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PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 6. Flora

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Capítulo 6

Flora

»—Una prohibición harto singular —comentó la señora Fyne tras un breve silencio—. Se diría que de veras quería a la niña.

»Se había quedado perpleja. Pero supuse que habría podido ser sólo dictado de la pesadumbre y la cólera de un hombre sin conciencia de culpa, puesto en guardia para plantar cara a sus “hostigadores”, como él los llamaba; si no, podría haber sido el temor de una emoción más blanda, que debilitase su actitud desafiante; es posible, incluso, que fuese sacrificada obstinación por negar sus actos, para ahorrarle a la niña la visión de su padre en el banquillo de los infames, acusado de hacer trampas, condenado por estafador… y que con ello demostrase estar en posesión de cierta delicadeza moral.

»La señora Fyne no sabía qué pensar. Daba por hecho que podría haber sido simple muestra de insensibilidad. Pero cierto es que las gentes entre las que había ido a caer la niña, de delicadeza moral no tenían ni pizca. De eso sí que estaba segura. La señora Fyne no era capaz de intentar siquiera darme una idea aproximada de su abominable vulgaridad. Algo le había contado Flora, a veces, de la vida que llevó en aquella casona de allá, camino de Limehouse. Era increíble. Superaba la capacidad de comprensión de la señora Fyne. Era una especie de salvajismo moral que ella no habría considerado posible.

»Yo, por el contrario, lo creía muy posible. No me costó gran esfuerzo imaginar lo dolida y abandonada que tenía que haberse sentido la niña cuando fue recibida en aquella casona… Le habían tenido envidia por su pasado, a la vez que la habrían entregado inerme a las ternezas y caridades de individuos carentes de la más elemental finura de sentimiento, o pensamiento, incapaces de entender su tristeza, groseramente curiosos, dados a confundir su buena educación con simple desdén, su callado encogimiento con orgullo. La mujer del “odioso individuo” era estúpida, fatua, vanidosa. De las dos mozas de la casa, una era beata y la otra marimacho; eran las dos de mente desabrida, caso de podérseles atribuir mente de alguna clase. Los muy numerosos varones de la familia eran pesados y gruñones, o quizá pesados y jocosos. De toda la patulea, ni uno solo tuvo la humanidad necesaria para dejarla en paz. Al principio hicieron con ella grandes alharacas, de manera ofensiva y paternalista. La conexión con el gran De Barral bastó para satisfacer su vanidad incluso en el momento de la debacle. A Flora la llevaron a rastras a su altarcito particular, sea cual fuese, en donde la congregación la miró de arriba abajo, y dieron fiestas a las que invitaron a individuos como ellos, en las que la exhibieron con innoble complacencia. Flora no supo cómo defenderse de tanta molestia, de la insolencia y de las exigencias incesantes. Se resignó a malvivir entre ellos, víctima pasiva, temblorosa en todo momento, hecha un manojo de nervios, como si fuese una deficiente. Concluido el juicio, su situación aun fue a peor. A la menor ocasión, e incluso sin tenerla, la regañaban, se burlaban de su dependencia y sometimiento. La beata no dejaba de sermonearla a cuento de sus defectos; la marimacho la vilipendiaba de continuo, haciendo despectivas referencias a sus hazañas, e intentaba a todas horas enzarzarse con Flora en insensatas disputas a cuento del tal o cual “tío”. La madre apoyaba a las hijas sin dudarlo, añadiendo sus mezquinas, zahirientes apostillas. Debo decir que probablemente no se dieron cuenta de la fealdad de su conducta con ella. Se portaban con bajeza los unos con los otros, como si fuese lo más natural; sus disputas daban asco por sus motivos de origen, su talante, su espíritu de mezquino egoísmo. Esas mujeres, diríase, disfrutaban una enormidad con cualquier clase de trifulca, prestas en todo momento a conchabarse para hacerle las escenas más espantosas y la vida imposible a la infortunada niña, con los más nimios pretextos. En cierta ocasión Flora había sido reducida a la rabia y la desesperación, viendo lacerados sus más íntimos sentimientos; así, había obtenido una cruda visión de la más absoluta vileza a que puede rebajarse el común de los mortales… no diría yo que à propos de bottes, que así se expresaría de forma excelente en francés, pero sí a propósito de unas puntillas baratas, que alguien había cambiado de sitio, y que la marimacho estuviera pensando en coser en un camisón. Pues sí, tal fue una de las escenas más soeces, que por su reiteración hubieron de causar un deplorable efecto en el carácter todavía sin formar de la víctima sin duda más lamentable que hubiese dejado a su paso De Barral. Este detalle lo sé por la señora Fyne. La niña apareció en casa de los Fyne a las nueve y media de una noche fría y lluviosa. Había hecho el camino sin cubrirse la cabeza, creo yo, tal cual escapó de la casona, sita en algún paradero cercano a Poplar, hasta la vecindad de Sloane Square, sin hacer un alto, sin pararse a recobrar el aliento, siquiera a sollozar un instante.

»—Teníamos gente a cenar —dijo preocupada la hermana del capitán Anthony.

»Había oído la campanilla de la entrada y se preguntó qué podría ser. La doncella logró hablarle en un susurro, sin llamar la atención de los invitados. Los sirvientes se habían asustado por la irrupción de una niña asilvestrada, embarradas las faldas y pegadas las hebras de cabello empapado a sus pálidas mejillas. Sólo que ya la habían visto antes: no fue aquélla la primera ocasión, ni había de ser la última.

»Tan pronto pudo disculparse ante sus invitados, la señora Fyne subió a verla.

»—La encontré acurrucada en el suelo del cuarto de los niños, con la cabeza apoyada en la cama de mi hija menor. La mayor se había incorporado, y la miraba desde el otro lado del cuarto.

»No había más que una lámpara de noche encendida. La señora Fyne la levantó del suelo, la acompañó al vestidor del señor Fyne, al otro lado del rellano, junto a una chimenea que la secara y la hiciera entrar en calor. Tenía que volver a atender a sus invitados.

»Para los Fyne tuvo que ser una sorpresa desagradabilísima. Después subieron los dos juntos a interrogar a la niña. Ella se puso en pie de un brinco al sentirlos entrar. Se había soltado el pelo empapado; los ojos los tenía secos…, acalorados de rabia.

»Me imagino perfectamente al bueno de Fyne mostrándose solemnemente simpático, escuchando circunspecto la conversación, retirándose más solemne aún al dormitorio conyugal. La señora Fyne apaciguó a la niña; por fortuna había una cama que le fue preparada en el vestidor.

»—Y… después de todo, ¿qué otra cosa podía haber hecho? —concluyó la señora Fyne.

»Esta exclamación estereotipada, con la que quiso expresar toda la dificultad del problema y la presteza (en todo caso) de sus buenas intenciones, me hizo sentir, como otras veces, un mayor aprecio por ella.

»A la mañana siguiente, muy temprano, mucho antes de que Fyne tuviese que irse a su despacho, apareció el “odioso personaje”, puede que no exactamente por sorpresa, pero pese a todo de forma alarmante, aunque sólo fuese por la prontitud de su acción. Por lo que la propia Flora había referido a la señora Fyne, parece ser que sin resultar muy perceptiblemente menos “odioso” que el resto de la familia, de forma más bien misteriosa había interpuesto su autoridad por mor de proteger a la niña. “No es que yo le importe”, explicó Flora. “Estoy segura que no. No podía soportar la idea de caerles bien a algunos de ellos. De haber pensado que a él le gustaba, habría preferido ahogarme antes que volver con él”.

»Claro está que había ido dispuesto a llevarse a “Florrie” consigo. La escena tuvo lugar en el comedor: el desayuno interrumpido, los platos enfriándose, las tostadas del bueno de Fyne cada vez más correosas, el propio Fyne de pie, de espaldas a la chimenea, el periódico sobre la alfombra, los sirvientes en la zona de servicio, la señora Fyne rígida en su asiento, con la niña sentada a su lado… y el “odioso individuo”, que se había presentado de golpe y porrazo, sin apenas mediar saludo, mirando alternativamente a Fyne y a la señora Fyne como si por dentro le hiciese gracia algo que supiera de ellos dos, dio comienzo entonces, irónicamente, a su discurso. No pidió disculpas por haber molestado a Fyne y a su “buena señora” en pleno desayuno, pues de sobra sabía que no deseaban aguantarla (aquí un gesto hacia la niña) más de lo que pudieran evitarse. Se había personado tan pronto había podido, pues también tenía asuntos que atender. No era que ganase un sueldo apabullante (aquí traspasó a Fyne con la mirada) por pasar el rato en un suntuoso despacho. Ni mucho menos. Había llegado a ser capataz de cuadrillas, y tenía que dar buen ejemplo.

»Creo que el sujeto se daba cuenta, y disfrutaba en silencio, de la consternación que su presencia había sembrado en los corazones del señor y la señora Fyne. La señora Fyne me confesó que los tres habían permanecido inmóviles y en silencio. Se volvió con brusquedad hacia la niña. “¿A qué estás jugando, Florrie? Más te valdría dejarte de bobadas. Si esperas que me trote Londres de punta a cabo cada vez que te metes en un quítame allá esas pajas con tu tía y con tus primas, estás muy equivocada. No me lo puedo permitir”.

»Un “quítame allá esas pajas”…, fue una de esas definiciones como para quedarse sin respiración, teniendo en cuenta que palabras como “convicto” y “pobre de misericordia” habían salido a relucir momentos antes de que Flora de Barral huyese como un alma en pena de la disputa aquella del lazo de encaje. Sí señor: exactamente esas palabras. Al menos, eso había dicho la niña a la señora Fyne la noche anterior. Lo del “quítame allá esas pajas”, en relación con su versión de los hechos, tuvo un peculiar sabor, un efecto paralizante. Nadie hizo ni un ruido. El pariente de la familia De Barral pasó sin interrupción a desplegar su magnanimidad. “Tu tía me ha dicho que te diga que lo siente. ¡Ahí tienes! Y Amelia (la marimacho) no te volverá a incordiar; de eso me encargo yo. Por éstas, que son cruces. Contenta deberías estar, y darte con un canto en los dientes. No te olvides en qué situación estás…”.

»Encorajinado por la absoluta quietud que reinaba en la sala, se dirigió a la señora Fyne con estólida desfachatez.

»—No, si es lo que yo digo, que la gente debería tener buen perder. Y ésta no aguanta que la chafen. Siempre va por ahí dándose aires de grandeza, la muy… No aguanta ni una gracia, y además viniendo de gente por lo menos tan buena como quiere parecer la muy… Sí, señora: somos gente sencilla. Y eso no nos gusta nada; por eso empiezan siempre los líos.

»Insensible a la pétrea mirada de los tres pares de ojos que lo escrutaban, que, si hay que hacer caso de los cuentos que se contaban en mi niñez sobre ciertos poderes de la mirada humana, tendrían que haber bastado para amansar a un tigre, el descarado industrial del East End hincó los colmillos, hablando en términos figurados, sobre la pobre criatura, dispuesto a llevarse su presa a rastras hasta su cubil, para deleite de sus cachorros de ambos sexos.

»—Tú tía ha tenido la buena idea de recordarme que trajese tu abrigo y tu sombrero. Te esperan ahí fuera, en el coche.

»La señora Fyne miró por la ventana con gesto mecánico. Ante la cancela, bajo un cielo lloroso, aguardaba un coche de punto, el cochero con su cónico capote y su sombrero de lona encerada, chorreando agua. El caballo, empapado, parecía haber sido pescado, medio inconsciente, de un estanque. La señora Fyne sintió cierto alivio al ver tan miserable espectáculo lejos de la sala en que la voz del jovial visitante resonaba con vulgares inflexiones, exhortando al cordero descarriado que regresara al delicioso aprisco que lo estaba esperando.

»—Venga, Florrie, muévete, que no tenemos todo el día.

»La señora Fyne escuchó estas palabras sin apartar la vista de la ventana. Fyne, de pie sobre la alfombrilla que resguardaba la chimenea, tuvo que atender y que mirar también al visitante. No pienso aventurar ninguna conjetura sobre la verdadera naturaleza del suspense. La propia bondad de los Fyne hubo de tornarlo angustioso. La muchacha tenía ambas manos sobre el regazo; había agachado la cabeza, como si estuviese concentrada en muy hondos pensamientos, mientras el otro siguió largando una especie de homilía. En ella aprovechó para hacer una dura condena de la ingratitud, amén de apuntar cuán pecaminoso puede ser y es de hecho el orgullo, sin olvidar el detalle proverbial de que “siempre precede a la caída”. Hubo también alguna que otra observación de mal gusto sobre el peligro de darse aires de grandeza y las desventajas que tiene un carácter demasiado vivo. Suele disponer a los mejores amigos en contra de uno mismo. “Y si hay en este mundo alguien necesitado de amigos, ésa eres tú, niña mía”. Llegó a invocar incluso el respeto elemental que se debe a la autoridad paterna. “Nada más darse cuenta de la que se le venía encima, tu padre me escribió diciéndome que me hiciese cargo de ti, no lo olvides. Sí, fue a mí a quien acudió, a un hombre de a pie, y no a sus acomodadas amistades del West End. Eso no se lo salta ni un burro. Y un padre es siempre un padre; lo de menos es el lío en que se haya podido meter. No irás a renegar ahora de tu padre, ¿o sí?”.

»Tuvo que ser difícil precisar si esta intervención fue más cruel que absurda o más absurda que cruel. La señora Fyne, con la finura de oído que tienen algunas mujeres, creyó detectar una intención burlesca en el tono mezquino y untuoso de sus palabras, algo más vil sin duda que la mera crueldad. Miró por encima del hombro y vio que la muchacha se llevaba ambas manos a la cabeza, para dejarlas caer después nuevamente sobre el regazo. Fyne, ante el fuego de la chimenea, era como la víctima de un impío encantamiento: habíase quedado sin libertad de movimientos, sin habla, pero estaba obviamente asaeteado por el dolor. Fue una breve pausa, se hizo un perfecto silencio, y ese “odioso elemento” (tuvo que haber sido un individuo realmente notable en su género) dio rienda suelta al sarcasmo.

»—¿Y bien? —un nuevo silencio—. Si ya has arreglado con la señora y el caballero aquí presentes lo de tu alojamiento y manutención, mejor será que lo digas bien clarito, porque no tengo gana ninguna de entrometerme en un negociete en el que nadie me ha pedido nada. Claro que… me pregunto cómo se lo tomará tu padre cuando salga… ¿O es que no esperas que salga un día u otro?

»En ese momento, me dijo la señora Fyne que su mirada se cruzó con la de la niña. Vio en sus ojos algo que le hizo cerrar los suyos. También le entraron ganas de taparse los oídos. Se abstuvo, pese a todo, y el “hombre de a pie” pasó con impresionante versatilidad del sarcasmo a la velada amenaza.

»—Así que ya está hecho, ¿eh? Pues muy bien. Antes de marcharme, déjame que te pregunte, niña mía, si al renegar de nosotros no te das cuenta de que, a lo peor, eso puede que sea muy perjudicial para tu padre. Piénsalo bien…

»Observó a su víctima con aire de taimado misterio. Ella se puso en pie de un brinco, tan de repente que él mismo se sobresaltó. También se puso en pie la señora Fyne, y hasta el encantamiento que atenazaba a su marido desapareció de golpe. Pero la niña volvió a sentarse, y movió la cabeza para mirar a la señora Fyne. Esa vez no hubo un encuentro accidental de dos miradas furtivas. Hubo en cambio una deliberada comunicación. Al preguntarle yo por la naturaleza de la misma, la señora Fyne dijo no saberlo. “¿Fue una súplica?”, sugerí. “No”, dijo. “¿Hubo entonces miedo, cólera, abatimiento, resignación?”. “¡No! ¡No!, nada de eso”. Pero sí que se había asustado, volvió a recordarlo. Desde entonces dio en imaginar que era capaz de detectar el reflejo multiplicado de aquella mirada en los ojos de Flora, hasta cuando más atenta estaba, cuando la veía casualmente, e incluso en sus ojos de gratitud, en la expresión de sus más dulces estados de ánimo.

»—Luego tiene también sus momentos de dulzura… —expuse con verdadero interés.

»La señora Fyne, muy emocionada por sus recuerdos, no hizo caso de mi requisitoria. Toda su energía mental habíase concentrado por entero en la naturaleza de aquella mirada memorable. Es tradición general de la humanidad que las miradas ocupan un lugar muy destacado en la forma que tienen las mujeres de expresarse. La señora Fyne estaba intentando con toda su honestidad darme al menos una idea, puede que tanto para satisfacer su propia intranquilidad como mi curiosidad. Tenía fruncido el ceño, tal como hacen los niños algunas veces (es delicioso que las mujeres tan a menudo recuerden físicamente a un niño inteligente; me refiero a las más hoscas, a las más furiosas, a las más vilipendiadas incluso, pues todas tienen algo aniñado en sus facciones). Tenía fruncido el ceño, como iba diciendo, y yo había empezado a esbozar una vaga sonrisa cuando se salió con algo totalmente inesperado.

»—Fue espantosamente burlón —dijo.

»Supongo que debió darse por satisfecha por mi repentina gravedad, pues me dedicó una mirada amiga.

»—Sí, señora Fyne —dije ya sin sonreír—, entiendo. Habría sido espantoso hasta en el teatro.

»¡Ah! —me interrumpió; creo que su cambio de actitud, para cruzarse de brazos otra vez, obedeció al intento de dominar un estremecimiento—. Sólo que no fue en el teatro, por desgracia, ni se echó ella a reír.

»—Sí, tuvo que ser espantoso —asentí—. Y en definitiva, supongo, tuvo que marcharse. ¿No dijo usted nada?

»—Ni una palabra —replicó la señora Fyne—. Toqué la campanilla e indiqué a una de las criadas que saliese a traerle el sombrero y el abrigo del coche. Y aguardamos.

»Dudo mucho que nunca se haya dado espera semejante, salvo, si acaso, en una cárcel, durante el amanecer de un día de ejecución. La criada apareció con el sombrero y el abrigo, todavía como al amanecer de un día de ejecución, cuando al reo, tengo entendido, se le ofrece un desayuno, ya que la señora Fyne estaba angustiada y deseosa de que la palidísima niña probase al menos algún bocado y tomase algo caliente (caso de que pudiera), antes de salir de su casa y emprender un trayecto interminable, a la intemperie, con el cortante frío y la lluvia en la cara, a bordo de un incómodo coche. La señora Fyne por fin rompió aquel silencio horroroso. “De veras, tienes que intentar comer algo”. Se lo dijo con toda su resolución. Y se volvió hacia el “odioso individuo” con idéntica determinación. “Quizá quiera usted sentarse y tomar también una taza de café”.

»El muy digno “capataz” tomó asiento. Podría haberle desconcertado el tono perentorio de la señora Fyne, ya que nada hizo ella por conciliar los ánimos. Tomó asiento de modo provisional, como quien se encuentra contra su voluntad en dudosa compañía. Aceptó de mala gana la taza que le sirvió la propia señora Fyne, dio con reticencia dos o tres sorbos y dejó la taza sobre la mesa, como si hubiese alguna contaminación moral en el café de aquellos “ricachones”. Entretanto, miró reiteradamente, con misteriosa inexpresividad, al pequeño Fyne, quien deduzco que se quedó sin desayuno aquella mañana. Tampoco desayunó la niña. Ni siquiera movió las manos del regazo, hasta que su tutor oficial se levantó, dejando la taza a medias.

»—Muy bien, pues. Si no piensas aprovechar la amable oferta de esta señora, mejor será que te lleve a casa ahora mismo, que me queda mucha faena por hacer durante el resto del día.

»Pasados otros cuantos minutos sordos, plomizos, mientras Flora se ponía el abrigo y el sombrero y los Fyne seguían sin moverse y sin decir palabra, vieron marcharse a los dos.

»—Ni siquiera se volvió a mirarnos —dijo la señora Fyne—. Flora se limitó a seguirlo. Nunca había tenido una visión tan aplastante de la miserable dependencia de las niñas… y de las mujeres. Fue un caso extremo. Un joven, en cambio, un varón, habría preferido irse a picar piedra, o de peón caminero, o alistarse en el ejército… o cualquier cosa por el estilo.

»Era verdad. Las mujeres no pueden echarse a vagar por montes y por valles para buscarse la vida, por más que estén en juego la dignidad, la independencia o la existencia misma. Pero lo que me llevó a interrumpir el discurso de la señora Fyne fue la profunda sorpresa que me produjo el hecho de que el respetable ciudadano se mostrase deseoso de cobijar en su casa, casi a cualquier precio, a la pobre muchacha para la que parecía no haber sitio en este mundo. Más que deseoso, ya digo, parecía ansioso. No pude, por tanto, dar crédito ninguno a la generosidad de sus impulsos, pues me pareció obvio, por todo lo que había sabido, que, diciéndolo con suavidad, no era ni mucho menos una persona impulsiva.

»—Debo confesar que no consigo entender sus motivos —exclamé.

»—Eso mismo es exactamente lo que le extrañó a John al principio —dijo la señora Fyne. Habíamos llegado a un punto en que la intimidad, ya que no la confidencia, había brotado espontáneamente entre nosotros de modo que se permitió llamar John a su esposo mientras duró nuestra conversación—. Bien sabe usted que no dijo esta boca es mía en ningún momento —prosiguió—. No le echo en cara su contención; al contrario. ¿Qué podría haber dicho? Me di cuenta de que estuvo observando al individuo muy a fondo, pensativamente.

»—Así que el señor Fyne estuvo escuchando, observando, meditando —dije—. Excelente manera de llegar a una conclusión. Y… ¿puedo preguntarle a qué conclusión logró llegar? ¿Sobre qué fundamento dejó de extrañarse ante cuestión tan inexplicable? Yo al menos no puedo admitir la humanidad del individuo como explicación suficiente. Eso sería una monstruosidad.

»No fue nada de eso, me aseguró la señora Fyne no sin un ápice de resentimiento, como si yo hubiese puesto en duda la perspicacia de su esposo. Con notable sensatez, Fyne se había propuesto realizar mentalmente la tarea de averiguar qué intereses pudieran guiar al personaje. Yo no le habría creído capaz de cinismo semejante. Supuso que para las personas de esa calaña (dejando a un lado todo temor de índole religiosa o la vanidad de una conducta intachable), el dinero, y no ya la riqueza desmedida, sino sólo una pequeña cantidad de dinero, es la única medida de la virtud, de toda conveniencia, de toda sabiduría, de casi todas las cosas. Pero la niña estaba en la indigencia absoluta. El padre estaba en la cárcel, tras haber sufrido la catástrofe más completa, terrible y deshonrosa de los tiempos modernos. Y entonces a Fyne se le ocurrió que ésa era la cuestión. ¡La debacle, la polvareda levantada por los millones desaparecidos en el aire! ¿Sería posible que todo se hubiese volatilizado, todo, hasta el último penique? ¿No quedaba en algún lugar algo palpable, algún fragmento del edificio que se hubiese salvado de la quema?

»—¡Eso es! —había exclamado Fyne, sobresaltando a su esposa con la explosión que puso fin al rato en que permaneció con los labios sellados, menos de media hora después que partiese el primo de De Barral con la hija del susodicho. Seguían en el comedor, muy cercana ya la hora en que debía salir y hacer frente a los elementos para poner, un día más, su trabajo al servicio de su nación. Todo cuanto pudo decir de momento para elucidar su salida de tono, tan ajena a su plácida solemnidad de costumbre fue:

»—Ese tío se imagina que De Barral se ha reservado parte del botín, y que la tiene guardada a buen recaudo.

»Siendo ésta la teoría a la que había llegado Fyne, su comentario fue que no pocos individuos que se habían declarado en bancarrota sí habían tomado, se sabía de seguro, tal precaución. Luego era posible que De Barral hubiera hecho lo mismo. Fyne fue tan lejos en su despliegue de cínico pesimismo que incluso dio en considerarlo extremadamente probable.

»Explicó largo y tendido a la señora Fyne que De Barral, desde luego, nunca había desvelado a nadie sus secretos y confidencias. Con todo, su bestial pariente había llegado, en su bajeza, a esa misma suposición. Era egoísta, y lamentable por su estupidez, bien que evidentemente albergase la idea de reclamar los servicios prestados a De Barral tan pronto saliera de la cárcel, so pretexto de “haber cuidado” (así se expresaría seguramente) de su hija. Acariciaba esta esperanza en secreto, y es de suponer que incluso la hubiese ocultado a su mujer.

»Lo vi con toda claridad. Esa suposición, en la que había terminado por creer con fe ciega, daba cuenta del aire de misterio que se dio al entrometerse en favor de la niña. Era el único protector que ella tenía. Y era como si Flora estuviese destinada a vivir rodeada siempre por traiciones y mentiras, que ahogarían todo impulso de mejora, toda instintiva aspiración de su alma hacia la confianza y el amor. Habría sido más que suficiente para arrinconar incluso a una naturaleza espléndida como la suya en la locura de la sospecha universal, o en cualquier otra locura. No sé hasta dónde puede acompañarnos el sentido del humor. Puede que hasta el pie del cadalso. Pero a juzgar por el recuerdo que yo guardaba de Flora de Barral, mucho me temí que no tuviese demasiado sentido del humor. Había llorado cuando la abandonó el ridículo perro de los Fyne. Y el animal estaba sin duda libre de toda duplicidad. Era franco, simple, absurdo. La indignación de la muchacha por su nada hipócrita conducta había sido graciosa, risible incluso, y sin el menor atisbo de ironía.

»Bien puede imaginar que no tenía yo demasiadas ganas de reanudar la discusión sobre la justicia, conveniencia, efectividad y lo que fuera, respecto del viaje de Fyne a Londres. No es que hubiese abandonado al pequeño Fyne, que sabiamente seguía fuera, con el perro. (Estaban asombrosamente tranquilos ahí fuera. ¿Podían haberse dormido acaso?). Lo que sentí fue que mi sagacidad y mi propia conciencia no saldrían indemnes de la batalla. Y no hay hombre deseoso de exponerse voluntariamente a sufrir un daño moral. No quería librar una guerra con la señora Fyne. Hubiese preferido saber algo más de la chica, así que dije…

»—Y entonces se marchó con el respetable rufián…

»La señora Fyne se encogió levemente de hombros.

»—¿Y qué otra cosa podría haber hecho?

»Me mostré de acuerdo con ella, con otro gesto de resignación. No habría sido fácil, no, que una muchacha como Flora de Barral se hubiese convertido en obrera de una fábrica, en patética costurera o en camarerita. No habría sabido por dónde empezar. Estaba cautiva en un destino despiadado y mezquino. Y no había en ella mezquindad suficiente para arrostrarlo. Hay que hacer notar que buen número de personas nacen curiosamente inadaptadas al destino que les aguarda en la tierra. Como no pretendo que piense que me estoy mostrando injustamente parcial y favorable a la niña, digamos que decididamente no logró hacerse querer entre los miembros de aquella familia tan sencilla, virtuosa y, creo yo, abstemia. Tengo la convicción de que hasta un ángel habría fallado igual que ella. De nada servirá que entremos en los detalles; baste, pues, decir que antes de fin de año volvió a llamar a la puerta de los Fyne.

»Esta vez la acompañó un joven corpulento. Su cara, alargada y pálida, era toda una sonrisa inane, agriada por el fastidio. Vestía ropas nuevas, y la indescriptible sofisticación del corte, un género en el que antes nunca se había fijado, asombró a la señora Fyne, que había salido al vestíbulo con el sombrero puesto, ya que se disponía a asistir al recital que una pianista nueva en la región daba en casa de una amiga. El joven que se dirigió a la señora Fyne le rogó con descaro que “no permita que esa tontuela vuelva con nosotros nunca más”. Dijo que en su casa no hubo más que “fricciones” por culpa suya durante las tres últimas semanas. Todos los miembros de la familia estaban hartos de corazón de tantas querellas. El patrón le había encargado llevar a Flora a esa dirección y decir a la señora y al caballero que hiciesen con ella lo que les diera la gana. La pequeña ingrata no tenía la sesera suficiente para apreciar una sencilla y honesta casa inglesa, luego más valía que se largase.

»El joven y achulado individuo se sentía vejado por aquel trabajito que su patrón le había encargado. Por ello había tenido que faltar a una cita que tenía aquella misma tarde con una damisela con la que por cierto estaba prometido. Tenía la intención de volver corriendo e intentar verla al menos un rato antes que anocheciera “aunque tuviese que reventar”. “Adiós, Florrie; que te vaya bien. Espero no volver a verte la jeta nunca más”.

»Dicho esto, salió corriendo con prisas de amante, dejando abierta la puerta de par en par. La señora Fyne no supo qué decir. Se había quedado de una pieza; tanto, que se quedó casi sin respirar. Pero tuvo la presencia de ánimo suficiente para agarrar del brazo a la joven cuando también ésta salía corriendo a la calle, con las prisas, supongo, de la desesperación, para acudir a quién sabe qué trágico encuentro.

»—La detuvo usted con sus propias manos, señora Fyne —dije—. Doy por hecho que pretendía marcharse. Esa muchacha no es ninguna comediante… si no me propaso en mi juicio.

»—Pues sí. Hube de emplear la fuerza para conseguir que entrase casi a rastras.

»A la señora Fyne no le costó ningún esfuerzo explicarme la verdadera situación.

»—Verá usted. Yo estaba a punto de salir cuando llegaron los dos. Así que cuando se fue corriendo el desagradable joven, me encontré a solas con Flora. Lo único que pude hacer fue retenerla en el vestíbulo y llamar a las criadas para que vinieran a cerrar la puerta.

»Tal como tengo por costumbre, por debilidad o por don, que no lo sé, visualicé la historia por mi cuenta. Es algo que de veras no puedo evitar. Y ver a la señora Fyne vestida para asistir a una función vespertina bastante especial, en pleno combate cuerpo a cuerpo con una jovencita de pálido rostro y ojos desorbitados ejerció en mí cierta dramática fascinación.

»—Es increíble —murmuré.

»—¡Oh! Pues no le quepa duda que luchó —dijo la señora Fyne. Comprimió los labios un instante—. En cuanto a que sea una comediante —añadió—, eso es harina de otro costal.

»La señora Fyne había vuelto a adoptar su postura de brazos cruzados. Vi ante mí a la hija del refinado poeta, aceptando la vida en conjunto, con sus inevitables condiciones respecto de cuál sea el primero, si el instinto de supervivencia o el egoísmo de todos los seres vivos.

»—Lo cierto sigue siendo, no obstante, que usted, dicho con sus propias palabras, tuvo que meterla en casa a rastras —insistí con tono jocoso, pero con muy seria intención.

»—¿Qué otra cosa podría haber hecho? —exclamó la señora Fyne casi con cómica exasperación—. ¿Me reprocha usted que fuese demasiado impulsiva?

»Y siguió explicándome que nada de eso, protestando por tal imputación. Una de las recomendaciones que siempre hacía con insistencia (imagino que a sus amiguitas) era guardarse de los impulsos. ¡Siempre! Claro que no pude estar presente y ver qué cara puso Flora. De haberla visto, seguramente me obsesionaría aún hasta el día de hoy. Nadie, a menos que fuese con un corazón abierto, habría dejado que un ser humano con un rostro como el de ella echase a correr por las calles.

»—Y a usted, señora Fyne, ¿no le obsesiona? —pregunté.

»—No, ahora no —respondió en tono implacable—. Es posible que, si la hubiese dejado marchar, sí me obsesionase… Pero no me interprete mal; no estoy diciendo que ella hiciese una comedia, porque tras resistirse en un principio terminó por quedarse. Se rindió muy de repente. Cayó en nuestros brazos, en los míos y los de la criada que acudió en respuesta a mi llamada, y…

»—Y se cerró la puerta —terminé la frase a mi manera.

»—Sí, se cerró la puerta —la señora Fyne bajó y levantó la cabeza lentamente.

»No le pregunté por los detalles. De lo que sí estoy seguro es de que la señora Fyne no acudió a la función musical de aquella tarde. Sin duda ninguna, hubo de sentirse muy molesta por tener que renunciar al privilegio de escuchar en privado a una interesantísima pianista que después se ha convertido en una concertista de renombre. La señora Fyne no osó salir de la casa. En cuanto a los sentimientos del pequeño Fyne cuando llegara a casa de su despacho, pasando antes por su club, no dispongo de ninguna información. Sí me atrevo a afirmar que fueron un conjunto de sentimientos de afecto, aunque cabe también la posibilidad de que en el primer momento de sorpresa hubiese tenido que acallar uno o dos improperios.

»La historia se resume en que al día siguiente los Fyne tomaron la decisión de confiar su atribulado secreto a una dama ya bastante mayor y acaudalada. A ciertas viejas damas, el paso de los años trae de nuevo una suerte de tierna y juvenil disposición sentimental, una visión optimista de las cosas, un gusto por la novedad, un amor por el experimento. La anciana señora se mostró muy interesada: “¡Permítanme ver a la pobrecita!”. En consecuencia, se le permitió conocer a Flora de Barral en el salón de la señora Fyne, un día en que no estaba nadie más, y he aquí que habló con ella con autoridad y simpatía: “La única forma de lidiar nuestras penas, querida niña, es olvidarlas. Tú tienes que olvidar las tuyas. Es así de simple. Fíjate en mí. Yo siempre olvido mis penas. Las niñas de tu edad han de estar contentas”.

»A solas con la señora Fyne, poco después, le dijo lo siguiente: “Ojalá que la niña se las apañe y se muestre contenta. A mi edad, lo que se necesita es tener compañía animada y contenta”.

»Y con esta esperanza se llevó a Flora de Barral a Bournemouth, a pasar los meses de invierno, donde haría las veces de lectora y dama de compañía. Le dijo con jovial cordialidad: “Nos lo pasaremos muy bien las dos juntas. Yo no soy una vieja gruñona, ya lo verás”. Pero nada más regresar a Londres buscó a los Fyne de inmediato. Había descubierto que Flora no era de natural alegre. Cuando se esforzaba por serlo, sólo conseguía que todo le saliese peor. La anciana señora no pudo soportar esa tensión. Además, por decir las cosas sin pelos en la lengua, no toleraba tener por acompañante a nadie que no la quisiese. Estaba segura de que Flora no la quería. ¿Y por qué? No sabía explicarlo. Sobre todo, había sorprendido a la muchacha mirándola de forma muy peculiar en varias ocasiones. No, no es que fuese mal de ojo ni nada por estilo, sino una expresión insólita, imposible de entender. Y cuando recordaba que su padre estaba en prisión, encerrado junto con un hatajo de criminales y todo lo demás… le hacía sentirse muy incómoda. ¡Si la niña hubiese intentado al menos olvidar sus penas…! Pero era obviamente incapaz de olvidar, o puede que no quisiera olvidar. Y eso era algo sin duda perverso, ¿o no? De modo que, en suma, mejor sería si…

»La señora Fyne asintió en seguida, sin ganas de oír siquiera la conclusión.

»—Oh, desde luego, desde luego que sí —preguntándose qué se podría hacer con Flora a renglón seguido; con todo, no le sorprendió en demasía que la anciana señora hubiese cambiado así su apreciación de Flora de Barral. En el fondo, casi la entendía.

»Acto seguido llegó el turno de una familia alemana, conocida de uno de los colegas de Fyne en el Ministerio del Interior. Flora, la de las enigmáticas miradas, fue despachada con esta familia sin mayores contemplaciones. Como no se consideró absolutamente necesario ponerles al corriente de la historia con todo lujo de detalles, la familia no contó con que la muchacha fuese especialmente alegre, ni tampoco tuvo que sentirse indebidamente desazonada por la indescriptible calidad de sus miradas. La mujer alemana era bastante corriente; tenía dos hijos a su cuidado, digo yo que también bastante corrientes; Flora, entiendo yo, fue muy atenta y considerada con ellos. Si algo llegó a enseñarles debió ser por pura inspiración, ya que de enseñanza no tenía ni idea. Pero lo que de ella se exigía era más que nada “conversación”. Flora de Barral conversando con dos niños pequeños, alemanes, regularmente, industriosamente, con plena constancia de hacerlo, para seguir viva en un mundo que para ella encerraba un pasado que ya conocemos y un futuro de tonalidades más indeseables si cabe, se me antoja una muy fantástica panoplia. Pero no creo que le fuese demasiado mal. Según contó por carta, el cometido que debía cumplir actuaba sobre ella como una droga misericordiosa. Había aprendido a “conversar” de sol a sol, mecánicamente, ausente, como si estuviese en trance. ¡Arduo trance tuvo que ser! Sus peores momentos los pasaba a menudo en sus ratos libres, a solas, de noche, encerrada en su cuartito, sus apagados pensamientos cada vez más despiertos, hasta tener plena conciencia de su situación, como quien despierta en contacto con algo venenoso —una serpiente, por ejemplo— y experimenta un enloquecido impulso de arrojar el repugnante animal bien lejos y de correr chillando a esconderse donde sea.

»Durante este período de su existencia Flora de Barral escribía a la señora Fyne no con regularidad, pero sí con bastante frecuencia. Desconozco cuánto tiempo habría seguido Flora conversando e, incidentalmente, ayudando a supervisar los armarios roperos, bellamente repletos de sábanas de hilo, de aquella acomodada familia alemana, si el señor de la casa no hubiese dado en adquirir poco a poco, en los intervalos que le dejaban libres sus ocupaciones (era comerciante y, por tanto, un personaje de carácter concienzudamente casero), cierta similitud psicológica con la anciana señora de Bournemouth. Parece ser que también él pretendía ser amado a toda costa.

»No era, empero, de temperamento conquistador; era uno de esos libertinos ladrones de besos, un revienta-puertas. En su mismísimo salirse del camino de la virtud había seguido siendo un respetable comerciante. Puede que mejor hubiera sido para Flora, caso de tratarse de un mero animal. Al contrario, inició su siniestra empresa de modo sentimental, cauteloso, paternal casi; pensó que nada tenía que temer de una bella huérfana. La muchacha, pese a toda su experiencia, seguía siendo demasiado inocente; desde luego, todavía no era plenamente consciente de ser ya toda una mujer, con lo que no supo desconfiar como es debido de esas enmascaradas maniobras de aproximación. Lo cierto es que ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. A ella, el comerciante le pareció simpático: era la primera persona expresivamente simpática con que se había encontrado. Tan inocente era que no pudo entender la furia de la alemana. Y es que, como bien puede imaginar, las entendederas de la esposa no iban a dejarse engañar durante un tiempo prolongado, máxime siendo la mujer algo mayor que su marido. Éste, con esa especial cobardía que da la respetabilidad, no llegó a decir ni palabra en defensa de Flora. Aguantó a pie firme, sin inmutarse, el abusivo chaparrón de insultos que llovió sobre Flora, limitándose a asentir y a fruncir vagamente el ceño de vez en cuando. Para que se haga una idea del grado de inocencia de la muchacha, bastará decir que en un principio creyó que la tempestuosa andanada de indignadas recriminaciones era debida a que se había descubierto su verdadero nombre y su relación con un convicto. No en vano había viajado a Alemania con nombre supuesto, como si fuese una muy encarecidamente recomendada huérfana de honorable parentela. Su desazón, sus acaloradas mejillas, sus denodadas tentativas por expresar el arrepentimiento que le producía tal engaño, fueron tomadas, cómo no, por confesión de culpabilidad. “Únicamente has intentado meter de rondón en mi casa el deshonor y la ignominia. Encima te parecerá poco, descarada”, le espetó la alemana.

»¿Qué le parece el malentendido? Flora de Barral, que sentía la vergüenza en sus propias carnes aun sin creer en la culpabilidad de su padre, replicó agresivamente: “No obstante, soy tan honrada como pueda serlo usted”. Y la alemana a punto estuvo de tener otro ataque de rabia. “Haré que te echen a la calle de inmediato”.

»No es que a Flora llegasen a arrojarla a la calle, creo yo, aunque sí fue expedida como un bulto en el primer vapor que zarpó rumbo a Londres. ¿Le había dicho ya que la familia residía en Hamburgo? Bien, pues la mandaron al puerto ya avanzada una lluviosa tarde de invierno, en compañía de algún lacayo socarrón, o lo que fuese, que la trató con absoluta insolencia y la dejó plantada en un muelle, devorada de indignación, medio despeinada, temblorosa, fuera de sí y, por decir verdad, tan aterrada que poco faltó para que tuviese un ataque de histeria. De no haber sido por la valerosa azafata que, sin mediar pregunta, se hizo cargo de ella con gran amabilidad y la introdujo en el camarote de señoras, por fortuna desierto, de ninguna manera podría asegurarse que hubiese llegado sana y salva a Inglaterra. No sé si una tablilla habrá servido alguna vez para salvar a un náufrago de perecer ahogado, pero sí estoy seguro de que a veces basta una mirada de dulzura para que remita la desesperación. El suicidio, sospecho, es muy a menudo mero resultado del agotamiento mental y no un acto de energía desmesurada y liberada de golpe, sino un último síntoma del desmoronamiento total. Las apacibles y pragmáticas atenciones que le procuró la azafata del barco, sin parecer más consciente de la agonía de su alma que de un probable mareo, al referirle las condiciones climatológicas que a buen seguro iban a predominar durante la travesía —iba a ser una noche, al parecer, bastante movida—, al insistir con profesionalidad y sin perder un minuto, “permítame que la acomode ahí abajo, donde pueda entrar en calor, señorita”, fueron suficientes para disipar las fatídicas sombras que se habían congregado en torno al mortal agotamiento y al pensamiento desatinado que con frecuencia hacen de la idea de renunciar a la vida algo tan acogedor para los jóvenes. Flora de Barral se tumbó donde le indicó la azafata; es de suponer que incluso concilio el sueño. Sea como fuere, sobrevivió a la travesía del mar del Norte y pudo contárselo todo a la señora Fyne, sin ocultarle nada y sin recibir de ella ni un solo reproche, pues las opiniones de la señora Fyne, pese a su pedantería, eran harto liberales. Sostuvo, supongo yo, que una mujer tiene absoluto derecho a escapar a su manera de un mundo tan mal gobernado por los hombres, o que está en posesión de una excusa perfecta para hacerlo.

»Lo que conviene destacar es que incluso en Londres, habiendo dispuesto de tiempo para reflexionar, la pobre Flora seguía muy lejos de tener la mínima certeza respecto de la verdadera razón por la que había sido violentamente expulsada del hogar de los alemanes. Sólo acusaba la humillación del episodio con un resentimiento casi enloquecedor.

»—¿Y no la ilustró debidamente al respecto? —me atreví a preguntar.

»La señora Fyne se encogió de hombros como si filosóficamente, con resignación, aceptase todos los imponderables detestables, pero necesarios, de esta vida. Algo hubo que decirle, murmuró. Y sí, le había dicho a la muchacha lo suficiente para que llegase por su propia cuenta a la conclusión correcta.

»—¿Y lo entendió?

»—Sí, por supuesto. No es ninguna pavisosa —replicó la señora Fyne con sequedad.

»—Pues entonces su educación ha concluido —comenté no sin amargura—. ¿No cree usted que sería preciso darle una oportunidad?

»La señora Fyne entendió al vuelo lo que quise decir.

»—Pero no de esta índole —me espetó de manera muy femenina—. Me parece espléndido que suplique usted en su favor, pero yo no…

»—No es ninguna súplica, sino una simple pregunta. Me ha parecido natural preguntarle qué piensa usted.

»—Lo que importa es lo que siento. Y una no siempre es dueña de sus sentimientos. Posiblemente haya usted adivinado —añadió en tono más reposado— que me preocupa sobre todo mi hermano. Siempre hemos estado muy unidos; no nos llevamos una gran diferencia de edad. Le imagino sabedor de que él es algo más joven que yo. Siempre fue muy sensible, y de hábitos si acaso algo meditabundos. No tiene ningún sentido ocultarle a usted que ninguno de los dos fuimos demasiado felices en casa. Habrá usted oído que… ¿Si? Bueno, pues yo aún me sentí más desdichada, más dolida… No me importa decírselo. Él fue recogido por unos parientes lejanos de mi madre, gentes que según creo ni siquiera eran conocidos de mi padre. No quisiera juzgar sus actos, pero…

»En este punto interrumpí a la señora Fyne. Estaba al corriente. No es que Fyne fuese demasiado comunicativo, pero sí estaba orgulloso de su suegro, “Carleon Anthony, el poeta, ya sabe usted”. Estaba orgulloso de su celebridad, aun sin aprobar del todo su carácter. A cuento de ello, tengo razones de peso para creerlo, se había adherido con avidez a esa teoría según la cual el genio poético está emparentado con la demencia, de la que tuvo conocimiento por algún libro impresentable, lleno de idioteces, que todo el mundo había leído hace unos cuantos años[3]. Le sorprendió dicha teoría como si fuese la verdad misma, más esclarecedora que la luz del sol. La adoptó con devoción. A veces me aburría con todo ello. Una vez, sólo por hacerlo callar, le pregunté con toda calma si dicha teoría que en su opinión era tan incontrovertible no le inspiraba al menos una cierta inquietud por su esposa y sus queridísimas hijas. Me traspasó con una dura mirada de compasión y me requirió, con su solemne voz, que recordase el “hecho demostrado” de que el genio no es algo que se transmita de padres a hijos.

»Me limité a decir “Oh, así que no lo es”, y él dio por sentado que me había hecho callar con un argumento incontestable. De todos modos siguió hablando de su glorioso suegro, y durante el curso de esa conversación me contó cómo cuando los parientes residentes en Liverpool que tenía la difunta esposa del poeta lo interpelaron con toda naturalidad y le expresaron sus muy serias y fundadas preocupaciones, sugiriéndole una amistosa consulta sobre el futuro del chico, el poeta, enardecido (pero siempre refinado), escribió por respuesta una carta de cortesía, con gracejo, que ofendió mortalmente a los de Liverpool. Aquella ingeniosa salida de tono, dentro de lo que en realidad era rabiosa mortificación, les pareció tan despiadada que, simplemente, se quedaron con el chico. Le dieron autorización para hacerse a la mar no porque su presencia les molestase, sino porque suplicó reiteradamente que le dejasen embarcarse.

»—O sea que está usted al corriente —dijo la señora Fyne tras una pausa—. Bueno, pues yo me sentí muy abandonada. Y luego esa vida que eligió… tan extraordinaria, tan infortunada, si me permite decirlo así. Me sentí muy afligida, eso es. Me habría gustado que fuese un hombre distinguido… O que en todo caso permaneciese dentro de la esfera social en la que ambos tuviésemos intereses comunes, o conocidos comunes, pensamientos que poder compartir. No piense que me he distanciado de él, en absoluto, pero lo cierto es que no le conozco. Me hallé muy dolorosamente afectada cuando estuvo con nosotros, al darme cuenta de la inmensa dificultad que teníamos para encontrar un solo tema de conversación del que pudiésemos charlar juntos.

»Mientras la señora Fyne hablaba de su hermano, dejé que mis pensamientos vagasen y saliesen de la sala, para ir a parar a donde estaba el pequeño Fyne, quien al dejarme a solas con su esposa, por así decir, había fiado la paz de su hogar a mi honor.

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