Azar

Azar


SEGUNDA PARTE: EL CABALLERO » Capítulo 5. El gran De Barral

Página 26 de 33

Capítulo 5

El gran De Barral

»Remozado por completo, el salón del Ferndale quedó listo para recibir a la “extraña mujer”. Había desaparecido la pátina suave de su decoración anticuada, deslucida; mirando en derredor, Anthony se encontró con los destellos, los brillos, el color de las cosas aún por estrenar, no usadas, relucientes, demasiado relucientes. Los obreros habían terminado la víspera; el último trabajo que se hizo fue la colocación de los pesados cortinones que, corridos, dividían longitudinalmente el salón en dos mitades, separando el extremo desde el que se accedía al tambucho de la parte anterior, del que daba acceso a la toldilla de popa; de este modo se creó una intimidad dentro de otra intimidad, como si el capitán Anthony no pudiese interponer obstáculos suficientes entre su recién conquistada felicidad y los hombres con quienes compartía la vida en el mar. Inspeccionó la nueva disposición con ojo crítico y secreta aprobación, recorriendo el conjunto en privado, para terminar por abrir una portezuela que daba acceso a una vasta pieza compuesta por dos camarotes unidos en uno. Muy bien amueblada, en vez de la cama habitual en tales camarotes contaba con una litera suspendida de dos balancines, a la última moda. “El viejo se encontrará muy cómodo aquí”, dijo Anthony al tiempo que la empujaba para que se columpiase, a manera de prueba, y salió al salón cerrando la puerta con suavidad. Entonces se le pasó por las mientes otra idea, obvia si se tienen en cuenta las circunstancias, pero que curiosamente se le ocurrió por primerísima vez. “¡Dios! ¡Qué golpe se ha tenido que llevar!”, pensó Roderick Anthony.

»Se apresuró en subir al puente. “Señor Franklin, señor Franklin”, el contramaestre no andaba muy lejos. “Oh, me alegro de encontrarlo. La señorita… Quiero decir la señora Anthony está a punto de llegar a bordo. Avíseme, por favor, cuando vea llegar el coche”.

»Sin percatarse de la tristeza que traslucía el rostro contrito del contramaestre, volvió adentro. Ni una palabra afectuosa, ni un comentario de índole profesional, ni una broma, ni siquiera un escuálido y sencillo apunte sobre el espléndido tiempo que hacía: nada. Se dio media vuelta y entró.

»Sabemos ya que, llegado el momento, se lo pensó mejor y decidió recibir al padre de Flora en la privacidad del camarote principal, que tanto esmero había puesto en decorar. Es difícil explicar por qué pareció retraerse Anthony ante ese contacto, toda vez que tenía sobrada y demostrada confianza en sí mismo no sólo para afrontar, sino para crear incluso por completo una situación casi demente por la audacia de su generosidad. Es posible que cuando asomó por la toldilla un instante y vio al viejo, su aspecto externo le resultase tan diferente de lo que había esperado encontrar que decidiera darle la bienvenida y celebrar su primer encuentro con él sin que nadie más los viese. Puede ser, si no, que el aura de secreto que en general envolvía sus relaciones con la muchacha le hubiese influido hasta ese punto. Cierto, cabe que se sintiera azorado. La llegada del padre hubo de situarlo frente a frente con la ineludible necesidad de actuar de palabra, obra y omisión en aras de una mentira, de aparentar algo que él no era y que nunca podría llegar a ser, a menos… a menos que…

»Si le parece bien, digamos que por diversas razones, relacionadas todas con la delicada rectitud de su talante, Roderick Anthony, un hombre del cual su propio contramaestre decía que era desconocedor del miedo, estaba asustado. Existe una Némesis capaz de arrasar incluso la generosidad, así como cualquier otra imprudencia de los hombres audaces, orgullosos, que desprecian las leyes…

—¿Por qué lo dice? —inquirí, ya que Marlow había callado repentinamente, manteniéndose en silencio a la sombra de la biblioteca.

—Lo digo porque este hombre al que el azar había arrojado al camino de Flora era ambas cosas al tiempo: audaz y despectivo de la ley. Lo de menos es que supiese algo al respecto; es más probable que no. Se puede arrojar el guante a la cara de la propia naturaleza, a la cara del propio temple moral, con absoluta inocencia y con una sencillez tocada del aire de una presunción perfectamente demoníaca. En cualquier caso, ya se lo he dicho, esto es lo de menos. Sigue siendo, con eso y con todo, una transgresión por la cual es necesario pagar un precio, como de costumbre. Pero eso es lo de menos. Me he callado porque, igual que Anthony, siento una dificultad inexplicable, una especie de aprensión cuando se trata de hablar del viejo De Barral.

»Recordará usted que en su día pude verlo unos instantes. No era un hombre de apariencia o personalidad imponente: alto, delgado, muy erguido, rígido, desvaído, se movía a pasos cortos y como si resbalase, y hablaba con voz baja y monótona. Con la mar embravecida apenas se dejaba ver por cubierta; al menos, no caminaba. Iba agarrándose a todo lo que podía y se arrastraba hasta la claraboya de popa, donde tomaba asiento y dejaba así pasar las horas. Nuestro entonces joven amigo se ofreció una vez a ayudarle, ofrecimiento que supuso el inicio de una especie de amistad. Se aferraba con fuerza, dice Powell sin uso ninguno de la retórica. Powell estaba de continuo sobre aviso, por si su ayuda le fuese necesaria, y para ayudar sobre todo a la señora Anthony, porque el viejo se le agarraba con tal fuerza que más de una vez se temió Powell que diera con ella por el suelo, a pesar de que la joven muy pronto se acostumbró al barco, incluso con mar de fondo. Además, Powell era el único dispuesto en todo momento a ayudar, pues Anthony, por entonces, parecía temeroso incluso de acercarse a la extraña pareja, al tiempo que el impertérrito, rencoroso Franklin miraba iracundo hacia cualquier otra parte, y el piloto, caso de hallarse a tiro, actuaba igual que Franklin, imitándolo punto por punto; todo el que apareciese casualmente por la toldilla, y es misterioso cómo se extiende un determinado sentimiento por entre los tripulantes de un barco, lo evitaba como si se tratara del demonio en persona.

»Sabemos ya cómo llegó a bordo. Personalmente, es tan poco lo que sé de las cárceles que no tengo ni la menor idea de cómo sale un hombre de su encierro. Parece una operación tan abominable como la operación inversa que la antecede, el enclaustramiento forzoso, con la estampida metálica de la puerta que bate, el ruido de los cerrojos al descorrerse y el silencio que se hace después, fuera, en donde uno estaba tan sólo momentos antes, digo estaba y ya no está ni puede estar. Perfectamente diabólico. Luego, en cambio, la puesta en libertad. De veras, no sé qué es peor. ¿Cómo lo harán? Alguien tira del cordel, se abre la puerta de par en par, sale el hombre despedido. ¡Largo de aquí! ¡Adiós![7]. Y en ese espacio en el que segundos antes no era posible estar, en ese espacio de silencio, aparece una silueta que se aleja cojeando. ¿Por qué cojeando? No lo sé, pero así es como lo imagino. Se tiene la vaga sensación de que ha tenido lugar un proceso de deterioro físico, de mutilación; el individuo regresa, sí, pero de uno u otro modo, sutilmente, regresa dañado. Reconozco que se trata de una fantasiosa alucinación, pero no puedo evitar que así sea. Por descontado, sé que se emplean en este proceso los mejores y más juiciosos engranajes de la humanidad, con esmero, sin duda. Sé que debo parecer absurdo, lo admito, pero, pese a todo… Sí, lo sé; es una idiotez. Cuando paso cerca de uno de esos lugares… ¿se ha dado usted cuenta de que existe algo infernal en la apariencia de cada piedra, de los ladrillos empleados en la construcción, algo tan maligno como si la materia se recrease con perversidad en su venganza sobre el despreciable espíritu del hombre? ¿No? ¿No lo ha notado? Bueno, es posible que desvaríe yo un poco. Cuando paso cerca de uno de esos lugares, tengo que apartar la mirada. Yo no habría podido presentarme tampoco a dar la bienvenida a De Barral. Me habría retraído ante la envergadura de la prueba. Y se dará usted cuenta de que parece como si Anthony (sin lugar a dudas un hombre muy valeroso) también la hubiese rehuido. La descabellada suposición de Fyne, cuando se imaginó a los tres dentro del fatal simón, ¿recuerda?, no pudo pecar más de falta de puntería. En el simón viajaban sólo dos personas. Flora no se retrajo. Las mujeres son capaces de aguantar lo que les echen. Adorables seres; dejan la imaginación en suspenso cuando se trata de afrontar las cosas de la vida tal cual son. No diría lo mismo en otras regiones de clima más sentimental; eso es totalmente diferente. O se retraen aterradas o se lanzan en brazos de los fantasmas creados de su propio caletre, igual que cualquier lerdo.

»No; supongo que la joven Flora cumplió razonablemente con esa misión. ¿Cómo no? En espera de ese momento había vivido; era su único punto de contacto con la existencia. Desde luego, había contado con la inestimable ayuda que le brindaron los Fyne con extrema amabilidad, eso no hay quien lo niegue. Pero no basta. Hay en la vida no pocas maneras de ayudar a nuestros semejantes con las cuales se les puede romper el corazón, al tiempo que se les salva de perecer. Qué frío, qué frío infernal tuvo que sentir, a menos que ardiese en las llamas de la indignación o la vergüenza. No sólo de pan vive el hombre, de sobra es sabido, pero que me aspen si no es cierto que hay mujeres capaces de vivir sólo del amor. Si hay una llama en el ser humano que se nutre de ingredientes a la vez terrenales y espirituales, que la tintan de diversos matices, me parece ver de qué color es la que arde en ella. Es azur… ¿Qué diantre le hace tanta gracia?

Marlow se levantó de un salto y salió de entre las sombras como si la indignación lo hubiese propulsado, si bien le centelleaba en los labios un amago de sonrisa.

—Me acusa usted de que no conozco a las mujeres. Es posible. Pero vale más, a veces, no acercarse en demasía a su santuario. Sin embargo, tengo un concepto meridiano de la mujer. En todas ellas, arpías, coquetas, gruñonas, lavanderas, leídas, marginadas, y hasta en la mujer vulgar que estúpidamente se da al comercio carnal, en todas subsiste algo que no sabría calificar, aunque no sea más que un rescoldo. Y donde hay rescoldo siempre puede prender la llama…

Regresó a su asiento, en la sombra.

—No pretendo dar a entender que Flora de Barral fuese de esas que logran vivir sólo del amor. Al contrario, había logrado sobrevivir sin amor ninguno. Pese a todo, en su desconfianza de sí misma y de los demás siempre estuvo en busca del amor, cualquier clase de amor, como es propio de las mujeres. Y esa cárcel que el diablo confunda era el único lugar del mundo en el que podía depositar su esperanza, ya que no tenía motivo ninguno para desconfiar de su padre.

»Llegó puntualmente. Me la imagino mirando desde el otro lado de la carretera esos muros que, hablando en propiedad, son horrendos a más no poder. En las líneas rectas y en los ángulos de esa mole siniestra se siente de veras el tiempo como si fuese cayendo gota a gota, hora tras hora, hoja a hoja, con una suave, implacable lentitud. Y se apodera de uno esa melancolía sorda y muda, invasora, abrumadora como un sueño, penetrante, mortífera como el veneno.

»Al salir De Barral ella experimentó una especie de sobresalto al ver que era exactamente tal y como lo recordaba. Algo más bajo, quizá. Por lo demás, no había cambiado. Uno sale con las mismas ropas con que entró, no sé si lo sabía usted. No sabría decir si él la estaba esperando, pero es más que probable que la buscase con la mirada. ¿Llegó a reconocerla? Seguramente. Ella cruzó la carretera y en ese instante se produjo, a muchos años de distancia, irónicamente como por arte de magia, la misma escena del Paseo Marítimo de Brighton: el financiero De Barral caminando con su única hija de la mano. Se sale de la cárcel exactamente con las mismas ropas que uno llevaba el día del comienzo de la condena, da lo mismo el tiempo que haya sido preciso pasar dentro. Y duran, ya lo creo que duran, bien conservadas. Sin embargo, en la vida carcelaria hay otra cosa que se conserva mejor aún que las ropas almacenadas. Se trata de la fuerza, de la intensidad de los propios sentimientos. Eso mismo sucede en un monasterio; no obstante, en el siniestro enclaustramiento de una cárcel uno se encuentra totalmente enfrentado a sí mismo, ya que allí no hay Dios ni fe que lo asistan. Los de fuera dispersan sus afectos; el preso acapara los suyos, mimando su intensidad, aunque se le vayan enquistando. Lo que los otros dejan correr, lo que olvidan con cada movimiento, con cada cambio que acontece a lo largo de una vida en libertad, el preso lo aferra con todas sus fuerzas, lo amplifica, lo exagera, dejando crecer en tumultuoso desorden los recuerdos. Los otros pueden contemplar con una sonrisa en la cara las penas y las cuitas del pasado; el preso no. Las penas antiguas van royéndole el corazón; los antiguos deseos, los antiguos engaños, los antiguos sueños lo asedian en la mortífera quietud de su presente, en el que no se mueve otra cosa que los minutos irrecuperables de la propia vida.

»De Barral fue puesto en libertad; incapaz de hablar durante largo rato, se dejó llevar por su hija antes incluso de tomar posesión del mundo en derredor, libre. Flora se controló muy bien. Caminaron de la mano, de prisa, un buen trecho. El simón había quedado esperando a la vuelta de la esquina, unas cuantas esquinas más allá, por lo que he podido saber. El viejo iba muy nervioso, sin resuello, cuando ella lo ayudó a subir al coche y subió detrás de él. Dentro del habitáculo rodante, volcada sobre esa presencia recobrada con el corazón desbordado, incapaz de decir nada, sintió Flora que el deseo de llorar que hasta ese momento había dominado la abandonaba de repente; su alborozo a medias entristecido, a medias triunfante, remitió de golpe; todas las fibras de su cuerpo, relajadas por la ternura que había sentido, se tornaron rígidas en extremo al verle de cerca la cara. No, era muy distinto. Algo había que… Sí, algo había entre los dos, algo endurecido e impalpable, el espectro de aquellos altos muros.

»¡Cuánto había envejecido! ¡Qué cambiado estaba!

»Reprimió en seguida esa sensación, estupefacta y aterrada por haberla notado. Y llena de compunción, naturalmente. Echó los brazos al cuello del viejo; él devolvió con torpeza el abrazo, como si no supiese qué hacer con las extremidades, con una titubeante presión, inseguro. Ella ocultó el rostro en su pecho. Fue como si estuviera apretándose contra una piedra. Se soltaron mutuamente; el tiro del simón iba al trote, camino de los muelles, con dos personas dentro y tan alejadas una de la otra como les fue posible, acurrucada cada cual en su rincón.

»Tras un largo silencio entregado al mutuo examen, él pronunció su primera frase coherente fuera de los muros de la cárcel.

»—Lo que acabó conmigo fue la envidia. La envidia. Eran legión los que reventaban por dentro de pura envidia, sólo con mirarme a la cara. Me iban demasiado bien las cosas. Por eso me denunciaron…

»—¡Sí, sí! —exclamó ella atropelladamente, y él la fulminó con la mirada, como si le inspirase rencor que aquella niña se hubiese convertido en toda una mujer sin esperar a que él saliese de la cárcel.

»—¿Qué sabrás tú de eso? —le dijo—. Eras demasiado pequeña —habló pausadamente. ¡La voz de antaño, la misma voz de antaño! Sintió un escalofrío. Reconoció su dulzura sin timbre, siempre igual, al margen de lo que fuese a decir. Y recordó que nunca había tenido gran cosa que decirle cuando acudía a visitarla. Era ella la que parloteaba, la que hablaba por los codos cuando daban juntos sus paseos, mientras que, envarado y rígido de pies a cabeza, él dejaba caer de vez en cuando una palabra dulce.

»Llevada por estos recuerdos que fueron despertándose en su ser, ella le explicó que había dedicado el último año entero a leer y estudiar a fondo los archivos del caso.

»—He repasado los archivos de varios periódicos, papá.

»Él la observó con suspicacia. Probablemente, todos esos archivos estaban incompletos. Sin duda, los periodistas habían cortado sus declaraciones y desvirtuado sus palabras, decididos a no darle la menor oportunidad ante el tribunal o ante la propia opinión pública. Fue una conspiración.

»—Mi asesor también se portó como un imbécil —añadió—. ¿No te habías dado cuenta? Un perfecto imbécil.

»Ella le puso la mano sobre el brazo, intentando aplacarlo.

»—¿Merece la pena hablar de aquellos momentos repugnantes? Qué lejos queda hoy… —se estremeció levemente al pensar en los espantosos años que habían pasado uno tras otro sobre su juvenil cabeza. Nunca imaginó siquiera que para él aquellos momentos habían sido ayer mismo. Él cruzó los brazos sobre el pecho, se arrellanó en su rincón e inclinó la cabeza. Al cabo de un rato la sobresaltó con una repentina pregunta.

»—¿Quién se ha apoderado del ferrocarril de Lone Valley? Eso era lo que andaban buscando sobre todo. Alguien se lo ha tenido que meter en el bolsillo. Parfitts and Co., ¿no? ¿O ha sido ese ladrón de Warner?

»—No…, no sé nada —repuso ella, bastante asustada por cómo contraía el viejo la boca.

»—¡No sabes nada! ¡Ja! —exclamó con suavidad. ¿Es que su primo no le había dicho nada? Ah, cierto: la jovencita había dejado de vivir con ellos. ¿Y por qué? Fue la primera pregunta que el viejo le hizo sobre su persona, pero ella no contestó. No quiso hablar de aquellos horrores indecibles. Se percató pese a todo de que él no había esperado una contestación, pues lo oyó murmurar para el cuello de su camisa: “Había ya medio millón de libras acumuladas, sólo en las obras realizadas y en el material disponible”.

»—No debes pensar en todo eso, papá —dijo ella con firmeza. Y él la interrogó con su dulzura invariable, en la que ella creyó detectar ciertas sombras ingratas, hirientes, por saber en qué otra cosa deseaba que invirtiese sus pensamientos. Con sólo un par de años más, si al menos le hubiesen permitido seguir haciendo las cosas a su aire, tanto él como todos los demás socios habrían acertado de pleno, se habrían podido bañar en oro; ella, su propia hija, podría entonces haberse casado con quien quisiera. Con un lord.

»Todo esto lo decía y lo vivía como si hubiese ocurrido ayer, un largo ayer, un ayer que había repasado minuciosamente una y mil veces, meditándolo año tras año. Ese ayer conservaba, en el viejo, una viveza y una intensidad de las que su hija, que no había sido encerrada lejos del mundo, no podría hacerse ni la menor idea. Ella era para él la única figura salida con vida de aquel pasado, y puede que de buena fe añadiese, fría e inexpresivamente, con la boca pequeña: “He vivido única y exclusivamente por ti, te lo digo de veras. Imagino que lo entiendes. No he tenido otra cosa, nada más que tú y yo”.

»Emocionada por esta declaración, y extrañada de que no le caldease mucho más el ánimo, murmuró palabras de ternura mientras pensaba sobre todo en que lo que tenía que hacer, sin tardanza, era ponerle al corriente de la situación. Había contado con que él la interrogase atenta, ansiosamente, acerca de su persona; a la vez que lo deseaba, se encogía sólo de pensar en las respuestas que tendría que darle. Pero su padre parecía extrañamente, antinaturalmente incurioso. Era como si no fuese a hacer ninguna pregunta, como si no tuviese ningún interés. De todos modos, sus últimas palabras podrían servirle para entrar en materia. Sí, ése era el momento apropiado para que ella comenzase. Y comenzó; comenzó diciéndole que siempre había tenido plena consciencia de esa comunión que existía entre ellos, de que los dos vivían irremisiblemente el uno para el otro. ¡Y si él supiese todo lo que ella había tenido que sufrir!

»Arrellanado en su rincón del asiento, plegados los brazos, miró la calle por la ventanilla del simón. Qué poco había cambiado después de todo. ¿Era ésa la expresión impasible, la mirada desvaída que ella le veía en la Explanada, cuando al caminar cogida de su mano alzaba la vista hacia él, mientras era ella la que hacía todo el desgaste, y hablaba y hablaba y hablaba sin cesar? Era la misma figura envarada y silenciosa que, sólo con que ella pronunciase una palabra, doblaba rígidamente hacia una tienda y le compraba todo lo que se le hubiese ocurrido desear en ese instante. A Flora de Barral le falló la voz. Él volvió hacia su hija aquella mirada de clara recordación en la que la niña nunca había acertado a descifrar más que la noción de su propia existencia. Y eso era más que suficiente para una niña que jamás había conocido muestras de ternura y de afecto. Pero había sido la suya una vida tan hambrienta de sentimientos que eso ya no podía satisfacerla. ¿Qué sentido tendría, de qué podría servir relatarle la historia de todas sus penas ya pasadas y concluidas, de todas sus desconcertantes tribulaciones y humillaciones? Abordó la cuestión con un alegre comentario.

»—No me has preguntado a dónde te llevo.

»El viejo la miró con ojos de sonámbulo bruscamente despertado, y en su mirada se pintó un cierto significado, una especie de especulación de alarma. Abrió la boca lentamente.

»—No podrías adivinarlo nunca —apostilló Flora con forzada alegría.

»Él esperó, más alterado y suspicaz que antes.

»—¡Adivinarlo! ¿Por qué no me lo dices?

»Descruzó los brazos y se inclinó algo más, para oírla mejor. Ella le cogió de una mano.

»—Antes debes saber… —hizo una pausa, un esfuerzo—. Me he casado, papá.

»Por un instante siguieron perfectamente quietos en el simón que rodaba a buen paso por una estrecha y ajetreada calle de la ciudad. Ella podría esperar cualquier cosa, pero no desde luego que él retirase la mano de entre las suyas, como si rehuyese un quemazo o un contagio. De Barral, nada más salir del estancamiento atormentado de la prisión, donde nunca pasa nada, no se esperaba semejante noticia. Fue como si se le hubiese atragantado.

»—¿Cómo? —dijo en voz baja, estrangulada—. ¿Tú… casada? ¡Tú, Flora! ¿Cuándo? ¿Para qué? ¿Con quién? ¡Casada…!

»Tenía los ojos azules, como su hija, sólo que desvaídos, sin profundidad ni brillo; parecieron salírsele de las órbitas. Parecía como si de veras se estuviese asfixiando. Se llevó la mano al cuello…

»Recordará usted —continuó Marlow, casi invisible a la sombra de la biblioteca, oculto en las profundidades del sillón— que la única vez que lo vi me había dado una impresión de absoluta rigidez corporal, como si se hubiese tragado una escoba. Pero parece ser que también podía desmoronarse, aunque esto sea algo que a duras penas consigo imaginarme. Entiendo que hasta cierto punto se desmoronase en su rincón del asiento. El golpe imprevisto lo había aplastado. Ella lo miró desconcertada, apiadada, un tanto desilusionada, y asintió con gravedad. Sí, se había casado. No le pudo agradar en cambio verlo sonreír de una forma que distaba mucho de ser una sonrisa de ánimo, vista con la devoción de una hija. Había en ella algo involuntariamente maligno. El viejo De Barral aún no era del todo dueño de sus músculos, si bien recobró en seguida el dominio de su afable y dulce voz.

»—Acababas de decirme que en este anchuroso mundo no estábamos más que tú y yo solos, para cuidar el uno del otro.

»Ella se dio cuenta vagamente de la intención lacerante que acechaba en el fondo de su tono bajo y suave, en esta punzante interpelación. Tuvo que defenderse. Nunca, nunca, ni una sola vez, ni un instante había dejado de tenerlo presente en sus pensamientos. Tampoco él había dejado de pensar en ella, le dijo, pero con el énfasis más siniestro de que fue capaz.

»—Pero papá —exclamó—, yo no he estado encerrada en ninguna parte, al contrario que tú —no le importó mencionarlo, ya que en su opinión él era inocente. Había sido un lamentable malentendido. El suyo era un infortunio de lo más cruel, aunque tampoco más desgraciado que una enfermedad, que un accidente de que hubiese salido mutilado o que cualquier otra infausta visitación de la ceguera del destino—.

Ojalá lo hubiese estado. Pero no, he estado sola en el mundo, un mundo horrendo, el mismo que tan odiosamente te ha tratado.

»—¿Y no podías seguir en ese mundo sin tener que encontrar a un individuo del cual enamorarte? —le espetó. Un rabioso acceso de celos afectó su entendimiento como si fuese el embotamiento de los vapores del vino, surgidos de algún secreto y profundo rincón de su ser, durante tanto tiempo privado de toda clase de emociones. Las comisuras de la boca se le arrugaron de forma más pronunciada por la abotargada redondez de sus mejillas. Las imágenes, las visiones obsesionan con especial fuerza a los hombres retirados de la luz y de los sonidos de la vida activa—. ¡Y yo sólo he pensado en ti! —masculló con desprecio—. ¡Sólo he pensado en ti! Te me aparecías de continuo, como una idea fija. En serio.

»Flora se dijo que al menos existía un ser que la amaba.

»—Pues entonces nos hemos aparecido el uno al otro de continuo —afirmó con una punzada de remordimiento, pues cierto que se le había aparecido la imagen de su padre hasta casi expulsarla del mundo, hasta una deserción postrera e irremediable—. Algún día te he de contar… No, no creo que nunca pueda contártelo. Hubo una época en la que me volví loca. ¿De qué sirve…? Ahora todo eso es agua pasada. Hemos de olvidar todo esto y que nada nos lo recuerde.

»De Barral se encogió de hombros.

»—¿Loca dices? Más locura me parece que te hayas atado a… ¿Cuánto tiempo hace que te has casado?

»—No mucho —repuso, por ser ésa la respuesta más concreta que se atrevió a dar. Todo iba siendo absolutamente distinto de lo que ella había imaginado. Él insistió en saber por qué no le había dicho nada en ninguna de sus cartas, ni siquiera en la última.

»—Fue después de la última —dijo ella.

»—¡Tan reciente! —se asombró el viejo—. Podías al menos haber esperado a que me pusieran en libertad, habérmelo dicho, haberme preguntado, consultado, o haberme presentado a…

»Ella negó con un movimiento de cabeza. Y él se sintió abrumado. Se preguntó quién podría ser. Seguramente un miserable, un imbécil, un muerto de hambre o una sabandija tal vez. No hizo ningún movimiento expresivo, pero entrelazó las manos, retorciéndolas hasta que le chasqueraron los nudillos. Miró a su hija. Era muy hermosa. Seguro que había sido algún vil ratero que después se la quitaría de encima de malas maneras, o un vagabundo disfrazado de…

»—O sea que no podías esperar, ¿eh?

»Ella volvió a negar ligeramente con la cabeza.

»—¿Y por qué no? ¿Por qué tanta prisa?

»—Así tenía que ser —Flora bajó la mirada—. Sí, de repente, precipitadamente, pero así tenía que ser.

»Él se inclinó hacia ella, con la boca abierta y los ojos desorbitados por una cólera virtuosa, pero al encontrarse con el absoluto candor de su mirada se retrepó de nuevo en su rincón del asiento.

»—Tremendamente enamorados el uno del otro, pues. ¿Será posible? ¿Tan desmedido es vuestro amor que ni siquiera ha consentido que un padre disfrutara de su hija a solas durante un día al menos, después de tan prolongada y dolorosa separación? Tú bien sabes que nunca he tenido a nadie, que no tuve amigos. ¿Qué se me había perdido a mí con todos esos individuos que uno se encuentra por la City? De esa ralea, hasta los mejores están dispuestos en todo momento a rajarte el cuello. Sí, da lo mismo que digan ser hombres de negocios, caballeros de buena reputación, hombres y mujeres de cualquier clase. Te matarán por despecho, o por convencimiento de que así sacarán tajada. Desde luego, pueden hablar por los codos siempre y cuando crean que algo van a sacarte… —su voz era mero hálito, aunque todas y cada una de sus palabras llegaron a Flora con la misma precisión que si estuvieran cargadas por el conmovedor poder de las pasiones—. Querida hija, los he visto a todos hacer cabriolas a mi alrededor y pensar ¡a mí qué me importa! Soy un hombre de negocios, no lo olvides. Soy el gran señor De Barral; es verdad, sí, algunos torcían la boca sólo con oírlo. Pero yo soy el gran De Barral y tengo a mi hija. No necesité de nadie, a nadie quise, y nunca he tenido a nadie.

»Una sincera emoción había abierto sus labios sellados, pero las palabras que de ellos brotaron no fueron más altas que el murmullo de la brisa. Y dejó de soplar.

»—Justamente —dijo Flora de Barral casi para sus adentros. Sin quitarle la mirada de encima, él se despojó del sombrero, un sombrero de copa. El sombrero del juicio, el de los esbozos a mano alzada que habían aparecido en los periódicos ilustrados. Se sale de la cárcel con las mismas ropas con que uno entró, pero la reclusión también cuenta. Es bien sabido que son lúgubres las visiones que obsesionan a los reclusos, a los monjes y ermitaños, y a los prisioneros, por qué no. De Barral, el convicto, se despojó del sombrero forrado de seda que perteneció a De Barral, el financiero, dejándolo en el asiento de enfrente. Sopló hinchando los carrillos. Estaba sumamente colorado.

»—Y después, ¿qué? —comenzó de nuevo, con su misma voz contenida—. Aquí estoy, acabado, destruido por la envidia, la perfidia, la villanía de quienes no saben qué es la caridad. Salgo por fin y… ¿qué me encuentro? Que mi hija Flora ha ido a casarse con el primero que ha encontrado, cualquier imbécil, seguramente, o quizá… Qué sé yo. En todo caso, un hombre que no estará a la altura.

»—Papá, ya basta.

»—Un estúpido enamoriscarse, seguro —siguió monótonamente, torciendo sus finos labios entre las agoreras, siniestras comisuras de su boca—. No puede haber nada más sospechoso por parte de una hija respetuosa de su padre.

»Ella intentó interrumpirlo, pero él siguió sin parar hasta que de hecho ella le puso la mano sobre los labios. Se le pusieron al viejo los ojos como platos, pero cuando Flora apartó la mano logró que permaneciera en silencio.

»—Espera, debo decirte… Y quiero que en primer lugar, papá, entiendas lo que voy a decirte, porque eso lo explica todo. Él es el hombre más generoso que hay en este mundo, créeme. Es…

»De Barral, inmóvil en su rincón, pudo articular palabra a duras penas.

»—Estás enamorada de él.

»—¡Papá! Él vino en mi ayuda. Yo sólo pensaba en ti. No tenía ojos para nadie. Y ya no podía más, no podía seguir pensando en ti. Entonces vino él en mi ayuda. Sólo entonces, en una época en la que… Te lo decía antes, a punto estaba de rendirme y renunciar a todo.

»Miró intensamente sus desvaídos ojos azules, como si anhelase detectar una seña de comprensión, de ánimo, de paz, u oír una palabra de cariño.

»—Daría algo por torcerle el pescuezo —declaró él sin acalorarse.

»Mentalmente, a Flora se le escapó la exclamación de los abrumados: “¡Oh, Dios mío!”. Lo miró con sus ojos aterrorizados. Y él no pareció haber enloquecido, ni resultar en modo alguno formidable, lo cual sirvió para que ella recobrase en parte la calma. Duró un poco el silencio, y de pronto él preguntó:

»—Entonces, ¿qué apellidos llevas, eh?

»Por un instante, sumida en la profundísima dificultad de la tarea que debía cumplir, Flora no entendió a qué se refería la pregunta. Luego se sonrojó ligeramente.

»—Anthony —susurró.

»Su padre, con una mancha enrojecida en cada mejilla, apoyó fatigado la cabeza en el respaldo del asiento.

»—Anthony, ya. ¿Y a qué se dedica? ¿De dónde sale?

»—Papá, fue en el campo, en un camino…

»—¡En un camino! —gruñó el viejo, y cerró los ojos.

»—Sería demasiado largo de explicar ahora, pero tendremos todo el tiempo del mundo. Hay cosas que ahora no te puedo contar, pero algún día las sabrás. Algún día, sí, porque nada podrá separarnos. Nada. Estamos a salvo mientras sigamos con vida; nada podrá interponerse entre nosotros.

»—Estás perdidamente encaprichada de ese individuo —sentenció sin abrir los ojos.

»—Creo en él con todas mis fuerzas —dijo ella en voz baja—. A los dos no nos queda más remedio que creer en él, papá.

»—¿Y quién diablos es?

»—Es el hermano de la señora… De la señora Fyne, ¿recuerdas? Era conocida de mamá, y fue amabilísima conmigo. Estaba pasando una temporada en la casa de campo de los señores Fyne, y allí nos conocimos. Él vino de visita. Se fijó en mí y… Bueno, ahora nos hemos casado.

»Se sintió agradecida de que él hubiese cerrado los ojos; de ese modo le resultó más fácil hablar del futuro que había dispuesto y que ya era algo inalterable. No se internó por el camino de las confidencias; eso habría sido imposible. Sintió que él no la podría entender. Sintió también que él había sufrido, y cómo. De cuando en cuando, una desmedida ansiedad se apoderaba de su corazón y la imbuía de un misterioso sentimiento de culpa, como si lo hubiese delatado y entregado a manos de un enemigo. Con los ojos cerrados, era como si estuviese absorto en una fatigada y pía meditación. Le asustó un poco. En seguida, una inmensa piedad por él le inundó el corazón. Y, al fondo, flotaban las sombras del remordimiento. De cuando en cuando se le crispaba el rostro de forma casi imperceptible. Logró seguir con los ojos cerrados hasta que oyó que el “marido” era marino y que él, su padre, era conducido en esos momentos directamente a bordo de un navío presto para zarpar y navegar lejos, muy lejos de este abominable mundo de traiciones, desprecios, envidias y mentiras, muy lejos, surcando el azul del mar, ese refugio seguro e inaccesible, limpio y espacioso, resguardo de las almas malheridas.

»O algo así. No le refiero las palabras exactas, pero ése fue más o menos el sentido general de su irrefutable argumentación en favor de un refugio del que tan necesitados estaban.

»No creo que se parase a pensar en las condiciones materiales. Dentro de su alegato, sin tomar siquiera aliento, como si temiera que, caso de parar un instante, ya nunca pudiera seguir, mencionó sin embargo esa generosidad intempestiva que había llegado a ella desde alta mar, que había acudido en su ayuda cuando estaba al borde de un fracaso innombrable, que la arrebató del abismo como un torbellino con sus primeras y ardientes ráfagas y que ahora era ya digna de toda confianza, pues iba a llevárselos a los dos, el uno junto al otro, a la más absoluta seguridad.

»Creía firmemente en todo esto, afirmó. Él terminó por comprenderlo al final; de repente, el interior del simón, de aspecto tan pacífico a ojos de los transeúntes, pasó a ser escenario de una enorme agitación. La generosidad de Roderick Anthony, el hijo del poeta, afectó a De Barral, el exfinanciero, de tal manera que a Flora de Barral tuvo que devolverle de lleno la extrema, ardua dificultad propia del ser mujer. Ser mujer es ocupación terriblemente difícil, ya que consiste principalmente en tratar con los hombres. Este hombre, el hombre que viajaba con ella dentro del simón, desechó su rígida placidez de costumbre y se condujo como un animal. No lo digo en el sentido ofensivo de la palabra; lo que hizo fue más bien ceder ante una especie de pánico instintivo. Como si fuese un animal salvaje aterrado por el primer contacto con una red que le hubiese caído en el lomo, el viejo De Barral, flaco y anguloso, se debatió contra el vacío, el aire, todo lo que hubiese dentro del simón, con los ojos espantados y la boca convulsamente abierta, de todo lo cual se retrajo su hija tanto como pudo en aquel reducido espacio.

»—Deténgase, cochero. ¡Deténgase, le digo! ¡Déjeme salir! —oyó Flora que exclamaba entrecortadamente. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué iba a hacer? Su padre no veía ni oía nada.

»—¡Papá! ¡Papá! ¿Qué vas a hacer? —le gritó.

»—Alto, deténgase —fue cuanto oyó de sus labios—. Tengo que bajarme. Tengo que pensar. Tengo que bajarme para pensar.

»Por fortuna no intentó abrir la portezuela de inmediato. Tan sólo se asomó por la ventanilla, hasta sacar los hombros, gritando al cochero. Flora se imaginó las consecuencias de su torpeza, la detención del coche, la congregación de la muchedumbre en torno a un encolerizado anciano… En ese terrible negocio en que consiste ser mujer, tan pleno de matices delicados, de perplejidades sutiles (y mínimas compensaciones), nunca se sabe qué arduas tareas será menester realizar en el momento menos pensado. Sin titubeos, Flora agarró a su padre por la cintura y lo introdujo de un tirón, asombrada por la facilidad con que logró sentarlo de nuevo en el asiento. Allí lo aquietó con resolución, apoyándole una mano en el pecho, inclinada sobre él, al tiempo que decidía, por su parte, asomarse también de medio cuerpo por la ventanilla. El simón había parado junto al bordillo de la acera.

»—¡No! —dijo—. He cambiado de opinión. Siga, por favor, a donde íbamos, a los muelles.

»Le sorprendió la firmeza de su propia voz. Oyó gruñir al cochero, y el simón de nuevo se puso en marcha. Sólo entonces se arrellanó en su asiento, sin perder de vista a su acompañante. ¡Su acompañante! A tales alturas, era apenas poco más que eso. Si prescindiera de sus impresiones y recuerdos de infancia, ¿qué era, en efecto, si no un hombre, casi un perfecto desconocido? ¿Cómo debería tratarlo? Además, había que tener en cuenta al otro. Por su parte, casi otro perfecto desconocido. El oficio de mujer, en efecto, no podía ser más arduo, dificilísimo de cumplir. Flora cerró los ojos. “Si pienso demasiado en todo esto, voy a volverme loca”, se dijo. Y abrió entonces los ojos y preguntó a su padre si la perspectiva de vivir para siempre con su hija, de que ella le cuidase con todo su afecto, lejos de un mundo que no podía y no iba a venerar nunca sus canas, era de hecho tan aterradora.

»—Dime, ¿tan terrible te parece?

»Lo inquirió con tristeza, pero sin amargura. El famoso, o notorio, De Barral se había despojado de su rigidez. Estaba doblado en dos, y nada más deplorable, por fútil, que una estaca doblada sobre sí misma. No dijo nada.

»—Y podría haber sido mucho peor —añadió Flora suavemente, reprimiendo a duras penas un suspiro de remordimiento—. Podrías no haberte encontrado a nadie al salir de la cárcel, a nadie en toda la ciudad, a nadie en el mundo entero, ni siquiera a mí. ¡Pobre papá!

»Hizo un movimiento cohibido, por efecto de su propia consciencia, como si pensara “¡Oh, soy horrible, soy despreciable!”. Y el viejo De Barral, asustado, fatigado, anonadado por los extraordinarios sobresaltos de su puesta en libertad, titubeó y terminó por reposar la cabeza sobre el hombro de su hija, como si le entristeciera su libertad recién recobrada.

»El gesto no pudo ser más conmovedor. Flora, sosteniéndolo, imaginó que estaba llorando; al pensar que de haberse matado en la cantera, de haber aplastado su hombro junto con el resto de sus huesos, esa cabeza entrecana y penosa no había tenido dónde reposar, también renunció a contener sus lágrimas. Lloró en silencio; el fluir de las lágrimas apaciguó sus nervios en tensión. Repentina, bruscamente, él la apartó de su lado, de modo que Flora se golpeó la sien con el lateral del simón; el viejo se hurtó a su contacto, como si acabara de sentir un aguijonazo.

»La emoción de Flora perdió toda calidez. Las últimas lágrimas se le enfriaron en las mejillas. Pero por suerte habían cumplido su cometido. En el llanto, sosegado, había encontrado de nuevo el valor y la resolución, como suele ocurrir con las mujeres. Ocultándose con una mano la parte superior del rostro, ya fuese para disimular o para no tener que afrontar una visión insufrible, el viejo recobraba en su rincón su rigidez de costumbre, como una estaca. Ella lo contempló en silencio. Se le crisparon con obstinación los labios, y pronunció el nombre del primo, del hombre, recordará usted, que juzgó con desmedida severidad a los Fyne, el hombre del que con razón o sin ella sospechó Fyne que obedecía a motivos puramente interesados, pensando en que De Barral muy posiblemente hubiese reservado una buena parte del botín a buen recaudo antes de que sobreviniese la catástrofe.

»Permítame decirle cuanto antes que no se ha sabido nada más de él. De Barral, en cambio, era de la opinión de que este pariente, dicho todo esto en voz baja, cubriéndose con una mano, se habría alegrado infinito de contar con sus buenos oficios.

»—Claro está que no podría presentarme con mi nombre propio, pero lo cierto es que el consejo de un hombre de mi experiencia vale una fortuna para quien desee aventurarse en el mundo de las finanzas. Lo que se hace una vez siempre se puede hacer de nuevo.

»Arrastró los pies, dejó caer la mano. Se volvió con todo cuidado hacia su hija, con las mejillas redondeadas y abotargadas, la sotabarba apoyada en el cuello de la camisa, e inclinó sobre ella la desvaída, resentida mirada de sus ojos azules y humedecidos.

»—El primer paso sólo es cuestión de hacer una publicidad juiciosa. Bien sencillo. Ahí apareces tú y vas… —apartó la cara—. Después de todo, sigo siendo De Barral, el gran De Barral, el auténtico. ¿No lo habrás olvidado, eh?

»—Papá —dijo Flora—, escúchame. Eres tú quien no debe olvidar que ya no existe un De Barral… —el viejo la miró de reojo, sin disimular su ansiedad—. Existe en cambio el señor Smith, al cual ningún daño pueden hacer las perfidias de este mundo, las mentiras, los engaños.

»—¿El señor Smith? —dijo lentamente—. ¿Y qué tiene que ver en todo esto? Si ni siquiera existe una señorita Smith…

»—No, pero sí existe tu bienamada Flora, y tú sabes que te quiere.

»—¡Mi Flora! Pero si has ido y nada menos que… No soporto pensar en ello. Es un espanto.

»—Sí, ha sido más que espantoso, y en no pocos momentos —dijo ella con garra, ya que de alguna manera vagarosa las palabras de aquel hombre despertaron en ella el sentimiento de que constituían su propio pensamiento, sólo que revestido de enigmáticas emociones—. Hay días en que me avergüenzo de pensar cómo a veces… No, no, todavía no. Todavía no es momento de que te lo cuente. Ahora no.

»El simón dobló para franquear los portones del muelle. Flora entregó el sombrero de copa a su padre.

»—Ten, papá. Y por lo que más quieras, por favor, sé bueno. Quiero suponer que me amas. Si no es así, me pregunto quién…

»Se encasquetó el sombrero y se estiró, rígido, en un rincón; miraba de reojo a la muchacha.

»—Intenta ser amable aunque sólo sea por mí. Piensa en todos los años que he pasado esperándote. No te quepa duda de que necesito tu apoyo y, te lo aseguro, paz. ¡Un poco de paz!

»De pronto lo agarró del brazo, apretándole con ambas manos, con todas sus fuerzas, como si de ese modo pudiese aplastar la resistencia que aún sentía en él.

»—Para mí no podría haber paz ninguna si tú no estuvieses a mi lado. No te dejaré marchar. Ni mucho menos, después de todo lo que he pasado con tal de tenerte conmigo. De ninguna manera —la fuerza y el nerviosismo con que lo agarraba hicieron que el viejo se asustase un poco. De pronto, ella soltó una risa—. Es absurdo. Cualquiera pensaría que te estoy pidiendo un sacrificio. ¿Qué puedo temer? ¿Adonde ibas a irte? Ahora, quiero decir, esta misma noche. Ni a ti se te ocurre a dónde. ¿Has pensado en eso? Bueno, yo llevo pensándolo desde hace un año, o puede que más. Estuve a punto de enloquecer intentando encontrar una solución. Y creo que pasé una temporada totalmente loca, porque si no jamás se me habría ocurrido…

»Hasta ese punto, pero ni un paso más allá, llegó a confesar —comentó Marlow cambiando de tono—. Me refiero a la confesión de aquel paseo por el borde de la cantera que tan amarga y duramente se reprochaba. De Barral extrajo las conclusiones que quiso, sin llegar de ninguna manera a hacerse la menor idea de la realidad. Se detuvo el simón al costado del navío, y bajaron al muelle de la manera que ha descrito el sensato Franklin. No sé si llegaron a sospechar ambos de su respectiva cordura al término del trayecto, pero es posible que sí. Todos parecemos un tanto locos a ojos de los demás, excelente pretexto para que el grueso de la humanidad encuentre un fácil motivo de perdón. Flora atravesó el puente con una rapidez nacida de la aprensión que la embargaba y que se había tornado insufrible. Quería terminar aquel asunto cuanto antes. Fue inmensa su gratitud cuando miró por encima del hombro y vio que él la iba siguiendo. “Si le da por escapar”, pensó, “sabré sin lugar a dudas que no valgo nada. Sí, sabré que nadie me quiere, que las palabras y los actos y las protestas y todo lo que se haga o deje de hacer en este mundo es pura falsedad, y me arrojaré de cabeza a la dársena. Al menos, ésa no será una nueva mentira”.

»En fin, ¡a saber! Si hubiese llegado a ese extremo, lo más probable es que la hubiesen rescatado; lógico, teniendo en cuenta su natural mala suerte y las numerosas personas que había tanto en el muelle como a bordo. En el fondeadero en que estaba atracado el Ferndale (conozco bien ese muelle) cuelgan de un muro una maroma, un bichero y un salvavidas, sensatas precauciones debidas a los incautos que caen a la dársena por inadvertencia. No es tan fácil huir de las traiciones de esta vida como se imaginaba ella. De todos modos, no llegó a darse el caso. Él la siguió con su andar rápido y deslizante. ¡El señor Smith! Recién excarcelado, el convicto De Barral dejó por última vez tierra firme, desapareció para siempre e ingresó el señor Smith en el mundo de los mares, abrigo de tantísimos peces raros. Un anciano caballero con sombrero de copa y forro de seda, mirando de soslayo a un lado y a otro. Siguió a la joven porque tiene la existencia exigencias que se obedecen mecánicamente. No me cabe duda de que ofrecía una apostura respetable. Suegro del capitán: pocas cosas más dignas de respeto. Ahora bien, llevaba en el corazón el confuso dolor de la repugnancia y el afecto, del rechazo involuntario y la compasión. Casi exactamente igual que su hija. Sólo que, para remate, sentía unos celos furibundos del hombre al que estaba a punto de conocer.

Ir a la siguiente página

Report Page