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PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 6. Flora

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»—Pues entonces, señora Fyne, ¿no piensa usted que, teniendo en cuenta las circunstancias, lo más razonable sería dejar que su hermano cuide de sí mismo?

»—Suponga usted que tengo buenos motivos para pensar que precisamente mi hermano no puede cuidar de sí mismo en determinados casos —titubeó al decirlo de manera graciosa, con una timidez que suscitó mi interés—.

Los marinos —siguió— tengo entendido que son muy susceptibles —concluyó con forzado aplomo.

»Solté una carcajada que sólo aumentó la frialdad de su escrutadora mirada.

»—Ya lo creo que lo son. ¡Inmensa, irremediablemente susceptibles! Querida señora Fyne, más sensato por su parte sería renunciar a su empeño. Con esto no consigue más que hacer de su esposo un hombre tremendamente desdichado.

»—Igual de desdichada me siento yo. Ésta es realmente la primera diferencia que hemos tenido…

»—¿En lo tocante a la señorita De Barral? —pregunté.

»—En lo tocante a todo. Es verdaderamente intolerable que esta muchacha haya sido la causa desencadenante. De veras, pienso que él debería ceder.

»Volvió ligeramente la silla y, tomando el libro que había estado yo leyendo por la mañana, comenzó a pasar las hojas con aire ausente.

»Al no tener su mirada posada sobre mí, pensé que podía permitirme la libertad de salir. El ambiente, en mis dependencias, había empezado a ser desesperante para la paz doméstica del pequeño Fyne. Puede usted sonreír, pero para el solemne todas las cosas revisten solemnidad. Para darme cuenta de eso tenía yo sagacidad de sobra.

»Salí, pues, al porche. El perro dormitaba a los pies de Fyne. El hombre, pequeño y musculoso, estaba apoyado en el codo, y contemplaba los campos con aire abandonado. Volvió la cabeza velozmente, pero viéndome a mí solo recayó en su meditabunda contemplación de la verde campiña.

»—He salido a fumar un cigarrillo —dije en voz alta y con toda claridad, y me senté a su lado, en el banco de la entrada—. La tolerancia —apunté en voz baja— es virtud extremadamente difícil. Mucho más difícil que la compasión.

»Opté por no mirarlo. De sobra sabía yo que no iba a gustarle mi manera de entrar en materia. Las ideas globales no eran de su gusto. Desconfiaba de las generalidades. Prendí el cigarrillo, no porque me apeteciese fumar, sino por dar otro momento de consideración al consejo, al diplomático consejo que había tomado la decisión de soltarle de lleno, por más que fuese como un jarro de agua fría. Y proseguí en tono comedido.

»—Me lleva a expresar estos comentarios lo que he podido descubrir desde que nos dejó a solas. Lo sospeché desde el principio, pero ahora estoy seguro. Lo que su señora no puede tolerar de todo este asunto es que la señorita De Barral sea quien es.

»Hizo un movimiento, pero mantuve la mirada lejos de él y seguí a lo que iba.

»—Quiero decir… que se trate de una mujer. He podido hacerme una idea, yo creo que acertada, respecto de la actitud mental que tiene la señora Fyne en torno de la sociedad y sus injusticias, incluidas sus atroces o ridículas convenciones. En contra de todo ello, no hay acto, por audaz que sea, que su esposa rehúse sancionar. La doctrina que, según he podido colegir, mete a presión en las bellas cabecitas de sus jóvenes amigas e invitadas me parece casi destructiva. Es una especie de doctrina moral a hierro y a fuego. Hasta qué punto pueda ser una sabia lección, ah, no seré yo quien lo valore. No me permito juzgarlo. Pero me da la impresión de que sus deliciosas discípulas se abrasarán con las antorchas y se cortarán los dedos con las espadas que les facilita la señora Fyne.

»—Mi esposa defiende sus opiniones con enorme seriedad —murmuró Fyne de repente.

»—Desde luego, sin duda —asentí en voz baja, como antes—. Pero eso es mero ejercicio intelectual. Lo que me parece ver es que en su trato con la realidad la señora Fyne deja de ser por completo tolerante. Dicho con otras palabras, no puede perdonar que la señorita De Barral sea una mujer y que se conduzca como una mujer. Y, pese a todo, ello no sólo es razonable y natural, sino que es además su única posibilidad. Una mujer enfrentada al mundo no dispone de más recursos que de sí misma. Su único medio de pasar a la acción es ser la que es. Ya sabe lo que quiero decir.

»Fyne dijo entre dientes que lo entendía. Pero no pareció interesado. Lo que estaba esperando de mí era que lo desenmarañase de una difícil situación en la que se hallaba enredado. Desconozco qué grado de credibilidad puede atribuirse a lo que digo, sobre todo si se piensa en matrimonios no tan solemnes; para él, mantener con ella una abierta diferencia de parecer constituía un grave incidente. Poco menos que un desastre.

»—Da la impresión de que me importa un bledo lo que pueda ocurrirle a su hermano —dijo—. Y después de todo, si hay algo que…

»—¿Algo? ¿El qué? —empecé a impacientarme un poco, pero lo dije sin levantar la voz—. La posibilidad de verse en la obligación ineludible de cumplir trabajos forzados se parece al genio precisamente por no ser hereditaria. ¿Y qué otra cosa puede objetarse a la muchacha? Toda la energía contenida en sus más profundos sentimientos, que consumiría en vano en los peligros y fatigas de una lucha abierta contra la sociedad, bien podría convertirla en devoción y afecto por el hombre que le ofrece una vía de escape de lo que para ella sólo podría haber constituido una vida de continuas angustias morales. Y no hago mención de las dificultades puramente físicas.

»Mirando a Fyne por el rabillo del ojo descubrí que me prestaba atención. Comentó que todo eso debería habérselo dicho a su esposa. Fue un apunte sumamente sensato. Pero a la señora Fyne la había dado ya por imposible. Pregunté a Fyne si tenía acaso la impresión de que su esposa se proponía encomendarle una carta dirigida a su hermano.

»No. No lo creía posible. Existían diversos motivos por los cuales la señora Fyne no estaría deseosa de confiar sus argumentaciones al papel. El propio Fyne sería su depositario; a él le correspondería exponerlos. Pero no le cabía la menor duda de que si persistía en su negativa, ella tomaría la decisión de escribir.

»—No desea que vaya, a menos que sea con la absoluta convicción de que ella está en lo cierto —dijo Fyne con solemnidad.

»—Es una mujer muy exigente —comenté. Y me di cuenta de que estaba muy acostumbrada a serlo—. ¿No se podría contentar con menos, al menos por esta vez?

»—No estará usted insinuando que debería ceder… ¿O sí? —preguntó Fyne en un susurro de alarmada suspicacia.

»Como eso era exactamente lo que quise decir, dejé que todo le cayera encima por su propio peso. Se agitó, titubeante. Si puede acaso utilizarse la expresión aplicada a tan solemne personaje, diría que se retorció cual gusano. Y cuando tan espantosa convicción le hubo bajado, por así decir, a los talones, se quedó perfectamente inmóvil. Siguió sentado, contemplando pétreamente el espacio delimitado por las amarillentas, requemadas laderas del terreno que se elevaba unas dos millas más allá. En la cara del cerro se veía la blanca cicatriz de la cantera, en donde menos de dieciséis horas antes Fyne y yo habíamos recorrido a tientas el oscuro paraje, con la horrible aprensión de encontrar con nuestras propias manos el cuerpo destrozado de la muchacha. Sin duda ninguna que había echado a caminar muy cerca del borde del abismo, cortejando una siniestra solución. Y es que yo tenía además el recuerdo de mi encuentro con ella. Al haberse topado con un hombre gracias al más inesperado golpe de azar, pudo encontrar, sin embargo, otra manera de escapar del mundo. Ese mismo mundo estaba abierto a ella, sin darle cobijo, pan u honor. Lo mejor que podría haber encontrado en él habría sido una precaria limosna de compasión…, que iríase reduciendo año tras año. El atractivo de Flora, la niña abandonada, había sido irresistible para la simpatía de los Fyne. Pero ahora se había convertido en toda una mujer, y la señora Fyne había decidido oponer una cerrada resistencia frente a una transacción especialmente femenina. Podría decir, más bien, triunfalmente femenina. Cierto es que la señora Fyne no deseaba que las mujeres fuesen mujeres. Su teoría era que deberían convertirse en fuentes de molestias sin término, asexuadas y sin escrúpulos. En lo más profundo de su ser habitaba una teórica despechada. No se me alcanza de qué modo esperaba que Flora de Barral se salvase de tan mísera existencia como le había tocado en desgracia, pero estoy absolutamente convencido de que le habría resultado muchísimo más fácil perdonarle a la muchacha la comisión de un auténtico crimen; por ejemplo, del saqueo del escritorio de la anciana señora de Bournemouth. Por si fuera poco, pues no en vano era muy mujer la propia señora Fyne, tenía un sentido de la propiedad muy fuerte; aunque de poco pudiera ella servirle a su hermano, no le agradaba verlo anexado a otra mujer. Mejor dicho, anexado a una niña de nada. A qué niña, por cierto. En este mundo nada es más cierto que el hecho de que quienes no tienen suerte tampoco tienen derecho a gozar de sus oportunidades, como si el infortunio fuese una forma de descalificación legal. Los sentimientos de Fyne, como suele ser por naturaleza en un hombre, eran de índole mucho más estable. Gran parte de su simpatía inicial había sobrevivido hasta la fecha. Desde luego, le oí murmurar “¡Molesta contrariedad!”, pero supe que estaba pensando en la integridad de su hogar y en su armonía conyugal. Con la mirada fija en el perro, acurrucado en medio del porche, sugerí en tono tranquilo e impersonal:

»—Pues sí. ¿Por qué no se deja usted convencer?

»Nunca he visto al pequeño Fyne en actitud menos solemne. Masculló entre dientes, con un estilo inesperadamente figurativo, que mucho haría falta para convencerle de que “fuese a despiojar a una pobre miserable que bastante esquilmada y espulgada estaba”, y estornudó. Todavía miraba la cantera, en la distancia, y creo que le afectó esa visión. Le aseguré que nada tan lejos de mis intenciones como aconsejarle que cometiese semejante tropelía. Tengo la seguridad de que siempre había dudado de la firmeza de mis principios, pues se volvió rápidamente hacia mí, como si hubiese estado en guardia, esperando a verme dar un paso en falso.

»—¿Qué quiere decir entonces? ¿Que debería fingir?

»—¡No! ¡Qué estupidez! Eso sería una inmoralidad. De todos modos, tal vez le agrade saber que si tuviera yo que tomar una decisión, preferiría, y con mucho, incurrir en algo inmoral antes que cometer una cruel tropelía. Lo que yo quería decir es que no teniendo ninguna fe en la eficacia de la intromisión, toda la cuestión se reduce a que se avenga usted a razones y consienta hacer lo que su esposa desea que haga. Eso sí sería actuar como un caballero, sin duda. Y actuar con absoluta ausencia de egoísmo, además, pues puedo entender perfectamente lo desagradable que puede resultarle. Hablando en términos generales, todo acto interesado, sin egoísmo, es un acto moral. Le diré una cosa: iré con usted.

»Se dio la vuelta y se me quedó mirando, sorprendido y con suspicacia.

»—¿Que vendrá conmigo? —repitió.

»—No me ha entendido —dije, divertido por la incredulidad y el disgusto que se le notó en la voz—. Mañana por la mañana debo viajar sin falta a la ciudad. Podemos ir juntos, pues; usted tiene un ajedrez de viaje.

»Toda su fisonomía, contraída por una enorme variedad de emociones, se relajó hasta cierto punto al pensar en una partida. Le dije que como tenía negocios de qué ocuparme en los muelles, podría contar con mi compañía hasta llegar al mismísimo barco.

»—Así entretendremos el trayecto hasta los peligrosos parajes del East End con una provechosa conversación —le animé.

»—Mi cuñado se hospeda en un hotel, el Hotel Oriental —dijo, nuevamente sombrío—. No tengo ni la menor idea de dónde está.

»—Yo sí conozco el lugar. Le acompañaré hasta la misma puerta, dejándole allí con la confortable convicción de que obra usted con rectitud, toda vez que así complace a una dama y que tampoco puede hacer ningún daño a nadie.

»—¿Eso piensa usted? ¿Que no hará ningún daño a nadie? —repitió dubitativo.

»—Le aseguro a usted que su misión carece por completo de utilidad —dije, haciendo tanto hincapié como pude, lo cual pareció únicamente incrementar el solemne descontento de su semblante.

»—Ahora bien, para que mi viaje sea plenamente cándido y leal, primero he de convencer a mi esposa de que no carece por completo de utilidad —objetó portentosamente.

»—¡Es usted un casuista! —dije. Y ya no añadí nada más porque en ese momento la señora Fyne salió al porche. Los dos nos pusimos en pie al verla aparecer. Su mirada clara, incolora e inflexible nos envolvió críticamente a los dos. Aguanté la silente recriminación con una sonrisa; Fyne, en cambio, se agachó para soltar al perro. Invirtió algún tiempo en ello; luego, a la vez que recuperó él la verticalidad, el animal pasó en un salto de su profundo sueño a una actividad tumultuosa. Envueltos por el tomado de sus inanes correteos y sus incesantes ladridos, tomé la mano que me tendía la señora Fyne como si fuese un trozo de madera esculpida, y me incliné sobre ella con ademán deferente. Echó a caminar por el sendero sin decir palabra; Fyne la precedió y aguardó con la cancela abierta a que pasara. Salieron, pues, y tomaron el camino rodeados por la polvareda que levantaba el perro al retozar locamente dando vueltas alrededor de los dos, mientras éstos avanzaban el uno junto al otro, con toda rectitud y propiedad; no sé por qué, me pareció como si se acabase de anexionar la totalidad del condado. Quizá fuese que, de alguna manera, me habían impresionado por su talante de superioridad, claro que ¿de qué superioridad se trataba? Quizá fuese sólo cuestión de sus propias limitaciones. Me resultó evidente que ninguno de los dos se llevaba una opinión precisamente elevada de mi persona. Pero lo que más me afectó fue la indiferencia del perro de los Fyne. Antes se precipitaba sobre mí a toda velocidad, con un salto que al final daba algo de miedo, llegándome hasta el chaleco; ese gesto lo repetía al menos una vez en cada uno de nuestros encuentros. Esta vez había menoscabado la ceremonia, no obstante mi corrección convencional al ofrecerle un trozo de bizcocho; me pareció quizá todo un símbolo de mi definitiva separación del hogar de los Fyne. Y recordé en detrimento del animal cómo cierto día había abandonado a la pobre Flora de Barral, pese a que sufría de una mórbida sensibilidad.

»Tomé asiento en el banco del porche e, inspirado tal vez por un secreto antagonismo contrario a los Fyne, dije entre mí, sopesadamente, adrede, que el capitán Anthony por fuerza tenía que ser un hombre bueno y valeroso. Pese a todo, a juzgar por los hechos, tal y como me habían sido dados a conocer, bien podría haber sido un sujeto de peligrosa ligereza e incluso un canalla redomado. Había logrado, quién sabe con qué artimañas, que una desdichada jovencita sin esperanza ninguna lo siguiera clandestinamente a Londres. Es cierto que la jovencita había escrito una carta al respecto, sólo que la señora Fyne había hecho a lo sumo alguna alusión notablemente vaga respecto del contenido de la carta. Parecía ser si acaso insatisfactorio. Dicha carta no anunciaba una boda inminente, al menos por lo que yo alcanzaba a deducir a partir de sus harto misteriosas y reticentes alusiones. A decir verdad, podría ser que su propia inexperiencia la hubiese desencaminado. Era imposible medir la inocencia de una mujer como la señora Fyne, la cual, pese a aventurarse tan lejos como le fuera posible en la teoría, era muy capaz de no saber ni palabra del aspecto que las cosas tienen en realidad. Habría sido cómico que hubiese armado semejante escándalo por una nadería. Opté de todos modos por rechazar esta sospecha por simple respeto a la naturaleza humana.

»Me imaginé al capitán Anthony como un hombre sencillo y romántico. Me fue mucho más placentero. El genio no es hereditario, pero el temperamento puede serlo. Y él era, al fin y al cabo, hijo de un poeta con un admirable don para individualizar la banalidad cotidiana, para dar un aire etéreo casi a cualquier cosa, para convertir en conmovedoras, delicadas, fascinantes, las convenciones más mediocres e irremisibles de las existencias que se tachan de refinadas.

»Lo que no lograba entender era la actitud de la señora Fyne, una actitud típica del perro del hortelano, como dice el refrán. Sentimentalmente, era muy poca, incluso despreciable, la necesidad que podría tener de su hermano. ¿Qué más podría importarle lo que hiciese de su vida, dejando al margen la común humanidad de las personas, que debiera haber inspirado en ella al menos una actitud neutral? A menos que todo ello fuese en efecto obra ciega de esa ley según la cual en este mundo nuestro de azares e imprevistos los infortunados deban por fuerza equivocarse sin cesar.

»Y meditando así sobre la inclinación general de nuestros instintos hacia la injusticia, me encontré inesperadamente, casi como quien dice al doblar un recodo del camino, con una sombra de duplicidad. Podría haber sido inconsciente por parte de la señora Fyne, pero la idea dominante en su conducta me había parecido que estribaba no en guardar a su hermano, no en preservarlo de todo mal, sino en quitárselo de encima de una vez y para siempre. No tenía ninguna fe en poner ningún freno al curso de los acontecimientos. Bastante lista era como para caer en semejante trampa. Casi hasta el peor idiota recién salido de un manicomio habría tenido la elemental sensatez de no proponerse tal cosa. Quería, en cambio, que se expresara su protesta, enfáticamente a ser posible, con el concurso inapelable del bueno de Fyne, para que toda relación quedase por imposible en el futuro. ¡Semejante acto habría de alejar a la pareja para siempre de los Fyne! Ella entendía bien a su hermano, igual de bien que a la jovencita. Si fueran felices juntos, jamás podrían perdonar la hostilidad declarada; en cambio, en caso de que el matrimonio saliese mal… Bien, pues habría de ser lo mismo. Ninguno de los dos volvería a importunar con sus desdichas a tan lúcida profetisa de los males.

»Sí, ése tenía que haber sido su motivo. ¡Una inspiración posiblemente maquiavélica, por inconsciente que fuese! Una de dos: o le aterraba tener a una cuñada de la cual fuese su deber cuidar mientras su marido se ausentase por largas temporadas, o bien temía más aún la remota eventualidad de que su hermano fuese a la postre persuadido de abandonar su profesión en el mar, amistoso refugio de sus infelices años de juventud, para establecerse en tierra firme, trayendo a su propia puerta esa relación familiar indeseable, vergonzante. Quería a toda costa acabar con todo ello, es posible que sólo por la fatiga que le causaban sus continuos esfuerzos en favor del bien o en favor del mal, esfuerzos que, en el grueso de los mortales, dan cuenta de tantas y tan sorprendentes incoherencias de comportamiento.

»No sé si en mis secretos pensamientos había llegado a clasificar a la señora Fyne dentro del grueso de los mortales. A tal respecto era una mujer demasiado imperturbable, demasiado segura de sí misma. Pero el pequeño Fyne, tal y como lo observé en secreto a la mañana siguiente, por la ventana del vagón, mientras el tren iba deteniéndose en la estación, sí tenía entonces el inconfundible semblante de un mortal de a pie, y bastante agitado, que llega justo por los pelos para coger el tren: la mirada fija y desorbitada, el rostro tenso de excitación, el paso distraído, en él estaban todos los síntomas comunes, más impresionantes si cabe por su natural solemnidad, que ondeaba a su alrededor como si fuese una prenda de abrigo en completo desorden. ¿Habría resistido el acoso de su mujer hasta el último instante —me pregunté con interés— para salir después como una bala por el camino, con el eco de la última discusión en los oídos, como un fusil cargado y disparado de repente? Abrí la portezuela del vagón, y un vigoroso mozo de cuerda lo aupó en el momento en que el final del rústico andén resbalaba bajo sus pies. Se había quedado sin resuello; esperé con cierta curiosidad que recuperase su capacidad de expresión. Llegó el momento deseado. “Buen día”, dijo todavía con un punto de jadeo; permaneció quieto otro minuto más y sacó entonces del bolsillo su ajedrez de viaje; sujetándolo con una mano, me dirigió una mirada de interrogación.

»—Sí, desde luego —dije muy decepcionado.

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