Azar

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SEGUNDA PARTE: EL CABALLERO » Capítulo 5. El gran De Barral

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»Casi de inmediato llamó a su joven segundo oficial, pero no por descontento. La mirada que clavó en el señor Powell pudo transmitirle una curiosa especie de extrañeza y aprobación. Trabó con él un deslavazado diálogo, como si sólo pretendiese tener cerca de sí a un hombre capaz de provocar un sonido tan cristalino. El señor Powell sintió su aprecio. Se sintió apreciado por aquel hombre demacrado e inquieto, que de golpe pasó a lanzarle frases inconexas, a las que contestó “Sí, señor”, “No, señor”, “Oh, desde luego”, “Supongo que sí, señor”…, aun cuando pudiera haberle contestado exactamente lo contrario, por lo que al otro podía importarle.

»Fue entonces, me dijo el señor Powell, cuando descubrió en su interior un aprecio ya antiguo por el capitán Anthony. También sintió lástima por él, sin lograr en cambio descubrir los orígenes de esa simpatía de la que súbitamente tuvo constancia por vez primera.

»A todo esto, el señor Smith se había inclinado rígidamente sobre su hija, como si tuviese una bisagra por espalda, y le hablaba.

»Ya no era una niña. Quiso saber si creía en… en el infierno, en el castigo eterno.

»Su peculiar tono de voz, como si se fíltrase por un trozo de guata, era inaudible para la otra borda de popa. La pobre Flora, totalmente desprevenida, emitió un murmullo inarticulado, sacudió vagamente la cabeza y miró hacia el agitado Anthony, que paseaba sin cesar y no miraba hacia ella. De nada servía mirar en tal dirección. Del joven Powell, apoyado contra el palo de mesana, de frente a su capitán, sólo alcanzó a ver el hombro y parte de la espalda de sarga azul.

»Y la voz de su padre, sin acento, sin preocupación, siguió atormentándola.

»—Tienes que comprenderlo. Cuando salí de la cárcel estaba pleno de alegría. Es decir, mi alma estaba desgarrada, pero con tal de verte feliz resolví renunciar a todo. Tan pronto tuviera la seguridad de que eras feliz, dejaría por supuesto de tener yo razones para que me importase la vida, hablando estrictamente, lo cual es natural en un viejo como yo; naturalmente, tampoco tendría razones de peso para desear la muerte.

Sólo que… ¡esta clase de vida! ¿Qué sentido, qué significado, qué valor puede tener esta vida para ti o para mí? ¡Si no es más que esperar a que llegue la muerte! ¿Qué si no? No entiendo cómo puedes aguantar una cosa así, y dudo mucho que puedas aguantar demasiado tiempo. ¡El día menos pensado tú misma saltarás por la borda!

»El capitán Anthony se detuvo un instante, con la mirada al frente de la toldilla, y la pobre Flora lanzó a su espalda una mirada de desesperada súplica, que habría podido conmover incluso un corazón de piedra. Pero fue como si no hubiese hecho tal cosa, ya que él ni se inmutó. Se levantó de la tumbona y se dirigió a la escalera. Su padre la siguió con diversos objetos entre las manos, un bolso de mano, un pañuelo, un libro. Bajaron juntos los dos.

»Sólo en ese momento se dio la vuelta el capitán Anthony, observando el lugar que habían dejado desierto, y reanudó sus paseos, pero no su deslavazada conversación con el segundo oficial. Su exasperación nerviosa había aumentado hasta el extremo de que muchas veces dejaba de controlar su propia voz; a menos que estuviese muy atento, se le perdía en la garganta, dejaba de oírse. Tenía que cerciorarse antes de aventurar siquiera una sencilla orden, un comentario sobre el viento, un saludo al comenzar el día. Por eso resultaban bruscas sus intervenciones, por eso se sobresaltaba cualquiera ante sus respuestas, a menudo totalmente inesperadas.

»Al más resuelto de los hombres también le ocurre que de repente se encuentra en lucha no sólo con fuerzas desconocidas, sino con una fuerza perfectamente conocida, cuya auténtica envergadura no ha llegado a entender. Anthony había descubierto que no era el orgulloso dueño, sino el desgarrado cautivo de su propia generosidad. Había cobrado ante sus propios ojos las proporciones de un muro que el respeto en que él mismo se tenía le impedía escalar. “Sí”, se dijo; “he sido un estúpido, pero ella puso en mí toda su confianza”. ¡Confianza! Terrible palabra para un hombre cuando menos un tanto excepcional, en un mundo en el que los éxitos nunca se alcanzan gracias a la renuncia y a la buena fe. Y hay que decir, con objeto de no pintarlo de manera más estúpidamente sublime de lo que era en realidad, que la conducta de Flora lo mantenía a raya, bien lejos. La muchacha temía aumentar la exasperación de su padre. Le había caído en suerte, triste suerte la suya, sentirse más desdichada aún por el único afecto del que nunca habría podido sospechar tal cosa. No podía enojarse, empero, y por pura deferencia hacia ese sentimiento exagerado casi ni siquiera osaba mirar más que a hurtadillas y por empecinamiento al hombre cuya imperiosa compasión la había en efecto embelesado del todo. Incapaz de comprender hasta qué punto llegaba la delicadeza de Anthony, Flora se decía que “a él no le importa”. Es probable que en el fondo hubiese comenzado a detestarla, exactamente igual que la institutriz, la mujer de Alemania, la señora Fyne, el señor Fyne… Sólo que él era extraordinario, era la generosidad en persona. Al mismo tiempo, ella tuvo no pocos momentos de irritación. Era un hombre violento, testarudo, estúpido tal vez. En todo caso, se había salido con la suya.

»Quien se ha salido con la suya rara vez llega a ser feliz, ya que por lo común descubre después que su contento no ha de llevarle muy lejos en este mundo en el que los deseos nunca se ven colmados a plena satisfacción. Anthony había ingresado con precipitación extrema en los jardines encantados de Armida[8], diciéndose “¡Por fin!”. En cuanto a la propia Armida, él no se proponía ejercer sobre ella ninguna violencia. Sólo que había descubierto que la totalidad del encantamiento residía en la propia Armida, en las sonrisas de Armida. Y esta otra Armida no sonreía. Su existencia era irreprochable, tras el muro de su renuncia. La fuerza de Anthony, su prontitud en pasar a la acción, le hicieron experimentar la impaciencia, la indignación, la desesperación casi de su vitalidad en suspenso, maniatada, aquietada, progresivamente echada a perder, desgastada por el paso del tiempo, por esa fuerza ciega e insensible que parece inerte, pero que en realidad va agotando la propia vida mediante tan imperceptible proceder, dejando caer los minutos uno tras otro sobre el corazón aún vivo como las gotas de agua que erosionan la piedra en la que caen.

»Se rebeló contra sí mismo. ¿Qué otra cosa podía esperar? Se había comportado con el atolondramiento de un rufián; había arrastrado de los pelos a la pobre e indefensa criatura, hasta su propio barco. Había sido una verdadera atrocidad. Nadie ni nada podría haberle asegurado que su persona resultase atractiva a los ojos de aquella mujer o de cualquier otra. Y su propia manera de hacer las cosas bastaba para hacer odioso a cualquiera. Tenía que haber perdido la razón. A la fuerza tenía ella que detestarlo y que temerlo. Nadie ni nada podría disculpar semejante brutalidad. Y de alguna manera, pese a todo, se resentía ante esa misma actitud, que a su juicio era completamente justificable. Era imposible que fuese moralmente tan monstruoso que no mereciese de vez en cuando una mirada de franqueza por parte de ella. Pero no, ella se negaba a tanto. En fin, quizá algún día… Sólo que él nunca iba a correr el riesgo de suplicar su perdón. Con la repulsa que le inspiraba su persona, era lógico que ella desvirtuase hasta las palabras más comedidas, los gestos más prudentes. ¡Nunca! ¡Nunca!

»No sería de extrañar que Anthony hubiese pensado al término de tales meditaciones en que la muerte no habría sido al fin y al cabo un visitante tan hostil. No es de extrañar, así pues, que hasta el joven Powell, una vez alertadas sus facultades, diera en pensar que había algo insólito en el hombre que le había procurado la ocasión de su vida. Sí, decididamente su capitán era “extraño”. Algo se ha tenido que estropear en alguna parte, se dijo; hay algo que no va bien, sin adivinar jamás que sus cándidos y jóvenes ojos estaban en presencia de una pasión de profundidad tiránica y mortal que descubría su propia existencia, asombrada al verse impotente y desconcertada al saberse incurable.

»Powell nunca sintió esta misteriosa desazón con tanta intensidad como la tarde en que tuvo la fortuna de hacer reír un poco a la señora Anthony gracias a la ingenuidad de sus cuentos. Había observado al capitán recorrer la cubierta por el costado de barlovento; a cierta distancia de él, tuvo entonces pleno conocimiento de su afecto por aquel hombre inexplicablemente extraño, al que vio dirigirse a la escalera y bajar al interior con ojos tan llenos de simpatía como perfecta incomprensión.

»Poco después salió a cubierta el señor Smith y le manifestó sus ganas de conversar un poco. Aunque no tan enigmático como el capitán, también él resultaba no demasiado comprensible desde el candor todavía sin formar del joven Powell. A menudo regalaba al joven oficial este tipo de favores. En sus conversaciones aludía un tanto misteriosamente y muchas veces sin hilación ninguna a la buena disposición del señor Powell respecto de su hija y de sí mismo. “Pues estoy muy al tanto, estimado, joven, de que no tenemos amigos a bordo de este navío. Salvo usted mismo”, añadía. “Y Flora es de la misma opinión”.

»Y el señor Powell, avergonzado por la lisonja, no pudo sino emitir un vago murmullo de protesta. No en vano era verdad su afirmación, en cierto sentido, aun cuando fuese un hecho en sí insignificante por completo. Los sentimientos de la tripulación no tenían por qué preocupar a la esposa del capitán y menos aún al señor Smith, su señor padre. Que este último aludiese tan a menudo a esta cuestión era lo que sorprendía a nuestro buen Powell. No fue ésta la primera ocasión, ni mucho menos. Más probable es que fuese la vigésima. Y con su voz débil, con su entonación monótona, acodado sobre la barandilla y contemplando el agua, continuó su conversación, o sus comentarios más bien, observaciones de naturaleza tan monstruosa que el señor Powell no tuvo más remedio que aceptarlas como un cúmulo de macabras tomaduras de pelo.

»—Por ejemplo —dijo el señor Smith—, Franklin, el oficial, querría vernos cuanto antes, creo yo, saltar por la borda.

»—No es para tanto —rió el señor Powell sintiéndose incómodo, ya que su mente no aceptaba con facilidad las exageraciones por el estilo—. La verdad es que no es mala persona —añadió, plenamente consciente de la insultante actitud del señor Franklin, de la que no escaseaban los ejemplos—. Pero sí que es tan cerrado de entendederas que tiene celos. Ha pasado muchos años con el capitán. No soy yo quién para decirlo, desde luego, pero me parece que el capitán ha echado a perder, a fuerza de ridículas atenciones, a esa banda de viejos subordinados. Son como una jauría de viejos perrillos falderos. Si pudiesen, impedirían que nadie, nadie se le acercara demasiado. Nunca he visto nada semejante. Y tengo entendido que el segundo oficial también era así.

»—Es una suerte que ya no esté a bordo. Habríamos tenido un enemigo más —dijo el señor Smith—. Y tenemos sin él enemigos de sobra. Además, estando usted en su lugar todo resulta mucho más grato para mi hija y también para mí. Es bueno sentir que hay un amigo con quien se puede contar en caso de necesidad. Ciertamente, una mujer a solas en un barco lleno de tanta hostilidad…

»—¡Pero la señora Anthony no está sola! —exclamó Powell—. Le tiene a usted y tiene al capitán.

»—Ninguno somos inmortales —le interrumpió el señor Smith—. Y hay veces en las que se siente uno avergonzado de vivir. Por ejemplo, tardes como esta misma.

»Era una tarde deliciosa; el colorido de un espléndido crepúsculo se había extinguido momentos antes, y el soplo de una cálida brisa parecía haber alisado la mar. Lejos, al sur, la lámina de luminosidad parecía el resplandor de una linterna descomunal oculta tras el horizonte. Para cambiar de conversación, Powell apuntó:

»—En cualquier caso, nadie podrá acusarle de ser un Jonás, señor Smith. Hasta la fecha hemos gozado de una magnífica rapidez durante la travesía. El capitán debería alegrarse, y supongo que usted tampoco estará molesto.

»Su desvío no fructificó. El señor Smith emitió una suerte de risa amarga.

»—¡Jonás! —dijo—. El hombre al que los marinos arrojaron por la borda, pensando que les había traído mala suerte… Me da la sensación de que es muy fácil en alta mar deshacerse de alguien a quien no se aprecia demasiado. El mar no devuelve a sus muertos, al contrario que la tierra.

»—Se olvida usted de la ballena, señor —dijo el joven Powell.

»—¿Eh? —el señor Smith dio un respingo—. ¿Qué ballena? Ah, ya. No estaba pensando en Jonás. Estaba pensando en esta travesía que tan rápida se le antoja a usted. ¿Se figura usted qué se me antoja a mí? Esto no es vida, no señor, ir así por el mar. Además, si alguien cayese enfermo ni siquiera hay a bordo un médico capaz de averiguar qué es lo que le pasa. Es preocupante. A veces me entra una aprensión…

»—¿Es que la señora Anthony no se encuentra bien? —preguntó Powell. Sin embargo, la observación del señor Smith no hacía referencia a la señora Anthony. Estaba muy bien. Y él mismo estaba perfectamente. En cambio, la salud del capitán no parecía del todo satisfactoria. ¿No se había fijado Powell en qué aspecto tenía?

»Powell no conocía al capitán lo suficiente como para pronunciarse al respecto. En cambio, observó juiciosamente que el señor Franklin había repetido eso mismo sin cesar. Y Franklin sí conocía al capitán desde hacía varios años. El contramaestre estaba bastante preocupado.

»Este testimonio alteró considerablemente al señor Smith.

»—¿Piensa acaso que está en peligro de muerte? —exclamó con una animación extraordinaria en su talante, que horrorizó al señor Powell.

»—¡Cielo santo! ¡No! No se alarme, señor. Nunca he oído a Franklin decir tal cosa.

»—¡Ah, bueno! —suspiró el señor Smith, y se marchó bruscamente camino del salón.

»Lo cierto era que el señor Franklin llevaba en cubierta bastante tiempo. Había salido a relevar al joven Powell, pero al verlo enzarzado en conversación con el “enemigo”, o con uno de los “enemigos” cuando menos, se había mantenido a cierta distancia; siendo la popa del Ferndale de más de setenta pies de longitud, no le fue difícil distanciarse. El señor Powell lo vio al pie de la escalera, apoyado en el codo, melancólico y silencioso.

»—¡Oh! ¿Estaba ahí, señor?

»—Aquí estoy, en efecto. Llevo aquí desde las seis en punto. No quise interrumpir tan placentera conversación. Si le place a usted dedicar la mitad de su guardia a charlatanear con su querido amigo, eso no es asunto mío. Pero no le alabo el gusto, conste.

»—No es mala persona —dijo el imparcial Powell.

»El contramaestre soltó un colérico bufido.

»—¿Ah, no? En ese caso, transmítale mi amistad cuando vuelva a reunirse con él en una de sus largas parrafadas.

»—Señor Franklin, le diré que empieza a extrañarme que el capitán no se ofenda por su comportamiento.

»—¿El capitán? Ojalá me armase una buena bronca; de ese modo sabría al menos que aún soy alguien a bordo de este barco. Me encantaría, señor Powell; me lo tomaría como un regalo del cielo. Y el demonio me lleve, pero le devolvería todas sus palabras hasta sacarlo incluso de sus casillas. No es más que una sombra de lo que fue; va por el barco como un fantasma. Va desapareciendo ante nuestros propios ojos. Claro que usted no lo ve; usted no ve nada. Todo esto le importa un cuerno; es natural.

»El señor Powell no quiso escuchar más. Bajó al puente en seguida. No se tomó en serio las jeremiadas del contramaestre; al contrario, las puso en el mismo saco que las palabras del señor Smith. Se sentía muy unido al capitán Anthony. En ese hombre había algo no sólo atractivo, sino incluso irresistible. Sólo que es dificilísimo que la juventud pueda creer en la amenaza inminente de la muerte. No me refiero a la muerte en sí, sino a su proximidad a un ser humano superior que respira, se mueve, habla y no trasluce ningún síntoma de enfermedad. El señor Powell pensó que todo aquello era pura ridiculez. Sin embargo, se había despertado su curiosidad. Algo sabía, sí, y en cualquier momento podía darse la circunstancia… No, nunca llegaría a averiguarlo… Lo más probable era que no hubiese nada que averiguar. Se marchó a su camarote e intentó leer un libro que ya había leído unas cuantas veces. Luego, la campana anunció la cena de los oficiales.

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