Azar

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SEGUNDA PARTE: EL CABALLERO » Capítulo 5. El gran De Barral

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»En todos los afectos, inclusive el paterno, resta un poco de egoísmo. Este hombre, en la reclusión de su celda había dado en pensar con tal sentimiento de propiedad en el único ser humano del que podía ocuparse, que para cualquiera de nosotros sería inconcebible, por no haber cumplido una larga y perversamente injusta condena en un penal. Flora había sido con absoluta seguridad lo único en que sus pensamientos hallaron descanso durante años. La única válvula de escape para su imaginación. No es que anduviera sobrado de dicha facultad, por descontado, pero en la poca imaginación que tenía no faltaba la fuerza de la concentración. Se sintió ultrajado, y puede que fuese absurdo por su parte, pero me atrevería a sugerir que más por el grado que por la especie de ultraje que sentía. Tengo entendido, y creo no equivocarme, que a ningún padre normal y corriente le agrada lo más mínimo separarse de su hija. No, ni siquiera cuando aprecia racionalmente que “Inés ya no depende de mi responsabilidad”, ni cuando puede incluso regocijarse por una boda ventajosa y una dote excelente. En el fondo de su ser, allá en lo más oscuro, a donde no se llega más que excavando a veces el légamo de la propia persona, se percibe una indudable repugnancia.

El caso de las madres, qué duda puede haber, es muy distinto. La mujeres son más leales, y no unas con las otras, sino con su común feminidad, que les inspira una secreta y orgullosa satisfacción por el triunfo.

»Las circunstancias de este matrimonio sólo echaron leña al fuego de la indignación que sentía el señor Smith. Y si de hecho siguió los pasos de su hija hasta el camarote principal del barco, fue como si estuviese ingresando en una casa desgraciada, de vergüenza, ya que aún seguía abrumado por la celeridad imprevista de los acontecimientos. Su voluntad, tan largo tiempo inerte, desocupada, fue dominada por la resolución de su hija y por un inconcreto miedo ante la libertad recuperada.

»Le alegrará saber que Anthony, por más que se replegase y rehuyese la bienvenida en el muelle, se condujo admirablemente, con la sencillez de un hombre que no conoce las mezquindades y que no alberga reservas mezquinas. No apartó la mirada, no le falló la lengua. Estuvo, y lo sé por la mejor y más autorizada de las fuentes, admirable por su aplomo, por su sinceridad y su contención. Estuvo perfecto. No obstante, la vitalidad de aquel desconocido que le habló con tanta familiaridad bastó para inquietar al señor Smith. Flora vio temblar a su padre de pies a cabeza, por más que se empeñó en mantener una rigidez mayor de lo que nunca hubiese podido. Musitó alguna que otra frase, y a la postre logró hacerse entender, no en voz alta, por supuesto, pero sí con claridad suficiente: “Me encuentro aquí en contra de mi voluntad —se le abatieron desmesuradamente las comisuras de los labios, pétrea la mirada—. En contra de mi voluntad. Debo protestar contra esta conspiración, este encierro. Yo…”.

»Se llevó las manos a la frente; había dejado su sombrero de copa boca arriba sobre la mesa; lo había dejado de ese modo, desesperado, nada más entrar. Se llevó las manos a las sienes. “Me parece una injusticia inconcebible. Yo…”, no pudo continuar. Anthony miró a Flora, situada junto a su padre.

»—Señor mío —dijo—, no creo que tarde en acostumbrarse a mi presencia. Estoy seguro de que usted y su hija, a su manera, están más que hartos de la maldita gente de tierra adentro, de sus verdades a medias y de sus mentiras inaceptables; seguro que se han cansado de todo eso, que no quieren que se repita nunca más. Conocemos bien la misericordia que se gastan; puede usted preguntárselo a Flora. Me refiero a mi propia hermana, nada menos, que es la mejor amiga de su hija; tampoco es mala persona, al menos por lo que se estila en tierra adentro.

»El capitán del Ferndale hubo de refrenarse.

»—Ha sido una suerte que estuviese en mi mano intervenir. Por favor, siéntase como en su propia casa, que no pasará mucho tiempo hasta que…

»La desvaída mirada del gran De Barral hizo enmudecer a Anthony por su inexpresividad, su fijeza. Indicó a Flora mediante una mirada la puerta del camarote remodelado especialmente para recibir al señor Smith, nada más ser puesto en libertad. Ella tomó el sombrero del hombre libre de encima de la mesa y lo agarró del brazo con caricias.

»—Sí, papá; ésta es tu casa. Ven a ver tu habitación.

»El propio Anthony abrió la puerta, y Flora puso todo su cuidado en cerrarla a sus espaldas, nada más entrar con su padre en su camarote.

»—Mira… —empezó a decir, pero desistió al caer en la cuenta de que él no iba a observar ninguna de las modificaciones introducidas para procurarle todo el bienestar que fuese posible. Ella misma apenas había tenido ocasión de verlas. El viejo miraba únicamente a la alfombra recién puesta; ella esperó a que levantase la mirada.

»No quiso él hacer tal cosa; en cambio, habló con su voz de costumbre.

»—Así que ése es tu marido, ése. Y yo aquí, ¡encerrado bajo llave!

»—Papá, ¿qué sentido tiene seguir machaconeando esa idea? —ella le reprendió sin siquiera levantar la voz—. Te equivocas en ambos casos; es un buen hombre.

»—Total, que te has casado con él, nada menos… para que sea bueno conmigo. ¿Es eso? ¿Cómo pudiste imaginar que deseaba yo alguien como él, que fuese bueno conmigo?

»—¡Qué extraño eres! —dijo ella pensativamente.

»—Para un hombre que haya tenido que pasar lo que he pasado yo es muy difícil sentir lo que sienten los demás. ¿No te habías parado a pensar en este detalle? —por fin había levantado la vista del suelo—. Señora Anthony… No puedo soportar tener que mirar a la cara de ese individuo —ella lo miró a los ojos sin parpadear—. Ahora —añadió él— querrás irte a su lado, claro —su talante automáticamente afable parecía mero efecto de la enorme contención que ejercía sobre sus deseos, y es curioso, porque ella lo recordaba exactamente así, en todo momento. Flora sintió un frío cortante que la invadía entera.

»—Pues claro; faltaría más, debo ir a su lado —dijo con un ligero sobresalto.

»Al viejo le rechinaron los dientes, y su hija salió del camarote.

»Anthony no se había movido del sitio. Una de sus manos reposaba sobre la mesa. Ella se le acercó, se detuvo, y deliberadamente se aproximó más a él.

»—Gracias, Roderick.

»—No tienes por qué agradecerme nada —murmuró—. Soy yo quien está en…

»—Puede que no tenga por qué, es cierto. Siempre has hecho lo que te place. Pero lo estás haciendo muy bien.

»Él suspiró con fuerza para disimular su murmullo, porque desde el camarote contiguo se les podía oír.

»—Molesto, ¿eh?

»Ella no hizo señal ninguna, no emitió sonido de ninguna especie. La demencial falsedad de la situación comenzó a gravitar sobre los dos. Y fue Anthony el más valeroso de ambos.

»—Pero no es de extrañar. Al principio, es lógico. ¿Has pensado en decirle que eres feliz?

»—No me lo ha preguntado; no tuve ocasión —le sonrió débilmente. Flora se sintió disgustada por la calma de Anthony—. No le he dicho nada más de lo que fuese absolutamente obligatorio decirle, sobre todo al hablar de mí —empezaba a sentir verdadera irritación hacia aquel hombre—. Le dije que he tenido una suerte inmensa —dijo con repentino descorazonamiento, echando en falta el talante resuelto y autoritario de Anthony, ese trato un tanto arbitrario y tierno sobre todo al que, tras el primer susto, se había acostumbrado hasta el punto de ansiarlo con placentera aprensión. Él la contemplaba con aire inexpresivo. Ella ni siquiera se había quitado los guantes, el sombrero, la ropa de calle. Fue como si en esos momentos estuviese de visita. E hizo entonces un gesto con el que dio a entender el término de una visita de negocios, por cierto que no especialmente satisfactoria—. Quizá sería preferible que bajáramos a tierra, aún tenemos tiempo.

»Él le permitió entrever el furor desatado que por dentro lo sacudía, al decirle en voz baja y vehementemente:

»—¡Prueba a ver! —apostilla que le afloró a los labios y salió por ellos con una inflexión sumamente amenazadora—. ¡Prueba a ver! ¿Y ahora qué pasa?

»Estas últimas palabras no fueron lanzadas contra ella, sino contra alguna diana situada a sus espaldas. Al mirar por encima del hombro, Flora vio la calva y las pobladas patillas del congestionado y devoto Franklin (entró con la gorra entre las manos), que los miraba sentimentalmente desde el umbral del salón con sus ojos de langosta. Anunció desde cierta distancia, y en un tono de inocencia herida, que el capitán de puerto estaba en el muelle y que deseaba desplazar el navío a la dársena antes de que la tripulación subiera a bordo.

»—Muy bien, como quiera —gruñó el capitán, y despidió con un simple gesto al lacerado y patético espíritu que, desde sus ojos protuberantes, se fijó aún en la ofensiva mujer, mientras el contramaestre retrocedía lentamente. Anthony se volvió a Flora.

»—No es posible que lo hayas dicho con todo convencimiento. Eres tan franca, tan recta como puede serlo una mujer.

»—Lo intento al menos.

»—Entonces no te burles de ese modo. Piensa qué sería… de mí.

»—Es cierto; lo olvidaba. No, tienes razón. No lo he dicho en serio. Tampoco ha sido una burla, sino simple olvido, un descuido. Jamás habría querido lastimarte. No, nunca me habría ido. Yo… Creo que estoy demasiado fatigada.

»Él se dio cuenta de que la muchacha vacilaba, balanceándose en su sitio, y hubo de contenerse con violencia para no tomarla entre sus brazos; tembló visiblemente de pies a cabeza, por puro miedo, como si hubiese sentido la tentación de cometer una traición sin parangón posible. Se hizo a un lado y, bajando la vista, le indicó la puerta del camarote de popa. Sólo después de que pasó ella a su lado alzó los ojos, de manera que no llegó a ver la mirada de enojo que ella le dirigió antes de echar a andar. La miró de espaldas; ella se apresuró levemente antes de llegar a la puerta, que cerró con fuerza, nerviosa, a sus espaldas.

»Anthony… sintió el estrépito tal como si la puerta hubiese batido contra su propio pecho. Se quedó quieto un instante, sin mover un músculo, y entonces llamó a voces a la señora Brown. Me refiero a la esposa del auxiliar de a bordo, su afortunada e inspirada idea para que Flora se sintiese más cómoda. “¡Señora Brown, señora Brown! —apareció la criada por fin—. La señora Anthony se encuentra a bordo —le dijo—; acaba de entrar en su camarote. ¿No sería mejor que fuese a ver si necesita su ayuda?”.

»—Sí, señor.

»Y volvió a quedarse a solas, con la situación que había creado él mismo, por pura audacia y sobre todo por inexperiencia sentimental. Pensó que debería subir al puente; de hecho, tendría que haber estado en cubierta mucho antes. Lo razonable y lo sensato era que estuviese en cubierta. Sin embargo, un murmullo y una serie de débiles golpes, allí cerca, le llamaron la atención. Procedían de la puerta del camarote del señor Smith, pensó. Extraordinario. “Está hablando solo”, se dijo. “Se diría que está aporreando el mamparo a puñetazos… o dándose de cabezazos”.

»Abrió más los ojos, maravillado y estupefacto, escuchando ese ruido. Llegó a tornarse tan absorto que no se fijó en la señora Brown hasta que se hubo plantado de hecho delante de él.

»—La señora Anthony no tiene ninguna necesidad de mi ayuda, señor.

»Todo esto, comprenderá usted, fue en la travesía previa a que el señor Powell, por entonces el joven Powell, se embarcase en el Ferndale, habiendo dispuesto el azar que iniciara su auténtica vida de marino en ese barco en concreto, de todos los barcos entonces fondeados en el puerto de Londres. El barco más inquietante que jamás haya zarpado de un puerto en el mundo entero. No me refiero a sus cualidades náuticas; el señor Powell me dice que era firme como una iglesia. Al decir inquietante me refiero al sentido, por ejemplo en que es inquietante este planeta en que vivimos, cuestión de simple ambiente revuelto, perturbado por las pasiones, los celos, los amores, los odios y los problemas de las mejores intenciones, trascendentales, que, aun cuando sean éticamente valiosas, no me cabe duda de que son a menudo causa de más infelicidades que las maquinaciones de tendencia más perversa. Para quienes rehúsen creer en el azar, el bueno de Powell tuvo que haber estado obviamente predestinado a sumar su natural ingenuidad a la suma de las ingenuidades que transportaba a bordo el muy honrado Ferndale. Era excesivamente ingenuo. A bordo, todos lo eran, excepción hecha del señor Smith, el cual, pese a todo, era de por sí, a su manera, sobradamente simple, con esa aterradora simplicidad de las ideas fijas, para las cuales existe otro nombre que los hombres pronuncian con temor y con aversión. Su idea fija era salvar a su hija del hombre que había tomado posesión de ella (utilizo a propósito estas palabras, pues las imágenes que sugieren las veía mentalmente el señor Smith con meridiana claridad), que injustamente había tomado posesión de ella, digo, mientras su padre estuvo encerrado en prisión.

»—No descansaré hasta que te haya arrancado de brazos de ese hombre —le diría en murmullos tras largos períodos de contemplación. Sabemos gracias a Powell de su costumbre de sentarse cerca de la tumbona que ocupaba Flora, junto a la claraboya, mirándole a la cara desde encima, con aire de centinela y de investigador a la vez.

»Es casi imposible precisar si alguna vez llegó o no a considerar racionalmente el suceso. Que De Barral se hubiese encarnado en el señor Smith fue una metamorfosis portentosa, sí, efectuada no sin sufrir una auténtica conmoción; hay que reconocerlo. Pudiera ser que todas las consideraciones prácticas hubiesen dejado de tener cabida en su mente, dejando el sitio a otras visiones más espantosas y nítidas, que después nada pudo desalojar. Y también pudiera ser esa tenacidad carente de inteligencia, propia del hombre que había insistido en invertir millones y millones de libras, los ahorros de tantas otras personas, en el ferrocarril de Lone Valley, en el puerto de Labrador, en las minas de cobre del Leopardo Moteado, en otras grotescas especulaciones que salieron a relucir durante el famoso juicio contra De Barral, entre murmullos de pasmo generalizado, mezclados con carcajadas incontenibles. Y es que no en vano es en los tribunales de justicia donde encuentra la comedia un último refugio en este mundo nuestro, mortalmente serio. Por lo que hace a las lágrimas y los lamentos, no se dejaron oír en el augusto recinto de la comedia, ya que se reservaron a la intimidad de varios miles de hogares, en donde, con estupendo efecto dramático, el hambre había sustituido al ahorro.

»Ahora bien, hubo una persona al menos que no se rió ante el tribunal: se trata del propio acusado. El notorio De Barral no pudo reírse, ya que estuvo indignado. Fue impermeable a las palabras, los hechos, las inferencias. Habría sido de todo punto imposible hacer ver con sus propios ojos su culpabilidad o su estupidez, ya fuera mediante pruebas concluyentes o mediante argumentos, en el supuesto de que alguien hubiese intentado convencerlo.

»Su propia hija, Flora, tampoco intentó discutir con él. La crueldad de la situación en que se encontró de pronto fue tan grande, sus complicaciones tan espinosas, si no le importa que me exprese de este modo, que su actitud de pasividad fue, a pesar de los pesares, el mejor refugio que pudo hallar, tal como ha sido anteriormente para tantas otras mujeres.

»Y es que esa especie de inercia en las mujeres siempre será enigmática, y por tanto, amenazadora. Nos hace vacilar. Una mujer puede ser necia, cómo no, una necia adormilada o una necia encrespada, una necia espantosamente nociva e incluso una necia sencillamente estúpida, pero jamás será insensible. Nunca habrá mujeres hechas de madera de boj, al contrario que no pocos hombres. En las mujeres hay siempre, en algún lugar, un resorte. Da lo mismo qué puedan saber los hombres acerca de las mujeres, que puede ser mucho o no ser nada, ya que los hombres, incluso siendo padres, es eso lo que saben, y nada más. Y por eso tantos hombres tienen miedo de las mujeres.

»Es señor Smith, creo yo, tenía miedo de la calma de su hija, aun cuando en efecto la hubiese interpretado, cómo no, en sus propios términos.

»Tal como describe el señor Powell, era capaz de sentarse sobre la claraboya e inclinarse sobre la muchacha, reclinada, preguntándose qué podría haber tras aquella mirada perdida, bajo los párpados oscurecidos, en sus ojos aquietados. La miraba y la remiraba, y le decía, más bien en un susurro, ya que la voz con toda facilidad le salía en un hálito, le decía, transfiriendo su desvaída mirada al horizonte, que no descansaría hasta que la hubiese “arrancado de los brazos de ese hombre”.

»—No sabes lo que estás diciendo, papá.

»Ella intentaría por todos los medios que no se le notase el hastío, la enorme fatiga, la tensión nerviosa que el antagonismo de ambos hombres suscitaba en su persona, causa real de su languidez. Y es que, de hecho, la mar convenía a su temperamento.

»Con toda probabilidad, Anthony estaría paseando de un lado a otro, al otro extremo del puente. Esa tensión no le dejaba reposar. No era capaz de sentarse en ningún sitio, ni de estarse quieto. Había probado a encerrarse en su camarote, pero no servía de nada. Se levantaba de un salto y salía hecho una furia a recorrer la toldilla de parte a parte, sin cesar, hasta sentir que poco le faltaba para caerse redondo, pero sin poder fatigar la agitación de su espíritu, generoso sin duda, pero lastrado por su envoltorio de músculos, de huesos y de sangre, entorpecido por un cerebro que iba creando imágenes muy nítidas al tiempo que especulaba sin pausa, en espera de que apareciese una señal, de que pudiese detectar un síntoma.

»Y el señor Smith, con una leve sacudida del mentón en dirección a la escalera, al otro lado de la claraboya, insistía seguramente con su voz dulce, espantosa y desesperadamente dulce, en que sabía de sobra qué estaba diciendo. ¿O no se había rendido ella a ese hombre mientras estuvo él encerrado en prisión?

»—Desamparado, en la cárcel, sin nadie más en quién pensar, nadie más en quién confiar, excepto mi hija. Y cuando por fin me pusieron en libertad, descubro que ya no está, pues esto es lo que ocurre. Te has vendido. Sí, te has vendido, y tú lo sabes tan bien como yo.

»Con su impertérrito y redondo rostro, sus finos cabellos blancos alborotados por el viento arremolinado de la cangreja, posada la vista sobre el mar, era como si se estuviese dirigiendo al universo entero, más allá de su hija reclinada. Ella seguramente expresaría alguna vez sus protestas.

»—Cuánto me gustaría que no hablases así, papá. Sólo consigues atormentarme, hacerme daño y hacerte daño tú también.

»—Sí, bastante daño siento —reconocía en tono enigmático. No era, sin embargo, hablar del asunto lo que más podía atormentarle. Bastaba con pensar en ello. Sentarse y tener que verlo era infinitamente peor, muchísimo más de lo que tuvo que ser para ella el tener que rendirse de ese modo—. Porque tú también has sufrido, no me digas que no. Mucho has tenido que sufrir.

»Flora había renunciado muy pronto a todo intento de protesta. Habría sido en vano, o habría empeorado las cosas, y no deseaba por nada del mundo discutir y reñir con su padre, el único ser humano al que en el fondo ella importaba, pues era evidente que le importaba, total y decisivamente, hasta el final. En él no había ni un ápice de piedad, de generosidad, ni una gota de las esencias más bellas: sólo por ella, por su ser, tal cual era, sentía algo aquel hombre. Esta certeza hizo que Flora resistiera los peores tormentos, pues no cabe duda de que estaba sufriendo una tortura en toda regla. Se sintió además desamparada, como si toda la empresa hubiese resultado excesiva para sus posibilidades. Esta es, por cierto, la clase de convicción que explica la quietud. Se estaba convirtiendo en una fatalista.

»Lo que sin duda tuvo que resultar aterrador fue el devenir mismo de la vida cotidiana, el constante intercambio de pequeñeces que naturalmente siguió su curso. Se daban los buenos días, tomaban asiento a la misma mesa para desayunar, almorzar y cenar, e incluso imagino que, al menos al principio, tuvo que haber alguna que otra partida de cartas, al atardecer, entre los tres. Lo que más miedo daba a Flora era la doblez de su padre, o lo que al menos parecía doblez, cuando recordaba sus persistentes, insistentes murmullos en cubierta. De todos modos, su padre era un hombre de natural taciturno; lo había sido desde que ella tenía memoria, desde los paseos por Brighton que tan bien recordaba. Era ella la que hablaba, sin molestarse nunca en descubrir si eso agradaba o contrariaba a su padre. A bordo del Ferndale no lograba sondear en qué estaba pensando. Y tampoco charlaba alegremente con él. Anthony, con una afable y forzosa sonrisa que parecía habérsele helado en los labios, parecía extremadamente agradecido de que no se le hiciese conversar. El señor Smith a veces se sumía tan a fondo en la contemplación de los naipes que le habían tocado, que Flora tenía que recordarle en dónde estaba: “Papá… Es tu turno”. Pedía disculpas con un débil exabrupto, dicho para el cuello de su camisa: “Disculpe, capitán”. Flora, naturalmente, llamaba Roderick a su esposo, y él la llamaba por su nombre de pila. Esa actuación era más que suficiente, a juzgar por la mueca de crispación que adoptaban los labios del viejo cada vez que oía decir “Flora”. Cuando oía uno de los infrecuentes “Roderick”, adoptaba una mueca desdeñosa, tan débil y descolorida como toda su rígida persona.

»Era el primero en retirarse. No sufría dolencia ninguna. También la vida a bordo parecía sentarle bien; sin embargo, ya fuera por un curioso sentido del deber, o por afecto, o bien por aplacar su escondida rabia, su hija siempre lo acompañaba a su camarote para encargarse de que no le faltara nada. Encendía ella la lámpara, le ayudaba a ponerse el batín, le daba un libro del anaquel construido especialmente para él, aun cuando esto último ocurriese en contadísimas ocasiones, ya que el señor Smith tenía incluso a gala declarar “No soy yo lector”, diríase que con algo muy parecido al orgullo. Muchas veces, después de besar a su hija en la frente y desearle buenas noches, le regalaba alguna agria observación: “Esto es igual que estar en la cárcel, te doy mi palabra. Corre, supongo que ese hombre está ahí mismo, esperándote. ¡El carcelero jefe! ¡Aggh!”.

»Ella le sonreiría vagamente, murmuraría un “Qué ridiculez” con ánimo conciliador. Una vez, habiendo perdido la paciencia, le cortó con dureza. “Basta ya. Me estás haciendo daño. ¡Cualquiera pensaría que me detestas!”.

»No es a ti a quien detesto —siguió él monótonamente, resollando—. No, no es a ti. Pero si llegara a ver que amas a ese individuo, creo que sí podría llegar a odiarte.

»Esta palabra se le clavó directamente en el corazón.

»—No serías el primero —murmuró con amargura. Sólo que él no podía prescindir de su idea fija:

»—¡Pero no le amas, desdichada! —barbotó con horrenda uniformidad.

»Ella lo observó con firmeza, un buen rato.

»—Buenas noches, papá —dijo.

»A decir verdad, en muy raras ocasiones la esperaba Anthony a solas ante la mesa, con las cartas sin recoger, los vasos, la jarra de agua y todo lo demás. No aprovechaba ninguna oportunidad para estar a solas con ella más de lo estrictamente necesario para edificación de la señora Brown. Excelente, fiel mujer, esposa de su aún más fiel y no menos excelente auxiliar de a bordo. Y Flora deseaba en el fondo que todas aquellas excelentes personas, leales de Anthony, estuviesen todas un poco más lejos, especialmente la agradable, amabilísima señora Brown, con sus ojos opacos y veloces, sus “Desde luego, señora”, “Ahora mismo, señora”, que a sus oídos llegaban con un eco burlón. Así tocó a su fin esta breve expedición a las Azores, tan breve que cuando el joven Powell embarcó en el Ferndale por obra y gracia de un memorable golpe de azar, no habían transcurrido siquiera siete meses desde la… digamos puesta en libertad del convicto De Barral y su metamorfosis en señor Smith.

»Mientras el navío estuvo fondeado en Londres, Anthony alquiló una casa de campo cercana a un apeadero del ferrocarril, en el condado de Essex, para que se alojaran el señor Smith y su hija. La idea fue exclusivamente suya. No sé hasta qué punto fue necesario este retiro rural para el señor Smith. Quizá fuera en cierto modo una sensata decisión. Existían ciertas obligaciones incumbentes al excarcelado De Barral, imagino que algo relacionado con presentarse a declarar ante la policía, que el señor Smith no estaba ni mucho menos deseoso de cumplir. De Barral tenía que desaparecer; la teoría oficiosa era que De Barral, en efecto, había desaparecido, de modo que era necesario dar cuerpo a esa ficción.

A la pobre Flora siempre le había gustado el campo, aun cuando aquel sitio no tuviese más atractivo que su lejanía.

»De cuando en cuando los visitaba el capitán Anthony; como el apeadero era realmente secundario, sin que sirviese a los trenes matutinos, nunca podía quedarse más que a pasar la tarde. Siempre debía pasar la noche en la ciudad, para estar por la mañana temprano en su barco. El tiempo era espléndido; cada vez que avistaba al capitán del Ferndale a media tarde, el señor Smith echaba mano de su bastón y salía con torpeza a dar un paseo en solitario. Ya fuera porque se fatigaba, ya porque le produjese especial satisfacción ver marcharse a “ese individuo”, o por cualquier otra argucia suya, estaba siempre de vuelta antes de la hora de partida de Anthony. Al acercarse a la casa veía por lo común a “ese individuo” tendido sobre el césped, a escasa distancia de su hija, sentada en una silla traída del cuarto de estar. Era invariable que el señor Smith se dirigiera sin titubeos hacia ellos dos, pues tenía invariablemente la impresión de que nunca iba a interrumpir una conversación demasiado íntima entre ambos. Tomaba asiento con ellos, transcurría en silencio más o menos una hora y llegaba el momento de que Anthony se marchara. El señor Smith, puede que por discreción, desaparecía casualmente dos o tres minutos, y observaba después por la vidriera en losange de una de las habitaciones del piso de arriba cómo miraba “ese individuo” a Flora, ya desde el camino. Se quitaba la gorra, como un educado visitante, y se marchaba. Sólo entonces se reunía el señor Smith con su hija.

»Fueron momentos muy duros para ella. No siempre, claro está, pero sí con frecuencia. No era ni mucho menos extraordinario oír que el señor Smith retomaba con dulzura sus observaciones de costumbre:

»—Ese individuo comienza a cansarse de ti.

»Jamás pronunciaba el nombre de Anthony. Siempre era “ese individuo”.

»Por lo común, ella permanecía callada, muy abiertos los ojos, con la mirada perdida por entre las retorcidas ramas de los frutales. Una vez, de todos modos, se levantó y entró en la casa. La siguió el señor Smith, con la silla en que ella se había sentado. La depositó de un golpe en el suelo, y con ese tono liso e inexpresivo que tantos oídos se inclinaron ansiosamente a escuchar cuando procedía del gran De Barral, le dijo:

»—Marchémonos.

»Ella tuvo suficiente fuerza de voluntad para no girar sobre sus talones. Por el contrario, se acercó a un estropeado espejo que colgaba de la pared. En el verdoso azogue, su propia cara pareció muy remota, como el lívido rostro de un cadáver, de un ahogado, en el fondo de un estanque. Emitió una frágil risa.

»—Te digo que ese individuo comienza…

»—Papá —le interrumpió—, yo no me hago ilusiones. Ya me ha pasado antes, pero…

»Le falló de repente la voz, de modo que su padre aprovechó la ocasión para seguir con su idea, con una insólita animación:

»—¡Es el momento! ¡Salvémonos!

»Una vez dominado tanto su miedo como su amargura, se dio la vuelta, tomó asiento y dejó que trasluciera su asombro. También se sentó el señor Smith, muy juntas las rodillas, dobladas en ángulo recto, sus delgadas piernas en paralelo y las manos sobre los brazos de la butaca de madera. Llevaba el pelo largo, la cabeza muy erguida y en su aspecto había una especie de fatua venerabilidad.

»—Es imposible que sientas nada por él. No hace falta que te disculpes; entiendo perfectamente tus motivos. Te he llamado desdichada, lo sé, y tu desdicha es la misma que si te hubiese arrojado al arroyo. Sí, no me interrumpas, Flora. Durante el juicio me interrumpieron a cada dos por tres; eso es algo que no puedo soportar. No consentiré que mi propia hija me interrumpa cuando hablo. Cuando pienso que la mismísima víspera de mi puesta en libertad tú…

»Le había sonsacado este detalle, fuera cuando fuese, porque Flora terminó por cansarse de esquivar la pregunta. Para el viejo, fue un golpe muy doloroso. ¿Era ésa la confianza que ella tenía depositada en él? ¿Era ésa una prueba de su amor? ¡La mismísima víspera! No le habían dado siquiera una ocasión. Igual que en el juicio. Nunca le dieron la menor ocasión, no le dejaron tiempo. Y su propia hija había actuado entonces exactamente igual que sus más encarnizados enemigos, sin darle el tiempo necesario.

»La monotonía de esa plácida voz a punto estuvo de adormecer la inquietud de Flora. Escuchó pacientemente lo que inevitablemente iba a decirle.

»—Pero dime, vamos a ver: ¿qué ha inducido a ese individuo a desposarte? Es todo un caballero, por descontado. Salta a la vista, sólo que esto es algo que empeora más la cuestión. Nada entienden los caballeros de los asuntos de la City, de las finanzas. ¿Cómo no? Si fue una empresa de caballeros la que dio la voz de alarma que iba a acabar conmigo… El abogado, el juez, caballeros todos, todos en las nubes. Ni la menor idea de… Y además es un marino. Un simple capitán de barco…

»—Eso mismo era mi abuelo —le interrumpió Flora con un oblicuo gesto de impaciencia.

»—Sí, pero ¿qué sabe de negocios un marino? Nada, ni la más remota idea. Es imposible que sepa qué significa ser la hija del señor De Barral, aun cuando sus enemigos lo hayan destrozado. ¿Qué diantre ha podido inducirle…?

»Ella hizo un brusco movimiento, porque la monotonía de la voz empezaba a ponerle nerviosa. Él hizo una pausa, pero sólo para seguir después en el mismo tono.

»—Evidentemente, eres muy guapa —comentó—. Y eso es lo que te ha perdido, como a tantas pobres desdichadas. Desdichada, sí; infortunada es la palabra que más te conviene.

»—Puede ser —dijo ella—. Puede que sea la palabra adecuada. Pero escúchame, papá. Yo quiero ser honesta.

»Sin oírla, siguió su uniforme perorata.

»—Es uno de esos hombres que un buen día se cansan y te dejan sin más, marchándose en su barco infernal. En cualquier caso, nunca podrás ser feliz a su lado. Basta con verle la cara. Yo, en cambio, te quiero salvar. Sabes que tal vez no fuese yo un buen marido con tu pobre madre; habría hecho muy bien si me hubiese abandonado mucho antes de morir. He pensado mucho en todo esto, y no pienso consentir que seas infeliz.

»La miró de arriba abajo con una atención sorprendentemente visible.

»¡Mmm! —dijo—. Sí, vayámonos antes de que sea demasiado tarde. Sin hacer ruido, solos tú y yo.

»—No tenemos dinero para marcharnos, papá —dijo como si hubiese encontrado una súbita fuente de inspiración, con esa calma que a veces se obtiene de la desesperanza.

»Él se levantó enderezándose como si estuviese lisiado.

»—Claro está que no pensarás abandonarme, ¿he, papá? —añadió ella con gran decisión.

»—Claro que no —dijo con su voz casi inaudible. Y se marchó, alejándose con su caminar, que Powell me ha descrito como algo tan uniforme, imperceptible y fatigado como su propia voz. Caminaba como si sostuviese un vaso de agua sobre la cabeza.

»Naturalmente, Flora no habló con Anthony de esta edificante conversación, ya que su generosidad podría haberse alarmado, y ella no deseaba por nada del mundo quedarse sola para cuidar de su padre. Además, era demasiado honesta, y seguiría siéndolo a toda costa. Nunca sería ella la primera en hablar. Nunca. Y se le ocurrió pensar que, ciertamente, era una infortunada criatura.

»Por pura coincidencia, Anthony fue a pasar la tarde con ellos dos días después y mantuvo una conversación con el señor Smith en el jardín. Por tal o cual razón, Flora los dejó a solas un momento, y Anthony aprovechó la ocasión para hablar con toda franqueza con el señor Smith. “Me parece entender, señor, que en su opinión Flora no ha elegido un buen partido”, le dijo. “A ese respecto, no tengo, naturalmente, nada que decir. Pero sí quiero que sepa usted que yo he intentado hacer lo que es correcto hacer”. Y le explicó que había dejado en su testamento todas sus posesiones a su esposa. “Supongo que ella no se lo ha dicho, claro está”.

»El señor Smith sacudió levemente la cabeza. Anthony, intentando aún mostrarse cordial, pasó a decirle que se proponía realizar muy pronto una travesía que había de alejar el navío de Londres al menos durante dos años. “Creo, señor, que es lo mejor que se puede hacer, desde cualquier punto de vista”. Regresó Flora y la conversación, interrumpida de ese modo, se marchitó y no pudo concluir. Más avanzada la velada, horas después de que Anthony se hubiese marchado, el señor Smith comentó de repente a su hija, tras mucho meditar:

»—En el fondo, un testamento no significa nada. Cualquier día se rompe en pedazos, se redacta otro distinto —reflexionó unos momentos—. O se miente a propósito de las cláusulas que contiene —añadió sin ninguna emoción.

»Paciente, endurecida a fuerza de lastimarse y de recibir disgustos, hasta el punto de asombrarse de su propia coraza, Flora repuso:

»—Estás llevando muy lejos, muy lejos, la aversión que sientes por… Roderick, papá. No tienes conmigo ninguna consideración. Y eso me duele.

»Inexpresivo como siempre, hasta el extremo de aterrorizarla a veces por el contraste de su placidez y su dulzura con las palabras que decía, apartó de ella sus ojos desvaídos.

»—Me pregunto hasta dónde llega tu propia aversión —empezó a decir—. Hasta su nombre se te atraganta, de eso me he dado cuenta. Y me duele. ¿Qué me dices de esto? Podrías tener en cuenta que no eres la única persona que se siente dolida por tu chifladura, por tu precipitación, por tu temeridad —volvió a mirarla a la cara—. Todo eso, por cierto, la mismísima víspera de mi puesta en libertad. ¿Habráse visto? —su voz desfallecida terminó por fallarle del todo, sus finos y apretados labios temblaron un rato antes de añadir, con extraordinaria uniformidad de tono—: Para mí, ha sido un crimen.

»Flora no contestó nada. Consideró más sencillo, más amable y ciertamente más seguro dejar que dijese todo lo que tuviera que decir. Al señor Smith, teniendo en cuenta su natural taciturno, nunca le costaba demasiado tiempo terminar. Y es preciso no imaginar que las escenas de este género acontecían de continuo. Flora disfrutó de unos cuantos días espléndidos en la casa de campo. La ausencia de Anthony era en cierto modo un alivio, a la vez que sus visitas resultaban muy placenteras. Estaba más tranquila; él estaba también más tranquilo. Casi lamentó que llegase el día de embarcar. Fue para ella un momento de angustia, de intensa emoción; llegaron al muelle al caer la tarde, y Flora, tras cerciorarse de que a su padre no le faltara nada, de acuerdo con la costumbre establecida, se quedó en el camarote hasta percatarse de que estaba sorprendido. Sorprendió sus pálidos ojos observándola con pétrea dureza. Salió tras darle las buenas noches con voz animada.

»Contrariamente a sus esperanzas, se encontró a Anthony todavía en el salón. Sentado en su sillón, en la cabecera de la mesa, repasaba algunos papeles que introdujo apresuradamente en el bolsillo interior y se levantó. Preguntó a su esposa si no la había fatigado el día, por el viaje hasta la ciudad y las compras que había hecho. Ella negó con la cabeza. Quiso saber después, medio en broma, cómo se sentía ante la idea de partir, y esta vez para una larga travesía.

»—¿Importa algo cómo me sienta yo? —preguntó ella con un tono que ensombreció el rostro del capitán.

»—Tienes razón, no importa nada —contestó él con reprimida violencia, como no podía ella esperar—. Es lo de menos, porque no podría zarpar sin ti. Te lo he dicho, y tú lo sabes. ¿No pensarás que sería capaz de tal cosa?

»—Te aseguro que no tengo ni la más remota apetencia de eludir mis obligaciones —dijo ella con firmeza—. Ni siquiera aunque pudiese. ¡Ni menos aunque me atreviese! ¡Tendría que morirme antes!

»Él pareció golpeado por el rayo. Se encontraban de pie, el uno frente al otro, a la entrada del salón.

»—Oh, no —murmuró Anthony—. No te morirás así como así. No puedes decirlo en serio. Te has acostumbrado a la mar, le has cogido el gusto.

»A pesar de su cólera, Flora se echó a reír.

»—No, no lo decía en serio, claro que no. Te he dicho que no deseo eludir mis obligaciones. Seguiré viviendo, sí…, aun sintiéndome un tanto agobiada.

»—¡Agobiada! —repitió—. ¿Y qué es lo que te agobia?

»—Tu magnanimidad —dijo ella con sequedad. Pero se le suavizó la voz al poco—. En fin, no sé. Hay en tu generosidad una perfección… ¿Me entiendes, Roderick? Una perfección que es casi imposible de tolerar.

»Él suspiró, apartó la mirada y comentó que era hora de apagar la lámpara del salón. No estaba permitido tener la luz encendida después de las diez.

»—Pero en tu camarote no tienes por qué cumplir estrictamente la orden; cerciórate de que las cortinas estén bien echadas, que con eso basta. Es posible que al auxiliar se le haya olvidado. Encendió tu lámpara de mesilla antes de bajar a tierra, a pasar una última noche con su mujer. No estoy muy seguro de que haya sido sabio por nuestra parte despedir a la señora Brown. Tendrás que ocuparte tú sola de tus cosas, Flora.

»Se le notaba una agitada preocupación; Flora, en realidad, se felicitó por la ausencia de la señora Brown. Tan pronto cerró la puerta de su camarote, murmuró fervientemente: “¡Gracias a Dios que se ha ido!”. Ya no habría más amables llamadas a la puerta, seguidas por su aparición, su equívoca mirada, su intolerable “¿En qué puedo servirla, señora?”. Su obsequiosa actitud había terminado Flora por temerla y por odiarla, más que a ninguna otra voz, a ninguna otra palabra dicha a bordo de ese navío, su único refugio lejos de un mundo que nada bueno quería de ella, de sus imperfecciones y sus tormentos.

»La señora Brown se mostró sumamente contrariada por su despido. Los Brown eran una pareja sin hijos, a los que la situación propuesta convenía de maravilla. El resentimiento de los dos fue muy amargo. Y la señora Brown hubo de quedarse en tierra con su rabia, pero el auxiliar hubo de rumiar la suya a bordo. No tenía la pobre Flora mayor enemigo que él, ni el pesaroso contramaestre mayor partidario. La señora Brown, con esa rauda capacidad de observación y de inferencia que tienen las mujeres (basta con sumar dos más dos), había llegado a su propia conclusión, que comunicó a su marido antes de que zarpase el barco. El taciturno auxiliar se permitió una vez una alusión a ese respecto en presencia de Powell. Habían terminado de almorzar, y el auxiliar se quedó en el comedor tras dejar sobre la mesa una tarta de frutas. Pegó la hebra con el contramaestre, acerca de la alarmante transformación experimentada por el capitán, el pálido auxiliar con la mirada baja y un gesto siniestro, Franklin con el rostro colorado vuelto hacia él, sus ojos saltones humedecidos de emoción. El joven Powell había oído ese tipo de comentarios infinidad de veces a tales alturas; siempre le había parecido un tanto absurdo. Comentó con impaciencia que tales lamentos por un hombre, sólo porque se hubiese casado, en su opinión rozaban la locura.

»—Eso depende de la esposa, y de qué tenga entre manos —musitó Franklin. El auxiliar, apoyado contra el mamparo, al lado de la puerta, fulminó de una mirada a Powell, el intruso, el ignorante, el desconocido sin derecho ni privilegios.

»—¡Esposa! —gruñó—. ¿Esposa, dice usted?

»—¿Qué demonios quiere decir con todo esto? —exclamó Powell.

»—Lo que sé, lo sé de buena tinta. No por nada se ha pasado mi parienta seis meses a bordo. Ya se lo preguntará usted mismo cuando regresemos.

»Afrontando con hosquedad la enojada mirada del señor Powell, el auxiliar salió de espaldas.

»Nuestro joven amigo se dirigió inmediatamente al contramaestre.

»—¿Y consiente usted que ese maldito lavaplatos hable así en su presencia, señor Franklin? ¡Me sorprende!

»—Oh, no es lo que usted piensa. No, no es lo que usted piensa —Franklin pareció ponerse más apoplético que nunca—. Si de eso se tratara, podría sorprenderlo yo de veras, ya lo creo. Pero ¿para qué? Yo mismo, apenas… No podría usted entenderlo. Confío que no le dé por hacer tonterías, Powell. Hubo un tiempo, jovencito, en el que habría retado a cualquier hombre, al más pintado, ¿me entiende?, a sembrar la discordia entre el capitán Anthony y yo. Pero no ahora, ni de broma. ¡Algo ha cambiado! Y no soy yo el que ha cambiado.

»El joven Powell rechazó indignado la idea de hacer tonterías, de sembrar la discordia.

»—¿Por quién me toma usted? —gritó—. Lo único que digo es que más le valdría decirle a ese auxiliar que tenga más cuidado con lo que dice en mi presencia, si no quiere que le arregle el retrato y que tenga que dar él las explicaciones como pueda o como sepa al capitán.

»Esta declaración hizo de Powell el adalid de la señora Anthony. En su presencia nunca más volvió a decirse nada que incidiese sobre la cuestión. Le dio lo mismo que el auxiliar pusiera caras largas; Franklin, ni siquiera en sus mejores momentos gran amigo de la conversación, al tener que evitar el único tema que le afectaba en lo más hondo, ya sólo se dirigió a él sobre cuestiones relacionadas con las faenas. Y eso tampoco le importó gran cosa a Powell. Las jeremiadas del apoplético oficial habían empezado a aburrirle mucho antes. No obstante, a veces se sintió bastante solo. Por eso, sus breves conversaciones con la señora Anthony, durante cualquiera de las dos guardias de cuartillo, pasaron a ser una actividad deseable. Al capitán no le importaba; por su actitud era bien evidente. Una noche, estando los dos solos en la toldilla, le preguntó de qué habían conversado aquella misma tarde. Powell hubo de confesar que hablaron del barco, ya que la señor Anthony le había hecho numerosas preguntas al respecto.

»—O sea que se toma su interés, ¿eh? —espetó el capitán, al tiempo que recorría rápidamente, de un lado a otro, la toldilla por barlovento.

»—Sí, señor. La señora Anthony comprende de maravilla cuanto se le va explicando.

»—Es nieta de marino, de los de la vieja escuela. Un lobo de mar de primera categoría, según tengo entendido —largó el capitán al pasar por delante del segundo oficial, inmóvil, dejando a su paso las palabras como una estela de centellas a las que siguió una absoluta oscuridad conversacional, ya que por espacio de las dos horas siguientes, hasta que abandonó el puente de mando, no volvió a abrir los labios.

»En otra ocasión… Y conviene recordar que el barco había cruzado el Ecuador, y que a cada día aumentaba de latitud sur… En otra ocasión, a eso de las siete de la tarde, y estando Powell de guardia, oyó que alguien lo llamaba en voz baja desde la escalera. Allí se encontró al capitán, con el rostro emaciado y los ojos hundidos en las cuencas; sostenía en el brazo un chal de lana de las Shetland.

»—Señor Powell, escuche.

»—Sí, señor.

»—Dele el chal a la señora Anthony. Por las tardes comienza a refrescar.

»Y su rostro macilento desapareció de su vista. La señor Anthony se extrañó al ver el chal.

»—El capitán quiere que se abrigue usted con esto —explicó el joven Powell, y al levantarse ella de su asiento le depositó el chal sobre los hombros. Ella se envolvió en el chal.

»—¿Y dónde estaba el capitán? —preguntó.

»—Asomado a la escalera. Me llamó él para hacerme el encargo —dijo Powell, y se retiró discretamente, por parecerle que ella no deseaba seguir de charla aquella tarde. El señor Smith, el viejo caballero, hallábase como de costumbre sentado junto a la claraboya y muy cerca de ella, pero en modo alguno hostil, por lo que era posible colegir en su rostro impenetrable, a tales conversaciones entre las dos personas más jóvenes de a bordo. De hecho, parecían complacerle en cierto modo. De cuando en cuando levantaba pensativamente sus desvaídos ojos azul claro hacia el señor Powell. Cuando estaba cerca el joven marino, el viejo se tornaba menos envarado, y cuando su hija, en contadas ocasiones, sonreía ante algo que con ingenuidad y sin adornos hubiese relatado el joven Powell, el inexpresivo semblante del señor Smith reflejaba turbiamente ese centelleo de evanescente alborozo. Y es que el señor Powell había dado en entretener a la esposa del capitán contándole anécdotas de su pasado no por cierto remoto, por haber sido grumete en unos cuantos navíos y conocer bien cosas sin duda graciosas que a veces acontecen a bordo. Flora se extrañó bastante de que esos cuentos la divirtieran. Llegó incluso a oírsele reír dos veces en menos de un mes. No fue una risa muy sonora, pero sí sorprendente por oírse en la popa del Ferndale, donde las voces apagadas o el silencio sin paliativos eran la norma. La segunda vez que ocurrió esto, el capitán mismo tuvo que haberse sobresaltado en donde estuviese, ya que emergió de las profundidades de su discreta existencia, ajena a todo, para pasear según su hábito por la borda opuesta de popa.

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