Azul

Azul


V

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Un ruido le sobresaltó. Eran voces en algún lugar muy por debajo de donde se encontraba. Se levantó inquieto y con cuidado fue deshaciendo la pendiente. Si me caigo aquí, pensó, nunca me encontrará nadie, y miró el precipicio a sus pies donde, doscientos metros por debajo de él, se encrespaba el rumor del oleaje al chocar contra las rocas. Siguió descendiendo. Se detenía de vez en cuando para escuchar y en los cruces se demoraba y atendía, no fuera a caer sobre los que buscaban al perro en cualquier esquina. Torció a su izquierda y llevado de nuevo por la urgente necesidad de encontrar la cartera anduvo en dirección contraria el recorrido que había hecho una hora antes, pasó ante la parra oscura y silenciosa y descendiendo a trompicones el camino pedregoso llegó a la plaza de la Mezquita. El agua de la bahía seguía inmóvil y el calor era todavía más sofocante, se ahogaba casi. Recorrió la riba bordeada de ruinas hasta llegar a las primeras casitas y se metió en un callejón intentando reconstruir otra vez los pasos de la vieja. Pero con ser tan pocas las calles tras el frontal del mar no logró orientarse y deambuló por ellas empujado por la inquietud, sin saber qué hacer. El aire pesaba como una losa, maulló un gato casi junto a su cabeza, dio un respingo y siguió caminando. Se detuvo al poco porque le pareció que alguien le seguía pero no oyó más que un ronquido apagado que salía del hueco negro de una ventana abierta casi a ras del suelo y se escurría por las paredes pedregosas de la casa. Al poco rato y llevado de la misma obsesión se detuvo de nuevo y esa vez siguieron resonando las pisadas en las losas de la calle. Entonces se quedó inmóvil arrimado a un muro sin osar secarse la frente húmeda por temor a verse descubierto ni saber cómo apaciguar los latidos de su corazón. Un pájaro asustado quizás por ellos o por las pisadas que se alejaban, salió revoloteando de un voladizo y en el silencio de la noche el aleteo se multiplicó como si una bandada de patos se hubiera echado a volar. Sólo deseaba volver al barco. Dio unos pasos casi de puntillas y se apoyó en la esquina de una ruina cuyas aristas había carcomido y resquebrajado el tiempo y esperó encogido sin atreverse a correr hacia el muelle que ni veía ni sabía cómo alcanzar. Ya no se oían los pasos sobre el pavimento, cruzaban a veces la noche sofocante ruidos esporádicos, el ladrido de un perro o la respiración tras una ventana, u otros indefinibles de origen desconocido imposibles de situar o descifrar que crepitan en el material que configura la noche: crujidos en las cuadernas, maderas en los desvanes, puertas en las alcobas.

Se puso en marcha otra vez. Le pareció reconocer una calle desde la cual habría de ser fácil dar con una salida pero volvía a encontrarse en el callejón donde el ronquido seguía su paso hacia el amanecer, y por más que intentaba alejarse acababa siempre en él. A la cuarta o quinta vez, cuando ya la frente le chorreaba sudor y angustia creyó ver una luz en el fondo de una calleja que no había descubierto aún. Chirrió el marco de una ventana y un fulgor, vicario de quién sabe qué otra luz, recorrió el espacio. Se detuvo sin embargo, como si en su entorno vibrara la anticipación de un sonido que no se haría esperar, y de pronto a su espalda estalló una carcajada. Se volvió y allí estaba el hombre, apenas a unos metros de distancia, salido de la oscuridad como un aparecido, con una linterna en la mano. En un instante cruzó su mente la idea de que era él quien había recogido la cartera y venía a ofrecérsela a cambio de dinero y sin pensarlo más sacó un billete de diez dólares del bolsillo y se lo mostró indicándole por señas que le ofrecía un intercambio. El hombre dejó de reír y pareció haber comprendido. Alargó a su vez la mano para recoger el billete y se lo metió en la bolsa que llevaba colgada del hombro. Martín le veía manipular en su interior y mantener firme la linterna al mismo tiempo pero no hizo sino cerrar la bolsa y echarse a reír de nuevo, esta vez con más ganas levantando aún más al cielo su rostro congestionado. Alguien siseó desde una ventana en la oscuridad conminándole a callar y Martín esperó a su lado a que dejara de reír y le devolviera la cartera. Pero el hombre levantó la linterna, le cegó unos instantes, la apagó enseguida dejándole doblemente a oscuras y echó a correr. Martín se lanzó en su persecución cuesta arriba. No podía verle ahora sin luz pero oía el trote unos pasos por delante y al llegar a un camino de pendiente más pronunciada el ruido de las piedras le indicó que seguía tras él. Habían salido a un descampado y el cielo en toda su amplitud brillaba cuajado de estrellas pero él no veía más que la sombra que le precedía, que sin darle apenas tiempo se detuvo súbitamente. Martín fue a echársele encima pero en ese momento se encendió la linterna bajo un rostro torturado y aparecieron encarnizadas por el sesgo de la luz las facciones del hombre tuerto que lanzó a la noche un rugido, ¡aaaahhhh!, levantó la mano para que fuera visible el cuchillo que blandía sobre la cabeza e hizo el gesto de iniciar a su vez la persecución. Martín se volvió y descendió la cuesta dando tumbos hasta la zona de calles silenciosas sin más obsesión que salir de una vez al muelle y saltar a bordo. Tras él los pasos y el rugido con que el hombre acompañaba el rastreo le parecían más cercanos cada vez. Pero hasta que encontrara la salida recorría las callejas volviendo siempre al mismo lugar con la intención de despistar a su perseguidor y dejarlo en una esquina cuando, más por agotamiento que por saber si aún le seguía, se metió en el quicio de un portalón y se arrebujó en él ahogando la respiración. No se oía nada. La calle se había ensanchado un poco y formaba una plazoleta cerrada por el muro medio derruido de una iglesia que cobijaba a media altura la imagen de una virgen blanca. Cascotes y ruina que nadie había retirado se habían amalgamado con el tiempo hasta formar un monumento de huecos, protuberancias y sombras que temblaban al soplo apacible de la llama de la hornacina.

De algún lugar se desprendió una piedra que rodó dando tumbos y fue a caer a sus pies. Martín se arrimó más aún al portal y permaneció inmóvil escrutando en el silencio una señal que le dijera de dónde venía el peligro. La camisa empapada le ardía sobre la piel y el aire enrarecido de ese ámbito cerrado, cargado de olores densos a sustancias indefinibles, lo mismo podía venir del acre olor de la leche que de un montón de mondas de fruta y legumbres que hubieran iniciado el proceso de putrefacción, apenas le dejaba respirar. Apoyó la cabeza en la puerta y cerró los ojos sin dejar de jadear. De pronto oyó los pasos precipitados que se acercaban, pero antes de que hubiera decidido por dónde huir, rechinaron los goznes de la puerta y apenas tuvo tiempo de comprender que una mano le agarraba por el brazo y de un tirón lo entraba en la casa. Volvieron a rechinar los goznes y al golpe seco siguió la oscuridad y el frescor de un interior de muros espesos. Sin saber por qué se sintió seguro. Se dejó llevar de la mano que le asía hasta que otra mano abrió una puerta y entraron en una habitación. Chasqueó el interruptor y se encendió en el techo una bombilla macilenta. La mujer era casi tan alta como él y tenía una frente desmesurada y unos grandes ojos negros. A todas luces se acababa de levantar de la cama porque se había echado sobre los hombros una pañoleta floreada que apenas le cubría la enagua negra. Estaba despeinada y le miraba sin sonreír. Ni siquiera sintió curiosidad cuando comenzó a hablar y como no entendía lo que ella le decía permaneció en silencio. Tampoco reaccionó al notar el contacto de la mano sudorosa que resbalaba por la piel de su cuello, y cuando murmurando palabras incomprensibles le arrastró hacia la ventana la dejó hacer. Se asomó sin embargo, no con miedo ahora sino por saber si todavía merodeaba por allí el hombre tuerto, pero sólo rasgaban brevemente el aire aquellos amagos de ronquidos y movimientos inquietos de los mismos invisibles durmientes tras las ventanas abiertas. Ella le tomó de la mano y le llevó a la cama cálida aún.

Antes de recostar la cabeza en la persistente oquedad del gran almohadón blanco, sacó un billete del bolsillo, lo dejó sobre la mesa de noche y con gestos le indicó que quería dormir. Pero ella no le comprendió o no pareció hacerle caso; torció los labios con indiferencia, tomó el billete, lo guardó en el cajón de la mesita y se tumbó a su lado sin apagar la luz del techo.

De esa noche y del tiempo que permaneció en esa casa había de recordar poco más que el inmisericorde y metálico gemido de los muelles del somier y los grandes ojos de la mujer, que permanecieron fijos en los suyos hasta que, agotado ya, los cerró. Debió de echar entonces una cabezada porque cuando los abrió de nuevo apenas pudo reconocer el escenario. Apartó a la mujer que yacía a su lado y se levantó. Ella se sentó a los pies de la cama y comenzó a gesticular, y él al verla abrir y cerrar la boca, aunque era consciente de que estaba hablando, incluso gritando, no le oía la voz, como si sólo estuviera en ese lugar con parte de sus sentidos y otra parte hubiera salido de la casa para abrirle el camino. Tenía mechones de pelo negro pegados a la frente y la combinación que le estrangulaba las axilas mostraba un cuerpo que parecía ensamblar las mitades de dos personas distintas. Y pensó aún con una cierta ternura: nunca he visto un ser tan extraño. Dejó unos dólares más sobre la mesa y la expresión de la mujer se dulcificó: siguió hablando pero ya no tenía esas líneas largas y profundas que un momento antes le cruzaban el rostro. Con ambas manos se echó hacia abajo la combinación que apenas se movió y el pelo de la frente hacia atrás, cogió la pañoleta del suelo y se cubrió con ella recomponiendo la imagen que, sin embargo, no adquirió significado. Él fue hacia la puerta pero ella le detuvo y le abrió el camino hasta el portalón por el pasillo oscuro. Oyó chirriar de nuevo los goznes y salió a la calle, que no logró aligerar el peso y el calor que tenía pegado a la piel.

Esta vez no le costó encontrar el muelle siguiendo la calleja estrecha a su izquierda que la mujer le había señalado. El calor no había amainado y pensó que al llegar al mar correría el aire pero el agua seguía espesa, viscosa y negra como aceite y tan inmóvil que sobre ella el

Albatros se desdoblaba y se reproducía en una sombra igual a sí mismo. Hacía horas que debían de haberse apagado las luces del café de Giorgios y no había más que una bombilla colgada de un alambre frente al estanco del otro lado de la plaza.

Bajo la escueta luz del palo mayor advirtió a Andrea acucurrada y envuelta en sí misma, que con un gesto de frío impensable bajo aquel bochorno pegajoso se protegía las rodillas en un abrazo como si quisiera abarcar su cuerpo entero. Así ovillada parecía todavía una niña aterrada y confundida que no se atreve a moverse a sabiendas del castigo que le espera. Y por primera vez en su vida dominó el impulso de correr hacia ella, como tantas otras veces, armado con el ultraje de su inútil traición que habría de recomenzar —o quizá sólo continuar— ese ciclo sin fin que se alimentaba en sí mismo.

Confundido al comprobar finalmente el exiguo ámbito al que había quedado reducida su querencia, tan evidente por primera vez como que ese atisbo de luz opaca que asomaba tímidamente por el horizonte habría de confundirse dentro de poco con el amanecer, se sentó en el suelo del muelle a una cierta distancia del

Albatros con las piernas colgando sobre el agua. Lucharon en vano por brotar las lágrimas de algún lugar recóndito y oscuro de sí mismo y sólo un velo húmedo se posó en las pupilas sin caer ni resbalar, cegándolas. Habría querido llorar por sí mismo y por ella, por su transformación, por su complicidad convertida en encadenamiento, por el infierno de añoranza de lo que había dejado de ser, o por la felicidad pretérita que de un modo u otro se las arregla siempre por esfumarse y desaparecer.

No comprendía aún cabalmente lo que le había ocurrido, qué extraño camino había recorrido esa noche ni a dónde le llevaría, pero angustiado por la clarividencia con que se le presentaba esa convicción presionándole con una exigencia ineludible que no sabía de dónde procedía, vislumbró en un instante la carrera de escollos y tropiezos a los que tendría que hacer frente. Y de repente le invadió una pereza infinita que le dejó el alma vacía y hambrienta de un descanso y una paz que, comprendió, no había de encontrar en mucho tiempo.

Cantó el gallo desafinando en el bochorno, asomó la primera luz en el horizonte, el chasquido de un motor alejó una barca todavía invisible, en el aire temblaba la asfixia como las ondas del lago al echarle una piedra y la luna de papel se escondía tras la roca.

Se levantó y cansinamente se dirigió al

Albatros, sin temor a pasos ni gritos ni crujidos ni risas. Tom había retirado la pasarela, así que cobró el cabo de popa y al tiempo que lo soltaba dio un gran salto hasta cubierta. El barco se balanceó y Andrea levantó la cabeza. Al pasar por su lado le revolvió brevemente el cabello ensortijado sin mirarla ni querer percatarse de que ese gesto tan inofensivo había teñido sus ojos con el brillo de la humillación y el despecho. Sin detenerse se dirigió a las escalerillas, bajó a la cabina, abrió la nevera, bebió agua y se metió silenciosamente en el camarote cerrando la puerta sin hacer ruido.

Se quitó la camisa y los zapatos y se tumbó en la cama a oscuras. No reparó en el calor sofocante del camarote y cerró los ojos cansados y doloridos por las lágrimas que no habían podido brotar. Y en la oscuridad violeta de los párpados apareció entonces la gran mancha de su vestido blanco envolviendo la figura vencida, la cabeza coronada de largos rizos menudos y tercos cuyo volumen había multiplicado la pegajosa humedad de una noche a la serena, y el profundo reproche de su mirada.

Azul, como el azul del mar al atardecer, como la hora azul del crepúsculo o las sombras superpuestas de los telones de la Capadocia frente al sol; azul como la brisa que cae sobre la tierra cuando entra el viento de mar por el horizonte, azul como el descanso, como las fuentes, como las sábanas frescas, azul como la luz del alba, como las velas al viento, como los ojos azules de las muchachas en flor. Y sin embargo.

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