Azul

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VI

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Pero no se volvió, continuó por la pasarela y a toda prisa, sin entretenerse en saber si ella le llamaba, siguió el muelle en dirección contraria a la de la plaza frente a la cual estaba amarrado el barco de Rodas. Caminó deprisa por el malecón que por esa parte se iba reduciendo a medida que desaparecían las construcciones hasta deshacerse en un camino cubierto de ruinas y pedruscos, parcialmente invadido por el mar. No había barcas ni gente y un poco más allá la central eléctrica silenciosa y desierta a esta hora condenaba el paso hacia un promontorio que protegía del viento y cerraba la caleta de aguas mansas y turbias donde flotaban y se pudrían los escombros del albañal. Un pontón amarrado de firme que debía servir de almacén mantenía inmóvil sobre sí una nube de moscas grandes y negruzcas. El puente se había desmoronado parcialmente y los maderos carcomidos y deshechos por la intemperie invadían el sollado entre sacos y cajones. No había más camino que la vuelta, y como no quería volver al barco a quedarse a solas con Andrea o pasar por delante y exponerse a que ella le llamara se sentó en el suelo de modo que desde allí no se le pudiera ver y se entretuvo mirándolo para matar el tiempo. Era un barco muy viejo que debió de haber sido una barcaza de pesca, había perdido hacía mucho la última capa de pintura y rezumaba humedad.

De pronto algo se movió entre los sacos y fue entonces cuando fijándose con mayor atención descubrió un bulto que se desgajaba de aquella extraña amalgama, un hombre enroscado en sí mismo, como el que había visto ayer en el mercado, apoyada la espalda en un cajón y la cabeza doblada sobre el pecho, envuelto en un trapo demasiado pequeño bajo el cual asomaban los pies descalzos: el tuerto. El miedo le paralizó, un miedo que creía haber desterrado después de la persecución, apaciguado quizá por otras angustias y terrores que habían suplantado al tuerto, al perro muerto, a su cartera extraviada, como si pertenecieran al reino de la invención o la pesadilla; pero ahí estaba de nuevo ese miedo confuso a ser descubierto o tal vez a que se hiciera pública esa parte de sí mismo en la que ni él ni nadie había reparado jamás. Se levantó casi de puntillas para no ser visto, a paso ligero recorrió los primeros metros y una vez alejado de aquella rada hedionda se puso a correr y no se detuvo hasta llegar al

Albatros, el único lugar que le ofrecía protección. Saltó a la pasarela sin preocuparse de quién había a bordo, se metió en su camarote, corrió las cortinas de la escotilla, se tumbó en la litera revuelta y se cubrió la cara con la almohada. Sólo quería que pasara el tiempo y que el

Albatros zarpara de una vez.

Al poco rato oyó pasos en cubierta y voces, y el motor de una barca que se acercaba por la proa. La voz de Pepone que daba instrucciones a Andrea para ayudarle a saltar. Leonardus llamándole, Martín, sal del camarote de una vez. Y la de Chiqui, no seas perezoso, Martín, anda ven, vamos a la cueva azul, llevamos comida y vino. Date prisa.

Habría querido no responder, quedarse encerrado hasta la hora de zarpar, pero de todos modos le descubrirían y le forzarían a ir y, sin pretexto para negarse a una insistencia contra la que nada podría, salió a cubierta y se descolgó por la borda hasta poner los pies en la barca.

Tom y los dos mecánicos llegaban a bordo en aquel momento cargados con las cajas de herramientas y mucho antes de que Pepone se alejara, ellos ya habían comenzado a despanzurrar la cubierta para adentrarse en las entrañas del motor.

Miró el reloj y no eran más que las dos de la tarde.

—¿Cuánto tardarán en arreglar la avería? —preguntó a modo de saludo.

—Dos o tres horas —dijo Leonardus—. Entre una cosa y otra no creo que zarpemos antes de las siete o las ocho. Pero podremos llegar a Antalya y tomar el taxi que nos estará esperando con tiempo para llegar a Marmaris aunque sea sin dormir, embarcar en el primer avión a Estambul y no perder la conexión de Barcelona ni de Londres.

—No tengas tanta prisa —le dijo Andrea que se había sentado a su lado—. Todavía no has salido de la isla y aún pueden ocurrir muchas cosas.

La oyó perfectamente aunque le hizo un gesto dándole a entender que las explosiones del motor habían borrado sus palabras. Andrea le respondió con una mueca de incredulidad, se embutió el sombrero hasta las cejas y se volvió hacia Pepone, que mientras se separaba del

Albatros y enfilaba hacia la salida del puerto, proclamaba a voz en grito las aventuras por las que había pasado el pueblo aquella noche.

—Fue la vieja —bramaba—, encontraron al perro muerto en una de las calles de la colina frente a la huerta donde ella va todas las tardes a recoger hierbas para sus remedios y ungüentos. Y no lo ha negado. De hecho ni siquiera ha respondido a las acusaciones del pope, ni siquiera ha dicho con qué se había manchado la saya de sangre.

El tuerto no ha hablado, pensó Martín. Nos iremos y se habrá terminado. ¿Qué pueden hacerle a la vieja? Y aunque le hagan ¿qué puede importarle?, apenas se entera de nada.

—Si no la encierran por eso será por otra cosa. Hace tiempo que la andan buscando —seguía Pepone—. De hecho no le hace daño a nadie, pero el pope le tiene ojeriza. De todo lo que ocurre en el pueblo tiene la culpa ella. —Con una patada volvió a su sitio la tapa del motor que el traqueteo había desplazado y continuó—: A poco la matan ayer. Primero la siguieron en sus correrías y luego abandonaron, pero cuando pasada la medianoche los soldados encontraron el perro muerto a golpes de piedra, se reunió un grupo más numeroso esta vez y comenzaron a buscarla como si fueran de caza. La encontraron casi al amanecer, acucurrada bajo un cimborrio caído en las ruinas del antiguo monasterio. Lloraba sin dejar de canturrear y se secaba las lágrimas con la saya. Dos mujeres la cogieron y la sacaron de allí a empujones y ella, entumecida quizá del tiempo que había pasado en esa postura, no se tuvo de pie y cayó en medio del corro que se había formado. La gente comenzó a gritarle y alguien le dio un golpe con un palo. Enardecidos por ello o quizá porque en este pueblo nunca ocurre nada que nos saque del sopor y del aburrimiento, una de las mujeres se lanzó sobre ella: bruja, la llamó, bruja más que bruja. Los demás gritaban también y un hombre, el del estanco, le tiró una piedra. En aquel momento llegó el cabo, el jefe del destacamento, y la emprendió a golpes contra la gente que en un minuto se dispersó. Si no, la matan.

—¿Tú estabas allí? —preguntó Leonardus.

—Claro que estaba allí, por eso lo sé. Pero yo no le eché piedras a la vieja. No tengo nada contra ella, la he visto ronronear y deambular por las calles y hurgar en las pilas de basuras durante años. No le hace mal a nadie. —Se caló la gorra y continuó—: Se la llevaron al cuartelillo y por lo menos una noche en su vida habrá dormido bajo techo. Aunque no duerme. Dicen que ha estado de pie todo el tiempo y que no ha parado de cantar y llorar.

—¿Qué le ocurrirá ahora? —preguntó Chiqui aunque no esperó la respuesta para ir a tumbarse sobre el exiguo sector de la cubierta que quedaba libre en la proa y untarse con aceite y tomar el sol.

—Dicen que el pope la juzgará y que aprovecharán para meterla en la cárcel porque por ahí no puede andar más. Es muy vieja ya, quién sabe los años que tiene y lleva más de cuarenta buscando a sus hijos. Por eso lloraba, dicen, porque no la dejaban seguir buscando.

Hasta la hora de cenar no se volvió a hablar de la vieja. Fue el propio Giorgios quien lo hizo aunque poco más pudo añadir a la versión de Pepone. Había más gente en el restaurante esta noche, se habían encendido dos bombillas verdes en el emparrado de hojas de viña virgen y la animación parecía mayor por las voces de los marineros desde la cubierta del barco de Rodas. No eran más de las ocho pero era ya noche cerrada.

Habían vuelto tarde de la cueva azul entretenidos con las historias fantasmales de Pepone y por ese baño que quiso darse a pesar de todo Chiqui en el agua fría del interior de la cueva, pero el repentino y precoz ocaso del final del verano no les había sorprendido más que cuando ya se dirigían a cenar al Giorgios. Les había dado tiempo aun de desembarcar con luz de día, saltar al

Albatros, recorrer la cubierta esquivando las manchas de grasa que habían dejado los mecánicos y sentarse en la bañera a tomar una copa antes de anochecer.

Andrea se había quedado a bordo y Martín, que habría querido hacer lo mismo, apenas podía atender a lo que se hablaba. Y cuando media hora después apareció Tom y les dijo que todo estaba a punto y en orden para zarpar dejó el postre de yogur a la mitad y tampoco esperó a que hubiera terminado de cenar Chiqui para levantarse, ni hizo caso de los gritos de Leonardus que había perdido de repente la prisa y quería abrir otra botella de vino. Se fue con Tom al

Albatros a esperar. Los diez minutos que tardaron Chiqui y Leonardus en regresar se le hicieron interminables, aunque no dio muestras de impaciencia por eso ni por la lentitud con que se llevaban a cabo las últimas diligencias y pagos y despedidas. Hizo esfuerzos por no consumirse ni oír esa voz de la mala suerte murmurando en su oído que todo puede ocurrir aún en el último instante. Y cuando finalmente Pepone desde el muelle soltó las amarras y el ruido de la cadena por la proa le indicó que podía dejar de mirar la calleja por la que toda la noche había esperado que apareciera el pope o el cabo o tal vez el tuerto con su cartera porque el

Albatros se iba separando de tierra, apenas encontró alivio a su inquietud.

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