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PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 2. Los Fyne y la jovencita

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»Nada más entrar en la sala Fyne anunció el resultado de nuestras pesquisas diciendo: “Nada”, con el mismo tono que empleara en la verja, a su regreso del apeadero del ferrocarril. E igual que entonces, la señora Fyne profirió un incisivo “Es lo que había dicho yo”, que bien podría haber sido el mismísimo eco de las palabras que dijera en el jardín.

Nos miramos mutuamente los tres como si estuviéramos al borde de una revelación. No sabría decir si a ella le molestó mi presencia, que difícilmente podría calificarse de intrusión. El pequeño Fyne había dado pie a que se produjera, y después fue preciso proseguir. Estábamos los dos delante de ella, embarrados por igual (¡Fyne era todo un espectáculo!), con los mismos rasguños, que nos habíamos hecho en los mismos espinos, conscientes de haber pasado por idéntica experiencia. Sí, estábamos delante de ella. Y ella nos miró con los brazos cruzados, con la extraordinaria actitud de quien asume plenamente la responsabilidad.

»—Usted no cree que haya ocurrido un accidente, ¿verdad, señora Fyne? —la interpelé.

»Negó con un ademán terminante en tanto Fyne, embarrado hasta las cejas, con el rostro serio e inexpresivo, parecía respaldarla con todo el peso de su solemne presencia. Imposible concebir nada más absurdo. Era delicioso. Así, proseguí, con tono deferente:

»—¿Debo entender, pues, que prefiere usted la teoría del suicidio?

»No tengo yo constancia de ser proclive a padecer accesos de delirio, pero por alguna súbita y alarmante aberración, mientras aguardaba a que contestase tuve la impresión mental de ver a tres perros de circo que bailaban sobre sus patas traseras. No sé por qué. Tal vez fuese aquella solemnidad que todo lo impregnaba. Nada hay en el mundo entero tan solemne como el baile de unos perros bien adiestrados.

»—Ha optado por desaparecer. Eso es todo.

»Tal fue la contestación que me dio la señora Fyne. En un santiamén descubrí que había mandado el baile a hacer gárgaras y que estaba a cuatro patas, por así decir, con entera libertad de ladrar y morder cuanto quisiera.

»—El diablo se la lleve —exclamé—. ¿Que ha optado… así, por las buenas, deprisa y corriendo, sin más ni mas? He tenido el privilegio de conocer a esa intrépida y brusca damisela, y debo decir que con sus aires de víctima encolerizada…

»—Precisamente —dijo la señora Fyne por sorpresa, como un resorte de acero que se acciona de repente. La miré fijamente. ¡Qué provocación podía llegar a ser! Decidí terminar lo que estaba diciendo.

»—Me pareció, a primera vista, la muchacha más desconsiderada y testaruda que jamás…

»—¿Y por qué, si puede saberse, habría de ser más considerada una muchacha que, digamos, cualquier caballero, eh? —inquirió la señora Fyne asumiendo así toda la responsabilidad con mayor altivez en su porte.

»Nada más oír tal cosa proferí, claro está, una exclamación, bien que no en voz muy alta, es cierto, pero sí con la vehemencia necesaria. ¿Así pues, era conveniente hacer caso omiso de los sentimientos de los demás, ya fueran amigos, familiares o incluso desconocidos? Pregunté a la señora Fyne si no pensaba acaso que era un evidente deber para con los demás mostrar la consideración más elemental y no sólo por los sentimientos naturales, sino incluso por los prejuicios de nuestros congéneres.

»Su respuesta me dejó desarmado.

»—No, ese deber no reza con las mujeres.

»Tal cual. Confieso que me quedé de una pieza. Y mientras me hallaba sumido en ese estado de abatimiento, comprendí la auténtica naturaleza de la doctrina feminista que sostenía la señor Fyne. No era de índole política, ni social. Era una doctrina de aquí te pillo y aquí te mato; tratábase de estar dispuesta, la mujer, claro, a llevarse cuanto se le pusiera por delante. Era una doctrina práctica e individualista. No creo que me quedase usted agradecido por exponérsela con detenimiento. Desde luego, ella tampoco se tomó la molestia de instruirme por lo menudo. Debía de comprender ciertos detalles poco o nada aptos para los oídos de un hombre. En breve, y en tanto en cuanto mi perplejidad me permitió comprender su ingenua atrocidad, venía a ser algo de este estilo: ninguna consideración, ninguna delicadeza, ninguna muestra de ternura, ningún escrúpulo debía de ninguna manera interponerse en el camino de una mujer (la cual, por el mero hecho de pertenecer a su sexo, era víctima predestinada de las condiciones que han generado las egoístas pasiones de los hombres, sus vicios y su abominable tiranía) que estuviese dispuesta por lo demás a tomar cualquier atajo que la condujera a asegurarse la existencia más cómoda que le fuera posible. Una mujer tenía incluso el derecho a dejar de existir cuando más le placiera, sin pararse a considerar los sentimientos o la conveniencia de los demás, dado que no en vano la existencia de algunas mujeres era punto menos que imposible por mor de la vileza y cortedad de vista propia de los hombres.

»La miré; seguía sentada bajo la lámpara a la una de la madrugada, con su rostro maduro y sus mejillas lustrosas de corte masculino, desprovisto de toda frescura a causa de la fatiga; tenía los ojos empequeñecidos por culpa de aquella vigilia insensata. También miré a Fyne. El barro que se le había adherido empezaba a secarse; estaba obviamente cansado. El cansancio de la solemnidad. Sin embargo, mantenía en su expresión una gravedad inflexible, impávida. Respaldaba así todo lo dicho, como conviene en un esposo bueno y convencido.

»—¡Oh! Ya veo —dije—. Sin ninguna consideración… Bueno, pues con su pan se lo coman.

»Me hacían una gracia superior a las imaginaciones más descabelladas de que pueda ser capaz. Tras la sorpresa inicial, ya me entiende usted, me repuse casi de inmediato. El orden de este mundo estaba a salvo. Él era un funcionario y ella su esposa buena y fiel. Claro que en el trato con los seres humanos hay que esperarse cualquier cosa, prácticamente de todo. De ese modo, ni siquiera mi perplejidad duró mucho tiempo. Que cómo hubiese desarrollado esa doctrina austera y sin escrúpulos, y hasta qué punto la hubiese ilustrado a sus jóvenes amigas y discípulas, al fin y al cabo meras sombras transitorias a ojos de su esposo, es algo que no llego a vislumbrar siquiera. Hasta cualquier extremo imaginable, digo yo. Él se limitaba a observar, asentir, aprobar, precisamente por esa misma razón, porque aquellas hermosas muchachas no eran más que sombras para él. ¡Oh, virtuoso Fyne! Bajó la vista al suelo. Era evidente su desagrado. Yo en cambio le miré con oculta animosidad, por haberme hecho correr tras sus pasos so capa de más bien falsos pretextos.

»La señora Fyne se había limitado a sonreírme de forma harto expresiva, con gran confianza en sí misma.

»—Bien, debo entender que acepta usted tener plena responsabilidad —dije—. El único que está haciendo el ridículo en toda esta… no sé cómo calificarla… en toda esta representación, soy evidentemente yo. En cualquier caso, aquí no me queda más que hacer, así que buenas noches o, según se mire la hora que es, buenos días.

»Antes de marcharme, movido por una elemental decencia, me ofrecí a poner cualquier telegrama que desearan enviar. Mi alojamiento estaba mucho más cerca de correos que su casa de campo, así que nada me costaría acercarme al día siguiente. Supuse que querrían ponerse en contacto, aun cuando sólo fuera para devolver el equipaje, con los parientes de la damisela…

»Fyne, que parecía ya bastante triste y abatido, me dio las gracias y rechazó mi ofrecimiento.

»—La verdad es que no hay a quién… —dijo muy grave.

»—No hay a quién —exclamé.

»—Prácticamente —dijo lacónica la señora Fyne.

»—¡Ah! Entiendo, se trata de una huérfana.

»La señora Fyne apartó la mirada, hastiada y sombría, y Fyne dijo “sí” impulsivamente, para corregir luego la afirmación con un “hasta cierto punto” poco menos que inaudible.

»Me percaté de un azoramiento lánguido y extenuado, me incliné ante la señora Fyne y salí de la casa de campo para encontrarme desde la misma puerta con la revelación salpicada y cruel de la Inmensidad del Universo. No era la noche aún bastante avanzada para que las estrellas empezasen a palidecer; la tierra me pareció profundamente dormida… quizá por estar solo. Al no tener ya ni a Fyne ni a nadie que me marcara el paso, me dejé llevar por mis pies, más que caminar, en dirección a la granja. Dejarse llevar de ese modo es la única variante reposada del movimiento (y pregunte, si no, a cualquier barco que haya estado a la deriva), por tanto muy afín a un ánimo pensativo. Así, me dije: ¿cómo es posible ser huérfano sólo “hasta cierto punto”?

»Por más solemnidad que quiera ponerse en una pregunta así, siempre sonará, como poco, estrafalaria. Qué extrañísima condición… ¿No sería que solamente había fallecido uno de los padres? No, era imposible, ya que Fyne había dicho que no había a quién comunicar nada. ¡Nadie! Al recordar entonces aquel cortante “prácticamente” dicho por la señora Fyne, mis pensamientos se imantaron más en esa dama, por ser objeto de especulación más tangible.

»Me pregunté, y en la pregunta me asaltaron las dudas, si habría comprendido cabalmente la teoría que se había dignado a exponerme. Puede decirse cualquier cosa, y es de hecho necesario decirlo todo, siempre y cuando uno sepa cómo. Cabe la probabilidad de que ella no supiera. No tenía la inteligencia necesaria, ni tampoco el suficiente conocimiento del mundo. Se había apropiado de las palabras tal y como puede un niño apoderarse de unas píldoras venenosas y jugar con ellas a las canicas. No. Ni la hija y esclava doméstica de Carleon Anthony, ni el pequeño Fyne, funcionario de la administración civil (dichosa flor de la civilización) eran personas inteligentes. Eran personas vulgares, sin doblez, incapaces de sonreír y de la más simple astucia. Empero él tenía sus solemnidades y ella sus ensoñaciones, sus truculentas, crudas ensoñaciones. Y yo pensé con cierta tristeza que todas estas revueltas e indignaciones, todas esas protestas, revulsiones sentimentales, aguijonazos del sufrimiento y la rabia, no expresaban sino la desazón de esos seres sensuales que tratan de acceder a su parte en los disfrutes de la forma, los colores y las sensaciones, las únicas riquezas de nuestro mundo sensorial. Un poeta puede ser un hombre muy sencillo, pero está destinado a ser diverso y dotado de varias artimañas, ingenioso e irritable. Reflexioné sobre la variada gama de formas que sabría inventar el fallecido bardo de la civilización a la hora de atormentar a los seres que de él dependían. Como no suelen gozar los poetas de una mínima claridad de visión para los asuntos prácticos de la vida, nada le constreñiría, ni siquiera el atisbo de las consecuencias. Qué duda cabe: los Fyne eran personas excelentes, pero conviene no pasar por alto que la señora Fyne era hija de un tirano del ámbito doméstico. Su capacidad de rebelión no conocía límite. Pero eran, sin duda, excelentes personas. Evidentemente, debían haber sido muy buenos con aquella jovencita cuya posición en este mundo parecía algo difícil, con su carita de víctima, con su obvio rechazo de la resignación y su extravagante condición de huérfana “hasta cierto punto”.

»Tales fueron mis pensamientos, pero a decir verdad no tardé en dejar de preocuparme por aquellas personas. Descubrí que mi lámpara se había apagado, dejando en el aire un molesto olor. Huí escaleras arriba y me acosté a oscuras. Me dormí; supongo que lo bueno del ejercicio del paseo, así se confunda, es que refuerza nuestra natural insensibilidad. Así que dormí profundamente y sin soñar; fue un descanso reparador.

»A la hora del desayuno, mi apetito no había variado por más que ignorase los hechos, los motivos y las conclusiones. Creo que comprenderlo todo a carta cabal no es beneficioso para el intelecto. Una inteligencia bien provista debilita el natural impulso que nos conduce a la acción; aún es más, una inteligencia bien provista en exceso desemboca dócilmente en la idiotez. Sin embargo, la doctrina feminista de la señora Fyne, individualista, ingenua y sin escrúpulos, aún me daba vueltas en la cabeza. ¡La ensalada de nociones ajenas a todo principio razonable que les había metido en la cabeza a todas aquellas jovencitas! Persona bondadosa e inocente, digna esposa y excelente madre (aun del tipo de las que más parecen estrictas institutrices), era tan cándida para todo lo que fuesen las consecuencias como cualquier filósofo determinista.

»Por lo que atañe al honor, y usted bien lo sabe, se trata de un excelente legado medieval del que las mujeres nunca han llegado a apropiarse. Nunca les ha pertenecido. Comoquiera que puede proponerse como principio general que las mujeres siempre se salen con la suya, habremos de dar por supuesto que se trata de algo que nunca han deseado poseer. Asimismo, carecen de decencia, quiero decir, de decencia en el sentido masculino de la palabra. La cautela les resulta completamente ajena, me refiero a esa cautela sopesada y razonable que constituye nuestra gloria. Y si la tuvieran harían de ella algo tan pasional que ni siquiera su propia madre —me refiero a la madre de la cautela— podría reconocerla. En ellas, la prudencia es cuestión emparentada con la emoción, como cualquier otra invención terrena. “Las sensaciones a toda costa”: he ahí su lema secreto. Ni siquiera les bastan todas las virtudes; ansían también apoderarse de todos los crímenes. ¿Por qué? Porque en ese absoluto radica el poder, que es por cierto la emoción que más las subyuga…

—¿Acaso espera que me muestre de acuerdo con todo esto? —le interrumpí.

—No, no es necesario —dijo Marlow percatándose del revés acusado por su elocuencia, si bien esforzándose por hacer gala de su amabilidad—. Ni siquiera es necesario que lo entienda, pero permítame continuar: lo que impide que las mujeres, por aprovechar la frase que un contramaestre conocido mío aplicaba de forma sumamente descriptiva a su capitán, lo que les impide “subir al puente y poner el barco vuelta al aire”, es algo que hay en ellas y que es a un tiempo preciso y misterioso, algo que funciona a un tiempo como guía y como inspiración: por decirlo en una palabra, su femineidad, de la que están convencidas de poder desembarazarse a poco que lo intenten con todas sus fuerzas, si bien es de todo punto imposible. Por tanto, podemos concluir que a pesar de todas sus industrias y aventuras el mundo sigue a salvo. Sintiéndome apaciguado por semejante conclusión, dado que soy de natural amante de la paz, me dispuse a disfrutar de un buen día.

»Hacía de hecho un día espléndido, un día delicioso; un magnífico celaje azul velaba el horror del infinito. Era un día inocentemente luminoso, como un niño con la cara recién lavada, fresco como una inocente muchachita, a la hora de acoger nuestros respetos como pudiera serlo un prelado romano. Adoro los días como aquél. Son perfectos para quedarse a cubierto, en el interior. Y lo disfruté temporalmente, sentado en mi silla, con los pies sobre el alféizar de la ventana, un libro en las manos y el armónico murmullo del viento y el sol en el corazón como acompañamiento acordado a las melodías de mi creador. Al alzar la vista de la página vi fuera un par de ojos grises cubiertos por unas cejas desflecadas, entre amarillentas y blanquecinas, que me observaron con solemnidad por encima de mis zapatillas de andar por casa. Sobre esa mirada agorera había una frente nublada, el ceño fruncido, y una gorra de tweed castaño posada sobre la cabeza sudorosa.

»—Pase, pase —grité tan cordialmente como mi encogido corazón me permitió.

»Tras una breve pero severa rebatiña con su perro entró Fyne por la puerta. Le traté sin ceremonias, indicándole una silla con un simple gesto. Antes incluso de sentarse, exclamó con voz entrecortada:

»—Hemos tenido noticias… en el correo del mediodía.

»¡Con voz entrecortada! ¡El grave, inamovible Fyne, de la administración civil, habló con voz entrecortada, sin resuello! Aquello fue más que suficiente, convendrá usted, para hacerme echar pie a tierra de inmediato. Aquel sujeto no cesaba de obligarme a hacer ciertas cosas en sutil desacuerdo con mi temperamento meditabundo. No es de extrañar que le profesara un afecto muy limitado. Insinuando tan sólo un tono burlón, le dije:

»—Pues claro. Ya le dije yo ayer noche que estábamos metidos en una farsa.

»Hizo que la estancia retumbase hasta los cimientos al emitir una nota profunda y colérica, punto menos que sepulcral.

»—¡Que me aspen si era farsa! Se ha fugado con el hermano de mi esposa, el capitán Anthony —y a este estallido sucedió una absoluta quietud. Tartamudeó míseramente al añadir, por la fuerza de la costumbre—: El hijo del poeta, ya sabe usted.

»Siguió un largo silencio. Las diversas expresiones de Fyne fueron otros tantos ejemplos de variada consistencia y un mismo carácter. He aquí el desconcierto de la solemnidad. Por descontado que revivió mi interés.

»—Pero espere un momento —dije—. No se fueron juntos, luego ¿se trata de una sospecha o dice expresamente que…?

»—Se ha marchado tras él —dijo Fyne en tono conminatorio—. Tenían un acuerdo previo. Eso es todo lo que ella llega a confesar.

»Añadió que le resultaba pasmoso. Le pregunté si acaso hubiese preferido que se marcharan juntos y, de ser así, en qué basaba su preferencia. Tal pregunta fue, para mí, pura y simple diversión, ya que el matrimonio Fyne también había empezado de forma similar, que en su momento llegó a salir en los periódicos, pues, por si fuera poco, el fallecido poeta, presa de la indignación, no tuvo reparos y cometió la indiscreción de vengarse de su ultraje, o al menos intentarlo, públicamente e incluso, por ridículo que fuera, ante un juez con peluca. El derrotado ademán que hizo entonces el pequeño Fyne me hizo renunciar a mi ánimo burlesco, pero no pude por menos que expresar mi sorpresa ante el hecho de que la señora Fyne no hubiese acertado a detectar lo que se estaba cociendo. Se dice que las mujeres tienen un ojo infalible para estas cosas.

»Me dijo que su esposa había estado muy ocupada con cierta clase de trabajo. Yo me había preguntado en qué ocupaba su tiempo. Pues al parecer escribía. Al igual que su marido, había publicado un opúsculo. Nada tenía que ver con las caminatas. Se trataba de una especie de manual para mujeres afligidas (no en vano todas las mujeres tienen sus aflicciones), una especie de compendio de teoría y práctica de la moralidad femenina libre. Tanta simpleza, tanta transparencia daban ganas de reír. Ahora bien, su autoría no me fue revelada hasta mucho después. No osé preguntar a Fyne a qué clase de trabajo se dedicaba su esposa; me maravillé entre mí de su completa ignorancia del mundo, de su propio sexo, de las diversas clases de pecadores. Con todo, ¿de dónde habría podido extraer ella una mínima experiencia? Su padre la había mantenido secretamente enclaustrada. Su matrimonio con Fyne obró ciertamente un cambio, bien que ingresara entonces en otro claustro de distinta índole. Podrá usted aducir que tendría que haber sido suficiente su ordinaria capacidad de observación. Claro que sí. Ahora bien, comoquiera que había decidido ser guía y tutora moral en modo alguno pudo sorprenderme descubrir que era ciega. Entra dentro de lo previsible. Era una persona de una descomunal inocencia, sólo que de ninguna manera hubiese sido correcto decírselo a su marido.

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