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PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 1. El joven Powell y su ocasión

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Capítulo 1

El joven Powell y su ocasión

Creo que nos había visto desde la ventana cuando salimos a almorzar en el bote de remos de una yola que desplazaba catorce toneladas y era propiedad de Marlow, anfitrión y patrón mío. Ayudamos al grumete que venía con nosotros a varar el bote y amarrarlo al embarcadero antes de encaminar nuestros pasos a la posada ribereña donde encontramos a nuestro recién conocido, que daba cuenta de su almuerzo en digna soledad, sentado a la cabecera de una larga mesa, blanca e inhóspita como un banco de nieve.

La enrojecida tez de su rostro de rasgos nítidos, en el que destacaba un bigote negro y bien recortado bajo una mata de pelo rizado, gris plomizo, era la única mancha de una cierta calidez en medio de aquella sala apagada y sórdida, enfriada más si cabe por efecto de un deslucido mantel. Le conocíamos ya de vista, le sabíamos propietario de un pequeño cúter de unas cinco toneladas que por lo visto tripulaba él solo, siendo como era otro navegante aficionado más entre la modesta banda de fanáticos que surcaban la desembocadura del Támesis. Ahora bien, tan pronto hizo uso de su voz cortante para llamar «despensero» al mozo que le atendía, le tuvimos de una vez por todas por marino avezado y no ya por un simple aficionado a la navegación.

En seguida tuvo oportunidad de reprender al mozo por el desaliño con que le servía la cena. Lo hizo con gran energía, y al concluir se dirigió a nosotros.

—Si en la mar —afirmó— faenásemos igual que estas gentes de tierra adentro, sean de alta o de baja cuna, jamás nos ganaríamos la vida. Nadie, lo que se dice nadie, estaría dispuesto a contratarnos. Y, lo que es aún más grave, ni un solo barco guiado y pilotado con el descuido y el descaro con que la gente de tierra adentro se ocupa de sus quehaceres, ni un solo barco en tales condiciones arribaría jamás a puerto.

Desde que se había retirado de la mar había tenido tiempo y ocasiones de sobra para darse cuenta de que las personas con cierta educación no eran ni por asomo mejores que las demás. A nadie parecía resultarle su trabajo motivo de orgullo: desde los fontaneros, que no eran sino ladrones de medio pelo, hasta, digamos, los periodistas (a quienes él tenía en muy especial consideración dentro de la clase de los intelectuales), que nunca, lo que se dice ni por casualidad, daban una versión ceñida a la realidad de los asuntos más sencillos. La ineptitud universal de lo que él denominaba «la chusma de tierra adentro» la achacaba, por lo general, a una falta de responsabilidad absoluta y a una determinada concepción de la seguridad.

—Están todos convencidos —prosiguió— de que no importa lo que hagan ni lo que dejen de hacer, que esta isla tan segura seguirá sin volcar mientras estén ellos a bordo, ni tampoco se le abrirá un boquete por el que entre el agua a espuertas y la lleve a pique con sus mujeres y sus hijos a bordo.

Desde ese momento, y en lo sucesivo, la conversación dio un giro harto especial, para versar única y exclusivamente sobre la vida del mar. En este tema encontró inmediata afinidad con Marlow, quien siendo todavía mozo se había hecho a la mar. Mantuvieron un animado intercambio de recuerdos y vivencias mientras yo les escuchaba. Convinieron en que la época más feliz de todas sus vidas fue la que pasaron de jóvenes en aquellos buenos navíos, sin otra preocupación en la cabeza que la de no perder una guardia por haberse quedado abajo, en el camarote, ni perder tampoco un solo instante en desembarcar cuando estaban atracados, tras largas horas de faenar. Coincidieron también en cuanto al momento de mayor orgullo que les había deparado toda una vida dedicada a la vocación del mar, a la que uno por cierto nunca se entrega por motivos prácticos o racionales, sino por el sortilegio que ejercen las románticas visiones que inspira. Fue el momento en que pasaron con éxito su primer examen, dejando atrás al examinador de náutica, provistos de aquella preciada hoja de papel azul.

—Aquel día no me habría dignado tutear a la Reina —afirmó con entusiasmo nuestro nuevo amigo.

En aquella época, los exámenes de ingreso en la Marina Mercante tenían lugar en la Dársena de St. Katherine, a espaldas de la Torre de Londres; nos dijo que guardaba un especial afecto por aquel paraje, con los jardines a la izquierda, la fachada de la Fábrica de Moneda y Timbre a la derecha, las amiseriadas casuchas más al fondo, una parada de coches de punto, los limpiabotas sentados en los bordillos de las aceras y un par de fornidos policías que miraban con aire de superioridad las puertas de la taberna del Caballo Negro. Ése fue el trozo del mundo, dijo, en que primero posó la vista el día más hermoso de su vida. Había salido por la puerta principal de la Dársena de St. Katherine hecho un contramaestre de pies a cabeza, no sin haber pasado antes los momentos más apurados de su vida entera en presencia del Capitán R., el más temido de los tres examinadores de náutica que eran por entonces responsables de la calificación de los oficiales de la Marina Mercante en el puerto de Londres.

—A todos los que nos habíamos preparado para pasar el examen —dijo— nos castañeteaban los dientes con sólo pensar en presentarnos ante él. Me tuvo hora y media en la cámara de tortura y se comportó conmigo como si me aborreciese. Con una mano se protegía los ojos de la luz. De pronto, la dejó caer y dijo: «¡Ya está bien!». Sin darme tiempo siquiera de entender lo que había querido decir, vi que empujaba hacia mí, sobre la mesa, el papel azul. Me puse en pie de un brinco, como si me estuviese quemando la silla.

»—Gracias, señor —le digo mientras agarro el papel.

»—Buenos días y que tenga buena suerte —me gruñe.

»El viejo bedel estuvo un rato enredando en el guardarropa hasta encontrar mi gorra. Siempre les da por hacer tal cosa. Sin embargo, se me quedó mirando largo y tendido, con insistencia, antes de aventurarse a preguntarme en un tímido susurro:

»—¿Ha salido todo bien, señor?

»Por toda respuesta deposité media corona en la ancha palma de su mano.

»—Vaya —dice de pronto, sonriendo de oreja a oreja—, la verdad es que nunca le había visto entretenerse con uno de ustedes durante tantísimo tiempo. Esta misma mañana, antes que le tocara a usted, suspendió a dos aspirantes a segundo de a bordo. Los despachó a cada uno en menos de veinte minutos: ése es todo el tiempo que, como mucho, suele tomarse.

»Me encontré en la planta baja sin tener constancia de los peldaños que había bajado, como si hubiese recorrido la escalera flotando por el aire. Aquel fue el día más hermoso de mi vida. El día en que uno recibe su primera comisión de mando es, comparado con ése, una minucia. Para empezar, en ese momento uno ya no es tan joven; por otra parte, y usted lo sabe bien, a nosotros no nos queda mucho más que esperar. Sí, señor: el día más hermoso de mi vida, sin lugar a dudas, aunque en el fondo no fuese sino un día más. Todo lo que haya de venir a continuación no son más que sinsabores para un joven que ha de esforzarse con denuedo por conseguir un camarote de oficial sin otro aval que un certificado recién expedido. Es pasmoso cuán inútil llega a resultar ese pedazo de piel de asno por el que tantos jaleos se arman. En aquella ocasión ni siquiera se me pasó por la cabeza que un certificado de la Cámara de Comercio no le convierte a uno en oficial lo que se dice ni por el forro. Ahora bien, los patrones de los barcos a los que había puesto cerco a fuerza de solicitarles un puesto de trabajo sí que lo sabían, ya lo creo. Hoy no me extraña lo más mínimo, ni tampoco les echo la culpa de nada, ni les guardo rencor. Con eso y con todo, esforzarse por conseguir trabajo a bordo de un buen barco es una penosísima tarea para cualquier joven…

Pasó después a referirnos qué cansado llegó a sentirse, cuánto le había desanimado aquella amarga lección, aquella desilusión que sucedió, sin darle apenas tiempo de respirar, al día más hermoso de su vida. Nos contó su ronda de visitas por las oficinas de los armadores de toda la ciudad, donde los empleados de turno le habían cargado de formularios e impresos de solicitud que se llevó a su casa para cumplimentar debidamente a la caída de la tarde. Salía a todo correr antes de la medianoche para echarlos al buzón más cercano. Y en eso quedó todo. Por decirlo con sus propios términos, igual le habría dado echarlos con sus sellos y matasellos por la alcantarilla, a la vuelta de la esquina.

Un buen día, mientras recorría a pie su itinerario de costumbre, camino de los muelles, topó con un viejo amigo y compañero de a bordo, algo mayor que él, a la entrada de la Estación de Ferrocarril de Fenchurch Street.

Ansiaba en aquellos momentos una charla amistosa, pero su amigo acababa de enrolarse en un barco aquella misma mañana, y se dirigía a toda prisa a su domicilio, presa de un júbilo que no tuvo ningún rebozo en exteriorizar, aunque por dentro le royese esa comezón tan propia del marino que tras muchos días de espera en tierra firme de pronto se hace con un camarote. Su amigo tuvo al menos la deferencia de condolerse de su suerte, siquiera fuese sumariamente. Tenía que darse prisa en recoger el petate. De pronto, cuando ya se iba, se dio la vuelta sobre la marcha para hacerle una sugerencia por encima del hombro: «¿Por qué no vas a ver al señor Powell a la Agencia de Contratación de Fletes?». Nuestro amigo objetó que no conocía de nada al tal señor Powell. Y el otro, a punto ya de doblar la esquina, le dio un consejo a voces: «Entra por la puerta privada de la Agencia de Fletes y vete derecho a verle. No tiene pérdida: su mesa es la que está junto a la ventana. Ve con decisión y dile que vas de mi parte».

—Les doy mi palabra —dijo nuestro nuevo amigo mirándonos al uno y al otro—; estaba tan desesperado que habría sido capaz de plantarme con toda decisión delante del demonio en persona; me habría bastado con saber que estaba en condiciones de ofrecerme trabajo de segundo de a bordo.

En ese momento interrumpió su charla para encender la pipa, pero sin quitarnos ojo de encima, e inquirió si habíamos llegado a conocer al tal Powell. Marlow, con una vaga sonrisa, murmuró que sí, que se «acordaba muy bien de él».

Se hizo una pausa. Nuestro amigo se vio enzarzado en un vejatorio contratiempo con su pipa, que sin previo aviso había traicionado la confianza que tenía depositada en ella, y habíale negado el placer que ya se prometía con fruición. Más que nada por mantener la bola en juego, pregunté a Marlow qué tenía de notorio el tal Powell.

—No es que fuese exactamente notorio —contestó Marlow con su habitual aplomo—. Hablando en general, es difícil que nadie llegue a alcanzar una cierta notoriedad. La gente nunca se fija demasiado en una persona determinada, supongo que se ha percatado. Me acuerdo bien de Powell sencillamente porque por haber desempeñado el cargo de responsable de la Agencia de Fletes Marítimos en el puerto de Londres me despachó y me encomendó varias prolongadas estadías en alta mar durante mi peregrinaje de marino. Se parecía a Sócrates, y lo digo en el sentido más genuino de los posibles, es decir, en el semblante. Que tuviera mentalidad de filósofo no es sino mero accidente. Era talmente una reproducción en carne y hueso del busto de aquel sabio inmortal, siempre que uno se imagine el busto con un alto sombrero de copa en el cogote y un negro gabán sobre los hombros. Comoquiera que nunca le vi salvo del otro lado del largo mostrador de la oficina de la Agencia de Fletes, ante una de aquellas cinco mesas, el señor Powell siempre ha sido un simple busto para mí.

Nuestro amigo se acercó desde la repisa de la chimenea con la pipa por fin en óptimas condiciones de uso.

—Lo más notorio de Powell —anunció dogmáticamente, con la cabeza envuelta en una nube de humo— es que se apellidara precisamente así. No sé si lo saben, pero resulta que también yo me apellido Powell.

Es evidente que esta información no nos fue impartida por motivos de carácter meramente social. No fue preciso hacer las presentaciones de rigor. Los dos seguimos mirándole con inocultable expectación.

Se entregó de lleno al vigoroso disfrute de su pipa, en silencio, por espacio de un minuto o dos. Luego reanudó el hilo de su relato y pasó a contarnos cómo echó a caminar a paso vivaz hacia Tower Hill. No había estado por aquellos pagos desde el día de su examen —desde el día más hermoso de su vida—, el día en que se desbordó su presunción y su orgullo. Esta otra ocasión fue muy distinta. Tampoco en ese momento habría reconocido mantener el más remoto parentesco con la reina, pero habría sido más que nada por hallarse sumido en un profundo abatimiento. No se tenía siquiera en la estima necesaria para considerarse digno de gozar de una cierta afinidad con ninguna otra persona. Envidió a los viejos cocheros, parados allí con las narices enrojecidas; envidió a los limpiabotas, sentados en el bordillo de la acera, y a los dos policías corpulentos que paseaban junto a los barandales de los jardines de la Torre con plena conciencia de su poder infalible, y a los centinelas de uniforme escarlata que marcaban el paso delante de la Fábrica de Moneda y Timbre. Les envidió por ocupar el lugar que les había tocado en el reparto del trabajo que se ha hecho en este mundo. Y envidió además a los míseros holgazanes de rostro enjuto, que guiñaban el ojo con gesto procaz, apoyadas las grasientas espaldas contra las jambas del Caballo Negro, porque habían caído tan bajo que ya ni siquiera eran capaces de percibir su degradación.

Debo hacer justicia a este hombre y subrayar que nos transmitió con auténtica pericia su juvenil desesperanza, su sorpresa al no encontrar un lugar apropiado bajo el sol ni reconocimiento alguno de su derecho a la vida.

Subió la escalinata de la Dársena de St. Katherine, aquella misma escalinata desde lo más alto de la cual, seis semanas antes a lo sumo, había contemplado la parada de coches de punto, los demás edificios, los policías, los limpiabotas, la pintura sobredorada y la luna del Caballo Negro con los ojos de un Conquistador. En aquel momento tal vez sintió cierto desánimo, pasmado porque todo cuanto le rodeaba no le diera la bienvenida con cánticos e incienso, pero esta vez (no era ningún secreto, y él no nos lo ocultó) hizo su entrada casi como un furtivo, de tapadillo, hecho que no podía pasar desapercibido al bedel.

«No tenía en el bolsillo ni media corona que darle de propina», comentó con gesto torvo. El bedel, por lo visto, echó a correr tras él, preguntándole: «¡Eh! ¡Oiga! ¿Qué se le ofrece?». Ahora bien, tras lanzar una mirada de agradecimiento hacia la primera planta, en recuerdo de la sala de exámenes del capitán R. (qué fácil, qué placentero había resultado aquel encuentro), bajó de tres en tres un tramo de escalones, hacia el sótano, y se encontró en un lugar lúgubre y misterioso en el que abundaban las puertas. Había temido que le fuese impedido el paso por alguna norma que prohibiese la entrada. Empero, nadie le persiguió.

Los sótanos de la Dársena de St. Katherine son vastísimos y muy confusos. Algunos haces de luz entran oblicuos desde arriba, rasgando la penumbra de esos gélidos pasadizos. Powell deambuló de acá para allá como uno de aquellos primeros cristianos refugiados en las catacumbas; ahora bien, notó que se le escapaba la escasa fe que tuviera depositada en el éxito de su empeño por todos los poros de la piel, y que le rezumaba hasta en las yemas de los dedos. Al doblar una oscura esquina, iluminada por una lámpara de gas cuya llama apenas lucía, perdió por completo toda confianza en sí mismo.

—Me paré allí un momento a pensar —dijo—. No pude cometer mayor estupidez, ya que me entró el miedo. ¿Qué otra cosa se podía esperar? Hacen falta agallas para abordar sin previo aviso a un desconocido e importunarle pidiéndole un favor. Habría resultado de todo punto preferible, pensé, que mi homónimo Powell hubiese sido el diablo en persona. Me pareció que hubiese sido una faena más llevadera. No sé si me explico, pero nunca me ha parecido que el diablo sea suficiente para meterme el miedo en el cuerpo, mientras que un hombre siempre puede resultar muy desagradable. Probé muchísimas puertas, todas cerradas a cal y canto, cada vez más convencido de que nunca tendría arrestos para abrir por lo menos una. Pero pararse a darle vueltas a las cosas nunca sirve para hacer acopio de valor. Llegué a la conclusión de que era preferible dar por perdido el intento. Al final no lo hice; les diré por qué. Me acordé del aturdido bedel que me había llamado a voces. Estaba seguro de que aquel punto andaría buscándome por el vestíbulo, o estaría a la espera de verme aparecer. Si, tal como era de prever, me preguntase qué había estado haciendo, y estaba en su perfecto derecho, no habría sabido yo qué responderle, y habría quedado como un bobalicón, o como algo mucho peor. Esa idea me hizo enrojecer hasta la raíz del cabello. No tenía ninguna posibilidad de escabullirme.

»Allí abajo, no sé cómo, había terminado por desorientarme. De todas aquellas puertas de varios tamaños, a izquierda y derecha, unas cuantas ostentaban sendos ventanucos sobre el dintel; otras tantas, sin embargo, debían dar paso meramente a estancias que no se usaban, o almacenes, porque cuando probé suerte en tres o cuatro me desconcertó encontrarlas cerradas. Pasé un rato sin moverme, indeciso e inquieto como un ladrón acorralado. Aquel confuso sótano estaba en completo silencio, como una tumba; tuve constancia del latir de mi corazón. Es una sensación tremendamente incómoda. Antes, nunca me había pasado, ni tampoco ha vuelto a pasarme después. A mi izquierda vi una puerta más grande, con un gran pomo de bronce, que tenía toda la pinta de dar a la Agencia de Fletes. Apreté los dientes y probé suerte, diciéndome: “¡Allá vamos!”.

»Se abrió con suma facilidad, y hete aquí que daba a una sala poco mayor que un cajón. En fin, no tendría más de tres metros por cuatro, y comoquiera que yo esperaba encontrarme en un interior espacioso y sombrío, una sala como la de la Agencia de Fletes, en la que ya había estado una o dos veces, me quedé pasmado. Colgaba del techo una lámpara de gas encima de un escritorio oscuro y desaseado, repleto de documentos polvorientos, amarillentos. Bajo aquella única llama, que situada en el centro de la estancia la colmaba de luz, un hombre pequeño y gordezuelo escribía con mucha aplicación, la nariz casi pegada al escritorio. Estaba perfectamente calvo, y tenía una tez poco más o menos tan parduzca como los papeles. También parecía él un tanto polvoriento y apergaminado.

»No llegué a precisar si estaba cubierto de telarañas, pero tal cosa no me habría extrañado, porque daba la impresión de llevar años preso en aquel agujero. Su gesto al posar la pluma y mirar hacia mí, parpadeando, me molestó sobremanera. En aquella mazmorra suya hacía calor y olía a moho; olía a gas y a hongos, y la sensación dominante era la de hallarse a unos cuarenta metros bajo tierra. En todos los rincones había papeles apilados hasta media altura. Y cuando me pasó por la cabeza en un visto y no visto la idea de que aquél era el edificio de la Marina Mercante y que aquel menda estaba en relación, fuera como fuese, con los barcos, con los marinos y con el mar, el pasmo me dejó sin resuello. Era imposible imaginar por qué los responsables de la Marina Mercante habían decidido mantener esclavizado allá en el subsuelo a aquel sujeto calvo y gordinflón. Por la razón que fuese, sentí lástima y vergüenza por haberlo molestado en su infortunado cautiverio. Con amabilidad y tristeza le pregunté por la Agencia de Fletes.

»Me contestó con un graznido despectivo y tembloroso, que me hizo sobresaltarme: “Por aquí no. Pruebe en el pasaje del otro lado, del lado de la calle. Éste es el lado del muelle. Debe haberse extraviado usted…”.

»Habló con un tono tan rencoroso que pensé que iba a terminar por insultarme y llamarme imbécil. Puede que ésta fuese su intención. En cambio, terminó cortantemente con un “Cierre sin hacer ruido al salir”.

»Y vaya si lo hice: pueden apostar lo que quieran a que cerré en absoluto silencio. De prisa y en silencio. El espíritu indomeñable de aquel sujeto me había impresionado. A veces me pregunto si a fuerza de escribir se habrá ganado la libertad y cuando menos una jubilación decente, o si habría salido de aquella tumba iluminada con luz de gas para ir a dar con sus huesos en esa otra lóbrega tumba a la que nadie querría ni asomarse. Me complació descubrir que le quedaban agallas, pero eso no me sirvió de consuelo. Se me ocurrió pensar que si el señor Powell tuviese un temperamento similar… Fuera como fuese, no me di tiempo para pensar y crucé a buen paso el trecho, ante el pie de la escalera, que me separaba del pasillo en donde me había indicado que probase suerte. Y probé la primera puerta que pude, sin entretenerme ni un momento, porque del vestíbulo, de arriba, me llegó con toda claridad una voz perpleja y escandalizada, dispuesta a desentrañar qué me proponía yo. “¿No sabe que ahí está prohibido el paso?”, rugió. Y si dijo alguna cosa más no llegué a enterarme, pues abrí y cerré de un golpe una puerta en la que por fuera vi un letrero que decía Privado. Me vi en una franja de unos dos metros de anchura, situada entre un largo mostrador y una pared, ante una sala espaciosa, abovedada, en cuyo extremo opuesto había un ventanal enrejado y una puerta acristalada por las cuales se filtraba la luz del día. Lo primero que vi fueron tres caballeros de mediana edad que, al parecer, estaban tomándole el pelo a otro sujeto de cuello largo y delgado, de hombros alicaídos, inclinado ante un escritorio, que escribía en una gran hoja de papel sin hacer caso de nada ni de nadie, pero con una curiosa sonrisa de tranquilidad. Se les agrió la diversión nada más verme. A uno le oí musitar: “Anda. ¿Qué es esto?”.

»—Quisiera hablar con el señor Powell, por favor —dije educadamente pero con firmeza; no estaba dispuesto a dejarme amedrentar. Aquello era, sin lugar a dudas, la Agencia de Fletes. Pasaban de las tres de la tarde, y aquellos personajes parecían haber dado por concluida la jornada. El del cuello estirado siguió escribiendo sin parar. Observé que de su rostro habíase desvanecido la sonrisa. Los otros tres volvieron la vista al mismo tiempo hacia el otro extremo de la sala, desde donde un quinto personaje contemplaba sus caprichos sentado en un alto taburete. Me dirigí hacia él con la misma determinación con que me hubiese dirigido hacia el demonio en persona. Con un pie apoyado en el barrote del taburete, no dejaba de columpiar el otro, suspendido a un palmo del suelo. Se había desabrochado los botones superiores del chaleco y llevaba el sombrero sobre la coronilla. No tenía en todo el rostro ni una sola arruga, y sus ojos relucían con tal claridad que la barba gris parecía del todo falsa, parte de un disfraz. Dijo usted que se parecía a Sócrates, ¿no es así? Bien, no puedo decírselo. Si no me equivoco, el tal Sócrates era un sabio.

—Lo era —asintió Marlow—. Y era fiel amigo de la juventud. Aleccionaba a los jóvenes de forma peculiarmente exasperante. Era su forma de ser.

—En ese caso me quedo con Powell —declaró nuestro nuevo amigo con resolución—. No me sermoneó en ningún momento. Ese talante no rezaba con él. “¿Cómo está?”, contestó con amabilidad a mi torpeza. Luego, se me queda mirando fijamente y me dice: “No creo que tenga el gusto de conocerme… ¿o sí?”.

»—No, señor, —dije, y se me cayó el corazón a los pies, ya que había llegado el momento de hacer acopio de todo mi valor. No hay en el mundo mezquindad mayor que la de un acto de impudicia del que no se sale airoso. Por miedo de parecer avergonzado, me lancé a hablar con tal libertad, tan a mis anchas, que casi me dio miedo. Me miró durante un rato a la cara con una expresión de evidente sorpresa y curiosidad, y alzó la mano. Me alegró poder callarme, se lo aseguro.

»—Veo que es usted un hombre frío y decidido —me dice—. Y ese amigo suyo también lo es, a fe que sí. Me dio la lata durante quince días; no dejó de venir a verme ni un solo día, hasta que cierto capitán, un buen amigo mío para más señas, condescendió a darle un camarote. Y en cuanto me lo quito de encima y lo dejo bien provisto, tiene a bien agradecerme el favor mandándole a usted de su parte.

A los jóvenes, a lo que se ve, les tía lo mismo a quién haya que poner en un aprieto.

»Me tocó a mí el turno de mirarlo con sorpresa y curiosidad. No me había hablado en voz muy alta, pero bajó aún más de tono.

»—¿No sabe usted que lo que me pide es de todo punto ilegal?

»Me pregunté dónde querría ir a parar hasta que caí en la cuenta de que procurar camarote a un marino es delito tipificado por la ley. Dicha clausula penal, claro está, tenía por objeto castigar las estalas y engañifas de esos delincuentes que suelen ir de pensión en pensión con el único propósito de inducir a los marinos, por lo general después de emborracharlos a conciencia, a enrolarse en un barco escaso de tripulantes y mano de obra. Jamás me había pasado por la cabeza que pudiera aplicarse por igual a cualquier otra persona sin tener en cuenta cuál fuese el motivo, y es que por entonces aún creía yo que las gentes de tierra adentro cumplían sus tareas con mimo y previsión.

»Me sumió en la confusión la sola idea de que así fuese, pero el señor Powell pronto me hizo entender que una ley del Parlamento no tiene sentido por sí sola. Tiene únicamente el sentido que tenga la letra, que a veces es muy escaso. No le molestaba ayudar de cuando en cuando a un joven marino para que consiguiera empleo a bordo, pero si lo hiciera de continuo no tardaría en difundirse la especie de que lo hacía por dinero.

»—Bonito entuerto, sí señor: el principal responsable de la Agencia de Fletes del puerto de Londres llevado a juicio por acusación de la policía y multado con cincuenta libras —me espeta—. Mire usted: me quedan solamente cuatro años de servicio para que me concedan la pensión y el retiro. Una cosa así me pondría el futuro muy negro, más vale que no se llame usted a engaño.

»Y a todo esto seguía con una rodilla en alto, columpiando el otro pie como un mozalbete en una verja, mirándome fijamente con sus ojos relucientes. Me sentí confuso, se lo aseguro. Me puso enfermo que diera por sentada la posibilidad de que alguien fuera capaz de emitir un informe contrario a su persona.

»—¡Oh! ¿A quién iba a ocurrírsele una jugarreta tan ruin, señor? —pregunté asombrado. En parte, me había dado asco que tal cosa se le pasara por las mientes.

»—¿A quién? —me pregunta a su vez en voz muy baja—. A cualquiera. Quién sabe, mismamente a uno de los mensajeros del despacho. He llegado a ser el principal responsable de la agencia, y es verdad que aquí somos todos muy amigos, pero más vale tener muy presente que mi colega, el que toma asiento todos los días a mi lado, a lo mejor tiene ganas de sentarse precisamente ante este escritorio, junto al ventanal, cuatro años antes de lo previsto, e incluso un solo año antes. Es muy propio de la naturaleza humana.

»No pude por menos que volver la cabeza. Los tres sujetos que estaban de juerga a mi llegada departían sobriamente, y el menda del cuello estirado seguía aplicado a su escrito. Me pareció con diferencia el más peligroso del grupo. Le vi de perfil y noté que apretaba los labios. Previamente, nunca había contemplado la humanidad bajo esa luz. De jóvenes, la naturaleza humana suele dejarnos con un palmo de narices. Conste que lo que más me asombró fue ver que se abría la puerta por la que había entrado yo y que hacía su aparición por la rendija una cabeza cubierta con la gorra del uniforme de los empleados que trabajaban en la Cámara de Comercio. Era el maldito bedel del vestíbulo. Me había perseguido hasta las entrañas de la tierra, dispuesto a desenterrarme. Se dirigió al mostrador con una sonrisa artera en los labios y la gorra entre las manos.

»—¿Qué sucede, Symons? —preguntó el señor Powell.

»—Me preguntaba a dónde habría ido este caballero, señor. Se me escabulló a la entrada.

»Me sentí incómodo a más no poder.

»—Está todo en orden, Symons. Conozco al caballero —dice el señor Powell, adusto como un juez.

»—Muy bien, señor. Claro que sí, señor. Como vi al caballero echar carreras de acá para alia por aquí abajo…

»—Está todo en orden; puede quedar tranquilo.

»El señor Powell lo despachó con un breve gesto; cuando por fin se marchó el pelma del vejestorio, elevó hacia mí la mirada. No supe qué hacer, si quedarme, largarme con viento fresco o decirle cuanto lo sentía.

»—Veamos —dijo—. ¿Cómo me ha dicho que se llama?

»Bien, dense cuenta que yo no le había dado mi nombre y apellido, y esta pregunta me hizo sentir algo avergonzado. De un modo u otro, no me pareció adecuado espetarle a bocajarro su propio apellido, así que me limité a sacarme del bolsillo el certificado recién obtenido y a depositarlo en su mano una vez desdoblado, de manera que pudiese leer con toda claridad Charles Powell, tal como rezaba el pergamino.

»Fijó la vista en él y pasados unos instantes lo dejó sobre su escritorio. No supe si llegó a tener intención de hacer algún comentario sobre la coincidencia. Sin darle tiempo a decir palabra, se abrió de golpe la puerta acristalada y entró con prisas y a grandes zancadas un hombre vivaz, de gran estatura. Bajo el alto sombrero forrado de seda tenía muy enrojecido el rostro. Se veía a la legua que era el patrón de un gran barco.

»El señor Powell, tras indicarme con un hilillo de voz que esperase un momento, se dirigió a él con tono muy amistoso.

»—Estaba esperando que llegase de un momento a otro a recoger su contrato, capitán. Están listos todos los papeles —y volviéndose a una pila de contratos que tenía a la altura del codo, tomó el que estaba encima. Desde donde me encontraba pude leer “Barco Ferndale” escrito con caligrafía amplia y redondeada en la primera página.

»—No, señor Powell, de ninguna manera pueden estar listos los papeles: mala suerte —dice el patrón—. Tengo que pedirle que tache de la cláusula el nombre de mi segundo de a bordo—. Parecía a un tiempo agitado y molesto. Explicó que el segundo de a bordo había pasado la mañana faenando en el barco. A la una de la tarde bajó a tierra para almorzar, pero no apareció a las dos, tal como había anunciado de acuerdo con su obligación. Por el contrario, se presentó un mensajero del hospital con una nota firmada de puño y letra por el médico. Se había partido un brazo y la clavícula. Se había dejado atropellar por un carro con tiro de dos caballos nada más salir del muelle, como si no tuviera ojos ni oídos, el muy lelo. Y el barco estaba listo para levar anclas a las seis de la mañana, al día siguiente.

»El señor Powell mojó la pluma en el tintero y empezó a pasar las páginas del contrato. “Pues entonces habrá que tachar su nombre”, dijo con aire despreocupado.

»—¿Y qué voy a hacer? —saltó el patrón—. Esta oficina cierra a las cuatro: en media hora me será imposible encontrar a un hombre que ocupe el puesto.

»—Esta oficina, sí señor, cierra a las cuatro —repite el señor Powell sin dejar de repasar las páginas, retocando una letra aquí y otra allá, con absoluta indiferencia.

»—Aun cuando me las arregle para encontrar un hombre a lo largo del día, dándole tan breve plazo de aviso, no creo que pudiese embarcarlo con todos los papeles en regla…, ¿me equivoco?

»El señor Powell seguía ajetreado, haciendo anotaciones en las cláusulas del contrato relativas al infortunado segundo de a bordo, garrapateando algunas observaciones en los márgenes.

»—Como la sustitución ha de producirse durante las veinticuatro horas previas a la partida del barco, basta con que el hombre en cuestión firme los papeles a bordo —dice sin levantar la vista—. Ahora bien, no creo que encuentre a un hombre dispuesto a saltar desde el muelle sin más contemplaciones.

»Al oír esto, el patrón dio muestras de inquietud a pesar de su excelente apostura. Bajo ningún concepto podía dejar pasar la pleamar de la mañana siguiente. Tenía que cargar a bordo cuarenta toneladas de dinamita y ciento veinte de pólvora en un muelle río abajo, antes de hacerse a la mar. Todo había quedado dispuesto para el día siguiente. Si el barco no aparecía a tiempo allí donde había convenido, surgirían complicaciones y contratiempos desmedidos… No pude por menor que oír todo esto al tiempo que ardía en deseos de que se marchase con viento fresco, ya que ansiaba saber por qué me había hecho esperar el señor Powell. Después de todo lo que había dicho, no entendía qué sentido pudiera tener el que me quedase allí. De haber tenido mi certificado en el bolsillo, me habría escabullido sin hacerme notar; el señor Powell habíase dado la vuelta, y se hallaba en la misma posición en que lo vi al entrar, balanceando de nuevo la pierna. Mi certificado, abierto sobre el escritorio, reposaba bajo su codo izquierdo; hubiese sido de todo punto inadmisible que me acercara a llevármelo de un tirón.

»—No sé —dice al desgaire, dirigiéndose al desamparado capitán pero mirándome a mí fijamente, con una expresión tal como si no estuviese yo presente—, no sé si debería comunicarle que tengo noticia de un segundo de a bordo que en este momento no está comprometido…

»—¿Quiere decir… que está aquí mismo? —grita el otro, para ponerse a escrutar la zona reservada al público como si estuviera dispuesto a lanzarse sobre cualquier sujeto con pinta de segundo de a bordo y llevárselo a rastras. Estaba tan obcecado por el revés de fortuna que acababa de sufrir que, estoy convencido de todo corazón, ni siquiera había parado mientes en mí. Tal vez, al verme dentro, había creído que era uno de los chupatintas del lugar. Claro que cuando el señor Powell hizo un gesto en dirección hacia mí, se calmó sobremanera y me observó largo y tendido. Se inclinó entonces sobre el oído del señor Powell… supongo que imaginó murmurar, pero yo oí lo que dijo con toda claridad.

»—Parece respetable…

»—Ciertamente —dice el responsable de la Agencia de Fletes con tranquilidad absoluta y sin quitarme el ojo de encima—. Se apellida Powell.

»—¡Ah, entiendo! —dice el patrón boquiabierto—. Pero ¿está listo para unirse a la tripulación de inmediato?

»En ese momento tuve una visión de mi alojamiento al norte de Londres, más allá de Dalston, en el quinto infierno; vi todas mis pertenencias desparramadas y mi baúl de marino guardado en un cobertizo que la buena gente en cuya casa me hospedaba tenía en un jardín escueto y fuliginoso.

»—Dormirá esta noche a bordo —oí decir con voz gélida al responsable de la Agencia de Fletes.

»—Más le vale —comentó el capitán del Ferndale como un hombre de negocios, como si el asunto estuviese ya zanjado.

»No diré que me quedase tan alelado de júbilo como puedan suponer. No fue exactamente eso, sino que más bien me quedé sin respiración por la celeridad con que había ocurrido todo. Me pareció imposible que tal cosa estuviera pasándome a mí, El patrón, después de conversar un rato con el señor Powell en voz tan baja que no pude oírles, se mostró manifiestamente perplejo.

»Supongo que se había enterado de que yo acababa de aprobar el examen y que carecía de experiencia de oficial, porque se dio la vuelta y empezó a remirarme de arriba abajo como si yo estuviera en venta.

»—Es joven —musita—. Pero parece avispado… Así que es usted listo y voluntarioso —me suelta tic repente y en voz muy alta— y que está dispuesto a todo lo que haga falta, ¿no es así?

»A duras penas pude abrir y cerrar la boca, nada más, al haberme cogido desprevenido. A él, por lo visto, le bastó. Hizo como si le hubiese dejado sordo a fuerza de garantizarle mi inteligencia y mi talante voluntarioso.

»—Por descontado, por descontado. Todo en orden —y se volvió al responsable de la Agencia, que seguía sentado y columpiando el pie, para decirle que, ciertamente, no podía hacerse a la mar sin un segundo oficial. Seguí en mi sitio, como si todo aquello estuviera ocurriéndole a otra persona y yo no fuese sino un mero testigo. El señor Powell me miraba con sus ojos relucientes. El molesto patrón, empero, se me plantó delante de las narices como si quisiera arrancarme la cabeza de cuajo.

»—No es tan mayor como para no admitir que se le indique cómo hay que hacer las cosas, ¿o sí? Aún le queda mucho por aprender, aunque esté convencido de lo contrario.

»Tenía medio en mente salvar mi dignidad diciéndole que caso de ser mis conocimientos de náutica los que había dado por aludidos, quería que le entrase en la cabeza que un individuo que ha sobrevivido a la hora y media de vueltas y más vueltas a que lo sometió el capitán R. estaba a la altura de todas las exigencias que su viejo barco pudiera imponer sobre su competencia. Fuera como fuese, ni siquiera me dio la oportunidad de ponerme de tal forma en ridículo, ya que sin darme tiempo a decir esta boca es mía, se había dado la vuelta en redondo y volvía a dirigirse afablemente al señor Powell, quien, sin dejar de balancear el pie, no dejaba de mirarme.

»—De buena gana daré empleo a su amigo, señor Powell, siempre y cuando dé su visto bueno para que firme en calidad de segundo de a bordo; me llevaré el contrato ahora mismo.

»De pronto, caí en la cuenta de que el inocente patrón del Ferndale sí había dado por hecho que yo era pariente del señor Powell. Este descubrimiento me dejó asombrado, por más que sin duda fuera un comprensible error, habida cuenta de las circunstancias. Lo que debía haberme admirado fue la reticencia con que se estableció el malentendido, pero es que por entonces era yo tan estúpido que nada me admiraba. Me produjo una enorme ansiedad la necesidad de aclarar el entuerto cuanto antes, y el responsable de la Agencia de Contratación se dio la vuelta en su taburete y se dirigió a mí llamándome “Charles”. Así, tal cual, sin mediar más palabras. Y noté que por el rabillo del ojo y muy de prisa miró un instante antes mi certificado, porque es evidente que hasta ese momento no estuvo seguro de cuál era mi nombre de pila.

»—Bien, Charles, ven aquí delante del escritorio —dice en alta voz.

»¡Charles! Al principio, lo juro, no me pareció posible que se dirigiera a mí. Llegué a darme la vuelta, por ver si aparecía el tal Charles, pero a mis espaldas no había nadie más que el sujeto del cuello estirado, todavía aplicado a sus tareas de escribano, y los otros tres titulares de la Agencia de Contratación de Fletes, que ya se ponían los gabanes y los sombreros, listos para marcharse a casa Fue el industrioso hombre del cuello estirado quien, sin dejar la pluma que esgrimía en su mano izquierda, abrió la portezuela en el mostrador y me dijo amablemente:

»—Pase por aquí.

»Caminé como si estuviera en trance, me encaré al señor Powell, por el cual supe que zarparíamos primero para tocar tierra en Port Elizabeth, y firmé el contrato de segundo de a bordo del Ferndale, para cumplir un periplo que no debía sobrepasar los dos años de duración.

»—No nos fallará usted a la hora de embarcar, ¿eh? —dice el capitán con palpable ansiedad—. Si nos falla, tendremos que hacer frente a un sinfín de problemas y de gastos. Cuenta usted con seis horas, tiempo de sobra para empaquetar sus pertenencias, y podrá entonces echar una buena cabezada a bordo, antes que llegue de amanecida el resto de la tripulación.

»Cuán fácil le resultó hablar de prepararse en menos de seis horas para un periplo que no habría de sobrepasar los dos años de duración. No tenía él que hacer tales preparativos, ni tampoco que resolver el problema de su baúl: el mío estaba encerrado en un cobertizo cuya llave llevaba, por lo que alcanzaba yo a saber, más de una semana extraviada. Pero tampoco me sentí muy preocupado. La sola idea de que a las seis de la mañana del día siguiente iba a hacerme a la mar todavía no se me había subido a la cabeza. Había sido todo demasiado repentino.

»El señor Powell, introduciendo el contrato en un sobre alargado, tomó la palabra tras proferir una media carcajada, fría, sin mirarnos a ninguno de los dos.

»—Honra el apellido de la familia, Charles.

»Y el patrón apostilla con voz cantarina:

»—Seguro que cumplirá como es debido. Y yo procuraré echarle un ojo.

»Dicho esto, coge el contrato, dice algo acerca de ir corriendo al hospital, a ver al pobre diablo, y se va con su pesado andar no sin antes decirme:

»—No se le ocurra ir por ahí como ese pobre tipo, no sea que lo atropelle un carro como si no tuviera ojos ni oídos.

»—Señor Powell —digo tímidamente; para entonces sólo quedaba en la oficina, aparte de nosotros, el sujeto de cuello estirado, ya en la puerta y a la pata coja, recogiéndose el dobladillo de los pantalones—. Señor Powell —digo—, mucho me temo que el capitán del Ferndale se haya creído que somos parientes.

»Yo estaba bastante preocupado por la propiedad del comentario, por la superchería que podía haber dado a entender, pero al señor Powell pareció no importarle lo más mínimo.

»—¿Ah, sí? —me dice—. Pues es curioso, porque a mí también me da en la nariz que últimamente me he portado con algunos de ustedes, jovencitos, como se portaría un buen tío con sus sobrinos. ¿No le parece? De todos modos, si no le agrada siempre podrá usted desmentir la confusión… una vez hecho el barco a la mar.

»Llegados a este punto me sentí un tanto enrarecido. El señor Powell me había hecho un favor enorme: es un hecho contrastado que, en nuestro caso, me refiero a los marinos mercantes, el primer viaje en calidad de oficial es el verdadero comienzo de la vida. Eso, nada menos, era lo que me había concedido. Le dije calurosamente que en un solo día había hecho más por mí que toda mi parentela junta.

»—Oh, no, no, no —dice—. Creo que ha sido más bien esa carga de explosivos que espera río abajo la que tanto ha hecho por usted. Hoy, su mejor amigo ha sido esas cuarenta toneladas de dinamita, joven.

»Tal vez también eso fuera cierto. En cualquier caso, entendí con toda claridad que no era a mí mismo a quien debía dar las gracias por aquel golpe de buena fortuna. Ahora bien, cuando intenté agradecerle su intervención cortó en seco mis balbuceos.

»—No se apresure tanto en darme las gracias, que aún no ha terminado la travesía —me dice.

Nuestro amigo hizo una pausa.

—Curioso hombre —añadió con aire meditabundo—. Como si eso fuese a cambiar las cosas. Curioso hombre, sí.

—Ciertamente, no es de sabios admitir cualquier clase de responsabilidad sobre nuestros actos, cuyas consecuencias jamás somos capaces de prever —comentó Marlow a manera de asentimiento.

—La única consecuencia de este acto fue que me enrolé en un barco —repuso el otro—, hecho más bien inofensivo —añadió con una risa que seguramente esgrimía cierto desprecio inconsciente por toda idea de carácter genérico.

Marlow, empero, no se dejó intimidar. Era de natural paciente y reflexivo. Había surcado los mares durante muchos años, y estoy en lo más hondo convencido de que le gustaba la vida del mar por ser en conjunto favorable a la reflexión. Me refiero a la ya casi inexistente navegación a vela. Para aquellos a quienes sorprenda tal afirmación, señalaré que esta vida del mar asegura a todo aquel que la emprenda las incalculables ventajas que tienen la soledad y el silencio. Marlow tenía el hábito de trazar las ideas genéricas de una manera harto peculiar, entre burlas y veras.

—Ah, no era mi intención dar a entender —dijo— que su homónimo, el señor Powell, titular de la Agencia de Contratación de Fletes, le haya causado un gran daño. Nada más lejos de su intención. A decir verdad, ni siquiera en el caso de habérselo propuesto, habría podido hacer tal cosa. No era sino un hombre, y la imposibilidad de lograr algo que sea absolutamente bueno o absolutamente malo es inherente a nuestra condición terrenal. La mediocridad es nuestra enseña. Y tal vez sea mejor que mejor, ya que, al menos la inmensa mayoría de las veces, no podemos tener la menor certeza del efecto que haya de desprenderse de nuestros actos.

—No entiendo yo de efectos —dijo el otro, poniéndose virilmente a la altura de Marlow—. ¿Qué efecto se esperaba usted en cualquier caso? Tan sólo he dicho que el suyo fue un acto de una amabilidad fuera de lo común.

—Hizo lo que pudo —replicó Marlow con tacto—, y a juzgar por su actitud no le supuso un gran esfuerzo, ni lo tuvo en gran estima. No puedo por menos de pensar que hubo un punto de malicia en su forma de atrapar la ocasión al vuelo para hacerle un favor a usted. Se las apañó para hacerle sentirse muy incómodo. Usted quería, sí, hacerse a la mar, pero él no desaprovechó la oportunidad de hacer realidad su deseo al tiempo que se vengaba. Tiendo a pensar que su descaro llegó a alarmarle. ¿Qué mejor ocasión para quitárselo de enmedio sin más ni más? Y es que, al aceptar usted, él se libraba de usted con todas las trazas de haber realizado un acto humanitario; caso de que usted pusiera alguna objeción (tras solicitar su ayuda, no lo olvide), quedaba en su mano la posibilidad de despacharlo por las buenas y tildarlo de impostor. Quién sabe, usted podría haber rechazado ese camarote que se le ofrecía aduciendo alguna razón de peso. Tal vez por alguna causa de fuerza mayor. El plazo que se le dio para presentarse a bordo fue inusitadamente breve. Habida cuenta de las circunstancias, en tal caso se habría cubierto usted de ignominia.

Nuestro amigo sacudió de golpe las cenizas de su pipa.

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