Azul

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VIII

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«My bounty is as boundless as the sea…»

Romeo and Juliet, William Shakespeare

Fue él quien la descubrió. Él, un experto en sorprender la mirada de sus ojos tras los cristales que tantas veces había buscado por el reflejo en ellos de la luz. Desde un punto lejano que daba aún más profundidad a la oscuridad opaca y espesa de esa noche dilatada en el temor y el desaliento, un brillo fugaz y doble lanzaba destellos vacilantes por el reflejo de aquella pálida luna que no había tenido fulgor más que para sí misma. No podía hablar ni gritar ni apenas moverse, no hizo más que levantar temblando el brazo en la dirección donde había visto las dos centellas y así lo mantuvo hasta que comprendió que los demás, siguiendo la dirección que les indicaba, lo habían visto también y el

Albatros corregía el rumbo.

Tom saltó al camarote y volvió con una manta que dejó en el suelo.

Comenzaron a picar las olas contra el casco del barco y a llegar ráfagas de viento. Abocados a la borda seguían los cuatro los reflejos que ahora, aún con mar gruesa, se iban definiendo. Leonardus fue el primero en llamarla haciendo bocina con las manos, y recuperada la vitalidad bajó a la cabina y volvió con un megáfono: «¡Andrea! ¡Andrea!».

Tom redujo la velocidad todo lo que le permitía seguir gobernando el barco, hasta que las voces acabaron sobreponiéndose a la trepidación de la máquina. Cuando estuvieron cerca, desviando el rumbo casi una cuarta para que la corriente no les echara sobre ella, mantuvo el gas en su punto mínimo, pasó el timón a Leonardus, colgó la escalerilla de la borda, se quitó el jersey y los pantalones y se echó al agua.

Cuando Martín volvió a mirar al mar, Tom, con Andrea en la espalda, se agarraba con una mano a un cabo amarrado al chigre de escota del que tiraba Leonardus y con la otra mantenía asidas las dos manos de Andrea. Las olas ya muy altas les cubrían a veces y a Tom le costaba mantenerla sobre la espalda: ahogado por la presión de los brazos de ella a ambos lados de la cabeza, apenas lograba sacarla del agua para respirar. Dos veces soltó el cabo para intentar coger la escalerilla y las dos veces se le escapó. Y de nuevo alejado por la corriente y cegado por el agua volvía para agarrarlo. Finalmente logró asirse a la escalera, puso un pie en el primer peldaño y con mucha dificultad pudo izarse porque lo que llevaba no era más que un peso muerto de rostro cubierto de cabellos al que las gafas teñidas por la luz roja de la banda de babor convertían en una máscara trágica. Los embates del mar habían crecido y cuando Leonardus, que se había tumbado en cubierta boca abajo y se sostenía con los pies en el banco, alcanzó a agarrarla por debajo de los brazos, Tom subió otro peldaño y ella con él. Martín se tumbó a su lado y en un gesto inútil alargó las manos hacia ellos.

—¡Quita!, déjame hacer —logró decir Leonardus casi sin voz por el esfuerzo—, ¡inmoviliza el timón!

Martín se apartó y con las dos manos asió la rueda del timón y sin saber qué hacer con ella la mantuvo firme mientras oía los golpes de la escalera y los embates del mar contra el casco.

Cuando la levantaron sobre la borda y la dejaron en cubierta tuvo la certeza de que había muerto. La piel transparente se le había pegado a los huesos y la palidez de la carne tenía la consistencia del cristal y el color del yeso. Arrastraba chorreando las horas de angustia y sufrimiento grabadas en el rostro y en la alteración de los rasgos de la cara el titánico esfuerzo por sobrevivir agarrado a ella, convertido en ella, deformándola, sin que fuera posible descubrir dónde empezaba su cuerpo y dónde las huellas de su agonía, como las ánforas llevan incorporadas las conchas, las piedras, endurecidas las algas, cristalizadas las medusas y amalgamado el color hasta alcanzar la pálida y deprimida tonalidad que precede al tránsito hacia el no ser.

Ésta es ella, pensó, ésta fue ella, y al comprobar que el mágico influjo que le unía a esa mujer vencida ahora por el tormento y la muerte volvía a manifestarse con la inexorable reiteración de las mareas y la incontinencia de los manantiales y se mantenía incólume salvando escollos, vilezas, fraudes y delitos, comprendió que por fuerza ése había de ser el epílogo de la trama de abyección y miseria que habían urdido entre los dos.

Tom la dejó en el suelo e inmediatamente la volvió de lado y con las dos manos le apretó el estómago hasta hacer salir agua a chorros por la boca, y casi al instante repitió la operación. Luego la cubrió con la manta que había dejado en cubierta, la arropó y le quitó las gafas con la suavidad con que se cierran los ojos de los muertos, pero la cinta elástica se había enredado en los cabellos y tuvo que cortarla con las tijeras que le tendía Chiqui, y aparecieron sus ojos abiertos, ojos vidriosos con la calidad viscosa del molusco, opacos como los de los peces antes de sucumbir al proceso de descomposición. Entonces la puso boca arriba, se arrodilló detrás de su cabeza y colocó una rodilla a cada lado de la cara, se inclinó, puso su boca contra la de ella y sistemáticamente impulsó aire en sus pulmones.

Los tres permanecían de pie esperando y cuando finalmente Tom, sofocado y congestionado, se apartó de ella, Andrea tenía los ojos cerrados y respiraba normalmente.

Martín, impulsado por un irresistible e inaplazable deseo de tocarla otra vez, dio un paso e inició un gesto, pero le disuadió la mirada de Leonardus.

La entraron en el camarote y la dejaron sobre la litera. Tom volvió a arroparla remetiendo la manta bajo su cuerpo y añadió aún sobre ella dos más y un saco de dormir.

—¿No hay que quitarle la ropa mojada? —preguntó Chiqui.

—No —dijo simplemente Tom, se sentó a su lado, puso la mano debajo de las mantas y sacó la de ella. La tomó por el pulso y ya no la soltó. Chiqui se sentó a su lado.

—¿Quieres café?, ¿quieres agua?, ¿tiene ella que tomar algo?

—No, gracias. Hay que esperar.

Leonardus, que había quitado la escalera y gobernaba el timón, puso proa al viento rumbo a Castellhorizo.

Martín subió a cubierta. Comenzaba a amanecer y ya podía distinguir el perfil de los montes a su izquierda. Las embestidas del viento del nordeste habían tomado fuerza y se sucedían con mayor frecuencia y ahora el

Albatros, a toda velocidad, daba tumbos sobre las olas que aumentaban inquietas la frecuencia y el volumen. A medida que la claridad grisácea cubría el cielo, aquel mismo ámbito infinito de la noche adquirió medida humana y se redujo la distancia entre el horizonte y la costa y el cielo capotado descendió hasta confundirse con el mar.

De pie en la proa agarrado al mismo obenque que horas antes había condenado a Andrea, contempló un jirón de su vestido blanco que volaba aún chorreando prendido en el candelero del andarivel y así permaneció en espera de la lluvia que no tardaría en caer. El cielo negro acumulaba nubes inquietas, el mar con la movilidad que precede al cataclismo rugía solapadamente, aquí y allá se iniciaba un nuevo remolino o un golpe de viento remitía para cargar con mayor fuerza en estampidas aisladas que multiplicaban paulatinamente la potencia de las olas y se rizaban con fuerza para caer y tomar mayor envergadura. Hasta que el mar, el viento y el cielo se fundieron en un único relámpago que fulminó toda la amplitud del firmamento y estalló sobre el universo en un trueno ensordecedor que rompió el espacio.

La tromba de lluvia que cayó en aquel momento alivió la tensión acumulada en la atmósfera desde hacía muchos días. No se movió, la lluvia se desplomó sobre su cuerpo y su cabeza sin que mitigara el ardor de la sangre que le golpeaba las sienes ni el estupor de su alma lacerada.

Cuando ya estaba completamente calado le vino a la memoria el final de la última escena de la serie que había terminado pocos días antes de iniciar el viaje, «la lluvia no moja a los muertos». Y por primera vez en muchas horas, sonrió.

La tormenta fue intensa y la lluvia cayó a plomo sobre el mar con tal fuerza que cuando repentinamente cesó había allanado las crestas de las olas y barrido la espuma de sus estallidos. Quedaban en la superficie los vestigios ensordecedores de corrientes profundas que se habían desplazado con los vientos y las nubes a otras latitudes. Tras ellos el sol comenzó a dibujar los contornos de la costa con precisión iluminando los arrecifes y devolviendo paulatinamente al agua la transparencia que la opacidad de la tormenta se había llevado. Navegaban cabeceando al ritmo de la convulsión de las aguas, de vez en cuando mezclado con el olor a salitre llegaban del litoral efluvios de tierra mojada y piaban las aves rasgando el aire sobre el fragor perdido de la tempestad. Al cabo de un par de horas se desgajó nítida del continente la isla, que fue tomando protagonismo frente al paisaje, y al doblar el cabo para enfilar el puerto aparecieron los cormoranes de pie sobre las rocas, limpios y brillantes, verdes y negros, silenciosos e impávidos, con el pico levantado al cielo, como grandes esculturas de barro puestas a secar.

En el fondo de la bahía el barco de Rodas mostraba su desproporción frente a la hilera de casitas del puerto, y lo que al principio se había confundido con la amalgama de colores disueltos en la luz fue definiéndose y apareció la pintura descascarillada púrpura, carmín casi, más absurda aún que sus dimensiones, sobre los tonos tostados, ocres, cobres y de terracota del pueblo tras él.

Dos barcas vinieron a recibirles: la de Pepone con dos hombres más a bordo y una vieja trainera de uso militar que habría estado varada durante años en la antigua dársena, gobernada por uno de los dos soldados que dos días antes acompañaban al pope; el otro, el cabo, el jefe del destacamento como le llamaba Pepone, les hablaba a gritos con un megáfono. Una se situó a babor y otra a estribor del

Albatros y lo escoltaron hasta el muelle donde Tom amarró con la ayuda de varios voluntarios dispuestos a agarrar el cabo que les lanzaba desde la popa. Hizo la maniobra él solo porque los demás ni siquiera se asomaron a cubierta. Leonardus, desde la lumbrera de su cuarto de baño, miraba al público que se había arracimado bajo el balcón del matrimonio y los hombres sentados a la sombra de las moreras de la plaza y los niños que no se habían visto antes jugando en la calle, mientras las dos barcas viraban sobre sí mismas esperando a que terminara la maniobra. Y cuando Tom detuvo el motor se amarraron a su vez entre el Albatros y el café de Giorgios. El cerco de gente se hizo más denso. Nadie habría podido imaginar que la isla tuviera tantos habitantes, ni siquiera se habían visto tantas personas juntas cuando el día anterior había llegado el barco de Rodas.

Al desembarcar, el cabo dio órdenes a los soldados y desapareció. Uno de ellos subió a bordo del

Albatros abriendo el paso a dos hombres que acarreaban unas angarillas.

Kalimera kirie —dijo a Tom.

—Buenos días, señor —respondió él.

El otro se quedó en el muelle y dándose una cierta importancia jugaba con la porra y dispersaba a las gentes que formaron un anillo compacto bajo el balcón.

Tom ayudó a colocar en la litera a Andrea, que seguía con los ojos cerrados y vestía ahora una chilaba de Leonardus, y envuelta aún en las mismas mantas la subieron a las angarillas y la ascendieron por las escaleras con dificultad hasta cubierta, caminaron con cuidado por la pasarela y se abrieron paso entre el gentío camino del hospital. Tom fue con ellos.

El soldado entonces se dirigió a Leonardus y le dio una serie de indicaciones en griego que él mismo, con el semblante grave y sin apenas mirarle, transmitió a Martín cuando salía de su camarote:

—Tú verás lo que les dices a éstos, hay cosas que yo no puedo hacer por ti —eran las primeras palabras que le dirigía desde que había irrumpido en su camarote a las dos de la madrugada—. Te llevarán al cuartelillo para el interrogatorio, luego comenzarán con nosotros, pero antes te permitirán ver a Andrea. —Se detuvo y le miró quizá para descubrir, o tal vez corroborar, qué escondía su actitud y su silencio, y añadió—: De momento te harán esperar aquí hasta que reciban órdenes. Dentro de una hora como poco, se podrá ver a Andrea, ellos mismos te llevarán al hospital. Eso es lo que ha dicho el policía. Ah, y no te olvides el pasaporte, lo necesitarás. —Le dio la espalda y sin añadir una palabra se metió de nuevo en su camarote.

Martín se había cambiado y afeitado pero tenía aún el pelo mojado. Debía de haber cogido frío bajo la lluvia porque no se quitó el jersey ni cuando el soldado le hizo subir a cubierta y sentarse en el banco de la bañera bajo el sol, expuesto a las miradas del gentío. La declaración de Leonardus habrá sido contundente y explícita, pensó. De ella habrá deducido ese soldado de cejas espesas y manos de pescador que he sido yo quien la ha echado por la borda, y así se lo dirá al cabo.

Antes de subir a cubierta le había tomado las manos con tal convicción que el propio Leonardus hubo de decirle que no le pusiera las esposas —Martín sin mirar a ninguna parte había extendido las muñecas sumisamente— porque era evidente que no iba a intentar escapar y aun así no le habría sido posible huir de la isla. El soldado, sin responder, se las guardó en el cinto pero puso sobre el hombro de Martín una mano abierta, como si tomara posesión de lo que ya le pertenecía, y sin más expresión en la cara que el profundo convencimiento de que con esa mano amparaba a quien le había sido confiado, así la mantuvo durante más de una hora. Martín no se movía. Permaneció con los brazos apoyados en las rodillas levemente separadas, sin levantar la cabeza, sin mirar y sin apenas oír los contenidos sollozos de Chiqui que atravesaban la puerta de su camarote ni el murmullo de los habitantes de la isla que le miraban con el mismo respeto, sorpresa y emoción que si se les hubiera conminado a contemplar un reo y su ejecución.

Al cabo de media hora por lo menos, Leonardus salió de su camarote sin decir nada, pasó frente a ellos y saltó a tierra para volver después de diez minutos con Tom. Desde entonces, hacía más de una hora ya, apenas había aparecido por cubierta: vagaba sin saber qué hacer por la cabina y entraba y salía del camarote dando portazos. Las líneas del miedo habían desfigurado su rostro, había recuperado su verdadera edad y se había convertido en un anciano. Sí, tiene miedo, se dijo Martín, no miedo a la muerte de Andrea, ni al jefe del destacamento, ni a la investigación, ni a lo que me vaya a ocurrir en las próximas horas. Tiene miedo porque sabe que tendrá que intervenir la embajada y que no puede arreglar esta situación él solo. Quizá no era miedo, pero despojada ya el alma de su condición de condescendiente todopoderoso, amador infatigable y anfitrión perfecto afloraba el despotismo y la crueldad en la voz y la mirada y en la búsqueda de una víctima en que volcarlos. La llantina de Chiqui en el camarote no hacía sino enfurecerle. O tal vez la edad, que es implacable, había logrado lo que no pudo toda una vida al borde de la legalidad, precisamente ahora cuando creía haber alcanzado una situación definitivamente respetable, ahora que era amigo de los grandes de los pequeños mundos en los que se movía, ahora que, contrariamente a entonces, tenía algo que perder. O tal vez había conocido ese miedo indefinible que aparece sin saber por qué cuando ya quedan atrás las situaciones límite, cuando hemos estado frente a la muerte y hemos comprendido cuan cerca está también la nuestra en el transcurrir de un tiempo que no tiene espera, y aflora la vida entera, tan confusa y enmarañada, tan poco firme y tan venal que con tirar de un hilo se tambalea cuanto hemos hecho e imaginado. Martín sintió que le envolvía un odio soterrado contra él. Tranquilo, Ures, se dijo, ahora o más tarde también le llegará su hora: he visto hombres cargados de riqueza sin saber qué hacer con ella para paliar sus terrores a la soledad, hombres infieles desde la cuna y que en el umbral de la muerte son engañados a su vez por la única mujer que han amado, gentes que fanfarroneaban de salud caer exhaustos, mentes privilegiadas que hicieron de su inteligencia un alarde babear sobre un juego de niños, poderosos tiranos azotados a su vez por un miserable desvalido.

El sol estaba alto en el horizonte pero había perdido la fuerza y la contundencia de los días anteriores. La lluvia había limpiado la atmósfera de neblinas y una ligera brisa rizaba levemente la superficie de las aguas de la bahía, acristalándolas. Vacilaba el gallardete y a veces el choque de las barcas empujadas por esa ventolina tenue horadaba la mañana. El pueblo tenía un aire de fiesta que nadie habría imaginado cuando dormitaba bajo el peso del bochorno.

Hacia mediodía llegó al barco el cabo acompañado de otro soldado que le abrió el paso entre la muchedumbre arracimada en el muelle esperando a que algo ocurriera. Se acercó al custodio de Martín y le susurró en griego unas palabras que apenas provocaron un gesto de la cara, pero afianzó la mano levemente con mayor presión en el brazo de su prisionero como si defendiera su propiedad sobre él. Mientras tanto el otro se mantenía un poco apartado y hablaba con Tom, que había escogido precisamente ese día para hacer una limpieza a fondo de todos los rincones de cubierta y sacar brillo a los tensores, los ojos de buey, los chigres y los candeleros.

Martín no levantó la cabeza cuando el soldado le empujó y le hizo levantar. Ni siquiera la apartó para no topar con el toldo que por ese lado se inclinaba casi hasta la cubierta. Asomó entonces Leonardus la cabeza. Quizá por el contraste con la barba que no se había afeitado, el pelo parecía más blanco y la expresión de angustia le había convertido en una máscara de sí mismo. Sólo los ojos interrogadores tenían vida, el resto vencido, más vencido que si él hubiera sido el asesino o el muerto, había adquirido la calidad del pergamino. Pero al ver al cabo se reanimó su capacidad de organización y de mando. Fue hacia él y le habló en griego. El cabo le tendió la mano y le respondió con respeto. Sonrieron ambos como si reconocieran en el otro a su verdadero interlocutor y se sentaron a hablar y a beber un zumo de limón que les trajo Tom. El cabo hizo un gesto al soldado indicándole que esperara, y Martín sin volverse para ver lo que ocurría se detuvo también. Cuando diez minutos más tarde se levantaron y se dieron la mano con grandes sacudidas, sonreían ambos ostentosamente y la voz de Leonardus se había transformado. Incluso el gesto había adquirido seguridad, dio una última palmada en el hombro del cabo y le acompañó a la pasarela. Y cuando llegó del muelle un grito coreado por dos o tres personas, se dirigió a Martín y le dijo:

—Te han llamado asesino, ya ves. Los tienes a todos en contra.

Sin embargo ya no había acusación en la voz como hasta entonces en su mirada y se diría que había hecho gala de una cierta ironía, como si en realidad nada hubiera ocurrido y se tratara únicamente de un accidente fortuito en el que ninguno de los dos había intervenido, como si esos personajes del pueblo protestaran por minucias que de ningún modo había que tener en cuenta. Yo iré dentro de un rato —añadió sin reserva alguna—, ahora voy a descansar, estoy rendido. Entró en su camarote y cerró la puerta tras él.

El cabo se entretuvo aún con Tom que seguía dando lustre a los grilletes, y el soldado a una orden suya empujó levemente pero con firmeza a Martín hasta la pasarela, caminaron ambos por ella y finalmente saltaron al muelle donde se les unió el otro soldado. La multitud se había partido en dos y formaba un pasillo, y desde el balcón el matrimonio, que por ese día había renunciado a la siesta, contemplaba el espectáculo con la superioridad del prohombre que acude a la ópera en el palco de honor.

Es el testimonio de Andrea lo que les falta, pensaba Martín. Lo que ella vaya a decir. Ella es la única que me puede condenar. ¿Qué puedo hacer yo? Será siempre mi palabra contra la suya a la que sin duda apoyará Leonardus. Nada puedo negar, de nada me serviría oponerme. Lo sensato es luchar por las cosas hasta que se comprueba que no hay nada que hacer, entonces hay que abandonar. Todo menos morir en el empeño, todo menos morir. Así se sucedían y encadenaban los pensamientos pero no le afectaban, no habría podido afirmar que lo que estaba ocurriendo tuviera que ver con él. Asistía al espectáculo de la gente sin curiosidad y sin vergüenza ninguna seguía sumiso al soldado por el muelle, la plaza y el mercado y las callejas adyacentes tan distintas bajo el sol. Ni siquiera se alteró cuando vio desgajarse del grupo de personas que le seguían a la vieja de los harapos, ajena como siempre a lo que ocurría a su alrededor pero libre, no como había dicho Pepone retenida quizá de por vida en el cuartelillo para que de una forma u otra pagara por la absurda muerte del perro del pope. No pensó en ello ahora, ni le extrañó verla descender la calle canturreando su monocorde melodía, ni habría podido comprender cuan amedrentado estuvo por ese hecho tan inocente y banal. Sabía bien a dónde iba, sabía lo que ocurriría y las consecuencias que iba a traerle el testimonio de Andrea, pero lo sabía con una forma de conocimiento racional en la que apenas intervenía el sentimiento. Tal vez sea cierto que la naturaleza pone en marcha sus propios mecanismos de supervivencia para evitar que arrastremos hasta la muerte más carga de la que somos capaces de soportar, que a fin de cuentas nos impediría llegar a su debido tiempo y con el correspondiente deterioro a nuestro inexorable e inútil final.

El hospital era en realidad un elemental ambulatorio en una pequeña casa de la segunda fila de callejas tras el mercado. No había más señal sobre la puerta que una gran cruz y una media luna rojas pintadas en un rótulo de madera sobre unas escuetas letras griegas. Las paredes recién encaladas mostraban las protuberancias del adobe pero estaban impolutas. El interior olía vagamente a desinfectante, se notaba el fresco de los edificios con gruesos muros y el silencio era más denso. Uno de los soldados le hizo sentar en un banco de la entrada, encalada también y luminosa, como si fuera la casa de otra isla o como si la isla hubiera cambiado de lugar. Y se sentaron ellos uno a cada lado, pero permanecieron tan ajenos a él como él a ellos, a su lengua y a su deteriorado uniforme.

Martín se dispuso a esperar. No tenía prisa alguna, ni inquietud, le dolía ligeramente la cabeza, de sueño probablemente, y se sentía más cansado y más débil, pero no más vulnerable. Se había atrincherado en el límite de la situación de la que, menos la muerte, lo había previsto todo, y sabía que estaba condenado. Nada pues podía sorprenderle, nada había de empeorar su condición. Sentado en el banco de madera junto a dos puertas cerradas y a pocos metros de un elemental consultorio, seguía quieto como había estado durante toda la noche aunque ahora no atendía más que el ritmo pendular de su propio pensamiento. Por esto tal vez no reconoció en la mujer que venía por el pasillo a la chica de la cola de caballo que había visto en la casa de la parra. Será la doctora que la atiende, pensó al ver de soslayo el estetoscopio que le colgaba del cuello. Ella se acercó y le miró sonriendo. Llevaba el pelo cubierto con un pañuelo anudado en la nuca y una bata blanca sin abrochar.

—¿Es usted el marido de la señora Andrea Corella? —preguntó en inglés después de leer el nombre en una ficha que sostenía en la mano.

—Sí —respondió él y levantó la vista.

—¿Español?

—Sí —repitió.

—La señora va bien, en unas pocas horas podrá salir. —Y al darse cuenta de la presencia de los soldados preguntó—: ¿Ha ocurrido algo?

—Nada —dijo él y no añadió más.

La mujer apretó los párpados para enfocar la mirada.

Pero él no la veía porque había bajado los ojos otra vez. Y aunque la hubiera mirado no la habría visto tampoco. No había lugar en su mente para otra cosa que la convicción de que iba a entrar en ese cuarto y Andrea explicaría lo ocurrido al cabo, una versión que él sería incapaz de negar. Y en consecuencia se le acusaría de asesinato. No tenía miedo, pero no podía atender a nada más.

En aquel momento alguien debió de llamar a la mujer desde la enfermería porque ella hizo un gesto de asentimiento y con una cierta reticencia se fue. Sonaron los pasos en las baldosas y aún volvió la cabeza antes de meterse en la habitación.

Debían de ser las tres por lo menos cuando el cabo y Pepone llegaron al hospital. Salió a recibirles un médico anciano que se apoyaba en el brazo de la mujer. Les dio el parte del estado de Andrea y enseguida se dirigieron al cuarto que estaba junto al banco.

Habrán traído a Pepone para que haga de intérprete, pensó Martín.

Uno de los soldados abrió la puerta y le cedió el paso.

Andrea estaba sentada sobre un catre de espaldas a la ventana, un cuadrilátero de luz y de mar enmarcado por la sombría penumbra de la pieza.

El cabo acercó una silla al lado de la cama para Martín, él se situó a los pies con el doctor, la mujer y Pepone y los dos soldados un paso más atrás. Martín se sentó pero no se atrevió a mirarla y fijó la vista en las uñas moradas aún y en las manos hinchadas sobre el lienzo que a modo de sábana la cubría hasta la cintura. No podía saber tampoco qué decía su cara, ni a quién estaba mirando. Esperaba la acusación, o una pregunta, una reacción, pero Andrea callaba y también el cabo. El silencio en el cuarto encalado, un dormitorio a todas luces improvisado, era completo: no llegaban ruidos del exterior y nadie se movía en la pieza. Tenía que hablar alguien de un momento a otro, alguien había de comenzar. ¿Por qué no decía nada ella? Quizá no podía, quizá no había recuperado el habla aún y seguía con la mente inmersa en su agonía. Quizá ya no le hablaría nunca más.

No habría querido mirarla pero levantó la vista. Con la cabeza recostada en un gran almohadón sobresalían en el contraluz sus grandes ojos abiertos que ahora, sin gafas y con las ojeras oscuras que los envolvían, le devolvieron una mirada lánguida y acerada como la de los tísicos. Y con la placidez y la condescendencia que otorga la convicción de la propia bondad, adoptó ese talante de virtud desinteresada que ya no había de abandonar jamás: posó una mano sobre la suya con una fuerza inusitada y le dijo con un hilo de voz:

—Ya todo ha pasado, corazón. —Se detuvo para presionar un poco más la mano, y añadió—: ¡Cuánto sufrimiento por un simple mareo, cuánto dolor! —Y trató de incorporarse.

Pepone se volvió hacia el cabo y el médico, y como si la voz de Andrea hubiera sido la señal que estaban esperando, comenzaron a hablar todos a la vez.

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