra vez. Desde su llegada se había lanzado a esa imparable vida social y casi no atendía el trabajo a media jornada que había comenzado en un periódico local. Parecía haber perdido interés por la profesión porque jamás hablaba de ella y al cabo de unos meses, pretextando que había de ocuparse de los asuntos de Martín, tan poco atento a esas cosas, y quería acompañarle en sus viajes, y que necesitaba además tiempo libre para visitar a los hijos que ahora vivían en Madrid, donde Carlos ocupaba un alto cargo en el nuevo gobierno de la democracia, dejó el periódico y le dedicó todas las energías. Vivía pendiente únicamente de sus rodajes y desplazamientos, en contacto diario con Leonardus, y con la obsesión de organizar ese torbellino imparable de citas y cenas a las que no quería renunciar pese a las protestas de Martín a quien bastaba y sobraba con los montajes publicitarios de la productora, del progresivo deterioro de su salud y de su humor, y de sus visitas al psiquiatra para encontrar la razón oculta del vértigo que efectivamente en los peores momentos apenas le permitía bajar las escaleras.

Martín sentía curiosidad por conocer qué veredicto había merecido en esas gentes la fuga de Andrea y su reincorporación a la vida ciudadana con el muchacho de Sigüenza que había venido a sustituir al brillante marido de antaño y le habría gustado saber si realmente se preguntaban como él mismo si su éxito fulminante y su fama de joven genial bastaban para representar un papel para el que no tenía ni los atributos ni el carácter ni los conocimientos ni la edad ni el origen. Pero ¿cómo saberlo? De hecho nos morimos sin conocer qué piensan de nosotros los demás, ni acertar nunca a descifrar cómo han interpretado los actos de nuestra existencia, ni sospechar cuál es nuestra imagen oficial, una trama y urdimbre que van tejiendo entre todos hasta cimentar la personalidad inamovible con la que anclamos y vivimos y llevamos a cuestas sin saber aun así en qué consiste. En realidad eran todos, y todos fueron durante años, tan extranjeros para él como él para ellos y al no poder hacer otra cosa, ni ser capaz de comunicarse con nadie ni de establecer una relación social por superficial y frívola que fuera, para la que ni había nacido ni estaba dispuesto a hacer más esfuerzo que el de aportar su pasiva asistencia, pululaba por los salones tras los pasos de Andrea, que prodigaba entonces lo mejor de sí misma, feliz de mostrar que contra todos los pronósticos había valido la pena la sustitución y exhibir radiante la situación de prestigio en la que inconcebiblemente Martín la había encumbrado a los pocos meses de su llegada.

Fue por aquella época cuando comenzó a hablar en primera persona del plural. Exponía una opinión como si ella expresara en nombre de los dos la de su joven y famoso acompañante, tan tímido y adusto que por sí mismo nunca se habría atrevido a hacerlo, como una prueba más del entendimiento que había de afianzar el mito de su historia de amor.

Martín entretanto la buscaba entre la gente como la había buscado durante aquel primer año de amores clandestinos en esa misma ciudad que era entonces una promesa, convencido de que de todos modos la complicidad que había de encontrar bastaba para contrarrestar sus recurrentes sospechas y las violentas escenas que precedían a sus reconciliaciones y las lágrimas de ella y sus vértigos de origen oscuro, y al descubrir entre una amalgama de risas y voces y peinados con brillo de navaja su mirada azul que filtraba la ternura o la intención a través de los cristales de sus grandes gafas, se sentía aprisionado por el mismo indestructible vínculo, más fuerte que todos los que se exhibían en aquel salón y en aquella ciudad, tan tiránico como la pasión más perentoria a la que además y sin embargo daba pábulo, y lo único que quería es que las agujas del reloj se precipitaran enloquecidas a dar vueltas sobre sí mismas para que todos se fueran a casa y dejaran el salón desierto y volvieran los dos al reducto de su intimidad donde el deseo se mantenía tan despierto y apremiante como en el tambucho de la

Manuela.

Nadie nos ama como quisiéramos ser amados, quizá en eso reside la búsqueda inútil.

Pero nada significaban ahora esas fantasías ni los éxitos obtenidos. Nada frente a esa morada donde gravitaba la luna naciente que asomaba por el horizonte, tan exigua como un rasgo o un dibujo y tan pálida que no alcanzaba a iluminar la esfera del reloj, o esa tierra apagada y muda que no veía, o el ruido sordo del mar revolviéndose en sí mismo por falta de aire, por el peso de una temperatura que se había solidificado sobre el balanceo de metal de sus olas escasamente insinuadas. No, no sólo la luna, la tierra, el mar que durante años ignoró sustituyéndolos por lenguajes que a ellos se referían. No sólo ellos, él mismo, su profesión, la mujer que había dejado en el barco retenida por su propia cobardía, el dinero que había de ganar, esos seres extraños que dormirían en el camarote, su propia madre olvidada en su lejana patria.

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