Azar

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PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 5. Un té en casa de Marlow

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»Le hice notar que un hombre de treinta y cinco años ya no es un muchacho. Fue una perogrullada que ella recibió sin inmutarse. Me dijo perentoriamente que los mejores hombres, los más gratos, siguen siendo muchachos durante todas sus vidas. Le disgustó no poder percibir nada propio de un muchacho en su hermano. Lo lamentó profundamente. No le había visto en unos quince años más o menos, salvo en tres o cuatro ocasiones, y nunca durante más de dos o tres horas. No, no quedaba ni rastro del muchacho que fue en el hombre en que se había convertido.

»Quedó unos momentos callada; yo medité sin propósito sobre la adolescencia del pequeño Fyne. No logré imaginarme cómo podría haber sido.

Sus rasgos dominantes eran claramente un remanente de aquellos tiempos de juventud, pues no en vano jamás he visto esa solemnidad de mirada y de presencia que tiene Fyne, salvo en algunos niños muy pequeños. Claro que ¿dónde se metió él entre tanto? ¿No sufrió el más mínimo contagio de la indolencia propia del capitán Anthony? Se lo pregunté. Me explicó que por entonces Fyne pasaba muy poco tiempo en la casa de campo. Alguno de sus colegas estaba convaleciente tras una grave enfermedad, y habíase marchado a reposar a un pequeño pueblo de la costa, no muy lejos de su residencia en el campo, de manera que Fyne salía todas las mañanas en tren para pasar el día entero con el anciano inválido, que no tenía quien le cuidase. Se me antojó una excusa digna de elogio para descuidar en cambio el trato con su cuñado, “el hijo del poeta, ya sabe usted”, con quien no tenía nada en común, ni de cerca ni de lejos. Si el capitán Anthony (Roderick) hubiese sido aficionado a las caminatas, ello habría sido más que suficiente, pero no lo era. Con todo, por la tarde a veces salía por el campo a dar un paseo sin rombo fijo, claro está que a solas, toda vez que las niñas le habían hecho decididamente el vacío y que su única hermana andaba ajetreadísima con aquel libro fulgurante que había de lanzar al mundo con ánimo demoledor uno o dos años más tarde. Da, sin embargo, la sensación de que la señora Fyne era de cuando en cuando muy capaz de levantar la mirada de su absorbente tarea, aun cuando no fuese más que un instante, ya que fue precisamente desde aquel desván acondicionado para que le hiciese las veces de estudio desde donde una tarde observó a su hermano y a Flora de Barral que llegaban juntos por el camino. Se habían encontrado accidentalmente en algún sitio (y no sabría decir cuál de los dos se cruzó por el camino del otro, como dice el refrán) y regresaban juntos a la casa para tomar el té. La señora Fyne se fijó en que parecían conversar los dos sin rebozo ninguno.

»—Fui tan ingenua que incluso me alegré —comentó la señora Fyne con una risita seca—. Me alegré por los dos.

»Desde aquel día en adelante el capitán Anthony renuncio a su indolencia y acompañó a la señorita Flora con frecuencia en sus paseos matinales. La señora Fyne siguió sintiéndose alegre. Pudo olvidarse cómodamente de los dos y entregarse de lleno al placer del pensamiento audaz y de la composición literaria. Sólo una semana antes de que cayese como un rayo la catástrofe, al levantar al desgaire la mirada del papel, vio a dos figuras sentadas sobre la hierba, a la sombra de los robles. Pudo distinguir la blusa blanca. No le cupo ninguna duda.

»—Supongo que se creyeron a resguardo gracias al seto. Se olvidaron, sin duda, que yo trabajaba en el desván —dijo con amargura—. O quizá ni siquiera les importó. Estaban en lo cierto. Yo soy una persona bastante sencilla… —volvió a reír—. Fui incapaz de sospechar semejante duplicidad.

»—Duplicidad es una palabra bastante fuerte, señora Fyne. ¿No le parece? —protesté—. Y considerando que el propio capitán Anthony…

»—Oh, si así le parece… —me interrumpió. Sus ojos, que en ningún momento se apartaron de los míos, sus rasgos envarados, toda su inamovible figura, ¡qué bien conocía yo ese aspecto en una persona que “ha tomado una resolución”! Debo decir que esa es una condición más que irremediable, sobre todo en las mujeres. Desconfié de la concesión que con tanta facilidad, con tanta frialdad acababa de hacerme. Pareció reflexionar un instante—. Sí, tal vez tenga razón. Debería haber dicho… ingratitud, tal vez.

»Tras haber disculpado de ese modo a su hermano, tras haber cargado las tintas todavía un poco más en la pobre chica… ¿no le parece una listeza perfectamente diabólica la que a veces despliegan las mujeres cuando es su corazón lo que está en juego? Tras haber hecho tales cosas, como le iba diciendo, y tras haberme dejado bien claro que no estaba yo a su altura, siguió a lo que iban con gran escrúpulo:

»—Es posible que sea una palabra excesiva; a mí tampoco me agrada el haberla empleado. La queja es casi insignificante, pues ella tenía bien pocas obligaciones para con nosotros, mientras que nosotros bien poco pudimos hacer por ella. Con todo…

»—No me cabe duda —exclamé tirando ya por la borda toda diplomacia—. Pero verdaderamente, señora Fyne, parece imposible descargar a su hermano de toda culpa en este asunto…

»—Fue ella quien se arrojó a sus brazos —declaró la señora Fyne con firmeza.

»—Pues no era obligación de su hermano de usted aparecer con los brazos abiertos por donde ella había de pasar —repuse con una risa de irritación. No me contuve posiblemente porque su fija e intensa mirada parecía expresar a las claras su propósito de intimidarme. No me dio ningún miedo, pero sí se me ocurrió que estaba a medio dedo de meterme en una trifulca en toda regla con una señora como ella, que era, para más inri, mi huésped. Allí estaba la tetera ya fría, las tazas vacías, los emblemas de la hospitalidad. No podía ser. Sofoqué en seco mi irritada risa mientras la señora Fyne murmuró con un leve movimiento de hombros: “¡Él! ¡Pobre hombre! Oh, ¿cómo es posible…?”.

»Con un enorme esfuerzo de voluntad logré esbozar una sonrisa amistosa y hablar con la debida suavidad.

»—Querida señora Fyne, olvida usted que yo a él no le conozco ni siquiera de vista. Es difícil concebir una víctima tan pasiva como usted la pinta, pero aun concediéndole (me faltó un tris para decir “la imbecilidad”, pero me rehice a tiempo) la inocencia del capitán Anthony, ¿no piensa ahora, con toda franqueza, que tiene usted parte de culpa en lo que ha ocurrido? ¡Usted los puso en contacto, usted dejó a su hermano a merced de sus recursos!

»Se incorporó en su asiento y apoyó el codo sobre la mesa, apoyando la cabeza sobre la palma abierta de la mano para bajar la mirada. ¿Remordimiento, tal vez? Había sido la suya, sin duda ninguna, una forma excesivamente desenvuelta de tratar a un hermano que había acudido a visitarla por primera vez en quince años nada menos. Supongo que bien pronto descubrió que no tenía nada en común con el marino, con aquel perfecto desconocido, moldeado y marcado incluso por el mar recorrido en sus largos viajes. Siendo de natural una mujer enérgica, no se tomó la molestia de encontrar pretextos para el fingimiento, de modo que se dedicó por entero a escribir aquello que le interesaba inmensamente. Esa sinceridad de conducta es sin duda digna de alabanza, si de cuando en cuando no recordase tan a las claras una evidente brutalidad. De todos modos, no creo yo que fuese remordimiento. Ése sí es un sentimiento infrecuente entre las mujeres…

—¿Cree usted? —lo interrumpí indignado.

—Usted conoce más y mejor que yo a las mujeres —replicó Marlow sin inmutarse—. Al fin y al cabo, es propio de su oficio conocerlas a fondo, ¿no es cierto? Circula usted de continuo entre toda clase de personas; es usted un observador tolerablemente honrado. Muy bien; intente, pues, recordar cuántos casos de remordimiento ha llegado a ver. Estoy dispuesto a tomarle la palabra. ¡Remordimiento! ¿Ha llegado usted a ver alguna vez acaso una sombra? ¿De veras? ¿Alguna vez? ¡Habrá sido una sombra, mera sombra pasajera! Atiéndame bien, porque me parece que es algo tan infrecuente que podría considerarse de todo punto inexistente. Las mujeres son apasionadas en exceso; son demasiado pedantes, puede que demasiado valientes en lo que a ellas mismas les atañe. No, ni por un instante he llegado a pensar que la señora Fyne sintiera la más leve punzada de remordimiento por el tratamiento que dio a su hermano el marino. Y lo que él pudiera haber pensado, ¿quién sabe? Es posible que le extrañase por qué se le había apremiado con tanta insistencia para que hiciese la visita de marras; es posible que le extrañase, pero ya con amargura, puede que con desdén, quién sabe si aun con humildad. Y bien pudiera ser que tan sólo se sintiera sorprendido y aburrido. De haber sido tan sincera su conducta como la de su única hermana, es harto probable que se hubiese despedido de la familia al segundo día de su estancia. Pero puede que temiese mostrarse descortés, brutal incluso. No me resulta lejana en demasía la convicción de que entre la sinceridad de su hermana y la sinceridad de sus queridas sobrinas, el capitán Anthony, del Ferndale, tuvo que tener plena conciencia por primera vez en toda su vida de su absoluta soledad, precisamente a esa edad, alrededor de los treinta y cinco años, en que uno ya está suficientemente maduro para acusar el desgarro que dicho descubrimiento puede producir. Enojado o sencillamente triste, pero desde luego desilusionado, se dedica a vagar por la campiña tanto como puede, y un buen día se encuentra con la muchacha y, a resguardo de un fuerte sentimiento, olvida del todo su natural timidez. No le refiero ahora una suposición, sino un hecho contrastado. Tuvo lugar, ya lo creo, ese encuentro en el que la timidez tuvo que perecer bajo el impulso de no sabemos qué ánimo en concreto, o bien gracias a la comunidad de espíritu que se hizo aparente por intervención de quién sabe qué atinada y casual observación. Recordará usted que la señora Fyne los vio una tarde regresar juntos a la casa. ¿No le parece que he dado con la psicología de la situación?

—Oh, sin duda que… —comencé a ponderar.

—Quedé muy convencido de mis conclusiones, al menos en su día —siguió Marlow con impaciencia—. Pero no vaya usted a pensar que la señora Fyne, en su nueva actitud, jugueteando con una cucharilla entre los dedos, estaba dispuesta a rendirse sin condiciones.

»—Es lo último —murmuró— que podría haber esperado que ocurriese.

»—No pensó usted que fueran los dos tan románticos para ello —sugerí con sequedad.

»Dejó pasar mi sugerencia y habló con gran determinación, sólo que como si estuviese sola.

»—De veras que es preciso advertir a Roderick.

»No me dio tiempo a preguntarle qué había que advertirle exactamente. Alzó la cabeza y se dirigió de nuevo a mí.

»—Me siento más sorprendida y más razonablemente apenada de lo que podría expresar por la resistencia del señor Fyne. Siempre hemos sido de la misma opinión en todos los casos. Y que precisamente debamos diferir ahora, sobre una cuestión que tan de cerca afecta a mi hermano, ha sido para mí una dolorosísima sorpresa —con la mano hizo tintinear la cucharilla bruscamente, como si hubiese sido un movimiento involuntario—. Es totalmente intolerable —añadió intempestivamente; intolerable, claro está, para la propia señora Fyne. Supongo que, en el fondo, tenía nervios como los de cualquier otra mujer.

»En el porche, donde Fyne había buscado refugio en compañía del perro, se había hecho el silencio. Lo tuve por prueba de sobrada sagacidad, y no me refiero en modo alguno al perro, que era un idiota de tomo y lomo.

»—Es su deseo interferir en el asunto al precio que sea… —dije. La señora Fyne hizo un levísimo asentimiento—. Bien, pues… Por mi parte… No sé qué decir, pues desconozco cómo están las cosas ahora mismo. Ha recibido usted carta de la señorita De Barral, ¿qué es lo que dice en su misiva?

»—Pide que le sea enviada su valija a su dirección en la ciudad —musitó la señora Fyne con evidente reluctancia, y calló. Esperé un poco… y estallé.

»—¡Muy bien! ¿Y qué sucede? ¿Cuál es el problema? ¿Su marido se opone a eso? ¿Me está diciendo que es su deseo que se apodere usted de las ropas de la jovencita?

»—¡Señor Marlow, por favor!

»—¡Vamos a ver! Me habla usted de una sin duda dolorosa diferencia de opinión con su marido, y cuando le pido que me amplíe en lo posible la información a tal respecto, me viene usted con una simple valija. Y hace sólo unos instantes que me reprochaba usted mi falta de seriedad. Por eso me pregunto quién es, de nosotros dos, el que obra ahora con la mínima seriedad.

»Sonrió débilmente y en tono afectuoso, por lo cual comprendí a renglón seguido que no pensaba de ninguna manera mostrarme la carta de la muchacha, dijo que no cabía ninguna duda de que la carta desvelaba un entendimiento al que habían llegado el capitán Anthony y la propia Flora de Barral.

»—¿Qué entendimiento? —la presioné—. ¿Es un simple entendimiento, como dice usted, un compromiso matrimonial en toda regla?

»—No hay tal compromiso… Al menos por ahora —dijo con toda nitidez—. En esa carta, señor Marlow, se expresa con una enorme vaguedad. Por eso…

»La interrumpí sin ceremonias.

»—Todavía tiene usted la esperanza de interferir en el asunto con una mínima eficacia, ¿no es así? ¿Me equivoco? ¿Qué tal le habría sentado a usted, me pregunto yo, que alguien se hubiese propuesto interferir en sus planes y los del señor Fyne en la época en que el entendimiento existente entre ustedes dos podría aún haberse descrito con una cierta vaguedad?

»Hizo un movimiento inequívoco de pasmada indignación. Y con un tono de perfecta sinceridad me gritó:

»—¡Pero es que de ninguna manera se trata de un caso similar! ¿Cómo se atreve usted a decir tal cosa?

»Desde luego, ¿cómo pude decir tal cosa? La hija de un poeta y la hija de un convicto nunca son comparables, y menos respecto de las consecuencias de sus comportamientos respectivos, aun cuando en sus destinos pueda existir una cierta similitud. Entre tales consecuencias pude percibir la existencia de parientes de todo punto indeseables para sus queridísimas y muy sanas hijas, de la cual podría seguirse, en el futuro, algún que otro motivo de azoramiento.

»—¡No! ¡No puede usted decirlo en serio! —el rescoldo del resentimiento que embargaba a la señora Fyne se avivó de nuevo en llamas—. No habrá pensado usted…

»—Pues sí, sí, señora mía. Eso he pensado. Todavía estoy pensando. Incluso estoy intentando pensar como piensa usted.

»—Señor Marlow —dijo con gravedad—, créame. En realidad estoy pensando en mi hermano, que es quien me importa en todo este…

»Le aseguré que casi estaba seguro de que era cierto. Y es que no hay ley de la naturaleza que impida pensar en dos o más personas al mismo tiempo.

»—Ella le habrá contado ya todo lo referente a su persona, por descontado —dije.

»—Todo lo que se refiere a su vida —asintió la señora Fyne con un aire, pese a todo, de tener aún ciertas reservas que no me detuve a investigar.

»—¡A su vida! —repetí—. La pobre muchacha tiene que haber pasado días verdaderamente malos.

»—Horribles —convino la señora Fyne con una sencilla franqueza, que dijo mucho de su persona habida cuenta de las circunstancias, y con una calidez de tono que me hizo mirarla de nuevo con ojos de amigo—. Horribles, no, es poco decir. No puede usted imaginar siquiera de qué clase de vulgares individuos pasó irremisiblemente a depender… Sabe usted bien que su padre nunca se propuso verla con una mínima frecuencia mientras estuvo en libertad. Tras su detención, dio instrucciones para que un pariente suyo, la odiosa persona que vino a llevársela de Brighton, se ocupara de la niña y no la dejase acudir a la sala en que se celebró el juicio. Rehusó mantener con ella toda clase de contacto, oralmente o por escrito.

»Recordé lo que la señora Fyne me había contado anteriormente de la visión que tuvo, años antes, del señor De Barral agarrado a la niña, junto a la tumba de su esposa, y de los dos al caminar cogidos de la mano y observados por todos los transeúntes a la orilla del mar. Dos escenas dickensianas, preñadas de patetismo.

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