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PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 2. Los Fyne y la jovencita

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Capítulo 2

Los Fyne y la jovencita

Para entonces estábamos de pie en el comedor, y Marlow, enjuto y decidido, se acercó al ventanal junto al que habíamos departido el señor Powell y yo.

—Perdón, pero… ¿cómo dice que se llamaba el barco que cambió su suerte? —inquirió.

El señor Powell lo miró unos instantes.

—El Ferndale —dijo—. Un barco de Liverpool, de construcción mixta por cierto.

—El Ferndale —repitió Marlow pensativo—. El Ferndale

—¿Lo conoce?

—Nuestro amigo —dije yo— algo sabe, mucho o poco, de todos los barcos. Se diría que ha recorrido los mares repasándolo todo a conciencia.

Marlow esbozó una sonrisa.

—Lo he visto al menos en una ocasión.

—El mejor barco que jamás se haya hecho a la mar —proclamó el señor Powell impetuosamente—. Sin lugar a dudas.

—Desde luego, parecía un barco sólido, confortable —asintió Marlow—. Inusitadamente confortable, diría yo… Aunque no demasiado veloz.

—Tenía velocidad sobrada para cualquier hombre que esté en sus cabales… Al menos cuando estuve yo a bordo —gruñó el señor Powell de espaldas a nosotros.

—Para un hombre que esté en sus cabales… cualquier barco es bueno —generalizó Marlow en tono conciliador—. Un marino no tiene por qué ser un trotamundos, ni mucho menos un turista.

—Cierto —musitó el señor Powell.

—Para un marino, el tiempo nunca lo es todo —conjeturó Marlow.

—No creo yo que sea gran cosa —repuso el señor Powell—. Con eso y con todo, una travesía rápida es poco más que una pluma de adorno en un sombrero.

—Desde luego. Y ese adorno es para uso y disfrute exclusivo del capitán. A propósito, ¿cómo se apellidaba?

—¿El patrón del Ferndale? Anthony. Capitán Anthony.

—Sin más ni más —dijo Marlow pensativo—. Muy cierto —a lo cual, nuestro nuevo amigo miró por encima del hombro.

—¿Que quiere decir? ¿Habría sido más cierto caso de apellidarse Brown?

—Es probable que lo haya conocido —expliqué—. Este Marlow es capaz de haber conocido mucho o poco a todas las almas que hayan surcado alguna vez los mares en el cuerpo de un marino.

Diríase que el señor Powell era sensible en extremo a cualquier sugerencia verbal, pues volvió a mirar por la ventana y murmuró:

—Fue un hombre bueno.

Claramente se refería al capitán Anthony, del Ferndale. Marlow se volvió hacia mí para expresar su protesta y poner las cosas en su justo punto.

—No llegué a conocerle. De veras que no. Fue un hombre bueno, aunque eso no diga gran cosa de él. Ni siquiera estoy seguro de tal extremo, aunque le creo. De él, tan sólo tuve noticia de un accidente llamado Fyne.

El señor Powell, que sin lugar a dudas era capaz de ponerle proa al más pintado, se volvió de espaldas a la ventana.

—¿Qué diantre quiere decir? —preguntó—. Un accidente… llamado Fyne —repitió, espaciando las palabras para darles mayor énfasis.

Marlow no pareció desconcertarse.

—No hablo de accidentes en el sentido de desgracia; nada más lejos de mi intención. Fyne era un hombre de corta estatura, un buen hombre que trabajaba de funcionario para la administración civil. Al decir accidente quiero dar a entender algo que sucede a botepronto, a ciegas, sin obedecer a ningún plan trazado de antemano. De esa forma, y no de otra, suele aparecer un cuñado en la vida de un hombre.

Como el tono que utilizó Marlow fue más bien de exculpación, y como nuestro amigo se había vuelto hacia la ventana, me hice cargo de continuar la conversación.

—Justo es decirlo. La inmensa mayoría de los matrimonios rara vez responden a un plan inteligente trazado de antemano, lo cual no quiere decir que por ello desmerezcan. A veces, la inteligencia extravía a las personas por los mismos caminos que la pasión. Sé que no lo dice con cinismo.

Marlow esbozó su peculiar sonrisa retrospectiva, tan afable como si no guardase ningún rencor contra las muchas personas que hubiese podido conocer a lo largo de su vida.

—Al matrimonio Fyne le fueron bastante bien las cosas, por no aventurarme a decir que fue un éxito redondo, aun sin obedecer a ningún plan previsto de antemano, qué duda cabe. Fyne era un caminante entusiasta, conviene que lo sepan. Solía pasar sus vacaciones recorriendo a pie nuestra tierra natal. Era un hombre de gustos sencillos. A sus vacaciones y a sus ratos de ocio dedicaba infinita convicción y perseverancia. En la estación adecuada del año se veía a Fyne, un hombrecillo de rostro adusto y anchas espaldas, mochila al hombro, de camino a cierta iglesia famosa por su campanario. Le horrorizaban las carreteras. Llegó a escribir un librito titulado Itinerarios de a pie, y se le reconoció como verdadera autoridad sobre las trochas y senderos de toda Inglaterra. Fue así que un buen año llegó a su manera, campo a través, por alguna de sus rutas predilectas, a un bonito pueblo de Surrey, donde conoció a la señorita Anthony. Puro accidente, ya lo ven. Y fue más o menos así que se entendieron, probablemente cada uno a un lado de la cerca. El pequeño Fyne era un hombre de solemnes convicciones respecto al destino de las mujeres en la tierra, la naturaleza de nuestros amores mundanos, las obligaciones propias de esta vida que no es más que puro tránsito, etc. Probablemente las expuso con todo detalle a la que había de ser su futura esposa. La concepción de la vida que tenía la señorita Anthony era igualmente muy firme, pero de forma harto diferente. Desconozco los pormenores de su noviazgo. Imagino que lo llevaron a escondidas y, estoy seguro, con una seriedad portentosa, detrás de los setos, ocultos en medio de las arboledas.

—¿Y por qué fue aquél un noviazgo clandestino? —inquirí.

—Debido al padre de la dama. Era un sentimental desmesurado, que tenía ideas propias acerca de las prerrogativas de la paternidad. Era el terror en persona; sin embargo, la única prueba de la por lo demás inexistente imaginación de Fyne era el orgullo que le inspiraba la ascendencia de su esposa. Además, tal rasgo era todo un estímulo para su ingenuidad. Qué difícil, ¿no es así?, dejar caer en una conversación sobre tales o cuales generalidades el apellido de soltera de la propia esposa. El simple de Fyne hizo uso del nombre del capitán Anthony para lograr tal fin; de otro modo, jamás habría tenido yo noticia del hombre en cuestión. «El hermano de mi mujer, el marino…». Así solía mencionarlo. Echaba mano de su cuñado, el muy estimable marino, a propósito de los temas más variados: los asuntos coloniales relacionados con las Indias, las cuestiones de comercio, una conversación acerca de los viajes, de unas vacaciones a la orilla del mar, etc. Recuerdo haberle oído relacionar al «capitán Anthony, el hermano de mi mujer, ya sabe usted, el marino», con algo tan traído por los pelos como un simple crepúsculo. Además, el pequeño Fyne nunca olvidaba apostillar: «hijo de Carleon Anthony, el poeta, ya sabe usted…». Al hacer uso del latiguillo tenía por costumbre bajar la voz, con lo que sus oyentes quedaban impresionados, o al menos lo fingían.

El fallecido Carleon Anthony, el poeta, cantó en su mejor época las amenidades y virtudes domésticas y sociales de nuestro tiempo en versos sumamente afortunados, con el único objeto, según sus propias palabras, «de glorificar el resultado de estos seis mil años de evolución encaminada hacia el refinamiento del intelecto, las costumbres y los sentimientos». Desconozco por qué razón fijaría el plazo en seis mil años[1]. Sus poemas se leían como novelas sentimentales referidas en verso, un verso de una calidad realmente excelsa. Se tenía la sensación de verse transportado por un delicioso paisaje campestre, en compañía de una encantadora dama, en un coche descubierto y tirado por un pony. Ahora bien, ese mismo Carleon Anthony mostraba en su vida doméstica ciertos rasgos del primitivo temperamento de los cavernícolas. Era un hombre imponente, implacable, de rostro agraciado, arbitrario y despiadado para con la servidumbre, pero suave como la seda para con sus admiradores. Estos despliegues contrastados debieron resultar particularmente exasperantes a su desquiciada y paciente familia. Tras la muerte de su segunda esposa, su hijo, a quien por puro capricho se obstinaba en educar en su propia casa, se fugó al estilo convencional y, como si de hecho estuviese asqueado de tantas y tan civilizadas amenidades, se arrojó, dicho sea en sentido figurado, al mar. La hija, la mayor de los dos, ya fuese sólo por compasión, ya porque las mujeres tengan de natural mucho más aguante, permaneció leal cual esclava al poeta durante varios años, hasta que también ella aprovechó la ocasión de escapar arrojándose en brazos, en los musculosos brazos, de Fyne el caminante. Pudo ser puro azar o gran sagacidad por su parte. Un funcionario de la administración civil es, imagino yo, el último ser humano capaz de conservar los rasgos típicos del cavernícola del cual ansiaba escapar. Su padre jamás condescendió a verla después del casorio. Es difícil penetrar en un egoísmo tan empedernido y tan refractario al perdón, y mucho menos comprenderlo, a menos que se piense en una perversa versión del refinamiento. Se aventaron además serias dudas en torno a la salud mental de Carleon Anthony durante un tiempo considerable, mucho antes de que falleciera.

La mayor parte de lo que antecede lo deduzco de lo que dijo Marlow, ya que todo lo que alcanzaba yo a conocer de Carleon Anthony eran sus tibios pero fascinantes versos. Marlow aseguró que el matrimonio de Fyne fue un perfecto éxito, un matrimonio incluso feliz en el más honrado y menos chabacano de los sentidos, bendecido además por tres hijas sanas, activas y dotadas de una enorme confianza en sí mismas. Por si fuera poco, las tres fueron muy dadas a las largas caminatas. Incluso la más pequeña de las tres era capaz de caminar sin rumbo fijo por espacio de varias millas a menos que se la contuviera. La señora Fyne era una mujer rubicunda y muy amiga de la vida al aire libre; llevaba las blusas con la pechera almidonada, como las camisas de hombre, el cuello subido y un lazo de terciopelo. Marlow los había conocido un verano en el campo, donde tenían por costumbre alquilar una casa para pasar las vacaciones…

Llegados a este punto nos interrumpió el señor Powell, quien nos comunicó que debía marcharse. La marea estaba a punto de cambiar, anunció nada más alejarse de la ventana no sin cierta brusquedad. Deseaba estar a bordo de su cúter antes que aproase el repunte de marea; dormía, por descontado, a bordo. Estando de crucero jamás pernoctaba lejos de su cúter. Se marchó en un santiamén, sin ceremonias, pero sin ofendernos tampoco y dejando al marcharse la viva impresión de que lo conocíamos desde hacía tiempo. La ingenuidad con que nos había relatado sus primeros pasos en la vida algo tuvo que ver con el hecho de haberse acomodado en una posición así para con nosotros. No pensé que volviéramos a verle. Marlow, en cambio, manifestó cierta esperanza de topar con él sin que pasara demasiado tiempo.

—Surca la embocadura del río durante todo el verano. Será fácil encontrarnos con él algún fin de semana que otro —subrayó, para tocar después el timbre y pedir la cuenta al tabernero.

Más adelante pregunté a Marlow por qué deseaba cultivar aquella amistad que en el fondo había sido mero fruto del azar. Confesó, a manera de disculpa, que era la suya una curiosidad normal y corriente. Tengo a gala jactarme de comprender todas las clases de curiosidad que puedan existir. La curiosidad por los hechos cotidianos, por las cosas de cada día, por las personas con que vamos encontrándonos es, de hecho, la facultad más respetable de la mente humana. No alcanzo a entender qué uso pueda dársele a una mentalidad proclive a la indiferencia, carente de curiosidad. Sería como una cámara perpetuamente cerrada a cal y canto. Ahora bien, en este caso en concreto el señor Powell parecía habernos proporcionado ya una visión completa de su personalidad tal cual era, una personalidad dotada de una evidente perspicacia, afinada para captar los caprichos del destino, pero en lo esencial sumamente sencilla.

En esto Marlow estuvo de acuerdo conmigo. Explicó, empero, que su curiosidad no la excitaba exclusivamente el señor Powell. Tenía su origen mucho antes, en su accidental conocimiento de los Fyne, en las fortuitas relaciones que con ellos había tenido en el campo. El haberse encontrado por pura casualidad con un hombre que había navegado con el capitán Anthony sólo la había revivido. Y la había revivido, por cierto, con un propósito determinado, de cuyo origen y naturaleza también pasó a darme noticia. Se me dio, sin embargo, en sucesivas etapas, a intervalos que aquí no se indican. En aquella primera ocasión hube de comunicar a Marlow con cierta sorpresa:

—Veamos: si no me engaña la memoria, dijo usted que no conocía al capitán Anthony.

—Así es. Nunca llegué a verle. De esto hace ya muchos años, pero me parece oír aún la voz profunda y solemne del pequeño Fyne al anunciar la inmediata visita del hermano de su mujer, «el hijo del poeta, ya sabe usted». Había arribado a Londres tras un largo viaje y, directamente, caso de permitírselo sus ocupaciones, iba a pasar algunas semanas en compañía de sus parientes. Sin lugar a dudas, los dos tendríamos mucho de que hablar, al menos a juzgar por nuestra común vocación, según añadió el pequeño Fyne en tono de mal agüero y con su grave voz, como si la Marina Mercante fuese una sociedad secreta.

»Ha de entenderse que yo cultivaba el trato con los Fyne únicamente en el campo y durante las vacaciones; aquél era el tercer verano en que nos relacionábamos. De su vida en la ciudad no sabía yo más que lo que pudiese inferir por analogía. Jugaba al ajedrez con Fyne a la caída de la tarde, y a veces me acercaba a su casa con tiempo suficiente para tomar el té con la familia entera, sentados ante una gran mesa redonda. Tratábase de una congregación poco o nada sonriente de rostros quemados por el sol, aparte de ser parcos en palabras. Hasta las propias niñas eran muy calladas, tal si tuvieran desprecio unas por otras y todas por sus mayores. A veces, Fyne murmuraba algo que parecía salirle de las profundidades del pecho. La señora Fyne sonreía mecánicamente (tenía unos dientes espléndidos) sin dejar de repartir el té, el pan y la mantequilla. Algo que no era del todo frialdad, ni tampoco indiferencia, sino un peculiarísimo dominio de sí misma, le daba la apariencia de una institutriz muy de fiar, muy capaz, por no decir excelente, como si Fyne fuese viudo y las niñas no fueran hijas de ella, como si estuvieran confiadas a sus sosegados y eficaces cuidados, a salvo de toda emoción. Era casi de esperar que tratase a Fyne de «míster». Al oír que le llamaba John, quien estuviese presente sorprendíase sin duda ante semejante exceso de familiaridad. El ambiente de aquellas vacaciones, si es que así puede decirse, fue de un brillante aburrimiento, todo rostros saludables, animadas y frescas tonalidades de piel, ojos claros y nunca, en todos ellos, una sonrisa amistosa, salvo, sí acaso, en alguna jovencita, amiga de la familia, que pasaba con ellos las vacaciones.

»El misterio de aquellas jóvenes amistades femeninas me dio grandes quebraderos de cabeza. De qué forma, o de dónde sacarían los Fyne a aquellas hermosas criaturas que tan a menudo pasaban una temporada con ellos, es algo que ni siquiera acierto a imaginar. Al principio albergué la disparatada sospecha de que las traían de donde fuese con el solo objeto de entretener a Fyne. Pronto descubrí, sin embargo, que él no conseguía distinguir a una de otra, por más que obviamente otorgase a esta presencia su solemne aprobación. Lo cierto es que aquellas muchachas acudían por la señora Fyne. Fa trataban con admiración y deferencia. Ella respondía a una u otra necesidad de las muchachas, las cuales tomaban asiento a sus pies como si fueran sus discípulas. Era todo ello muy curioso. En Fyne apenas si se fijaban. En cuanto a mí, consiguieron que me sintiera hasta cierto punto inexistente.

»Después de tomar el té me acomodaba con Fyne para jugar al ajedrez, momento en el que su imperecedera gravedad teñíase levemente de un atenuado resplandor, reflejo tal vez de alguna interioridad suya, más bien parecida a una socarrona satisfacción. Solamente ante un tablero de ajedrez manifestábase capaz de la divina frivolidad de la risa. Ciertas disposiciones de las piezas en el transcurso de la partida se le antojaban de lo más humorístico, dándole una alegría que no despertaba en él ningún otro asunto de este mundo.

—Solía ganarle —afirmé con seguridad.

—Sí, me ganaba casi siempre —reconoció Marlow al punto.

Así pues, jugaba con Fyne dos partidas después de tomar el té. Fas niñas retozaban serias en el jardín, sin el menor ánimo de jugar, tal como cualquiera habría esperado de las hijas de los Fyne, mientras la propia señora Fyne desaparecía por el jardín en compañía de la jovencita que hubiese acudido a visitarla aquel fin de semana. Después de tomar el té, se alejaba siempre caminando sin más contemplaciones, rodeando con el brazo la cintura de su amiguita. Marlow comentó que únicamente llegó a trabar conversación con una de aquellas jóvenes. Había ocurrido de forma punto menos que inesperada, mucho después que diese por perdida toda esperanza de intimar con aquellas muchachas tan reservadas.

Un día vio una silueta femenina que caminaba al filo de una altísima cantera, un auténtico precipicio de unos cien pies de altura a contar desde el sendero que serpeaba por la colina en que había sido excavada. Desde el pie de la cantera, a donde por casualidad le había llevado su paseo, Marlow le dio una voz de aviso. La muchacha se encontraba, qué duda cabe, en verdadero peligro. Al oír el grito retrocedió y desapareció de su vista tras unos jóvenes abetos de Escocia plantados al mismo borde del precipicio.

—Me senté en un ribazo cubierto de hierba —prosiguió Marlow—. Me había dado un verdadero disgusto. El vuelo de su falda parecía flotar sobre aquel espantoso talud, de cerca que estaba del precipicio. Qué ocurrencia tan absurda. Una auténtica locura… ¡además, inconcebible! Reflexionaba yo sobre la estúpida temeridad propia de las muchachas al uso, al tiempo que recordaba otros ejemplos que no hacen al caso, cuando volví a verla; doblaba una de las empinadas revueltas del sendero. Portaba el bastón de la señora Fyne y la escoltaba el perro de los Fyne. Su rostro, céreo como el de una muerta, me asombró hasta el punto de que se me olvidó quitarme el sombrero. Seguí sentado, mirándola. El perro, un animal vivaz y afable que por alguna razón que se me oculta me había obsequiado con su amistad a pesar de mi porte indigno, echó a correr con decisión por el ribazo, para plantarse a mi lado a la espera de recibir alguna caricia.

»La amiga, pues de una de ellas se trataba, siguió su camino como si no me hubiera visto, hizo un alto y llamó al perro varias veces; el animal, en cambio, siguió acurrucado junto a mí, y cuando procuré apartarlo de mi lado puso de manifiesto esa notoria capacidad de resistencia interior mediante la cual un perro resulta prácticamente inamovible aunque se le trate a puntapiés. Ella nos miró por encima del hombro; la vi arquear las cejas primero y después fruncir el ceño en su rostro inmaculado. Fue una mueca serena, pero de evidente fastidio. Luego cambió su expresión; pareció desdichada. “¡Ven aquí!”, volvió a gritar con un tono más irritado e intranquilo. Por fin me quité el sombrero, pero el perro, con la lengua fuera y esa expresión de alborozada imbecilidad que tan bien saben adoptar los perros cuando conviene a sus propósitos, fingía estar sordo.

»Volvió a gritar desesperada, de lejos:

»—Tal vez quiera usted llevarlo a la casa de campo. Voy con prisa y no puedo esperar.

»—No quiero hacerme responsable de ese perro —repliqué a la vez que bajaba del ribazo y avanzaba hacia ella. Parecía dolida a causa, por lo visto, de la deserción del perro—. Ahora bien, si me permite acompañarla, a buen seguro que vendrá tras nosotros —sugerí.

»Ella siguió su camino sin contestarme. De repente, el perro echó a correr a toda velocidad. Tras alejarse, desapareció, y a la postre dimos con él; nos esperaba tumbado sobre la hierba. Resollaba a la sombra de un seto, con los ojos encendidos, pero fingió no habernos visto. Hasta ese momento no habíamos cruzado ni palabra. La muchacha, a mi lado, me lanzó una despectiva mirada al pasar.

»—Se ofreció a venir conmigo —comentó no sin amargura.

»—¡Y luego la abandonó! —dije dándole la razón—. Desde luego, parece muy poco caballeroso. Claro que debe de ser porque aspira a un trato más afable. Creo que se ha propuesto protestar por su temeridad. ¿Por qué se acercó tanto al filo de la cantera? El terreno podría haber cedido bajo sus pies. ¿No se fijó en el abeto despanzurrado que hay al pie del talud? Se desmoronó el otro día, después de que lloviera durante toda la noche.

»—No veo yo por qué no haya de ser tan temeraria como me plazca.

»Me aguijoneó la brusquedad con que se reiteró en su estupidez, y le dije que tampoco era asunto que me incumbiera con un tono con el que di a entender que allá penas si lo que le apetecía era desnucarse. Fue sin duda excesivo por mi parte, habida cuenta de lo que me había propuesto, pero es que me repugna la impertinencia y la falta de modales en una jovencita. Habíamos sido presentados el día anterior ante la mesa del té, y ella apenas se había dado por enterada. No llegué a retener su nombre, pero sí me llamaron la atención sus cejas finas y arqueadas, que según los fisonomistas son muestra de valor.

»La examiné quedamente. Tenía el cabello casi negro, los ojos azules y ensombrecidos por unas pestañas luengas y oscuras. Noté que tenía mejor color que antes. Miraba al frente; la comisura de los labios que más cerca me quedaba le caía un poco, y tenía el mentón algo puntiagudo. Le dije a continuación que convenía tener en consideración a los demás cuando uno decide jugar con peligro; le hice ver, quitándole importancia, el desconsuelo que se habría apoderado de los Fyne caso de producirse un accidente. Añadí que, a juzgar por su temeridad, no tenía ni la menor idea de cómo es de veras la mentalidad bucólica. Caso de haber dado pie a una investigación del forense, el veredicto hubiese sido de suicidio, con la consiguiente sospecha de un amor infeliz o no correspondido que tal desenlace acarrea consigo. Jamás habrían comprendido que hubiese saltado por encima de dos vallas solamente por la diversión que le hubiera procurado ese acto de absurda imprudencia. Ahora bien, por más que hablase también con ligereza, a mí me asombró, y mucho, el suceso. Ella repuso que, una vez muerta, poco o nada podía importar lo que dijesen o pensaran de uno los demás. Lo comentó con infinito desprecio, pero una especie de estremecimiento que pese a todo logró reprimir me llevó a mirarla de nuevo. Percibí que se le habían humedecido las luengas pestañas. Tan sorprendente descubrimiento me hizo callar, como bien puede suponer. Parecía desgraciada. Y, bueno… aunque no sé cómo expresarlo… lo cierto es que le sentaba bien. La frente nublada, la boca adolorida, la mirada fija en algún punto lejano, perdida… En fin, una genuina víctima. Y este aspecto característico le daba atractivo, un aire muy personal, ya sabe usted.

»El perro había echado a correr por delante de nosotros y nos contemplaba desde la verja del jardín de los Fyne, en una tensa actitud, meneando el rabo recortado con extrema lentitud, como si estuviese concentrado y muy atento. La amiga de los Fyne pasó violentamente a la acción y cruzó rapidísima la mencionada cancela, dejándome plantado y perplejo en medio del camino.

»Un par de horas más tarde volvía a la casa de campo para jugar al ajedrez, como de costumbre. No vi ni a la muchacha ni a la señora Fyne. Acabamos nuestras dos partidas; al marcharme, advertí a Fyne de que debía regresar a la ciudad por un asunto de negocios, y que probablemente tardaría algún tiempo en volver. Lo lamentó sobremanera. Esperaba la llegada de su cuñado para el día siguiente. Pero no sabía si era o no aficionado al ajedrez. El capitán Anthony («el hijo del poeta, ya sabe usted») era de talante retraído, tímido con los desconocidos, poco hecho a la vida social y muy devoto de su profesión, según explicó Fyne. Durante todo el tiempo que llevaba casado tan sólo había conseguido convencerle en una ocasión para que les visitara durante unos pocos días. Había pasado una adolescencia más bien infeliz, de ahí su carácter callado. Claro que sin lugar a dudas, concluyó Fyne como si resolviese con aire agorero un misterio, siendo los dos marinos tendríamos muchas cosas que decirnos mutuamente.

»Esta cuestión nunca llegó a aclararse. Hube de permanecer en la ciudad semana tras semana, hasta que me pareció que ya no valía la pena volver al campo. Comoquiera que había mantenido el alquiler de mis habitaciones en la granja, resolví acercarme a pasar unos días.

»Era tarde, ya de anochecida, cuando bajé del tren en el apeadero y cayó mi vista sobre una espalda ancha e inconfundible, sobre unas piernas musculosas y enfundadas en calcetines de ciclista, que no podían ser sino del pequeño Fyne Recorrió a buen paso los vagones hasta llegar a la cola del tren, que en ese momento arrancó, quedándose a solas al extremo del rústico andén. Cuando llegó a donde lo esperaba noté que estaba sumamente turbado: tanto, que olvidó la convención de los habituales saludos. Tan sólo exclamó “¡Oh!” al reconocerme, y se calló en seco, titubeando. Cuando le pregunté si había ido a esperar a alguien dio la impresión de que ni siquiera lo sabía. Balbuceó algunas frases inconexas. Lo miré fijamente. A ojos vistas, estaba perfectamente sobrio; más aún, sospechar en Fyne cualquier desacato al elemental decoro, fuera por exceso o por defecto, nimio o considerable, era de todo punto absurdo. Asimismo, era una persona demasiado seria y comedida pata haberse vuelto loco de repente. Viendo no obstante que parecía haber olvidado que disponía de la facultad del habla, opté por dejarlo en paz con su misterio. Con gran sorpresa por mi parte me siguió al salir del apeadero y se puso a caminar a mi lado, por más que yo no le hubiese dado pie a ello. Tampoco rehusé, empero, su esfuerzo por trabar conversación. Ya no contaba con que llegase, dijo: había dejado de esperarme. El tiempo había sido invariablemente bastante bueno, y suma y sigue. Me enteré también de que el hijo del poeta había abreviado su visita, regresando a su barco antes de lo esperado, el día anterior a mi llegada.

»Esta noticia no me conmovió en demasía. Como yo creo en lo hereditario del carácter solamente con moderación, bien sabía yo de qué forma modela a un hombre la vida en el mar sobre todo de puertas afuera, y cómo estampa en su alma el sello de una cierta y prosaica aptitud, pues un marino no por fuerza ha de ser un aventurero. No manifesté ningún pesar por no haber conocido al capitán Anthony, y seguimos caminando hasta que, al acercarnos a la casa de campo en que residía durante el verano, Fyne rompió inesperadamente el silencio, con la apresurada afirmación de que me acompañaría un trecho más.

»—Voy con usted hasta la puerta —musitó, para encaminarse acto seguido a la cancela en que aguardaba la figura de la señora Fyne, claramente a la espera de verlo. Estaba sola. Las niñas debían de estar ya acostadas, y no vi siquiera la sombra de alguna amiga que acompañase aquel vagaroso e inconfundible perfil, semioculto en la oscuridad del jardincillo.

»Oí que Fyne exclamaba: “Nada”. Oí después la voz mesurada y formal de la señora Fyne, que decía: “Es lo que había dicho yo” con incisiva ecuanimidad. Para entonces ya había pasado ante ella, no sin antes saludarla con el sombrero. Casi de inmediato me alcanzó Fyne, el cual disminuyó su ritmo para ponerse a la altura de mi paso, que por cierto debió resultarle irritante, habida cuenta de sus notorias facultades de andarín. Estoy seguro que todo su musculoso ser debió de sufrir un espantoso aburrimiento de estricto carácter físico, toda vez que tampoco se propuso disiparlo mediante la conversación. Guardó un agorero y fastidioso silencio. Y también me aburría yo. De pronto, percibí la amenaza de un aburrimiento infinitamente peor. ¡Sí! Iba tan callado porque tenía algo que decirme.

»Me entró el miedo en el cuerpo. Ahora bien, el hombre, animal intrépido donde los haya, está hecho de tal pasta que la curiosidad, por ínfima que sea, habrá de llevarle a superar todos los terrores, el desagrado, y hasta la mismísima desesperación. A mi lacónica invitación de que pasara a beber algo, contestó con un hondo y grave “sí, gracias”, como si fuera un responso pronunciado en la iglesia. Su rostro, visto a la luz del farol de la entrada, no me dio la menor clave acerca del carácter de la comunicación inminente; si bien la naturaleza de los acontecimientos tampoco se lo hubiera permitido, su expresión habitual ya era de una seriedad absoluta. Era el suyo un semblante perfecto e inamovible; qué duda cabe que no habría variado ni un ápice si fuese a comunicarme algo prodigiosamente gracioso.

»Me contempló con mirada sincera, y pasó a esbozar ciertos comentarios de peso acerca de la inclinación que tenía su mujer por hacer buenas migas con toda clase de jovencitas, para aconsejarlas y guiarlas por el camino de la vida. Era una misión de carácter voluntario. Aprobaba la conducta de su esposa, así como sus puntos de vista y principios generales.

»Todo esto lo expresó con solemne comedimiento y en tono profundo y reposado. Pero de algún modo tuve la irreprimible convicción de que le exasperaba algún particular. Con la indigna aspiración de encontrar algún entretenimiento en las desventuras de mi prójimo, le pregunté a bocajarro qué era lo que no iba bien.

»Lo único que no marchaba como debiera era que habían echado en falta a una de las amigas de su esposa; la echaban a faltar exactamente desde las seis de la mañana. A esa hora la había visto salir, al parecer con la intención de dar un paseo, la mujer que se encargaba de las tareas domésticas en la casa de campo. El concepto de paseo, en la mentalidad de Fyne el caminante, era por supuesto muy amplio, aunque la muchacha no había aparecido a la hora del almuerzo, ni a la hora del té, ni tampoco a cenar. No se le había visto por ningún sendero, carretera o ferrocarril. Fyne había desestimado la posibilidad de emprender una investigación en toda regla, pues tal cosa habría desatado las hablillas entre los lugareños. Los Fyne llevaban la tarde entera esperando que apareciese en cualquier momento, hasta que las sombras de la noche y el silencio del sueño se habían apoderado poco a poco del amplio y apacible paisaje rural del que se enseñoreaba la casa de campo.

»Tras darme cuenta de todo esto, Fyne permaneció sentado, en actitud de evidente desamparo, padeciendo una agonía que no había hecho sino empezar. Acostarse era de todo punto impensable… y tampoco podía emprender ninguna acción, al menos de momento. ¡No sabía qué podía hacer…!

»Le pregunté si acaso se trataba de la misma damisela a quien había conocido yo uno o dos días antes de irme. La verdad, no se acordaba. ¿Era acaso una jovencita de negros cabellos y ojos azules? No supo decirme de qué color tenía los ojos. Eran nulas sus dotes de observador, salvo si se trataba de las peculiaridades de los senderos que recorría a pie, en las que era toda una autoridad.

»Pensé con perplejidad y cierta admiración que las jóvenes discípulas de la señora Fyne eran, vistas con la gravedad connatural de su esposo, poco más que sombras evanescentes. Sin embargo, y tras un leve titubeo, Fyne se aventuró a afirmar que… sí, que tenía el cabello más o menos negro.

»—Esa jovencita nos ha dado mucho quehacer, al principio, cuando llegó, y ahora, al final —explicó solemnemente; luego, poniéndose en pie como movido por un resorte, tomó la gorra que había dejado sobre la mesa—. Tal vez ya esté de vuelta en la casa de campo —gritó con su característica voz de barítono. Salí tras él a la carretera.

»Era una de esas noches claras, de cielo estrellado, y con abundante rocío en los prados, que oprimía nuestros espíritus y aplastaba nuestro orgullo mediante la luminosa y concluyente prueba de la espantosa soledad, de la desesperada y oscura insignificancia de nuestro planeta, perdido en medio de la espléndida revelación de un universo reverberante de luz y carente de alma. Aborrezco de esos cielos. La luz del día es bondadosa con el hombre que faena bajo un sol que le caldea el ánimo; las noches suaves y nubladas son más afables para con nuestra pequeñez. A punto estuve de volver corriendo a la habitación iluminada que me aguardaba en la granja: ver a Fyne afanado con sus pantalones bombachos de paseante ante las huestes del cielo, sobre una tierra sombría, empecinado en averiguar algo, lo que fuera, de una muchacha fantasmal, pasajera, era un espectáculo ridículo en extremo, con el que nadie habría deseado tener ninguna ligazón. Por otra parte, en la raíz misma de aquel absurdo había algo fascinante. Echó a caminar con sus mejores trazas de paseante avezado, y yo me encontré invitado de buenas a primeras, sin poder negarme, a una tanda de severo ejercicio, nada menos que a las once de la noche.

»A lo lejos, sobre los campos y los árboles que jaspeaban y emborronaban la vasta oscuridad, una de las ventanas de la casa de campo, iluminada y con las contras abiertas, semejaba un faro encendido a fin de guiar al viajero extraviado. Dentro, ante la mesa en que descansaba la lámpara, vimos a la señora Fyne sentada con los brazos cruzados, con su compostura de costumbre, sin que se le hubiese movido un cabello del peinado. Parecía talmente una institutriz que acabase de acostar a los niños; su actitud fue para conmigo tan neutra y desapasionada como la de una institutriz. Y para con su marido, a decir verdad, no se comportó de manera muy distinta.

»Fyne le dijo que me había dado cuenta del suceso. En su rostro suave, hermoso y rubicundo, no se movió un solo músculo. Se había adiestrado para afrontar situaciones como ésta. Tras haber visto a las dos sucesivas esposas del poeta martirizarse y preocuparse hasta la muerte, había adoptado ese aire frío y desapegado para mejor sobrellevar los temperamentales y egoístas arranques de su talentoso padre. Se había convertido en su segunda naturaleza. Supuse que siempre se conducía de ese modo, que incluso así debió de ser en el momento de su fuga con Fyne. Ese episodio, cuando se traía a colación en su presencia, adquiría una tonalidad maravillosa y pintoresca que tenía por efecto relegarlo al reino de la ficción. Sin embargo, su contención y dominio de sí cuadraba a la perfección con la invariable solemnidad del pequeño Fyne.

»Sentí lástima por él. ¡Qué preocupación la suya, qué recrudecimiento de la solemnidad! Al mismo tiempo, me hacía gracia. A mí, lo de la “muchacha desaparecida” no me tornó lúgubre el ánimo. No sé por qué, pero no pude verlo como si fuera un suceso nefasto. Ahora bien, no dije nada. Ninguno de los dos dijimos nada. Permanecimos sentados en torno a la gran mesa redonda como si nos hubiésemos reunido a conversar, pero nos limitamos a mirarnos el uno al otro con una especie de fatua consternación. Habría terminado por reírme a carcajadas de no haberme salvado de tal impropiedad la extravagancia que fue adueñándose del pobre Fyne.

»Se dio, con angustia y gravedad, a comentar su intención de dar parte a la policía tan pronto amaneciese, de mandar imprimir carteles en los que se describiera a la chica, de hacer que los lugareños rastreasen los lagos que encontrasen en varias millas a la redonda. Todo aquello era un perfecto desatino. Algo murmuré acerca de la conveniencia de ponernos en contacto con los parientes de la damisela. Me pareció una sugerencia de lo más natural, pero Fyne y su esposa intercambiaron una mirada tan significativa que me pareció haber hecho un comentario con el que incurrí más bien en una completa falta de tacto.

»En realidad deseaba ayudar al pobre Fyne; entendí que, como cualquier otro hombre, le producía un intenso sufrimiento la impotencia en que se hallaba, la pasividad forzosa de la espera, de manera que dije:

»—Hasta mañana no se podrá hacer nada de lo que usted propone. Sin embargo, como al menos me ha indicado usted cuál es la naturaleza de sus pensamientos, le diré qué es lo que sí podemos hacer ahora mismo; ir a echar un vistazo al pie de esa gran cantera que bordea el camino a una milla de aquí.

»Al oírme, a los dos se les pusieron los ojos como platos, así que les di parte de mi encuentro con la muchacha. Tal vez le sorprenda, pero le aseguro que no había percibido esa faceta del suceso hasta aquel mismo instante. Fue como una pasmosa revelación, como si el pasado proyectase una siniestra luz sobre el futuro. Fyne abrió la boca gravemente, y volvió a cerrarla con idéntica gravedad. Nada más. “Mejor será ir cuanto antes”, dijo la señora Fyne como si hubiese recibido un alfilerazo del que no pudo protegerle su imperturbable serenidad.

»Y yo, ya sabe usted cuán estúpido puedo ser a veces, yo caí en la cuenta, no sin consternación, de que al complacer las mórbidas fantasías de Fyne acababa de obligarme a otra tanda de severo ejercicio. ¡Cuánto me arrepentí de haber dicho nada! Sabe usted de sobra cuánto me fastidia caminar… sobre todo por el sólido terreno de la campiña; no es por nada, pero si no queda otro remedio, puedo pasarme una noche de niebla caminando sin cesar por el puente de un barco, y eso sin pensármelo dos veces. Asimismo, hay algo satisfactorio en hacerse el vagabundo por las calles de una gran ciudad hasta que el cielo palidece sobre la cordillera que forman los tejados, pero deambular al trote por la adormilada campiña, y además a oscuras, es para mí una pesadilla agotadora.

»Con perfecta indiferencia, la señora Fyne me vio partir tras los pasos de su marido. ¡Aquella mujer era de pedernal!

»El frescor de la noche olía a tierra húmeda, a terrones recién revueltos como los de una tumba abierta, asociación particularmente odiosa para un marino por la idea de estrechez y confinamiento que encierra, incluso, a qué negarlo, por más que haya abandonado la esperanza de ser enterrado en alta mar, que es por cierto la última esperanza que abandona un marino tras verse arrastrado por algún señuelo insólito, como a veces ocurre, a las faenas de tierra adentro. Un penetrante hedor a tumba. La zanja de la cuneta, ante la casa de campo, debía haberse cavado hacía poco tiempo.

»Una vez salimos del jardín, Fyne abrió la marcha como un cúter en plena regata. ¿Qué era una milla para él, o veinte, llegado el caso? Podría usted pensar que tal vez emprendiera aquella tarea con el ánimo encogido, pero nada más lejos de la realidad. Lo guiaba la fuerza del genio de los paseos, supuse. Yo lo seguí con el humor apesadumbrado, sintiéndome vejado por aquella joven lagartuela. Y es que ya estuviera viva o muerta, había dado en considerarla una frescachona y una lagarta…

Sonreí con evidente incredulidad ante la ferocidad de que hizo gala Marlow; pero Marlow, tras una pausa con la que pareció reconsiderar el capricho del recuerdo, no vaciló.

—Sí, sí: aunque estuviera muerta, le digo. Veo que le sorprende, pero es lógico, puesto que es usted un animal caballeresco y viril. Ahora bien, hay en mi naturaleza los suficientes elementos femeninos para despojar mi enjuiciamiento de las mujeres de toda reticencia y todo relumbre. Además, ¿por qué habría de tomarme la molestia? Para mí, la mujer no es una muñeca, ni tampoco un ángel. Es un ser humano muy similar a mí mismo. Y he topado con demasiados seres muertos y tendidos, por así decir, al pie de riscos imposibles de escalar, para que la mera posibilidad de hallar un cadáver en una cantera confunda o enmudezca mi sinceridad.

»La cantera, que más parecía un acantilado, resultaba imponente, formidable. Debo reconocer que Fyne y yo hicimos un alto antes de salimos del camino y adentrarnos por entre la maleza que crecía al pie de aquella escarpada ladera de caliza. Los arbustos estaban cargados de rocío. Había además roderas y oquedades ocultas aquí y allá. Avanzamos a trompicones, tentando el terreno con las manos. Nos empapamos la ropa, nos arañamos la piel, nos embarramos los zapatos y las perneras de los pantalones. Fyne dio de pronto con una extraña cavidad, probablemente un horno de cal abandonado. Su voz, elevada a pesar de su proverbial gravedad y de la inquietud, resonó más matizada, solemne y profunda que de costumbre. He ahí el cómico interludio de una situación absurda y dramática. Mientras lo ayudaba a salir del agujero, me permití por fin prorrumpir en una carcajada. Fyne, claro está, no me acompañó.

»No será menester decir que tras una búsqueda hecha a conciencia no encontramos nada. Fyne avanzó incluso a duras penas hasta un cobertizo de maderamen podrido y medio enterrado bajo la vegetación cargada de rocío. Encendió varias cerillas, como si quisiera cerciorarse, sin duda de ninguna clase, de que la desaparecida amiga de su esposa no se escondía allí. Las breves llamaradas alumbraron su semblante grave e impasible, en tanto que yo perdí el control y me eché a reír a mandíbula batiente.

»Le pregunté si de veras creía que una muchacha en sus cabales habría sido capaz de esconderse en el cobertizo y, de ser así, por qué.

»Desdeñoso de mi hilaridad, murmuró con su voz de barítono qué agradecido alivio le producía no haberla encontrado por aquel paraje. Tras haber desarrollado una sensibilidad extrema (por efecto de la irritación) a todas las coloraciones posibles, si así puede decirse, de todo este asunto, tuve la impresión de que la suya no era sino una gratitud imperfecta, un alivio con múltiples reservas, que seguía sin perder de vista las posibilidades ocultas en las diversas lagunas de la vecindad. Y recuerdo que resoplé, sin duda que resoplé ante las propias narices del pobre Fyne.

»Lo que en realidad me desquiciaba era su ritmo de andarín empedernido. Cualquier diferencia, ya sea en política, en ética e incluso en estética, no tiene por qué dar lugar a un antagonismo ni irremediable ni grave en exceso. Las opiniones que uno sostiene están sujetas al cambio; los gustos de cada cual son susceptibles de transformarse y, de hecho, se alteran con el tiempo. Incluso la misma concepción de la virtud que cada cual defienda se halla a merced de alguna inoportuna tentación que salta a la vuelta de la esquina, cuando menos se la espera. Todas estas cuestiones están siempre en la cuerda floja. En cambio, una diferencia temperamental, siendo temperamental sinónimo de inmutable, es algo que prohíja el odio. Por esa razón las disputas religiosas son las más encarnizadas de todas. Mi temperamento, en lo que atañe a tierra firme, es un temperamento proclive a los movimientos reposados, reacio a las prisas. Y héte aquí al pequeño Fyne, empeñado en recorrer el camino a paso vivo y con una avidez ofensiva a más no poder: era un hombre uncido a las botas de cordones y suela gruesa, en tanto mi temperamento es propenso a llevar zapatos más ligeros. Claro está que jamás podría haber brotado la amistad entre nosotros, pero es que ante la provocación de tener que ir a su paso empecé a sentir por él un intenso desagrado. Le rogué con sarcasmo me hiciera saber si estaba en condiciones de afirmar en qué andábamos metidos, y si era farsa o tragedia. Deseaba poner en orden mis sentimientos, pues, y así se lo indiqué; empezaba a encontrarme en un estado de confusión poco recomendable.

»Fyne, a la sazón, era tan impermeable al sarcasmo cual tortuga. Siguió marcando el paso, y tan sólo acertó a barbotar en un par de ocasiones, dubitativo, vagamente y con su voz profunda: “Me temo… mucho me temo que…”.

»Trágica expedición. El ruido de sus botas era lo único que se escuchaba en aquel mundo sombrío. Seguí a su paso con un andar en comparación con el suyo silencioso, fantasmagórico. Por alguna extraña ilusión, el camino parecía ascender hacia un cúmulo de estrellas bajas, posado a escasa distancia, si bien a medida que avanzábamos parecían alzarse del negro terreno nuevos fragmentos de una cinta entre blancuzca y siena. Observé, al pasar, que en mi habitación de la granja seguía encendida una luz. Pero no dejé solo a Fyne para correr a apagarla. El ímpetu de su andarina destreza me transportó en su estela antes de poder decidirme.

»—Dígame, Fyne —le grité—, ¿no creerá usted que la muchacha está loca, eh?

»No se dignó contestar. Pronto volvimos a ver la ventana, iluminada como un faro, de la casa de campo.

»—Desde luego que no —dijo solemne Fyne, en tono de absoluta seguridad—. Claro que —añadió de inmediato— sí es una joven de nervio muy fogoso —lo cual volvió a desazonarme. ¿Se trataría en efecto de una tragedia?

»—Mire usted, Fyne: nadie, que yo sepa, se ha levantado de la cama a las seis de la mañana con intención de suicidarse —afirmé bruscamente— ¡Es algo inaudito! Y esto es una farsa.

»En realidad no se trataba de tragedia ni de farsa.

»Al llegar a la casa de campo, de lejos vimos a la señora Fyne todavía sentada bajo la intensa luz, ante la mesa redonda, con los brazos cruzados. Daba la impresión de no haberse movido siquiera una pulgada desde que la dejamos allí. Era asombrosa, pero de una forma en modo alguno sutil: crudamente asombrosa, pensé. ¿Por qué esa crudeza? No lo sé, puede que fuese por verla bajo una cruda luz. Lo digo en un sentido literal: se hallaba bajo una lámpara desprovista de pantalla. Las conclusiones a que llegamos mentalmente dependen en gran medida de las sensaciones físicas que nos acompañen en ese momento, ¿o no? Si se hubiese tratado de una lámpara apantallada, tal vez hubiese regresado a mi habitación de la granja después de manifestar cortésmente mi preocupación por la desagradable e inquietante situación en que se hallaban los Fyne.

»Perder a una amiga de semejante forma es sin duda deplorable. Además, es misterioso. Tan misterioso que a las personas a quienes sucede una cosa así se les adhiere un cierto aura de misterio. Por decir más, la verdad es que nunca llegué a entender a los Fyne, a él con esa solemnidad suya que hacía extensiva al acto de comerse una tostada con mantequilla; a ella, con ese aire de desapego y de indiferente resolución con que tan a pecho se tomaba el fluir normal y corriente de las cosas más banales de su vida, sin sobresaltos, cuyo episodio más peligroso, a mi juicio, y con diferencia, era la merienda a base de té con pan y mantequilla. A veces me entretenía dándome a suponer que, a sus ojos, este mundo nuestro ha de adoptar un rebozo perfectamente abrumador, y que los respectivos espíritus de los dos por fuerza estaban repletos de pensamientos espantosamente serios y rematadamente desesperados, aparte de intentar imaginarme qué ratos tan apasionantes debían pasar en las insondables profundidades de sus seres. Mis esfuerzos habían terminado por investirlos a los dos de una especie de hondura inaudita.

»Pero cuando volvimos Fyne y yo a la sala, entonces bajo la escrutadora, doméstica, intensa luz de la lámpara, enemiga de todo fingimiento, los vi a los dos despojados de todas las vestiduras que me había entretenido en ponerles. Bastante raros eran los dos de por sí. ¿Acaso hay algún ser humano que no lo sea, más o menos en secreto? Fuera cual fuese su secreto, me resultó manifiesto que no era sutil ni mucho menos profundo. Formaban una buena pareja, sincera, estúpida y además muy preocupada. Eso eran, sin más ni más, con la habitual crudeza desprovista de pantallas, característica de la gente normal. No había en ellos nada que no pudiera iluminar aquella lámpara sin el más recóndito riesgo de resultar indiscreta.

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