Azul

Azul


A D. Rubén Darío

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La Ninfa es quizá el que más me gusta. La cena en la quinta de la cortesana está bien descrita. El discurso del sabio prepara el ánimo del lector. Los límites, que tal vez no existan, pero que todos imaginamos, trazamos y ponemos entre lo natural y sobrenatural, se esfuman y desaparecen. San Antonio vio en el yermo un hipocentauro y un sátiro. Alberto Magno habla también de sátiros que hubo en su tiempo. ¿Por qué ha de ser esto falso? ¿Por qué no ha de haber sátiros, faunos y ninfas? La cortesana anhela ver un sátiro vivo; el poeta, una ninfa. La aparición de la ninfa desnuda al poeta, en el parque de la quinta, a la mañana siguiente, en la umbría apartada y silenciosa, entre los blancos cisnes del estanque, está pintada con tal arte que parece verdad.

La ninfa huye y queda burlado el poeta; pero en el almuerzo, dice luego la cortesana:

«—El poeta ha visto ninfas».

«Todos la contemplaron asombrados, y ella me miraba como una gata, y se reía, se reía como una chicuela a quien se le hiciesen cosquillas».

El velo de la reina Mab es precioso. Empieza así:

«La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla tirado por cuatro coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló un día por la ventana de una boardilla, donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como unos desdichados».

Eran un pintor, un escultor, un músico y un poeta. Cada cual hace su lastimoso discurso, exponiendo aspiraciones y desengaños. Todos terminan en la desesperación.

«Entonces la reina Mab, del fondo de su carro, hecho de una sola perla, tomó un velo azul, casi impalpable, como formado de suspiros o miradas de ángeles rubios y pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños que hacen ver la vida de color de rosa. Y con él envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes. Los cuales cesaron de estar tristes, porque penetró en ellos la esperanza, y en su cabeza el sol alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones a los pobres artistas».

Hay en el libro otros varios cuentos, delicados y graciosos, donde se notan las mismas calidades. Todos estos cuentos parecen escritos en París.

Voy a terminar hablando de los más transcendentales:

El rubí y la canción del oro. El químico Fremy ha descubierto, o se jacta de haber descubierto, la manera de hacer rubíes. Uno de los gnomos roba uno de esos rubíes artificiales del medallón que pende del cuello de cierta cortesana, y le lleva a la extensa y profunda caverna donde los gnomos se reúnen en conciliábulo. Las fuerzas vivas y creadoras de la Naturaleza, la infatigable inexhausta fecundidad del alma tierra, están simbolizadas en aquellos activos y poderosos enanillos que se burlan del sabio y demuestran la falsedad de su obra. «La piedra es falsa, dicen todos: obra de hombre, o de sabio, que es peor».

Luego cuenta el gnomo más viejo la creación del verdadero primer rubí. Es un hermoso mito, que redunda en alabanza de Amor y de la madre Tierra, «de cuyo vientre moreno brota la savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina y la casta flor de lis: lo puro, lo fuerte, lo infalsificable. Y los gnomos tejen una danza frenética y celebran una orgía sagrada, ensalzando a la mujer, de quien suelen enamorarse, porque es espíritu de carne: toda amor».

La canción del oro, sería el mejor de los cuentos de usted si fuera cuento, y sería el más elocuente de todos si no emplease en él demasiado una

ficelle, de que se usa y de que se abusa muchísimo en el día.

En la calle de los palacios, donde todo es esplendor y opulencia, donde se ven llegar a sus moradas, de vuelta de festines y bailes, a las hermosas mujeres y a los hombres ricos, hay un mendigo extraño, hambriento, tiritando de frío, mal cubierto de harapos. Este mendigo tira un mordisco a un pequeño mendrugo de pan bazo: se inspira y canta la canción del oro.

Todo el sarcasmo, todo el furor, toda la codicia, todo el amor desdeñado, todos los amargos celos, toda la envidia que el oro engendra en los corazones de los hambrientos, de los menesterosos y de los descamisados y perdidos, están expresados en aquel himno en prosa.

Por esto afirmo que sería admirable la canción del oro si se viese menos la

ficelle: el método o traza de la composición, que tanto siguen ahora los prosistas, los poetas y los oradores.

El método es crear algo por superposición o aglutinación, y no por organismo.

El símil es la base de este método. Sencillo es no mentar nada sin símil; todo es como algo. Luego se ha visto que salen de esta manera muchísimos

comos, y en vez de los

comos se han empleado los

eses y las

esas. Ejemplo: la tierra: esa madre fecunda de todos los vivientes; el aire, ese manto azul que envuelve el seno de la tierra, y cuyos flecos son las nubes; el cielo, ese campo sin límites por donde giran las estrellas, etcétera. De este modo es fácil llenar mucho papel. A veces los

eses y las

esas se suprimen, aunque es menos enfático y menos francés, y sólo se dice el pájaro, flor del aire; la luna, lámpara nocturna, hostia que se eleva en el templo del espacio, etc.

Y por último, para dar al discurso más animación y movimiento, se ha discurrido hacer enumeración de todo aquello que se semeja en algo al objeto de que queremos hablar. Y terminada la enumeración, o cansado el autor de enumerar, pues no hay otra razón para que termine, dice: eso soy yo; eso es la poesía; eso es la crítica; eso es la mujer, etc. Puede también el autor, para prestar mayor variedad y complicación a su obra, decir lo que no es el objeto que describe antes de decir lo que es. Y puede decir lo que no es como quien pregunta. Fórmula: ¿Será esto, será aquello, será lo de más allá? No; no es nada de eso. Luego… la retahíla de cosas que se ocurran. Y por remate: eso es.

Este género de retórica es natural, y todos la empleamos. No se critica aquí el uso, sino el abuso. En el abuso hay algo parecido al juego infantil de apurar una letra. «Ha venido un barco cargado de…» Y se va diciendo (si, v. gr., la letra es b) de baños, de buzos, de bolos, de berros, de bromas.

Las composiciones escritas según este método retórico tienen la ventaja de que se pueden acortar y alargar

ad libitum, y de que se pueden leer al revés lo mismo que al derecho, sin que apenas varíe el sentido.

En mis peregrinaciones por países extranjeros, y harto lejos de aquí, conocí yo y traté a una señora muy entendida, cuyo marido era poeta; y ella había descubierto en los versos de su marido que todos se leían y hacían sentido empezando por el último verso y acabando por el primero. Querían decir algunos maldicientes que ella había hecho el descubrimiento para burlarse de los versos de la cosecha de casa; pero yo siempre tuve por seguro que ella, cegada por el amor conyugal, ponía en este sentido indestructible, léanse las composiciones como quiera que se lean, un primor raro que realzaba el mérito de ellas.

Me ha corroborado en esta opinión un reciente escrito de don Adolfo de Castro, quien descubre y aplaude en algunos versos de Santa Teresa, casi como don celeste o gracia divina, esa prenda de que se lean al revés y al derecho, resultando idéntico sentido.

La verdad del caso, considerado y ponderado todo con imparcial circunspección, es que tal modo retórico es ridículo cuando se toma por muletilla, o sirve de pauta para escribir; pero si es espontáneo, está muy bien: es el lenguaje propio de la pasión.

Figurémonos a una madre, joven, linda y apasionada, con un niño rubito y gordito y sonrosado, de dos años, que está en sus brazos. Mientras ella le brinca y él le sonríe, ella le dirá natural y sencillamente interminable lista de nombres, de objetos, algunos de ellos disparatados. Le llamará ángel, diablillo, mono, gatito, chuchumeco, corazón, alma, vida, hechizo, regalo, rey, príncipe y mil cosas más. Y todo estará bien, y nos parecerá encantador, sea el que sea el orden en que se ponga. Pues lo mismo puede ser toda composición, en prosa o en verso, por el estilo con tal que no sea buscado ni frecuente este modo de componer.

El modelo más egregio del género, el ejemplar arquetipo, es la letanía. La virgen es puerta del cielo, estrella de la mañana, torre de David, arca de la alianza, casa de oro, y mil cosas más en el orden que se nos antoje decirlas.

La canción del oro es así: es una letanía, sólo que es infernal en vez de ser célica. Es por el gusto de la letanía que Baudelaire compuso al demonio; pero, conviniendo ya en que

La canción del oro es letanía, y letanía infernal, yo me complazco en sostener que es de las más poéticas, ricas y enérgicas que he leído. Aquello es un diluvio de imágenes, un desfilar tumultuoso de cuanto hay, para que encomie el oro y predique sus excelencias.

Citar algo es destruir el efecto que está en la abundancia de cosas que en desorden se citan y acuden a cantar el oro, «misterioso y callado en las entrañas de la tierra, y bullicioso cuando brota a pleno sol y a toda vida; sonante como coro de tímpanos, feto de astros, residuo de luz, encarnación de éter; hecho de sol, se enamora de la noche, y, al darle el último beso, riega su túnica con estrellas como con gran muchedumbre de libras esterlinas. Despreciado por Jerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por Hilarión, es carne de ídolo, dios becerro, tela de que Fidias hace el traje de Minerva. De él son las cuerdas de la lira, las cabelleras de las más tiernas amadas, los granos de la espiga, y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora».

Me había propuesto no citar nada, y he citado algo, aunque poco. La composición es una letanía inorgánica, y, sin embargo, ni la ironía, ni el amor y el odio, ni el deseo y el desprecio simultáneos que el oro inspira al poeta en la inopia (achaque crónico y epidémico de los poetas), resaltan bien sino de la plenitud de cosas que dice del oro, y que se suprimen aquí por amor a la brevedad.

En resolución, su librito de usted, titulado

Azul… nos revela en usted a un prosista y a un poeta de talento.

Con el

galicismo mental de usted no he sido sólo indulgente, sino que le he aplaudido por lo perfecto. Con todo, yo aplaudiría muchísimo más, si con esa ilustración francesa que en usted hay, se combinasen la inglesa, la alemana, la italiana, y ¿por qué no la española también? Al cabo el árbol de nuestra ciencia no ha envejecido tanto que aún no pueda prestar jugo, ni sus ramas son tan cortas ni están tan secas que no puedan retoñar como mugrones del otro lado del Atlántico. De todos modos, con la superior riqueza y con la mayor variedad de elementos, saldría de su cerebro de usted algo menos exclusivo y con más altos, puros y serenos ideales: algo más

azul que el azul de su libro de usted; algo que tirase menos a lo

verde y a lo

negro. Y por cima de todo, se mostrarían más claras y más marcadas la originalidad de usted y su individualidad de escritor.

JUAN VALERA

(De la Real Academia Española).

y se quedó muerto, pensando en que nacería el sol del día venidero, y con él el ideal…

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