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PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 7. En plena calle

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Capítulo 7

En plena calle

»Fyne no estaba con ganas de hablar, pero como ya me había puesto al corriente del secreto, el buen hombrecillo tuvo la ecuanimidad suficiente de reconocer que, ya que insistía, tenía yo derecho a disponer de mayor información. E insistí, ya lo creo que insistí, después de la tercera partida. Aún nos faltaba un buen trecho para llegar al final del trayecto.

»—Bueno, pues si se empeña… —comenzó con no poca impaciencia. Y al poco dio en hablar con bastante volubilidad. En primer lugar, su esposa no le había dado a leer la carta que había recibido de Flora (antes había sospechado yo que la llevaba en el bolsillo), sino que, al contrario, sólo le había referido verbalmente su contenido. No era, ni de lejos, la carta que habían esperado recibir los dos, incluso aunque la jovencita hubiese querido proclamar a los cuatro vientos su derecho a prescindir por entero de los sentimientos que pudieran tener todos los demás. Sus propios sentimientos, éstos sí, habían sido pisoteados, enfangados, desfigurados. Extraordinario pronunciamiento, he de admitirlo, en una jovencita de su edad. El tono de aquella carta era un disparate de principio a fin, un completo disparate. Ciertamente, no era producto, digámoslo así, de una mente equilibrada.

»—Si hubiese dispuesto de una mínima apoyatura en contacto con este mundo —dije—, aunque no fuese mayor que la palma de mi mano, seguramente habría aprendido a guardar mejor el equilibrio.

»Fyne pasó por alto este escueto comentario. Su mujer, dijo, no era persona a la que alguien pueda dirigirse medio en broma para tratar un asunto de la mayor seriedad. Había en aquella carta un desagradable ramalazo de ligereza, predicable incluso en las referencias al propio capitán Anthony que se había permitido hacer. Semejante disposición, señaló su mujer, era más que suficiente para alarmarse de pensar sólo en el futuro, caso de ser todas las circunstancias de tan descabellado propósito tan satisfactorias como en realidad distaban de ser. En otros pasajes de la carta el tono era al parecer retador, como si los desafiase (a los Fyne) a que diesen su aprobación a su conducta. Y al mismo tiempo se sobreentendía que le daba igual, que sólo por su propio bien, por ellos mismos, esperaba que se pusieran “en contra del mundo, de ese asqueroso mundo que había aplastado al pobre papá”.

»Fyne me puso por testigo de la inexcusable impudicia de sus palabras, habida cuenta… Y había aún otra cosa más. Parece ser que durante todo el último semestre (se había dedicado Flora a contribuir en las tareas de dos señoras que regentaban un parvulario en Bayswater, a cambio de un salario irrisorio), se había empecinado en dedicar todo su tiempo libre a revisar el sumario del juicio. Había repasado los archivos llenos de recortes de periódicos viejos, poniéndose cada vez más indignada, más subida de tono, respecto de lo que daba en calificar de injusticia e hipocresía, defectos en que había incurrido constantemente la acusación. Su padre, me recordó Fyne, había tenido ante el tribunal algunas de esas intervenciones que hacen época, y a las que ella se aferraba con no disimulada complacencia. Había llegado a la conclusión de que su padre era inocente, y sobre esto meditaba con auténtica pesadumbre. La señora Fyne le había indicado el peligro que entrañaba todo ello.

»El tren llegó a la estación. Fyne, saltando al andén en cuanto se hubo detenido, pareció alegrarse de cortar por lo sano la conversación. Caminamos un trecho en silencio, subimos a un ómnibus, caminamos de nuevo. No creo que desde que fuera niño, cuando con toda seguridad lo llevaron de visita a la Torre de Londres, hubiese estado nunca al este de Temple Bar. Miró a su alrededor cariacontecido; cuando le indiqué a lo lejos la fachada redondeada del Hotel Oriental, en la bifurcación de dos avenidas muy anchas, pobres, deslucidas, dominando como una torre de estuco grisáceo los tejados bajos de las viviendas amarillentas, sucias, de dos plantas, que lo circundaban, se limitó a gruñir en señal de desaprobación.

»—Yo no haría excesivo hincapié en lo que me ha contado —observé con toda calma cuando ya nos acercábamos al poco agraciado edificio—. No hay hombre en el mundo dispuesto a creer que precisamente la jovencita que acaba de aceptar su petición de mano pueda estar mentalmente perturbada. No sé si me explico…

»—¿Que acaba de aceptar su petición de mano, dice usted? —murmuró Fyne, quien sí parecía plenamente convencido, con la lección bien aprendida—. Tenga en cuenta que bien pudiera haber sido al revés. En todo caso —añadió— voy a aclarar este asunto como sea.

»Le dije que merecía todos mis respetos, pero que cierta moderación en sus pronunciamientos… Hizo un gesto evasivo con la mano y avivó el paso. Supuse que estaba ansioso por poner punto final a su misión tan pronto como le fuera posible. Apenas se tomó el tiempo necesario de estrecharme la mano; se encaminó con auténtica prisa a la estrecha puerta acristalada, con un rótulo que decía. “Entrada al hotel”. La puerta batió a sus espaldas sin más ruido que el de una boca desdentada que se cerrase de golpe.

»Pudo más que mi sano juicio la absurda tentación de quedarme a ver en qué terminaba todo aquello. Di una vuelta por la acera, sin conseguir decidirme, intrigado por el tiempo que sería menester para despachar un asunto de tal cariz, y más aún por si a la salida consentiría Fyne en mostrarse algo más comunicativo. Me dio miedo que le sorprendiera encontrarme allí, que tachase mi conducta de improcedente y que, en pura lógica, me tratase con todo su desprecio. Me alejé unos cuantos pasos. Quizá me fuese dado leer el rostro de Fyne en cuanto saliese a la calle; llegado el caso, siempre podría eclipsarme discretamente tras la puerta de uno de los bares de los alrededores. La planta baja del Hotel Oriental albergaba un café un tanto desvergonzado, con paneles de cristal traslúcido y abundantes barras de latón, dividido en muchos compartimentos, cada uno de los cuales tenía su propia entrada.

»Pero todo esto era una estupidez. La boda, el amor, los asuntos del capitán Anthony no eran de mi incumbencia. A punto estaba de marcharme cuando me llamó la atención una joven que se aproximaba a la entrada del hotel por el oeste. Vestía con modestia, de negro. Lo que me aguzó la vista fue el blanco sombrero de paja, bien perfilado y engalanado con un ramillete de pálidas rosas, con el que se tocaba. Toda su planta me resultó familiar. ¡Pues claro! Era Flora de Barral. Se encaminaba al hotel; iba a entrar. ¡Y Fyne estaba con el capitán Anthony! Encontrárselo allí dentro no creí que le agradase. Quise ahorrarle el mal trago, y mientras vacilaba sin saber qué hacer, ella alzó la mirada y se encontraron nuestros ojos en el momento en que ya se disponía a cruzar la entrada del hotel. Levanté el brazo instintivamente. Bastó para que se detuviera. Imagino que tuvo la vaga idea de haberme visto antes en algún sitio. Echó a caminar con lentitud, prudente y atenta, observando mi vaga sonrisa.

»—Discúlpeme —le dije tan pronto se me hubo acercado lo suficiente—. Quizá le convenga saber que el señor Fyne está con el capitán Anthony en este preciso momento.

»—Ah, el señor Fyne —musitó. Pude entonces leer en sus ojos que me había reconocido. Su expresión de seriedad extinguió la sonrisa imbécil de que tuve constancia en mi rostro. Me quité el sombrero, a lo que contestó ella con una parsimoniosa inclinación de cabeza, con la cual su luminosa, desconfiada mirada de jovencita pareció susurrar: “¿Y éste qué pinta aquí?”.

»—He venido con Fyne esta misma mañana —dije con tono contundente, de hombre de negocios—. Tengo que ver a un amigo en el Muelle de las Indias Orientales. Fyne y yo acabábamos de despedirnos ahí mismo, ante la puerta… —me miró con los ojos ensombrecidos—. La señora Fyne no ha venido acompañando a su marido —continué, pero titubeé de nuevo a la vista de su blanco semblante, tan quieto bajo la sombra nacarada que le daba el ala del sombrero—. Pero es ella quien lo envía —murmuré a modo de advertencia.

»Parpadeó lentamente, varias veces, sin que se alterase su mirada fija. Supuse que no le desconcertó en demasía este giro de los acontecimientos.

»—Vivo bastante lejos de aquí —susurró.

»—¿Ah, sí? —comenté con indiferencia. Y nos quedamos mirándonos el uno al otro. La palidez uniforme de su tez no era la de una muchacha anémica. Tenía una vitalidad transparente, y en ese momento en concreto la más pálida tonalidad rosácea que se pueda imaginar, la más leve sospecha de coloración; equivalente, imagino, de cualquier otra muchacha como ella que se hubiese arrebolado como una peonía, mientras pasaba a referirme que el capitán Anthony había dispuesto mostrarle el barco aquella misma mañana.

»Fue fácil comprender que no deseara encontrarse con Fyne. Y cuando hice mención, con un discreto murmullo, de que Fyne había hecho el viaje en razón de su carta, miró de reojo a la puerta del hotel y se alejó unos cuantos pasos, hasta una posición desde la que pudiese vigilar la puerta sin ser vista. Seguí sus pasos. En el cruce de las dos avenidas hizo un alto, cerca del tráfico poco nutrido, sobre la ancha acera, y se volvió hacia mí con aire retador. “Así que lo sabe usted todo”.

»Le dije que no había visto la carta. Sólo había oído hablar de ella. Mostró un punto de impaciencia. “Todo acerca de mí, quiero decir”.

»En efecto. Lo sabía todo acerca de ella. La inquietud del señor y la señora Fyne, sobre todo de la señora Fyne, llegaba al extremo de que lo hubiesen compartido casi con cualquier persona… que no perteneciese a su más íntimo círculo de amistades. Y resultó que yo estaba a mano; eso fue todo.

»—Comprenderá usted que yo no soy exactamente amigo del matrimonio. No soy más que un conocido, pues vivo cerca de donde pasan sus vacaciones.

»—¿No estaba sumamente irritada? —inquirió Flora de Barral, refiriéndose, por descontado, a la señora Fyne. Y reconocí que sí, pero le indiqué que no tanto como su esposo… e incluso no tanto como yo mismo. La señora Fyne era una persona muy dueña de sí misma, a la que nada podría sobresaltar a tal punto que saliera de su extremado encasillamiento teórico. Ni siquiera dio señales de haberse sobresaltado cuando Fyne y yo propusimos ir a la cantera. “Así que usted le metió esa idea en la cabeza”, dijo la joven.

»Me apresuré a decir que dicha idea ya les rondaba a los dos las mientes. Pero lo cierto es que era mucho más vivida en mi memoria, ya que yo la había visto allá arriba con mis propios ojos, tentando a la Providencia.

»Me miraba con extrema atención, y murmuró:

»—¿Así se lo comunicó a ellos dos? ¿Tentando a…?

»—No, en absoluto. Les dije que estaba usted en trance de tomar una decisión y que en ese momento pasé yo por casualidad. Les dije que se salvó usted gracias a mí. De no ser por mis gritos… —la vi sacudir la cabeza con dulzura, de un lado a otro—. ¿No es así? De acuerdo, sea como usted quiera.

»Me dije que debía de haber pensado en otro asunto. Lo que quiere es olvidar. Y no me extrañó. Quiere persuadirse como sea de que jamás, en toda su vida, ha podido pasar por tan arduo y delicado instante. “Después de todo”, hube de concederle en voz alta, “las cosas no siempre son lo que parecen”.

»Su cabecita, sus profundos ojos azules, ojos de ternura y de cólera bajo el negro arco de sus finas cejas, se hallaba muy quieta. La boca se le había vuelto muy roja en su rostro pequeño, blanco, apantallado bajo el velo; en su mentón puntiagudo había algo de agresividad. Menuda y angulosa incluso con su modesto vestido negro, seguía teniendo una figura de gran atractivo e incluso, sí, por qué no, una figurita deseable.

»Movió con gran rapidez los labios al preguntarme: “¿Y creyeron lo que usted les dijo?”.

»—Pues sí, lo creyeron sin dudarlo. La orden de la señora Fyne no pudo ser más clara: “¡Id allá!”.

»El blanco destello entre sus labios encarnados fue tan breve que no supe con certeza si pudo ser una sonrisa o un feroz gesto con el que quisiera enseñar sus dientes. El resto de su rostro mantuvo su inocente, tensa, enigmática expresión. Habló de nuevo con rapidez:

»—No, no fue el grito que dio usted. Llevaba allá arriba un buen rato antes de que usted me descubriese. Y no por cierto para tentar a la Providencia, como dice usted. Había subido allá para… sí, para hacer lo que usted pensó que estaba a punto de hacer. Sí. Había saltado dos vallas. No pensaba dejar nada en manos de la Providencia. Se diría que por algunas personas la Providencia no puede hacer ya nada. Supongo que le sorprende oírme hablar de este modo.

»Negué con la cabeza. No estaba sorprendido, ni mucho menos. Lo que la había retrasado en todo momento, hasta que aparecí yo en escena, bajo la cantera, no fue ni el miedo, prosiguió, ni tampoco ninguna especie de vacilación. Hay veces en que una llega a un punto, dijo con abrumadora y juvenil sencillez, en el que nada de cuanto pueda afectarla tiene ya la menor importancia. Pero hubo algo que la retuvo. Tendría que habérmelo imaginado. Ella misma me confesó que le parecía absurdo revelarlo. Había sido el perro de los Fyne.

»Flora de Barral hizo una pausa, mirándome con una peculiarísima expresión, antes de continuar. Y es que, verá usted, había dado en imaginar que el perro en cuestión se hallaba extremadamente unido a ella. Se le metió en la cabeza que con toda probabilidad caería o saltaría incluso tras ella. E intentó quitarlo de en medio. Le habló con severidad, lo cual sólo sirvió para que se excitase más aún. Ladró y correteó alrededor de sus faldas, con su acostumbrada alegría tonta. Corrió de un lado a otro, trazando círculos por entre los pinos, para abalanzarse a cada tanto sobre ella, saltándole incluso por encima de la cintura. Ella le ordenó marchar, largarse a casa. Llegó incluso a tomar una rama del suelo y arrojársela. Con este gesto, el delirio y el alborozo del animal no conocieron límite; sus carreras fueron más veloces, sus ladridos más sonoros; parecía estar pasándoselo mejor que en toda su perra vida. Ella estaba aún convencida de que tan pronto se arrojase al vacío, el perro saltaría tras ella como si eso formase parte del juego. Se sintió vejada, al borde del llanto. Y también conmovida. Y cuando el perro permaneció inmóvil a cierta distancia, como si de pronto hubiese echado raíces, meneando la cola lentamente, mirándola intensamente con sus ojos relucientes, a Flora le asaltó otro temor. Se imaginó ya muerta, e imaginó al animal agazapado al borde del tajo, la cabeza erguida hacia el cielo, aullando durante horas y horas. Y ese pensamiento no lo pudo soportar. Fue entonces cuando mi grito llegó a sus oídos.

»Todo esto me lo refirió con sencillez. Mi voz había destruido su determinación, la determinación suicida que había tomado. Todos los actos del ser humano, hasta los más criminales, los más enloquecidos, presuponen un cierto equilibrio de pensamiento, sentimiento y voluntad, como si se tratase de adoptar la actitud adecuada para lograr un movimiento efectivo en una partida. Y yo la había destruido. Ya no se encontró con la presencia de ánimo requerida para llevar a cabo ese acto. Pero tampoco se sintió muy decepcionada. Al día siguiente lo haría. Tendría que escabullirse sin que el animal se percatase de ello. Pensó en este requisito casi con ternura. Bajó por el sendero soportando su desesperación con calma lucidez. Pero cuando comprobó que el perro la abandonaba, sintió el impulso de darse la vuelta, subir de nuevo y hacer lo que había decidido hacer. A la postre, ni siquiera el animal sentía nada por ella.

»—De veras pensé que se sentía muy unido a mí. Si no, ¿por qué habría querido fingir de aquel modo, con tantas cabriolas? Pensé que nada podría haberme hecho tanto daño. Sí. Habría vuelto a subir la cuesta, sólo que de pronto me sentí cansada, tremendamente cansada. Y en seguida apareció usted. No supe qué podría hacer usted en caso de… Podría haber intentado seguirme, y no creo que hubiese podido yo subir la cuesta a la carrera, menos en aquel momento.

»Había elevado un poco su blanco rostro; fue raro oírle decir lo que dijo. A esa hora de la mañana se ve relativamente a muy pocos transeúntes por esa parte de la ciudad. La ancha e interminable perspectiva del Camino del Muelle de las Indias Orientales, la grandiosa perspectiva de las mortecinas tapias de ladrillos, de las aceras grises, de la calzada embarrada y sombríamente surcada por los carros llenos a rebosar y los capitonés temblequeantes, se perdía a lo lejos, imponente y desastrada en la espaciosa mediocridad de su aspecto, en su inconmensurable pobreza de formas, de colorido, de vida… bajo un cielo áspero, despreocupado, de un claro azul desecado por el viento. Había llovido de noche. Hasta el sol parecía deplorable. De vez en cuanto se arremolinaban pedazos de papel, polvaredas, briznas de paja, alrededor del ancho y plano promontorio de la acera, antes de llegar a la fachada redondeada del hotel.

»Flora de Barral permaneció un rato en silencio.

»—Y al día siguiente —dije— se lo pensó usted mejor.

»De nuevo levantó la vista para mirarme a los ojos con esa singular expresión de avisada inocencia; de nuevo, sus blancos pómulos adquirieron un levísimo tinte rosado, la más tímida sombra de un enrojecer.

»—Al día siguiente —dijo con toda claridad— no pensé en nada. Recordé. Fue suficiente. Recordé lo que nunca debería haber olvidado. Nunca. Y aquella tarde llegó a la casa de campo el capitán Anthony.

»—Ah, sí. El capitán Anthony —murmuré.

»—¡Sí! —repitió ella en voz muy baja—. El capitán Anthony —el debilísimo arrebol de calidez y de vida abandonó su rostro. Maticé más aún mi tono de voz y aventuré sin mirarla—: ¿Le resultó simpático?

»Sus largas pestañas bajaron sobre sus ojos, con aire de calculada discreción. Al menos, eso me pareció. Con todo, nadie podría decir que sintiera yo inquina por la jovencita. ¿Ve? ¡Ahí tiene usted! Poco importa como se quiera explicar que en este mundo los que carecen de amigos, igual que los pobres, tendrán siempre un aire sospechoso, como si la honestidad y la delicadeza fueran sólo posibles en unos cuantos privilegiados.

»—¿Por qué lo pregunta? —dijo ella al cabo, elevando los ojos y mirándome de golpe, con un efecto de candor que, sobre ese mismo principio (me refiero a que no conviene fiar de los desheredados), podría haber pasado por un equívoco.

»—Si se refiere usted a qué derecho me asiste… —hizo un leve movimiento con la mano, enfundada en un guante algo gastado, como para indicar que no era ella quién para cuestionar el derecho que pudiera tener cualquier persona sobre un paria como ella.

»Quizá debiese haberme dejado conmover; lo cierto es que sólo noté una completa ausencia de humildad.

»—No tengo ningún derecho —continué—; es tan sólo simple interés. La señora Fyne… En fin, es demasiado complejo explicar ahora cómo ha sido todo… Me ha hablado acerca de usted, bueno, largo y tendido.

»Seguramente la señora Fyne me había dicho toda la verdad, dijo Flora bruscamente, con una inesperada aspereza en su tono. Hasta el vestido que llevaba puesto se lo había regalado la señora Fyne. Claro está que lo miré. Y no podía tratarse de un regalo reciente. Negro y desgastado, con unos bordados vivos de seda en forma de heliotropos, bajo una redecilla figurada, parecía cualquier cosa salvo nuevo, frisando si acaso en la miseria; de hecho, acentuaba la esbeltez de su talle, e iba bien con la media nota de duelo que denotaba su blanco rostro, en el que sólo sus rojos labios, sin amago de sonrisa, parecían animados por la sangre de la pasión y la vida.

»El pequeño Fyne prolongaba de modo inconcebible su visita. ¿Estaría enzarzado en una discusión, en una prédica, en una reconvención? ¿Habría descubierto en su persona la capacidad y el gusto requeridos por tales menesteres? ¿O no estaría más bien intensamente disgustado por el cometido que había de cumplir, andándose por las ramas y dejando a lo sumo perplejo al capitán Anthony, al hombre providencial que, si contaba con que la muchacha apareciese en sus habitaciones de un momento a otro, tuvo que pasarse la entrevista entera sobre ascuas, casi fuera de sí de pura impaciencia por ver salir de allí cuanto antes a su cuñado? ¿Cómo era posible, en todo caso, que no se hubiese librado todavía de Fyne? No me refiero a que lo arrojase por la ventana sin más contemplaciones, sino a cualquier otra forma igualmente expeditiva.

»Seguramente, Fyne no le habría impresionado. No podría poner en duda que Anthony fuese un hombre impresionable. La presencia de la muchacha allí, en plena calle, conmigo, era prueba más que suficiente… y, sí, también suficientemente conmovedora.

»Y así ocurrió que, en sus respectivas andanzas de un lado a otro, nuestras miradas volvieron a encontrarse. En toda aquella situación había algo sin duda cómico, me refiero a la pobre muchacha y a mí aguardando juntos en plena calle, en una esquina, a saber el resultado de la ridícula misión de Fyne. Lo cómico, empero, cuando es humano se torna rápidamente doloroso. En efecto, ella era presa de una infinita ansiedad. Y yo había empezado a preguntarme si la punzante tensión del suspense que la embargaba dependía, por decirlo lisa y llanamente, del hambre o del amor.

»La respuesta habría revestido seguramente no poco interés para el capitán Anthony. Yo, por mi parte, en presencia de una jovencita siempre quedo persuadido de que las ensoñaciones del sentimiento, igual que los consoladores misterios de la fe, son invencibles, de que nunca, jamás podrá ser la razón la que gobierne el destino de los hombres y las mujeres.

»Con todo, ¿qué sentimiento podría haber existido por su parte? Recordé con qué tono me había dicho, tan sólo momentos antes, “aquella tarde llegó a la casa de campo el capitán Anthony”. Y considerando también las repercusiones que había tenido en todo aquello la llegada del capitán Anthony, me llamó la atención con qué calma absoluta había mencionado aquella circunstancia. Llegó a la casa de campo. Por la tarde, de noche acaso. En el último tren; eso lo sabía. Es probable que fuese a pie desde la estación. Sí, tenía que ser muy avanzada la tarde. Casi pude ver una silueta oscura, irreconocible, abriendo la cancela del jardín. ¿Dónde estaría ella en esos momentos? ¿Lo habría visto llegar? ¿Estuvo cerca acaso, y oyó tal vez, sin sentir la más leve premonición, los pasos cargados de futuro que trajo el azar por las lajas del camino que atravesaba el jardín, hasta dar a la puerta de la casa? En las sombras de la noche, más lúgubres y crueles para ella, debido a la sombra misma de la muerte, él tuvo que parecer demasiado extraño, demasiado remoto y desconocido para que su presencia llegara a impresionarla a ella con fuerza y con vida, con la fuerza que un hombre puede esgrimir para configurar el destino de una mujer.

»Volvió a mirar hacia la puerta del hotel; seguí su mirada y de nuevo se encontraron nuestros ojos, esta vez intencionadamente. Entre nosotros dos comenzaba a brotar una intimidad tentativa, incierta. “Está usted esperando a que salga el señor Fyne”, dijo con toda sencillez. “¿Me equivoco?”.

»Hube de reconocer ante ella que estaba esperando, en efecto, a que saliese el señor Fyne. Y eso era todo; no tenía nada que comunicarle en especial.

»—Ayer mismo le dije todo cuanto tenía que decirle —añadí intencionadamente—. De hecho, se lo dije a los dos. Y también he tenido ocasión de oír todo lo que tenían que decir ellos dos.

»—¿Acerca de mí? —murmuró.

»—Sí. Toda la conversación giró en torno a usted.

»—Me pregunto si se lo han contado todo…

»Si ella se lo preguntó, yo no pude por menos que preguntármelo, aunque a ella no le dije tal cosa. Tan sólo sonreí. La cuestión esencial era que al capitán Anthony convenía decírselo todo. A tal respecto, no me cabía la menor duda de que su buena hermana se encargaría de ello. ¿Había acaso algo más que desvelar, alguna otra desdicha, algún nuevo engaño del que hubiese sido víctima la joven? No parecía apenas probable; ni siquiera parecía fácil de imaginar. Lo que más me llamó la atención, supongo, fue lo que habría que denominar su compostura. Era imposible estar seguro de que ella comprendiese a fondo lo que había hecho. Por fuerza había que sentirse intrigado. No era tanto que resultase impenetrable, imposible de leer en su rostro, sino cándida más bien; no supe si admirarla por ello o si quitármela de la cabeza, sin darle más vueltas, tachándola de presa pasiva de una feroz desventura.

»Repasando aquella ocasión en que por vez primera habíamos conversado en la cantera, a la orilla del camino, tuve que reconocer que su presencia era en algunos sentidos cuando menos problemática. Desconozco por qué me imaginé al capitán Anthony como uno de esos hombres poco amigos de tomar la iniciativa, por no decir reacios, probablemente no por indiferencia, sino por esa peculiar timidez ante las mujeres que se da en conjunción con los instintos caballerescos, con una gran necesidad de afecto y una no menor estabilidad emocional. A tales hombres se les conmueve con facilidad. A la menor muestra favorable, al primer indicio de apoyo, pasan a la acción con la ansiedad y la intrepidez de quien se muere de hambre y nada tiene que perder. Así las cosas, se explicaría lo repentino del asunto, su veloz desenlace. ¡Pero no! Pese a toda su inexperiencia, la joven no pudo haber topado con mayores dificultades para coronar con éxito su conquista. Ella debía haber dado el primer paso. Con eso y con todo, allí estaba, paciente, casi impasible, digna casi de conmiseración, esperando en la calle, como una mendiga, sin tener derecho más que a unas migajas de compasión, a una dote prometedora.

»A cada instante pasaban por delante de nosotros, de uno en uno, en parejas, de tres en tres, los habitantes de aquella parte de la ciudad en la que transcurre la vida sin los adornos de la gracia o el esplendor; pasaban cerca de nosotros con sus ropas harapientas, sus rostros enjutos, huraños, inquietos, cansados o simplemente inexpresivos, en un mortecino torrente sin sonrisas, hecho no de vidas, sino de meras existencias triviales, cuyas alegrías, esfuerzos, pensamientos, penas e incluso esperanzas eran miserables, carentes de lustre y de peso en este mundo. Pensar en la realidad que ellos mismos pudieran tener en mente bastaba para sentir oprimido el corazón. Ahora bien, de todos los individuos que pasaron por allí ninguno me pareció en aquel momento tan patético en su inconsciente paciencia como la muchacha que tenía ante mis propios ojos; ninguno me resultó tan difícil de comprender. Es posible que fuera por estar pensando en cosas sobre las que nada podía preguntarle.

»De hecho, nada teníamos que decirnos el uno al otro; en cambio, nosotros dos, por muy desconocidos que fuésemos, y en efecto lo éramos, habíamos tratado del más íntimo e inapelable de los temas, de la muerte. Y eso había creado una especie de ligazón entre nosotros. Por eso se hizo nuestro silencio difícil de aguantar, inquietante. Tendría que haberme despedido de ella allí mismo y sin más tardanza; sin embargo, tal como creo haberle dicho anteriormente, al haber servido mi grito para alejarla del borde del precipicio, de algún modo se hallaba mi responsabilidad comprometida en aquel otro salto que había dado. Y así teníamos entre nosotros un tema aún más íntimo si cabe, que iba a dar un peso más difícil de soportar, una mayor inquietud, a nuestro silencio: el tema del matrimonio. No me refiero tanto a la ceremonia en sí (de lo cual no me cupo duda, siendo el capitán Anthony un hombre decente y leal), ni tampoco a la institución social en términos generales, sobre la cual carezco de opiniones; lo digo antes bien respecto de la relación humana. Esas dos primeras acepciones del término carecen de mayor interés. La ceremonia, digo yo, es lo apropiado; la institución, diría, alguna utilidad tendrá, o no habría durado tanto tiempo. Pero la relación entre dos seres humanos que de este modo se reconoce es algo de origen, carácter y consecuencias misteriosas. Por desgracia, no se agarra familiarmente y sin miramientos, por las solapas, tal como se haría con un mozalbete, a una joven señorita. Ni siquiera creo que otra mujer pudiera hacer tal cosa. Le faltaría la confianza necesaria. No se da entre las mujeres esa provisión cuando menos de lealtad condicionada de la que sí pueden depender en cambio los tratos entre dos hombres. Creo que, por el contrario, cualquier mujer es más propensa a confiar en un hombre. El escollo, en tan delicada situación, era cómo abordar el asunto.

»Así que seguimos callados en medio del odioso estruendo de aquella amplia vía pública, cada vez más atestada de pesados vehículos. Los grandes furgones cargados hasta los topes avanzaban bamboleándose como montañas. Era como si el mundo entero existiera únicamente para vender y comprar, como si quienes nada tuviésemos que ver con los movimientos de la mercancía no contáramos en absoluto.

»—Seguramente estará usted fatigada —dije. Algo que había que decir, aunque sólo fuera por reafirmarse contra el cansino, monocorde, aplastante estruendo del tráfico. Ella alzó la vista un instante. No, no lo estaba; no demasiado. No había hecho todo el trayecto a pie. Había llegado en tren a la estación de Whitechapel, desde donde sí había venido caminando.

»Si ese triste peregrinaje lo habían motivado el amor o la necesidad, ¿quién podría saberlo? Y precisamente eso era lo que yo deseaba averiguar. No se trataba, en todo caso, de una pregunta que pudiera hacerse a quemarropa, y no se me ocurría ningún rodeo eficaz. Me vino a las mientes la idea, harto probable, de que tampoco ella lo supiese a ciencia cierta; de que no hubiese reflexionado en estos términos sobre el asunto, quiero decir. La jovencita, obviamente, había sopesado la idea de la muerte. Había llegado al doloroso extremo de formarse una detallada concepción; no obstante, en cuanto a la fatalidad que trajo aparejada, al amor, estaba convencido de que ella no había reflexionado sobre su sentido.

»Aquel hombre del hotel, a quien no conocía de nada, y aquella muchacha que tenía ante mí, en plena calle, pensé, eran un caso excepcional. Él había roto las barreras de su entorno; ella se encontraba al otro lado de la empalizada, desprotegida. Lino de los aspectos de las convenciones que suelen perder de vista quienes pregonan contra ellas es que las convenciones hacen de la alegría y del sufrimiento algo mucho más llevadero, más digno. Sólo que aquellos dos seres se hallaban muy lejos de toda convención. Estaban en cierto modo tan libres de trabas como pudieron estarlo el primer hombre y la primera mujer. El problema era que yo no lograba imaginar nada acerca de Flora de Barral y del hermano de la señora Fyne. Si lo prefiere, se lo explicaré de este modo: podría haber imaginado cualquier cosa, lo cual viene siendo prácticamente lo mismo. Las tinieblas y el caos son primos hermanos. Me habría gustado pedir a la joven que dijese una sola palabra que diese a mi imaginación una pista por la cual discurrir. Claro que ¿cómo iba a aventurarme a tal extremo? A veces puedo ser desabrido, pero no soy un impertinente por naturaleza. Me habría gustado preguntarle, por ejemplo: “¿Comprende usted qué es lo que ha hecho?”. O si no, hacerle alguna otra pregunta por el estilo. En cualquier caso, iba siendo hora de que uno de los dos dijese algo, y casi por fuerza tenía que ser una pregunta. Y la pregunta que al fin le hice fue: “Así que hoy va a mostrarle el barco, ¿no es eso?”.

»Pareció alegrarse de que por fin hubiese dicho algo; pareció contenta por tener la oportunidad de hablar.

»—Pues sí, dijo que me lo iba a mostrar… esta mañana. ¿Dijo usted que no conoce al capitán Anthony?

»—Así es, no le conozco. ¿Se parece en algo a su hermana?

»Fue como si no me hubiese entendido.

»—¡Su hermana! —musitó con un tono de perplejidad que me sobrecogió—. ¡Ah, la señora Fyne! —añadió con una exclamación, recobrando después su compostura, no sin rehuir mis ojos mientras yo la contemplaba con curiosidad.

»¡Qué extraordinario desapego! En todo momento, el torrente de individuos harapientos siguió corriendo de prisa, cerca de nosotros, con el continuo paso arrastrado de los pies cansinos, que rozaban las losas de la acera. La luz del sol se proyectaba sobre el hollín de las superficies, sobre la pobreza de los tonos y las formas, y parecía de calidad inferior, desprovista de toda alegría, apagada su brillantez, polvorienta. Tuve que elevar la voz para hacerme oír por encima del monótono tronar de la vía pública.

»—¿No me irá a decir que ha olvidado usted ese parentesco?

»—No sé en qué estaba pensando —exclamó al punto. Entonces, mientras me preguntaba yo qué imágenes podrían haber ocupado su mente en esos instantes, me preguntó—: No habrá visto usted la carta que envié a la señora Fyne, ¿verdad?

»—No, no la he visto —grite. El ruido era ensordecedor; pasaba ante nosotros un carromato tirado por dos caballos con las herraduras medio sueltas—. No llega a tanto la confianza —recordé entonces las alusiones de la señora Fyne respecto de que la joven estuviese gravemente desequilibrada, y añadí—: ¿Escribió usted acaso una confesión sin reservas?

»Pasó un tiempo sin que me contestase; mientras aguardaba, pensé que nada hay como una confesión para que su autor pueda dar la impresión de estar loco, y pensé que de todas las confesiones es la que se hace por escrito la que obra en máximo detrimento de quien la hace. ¡No confiese usted nunca! ¡Jamás! Un chiste a destiempo, una lindeza intempestiva siempre serán fuente de amargo arrepentimiento. A veces podrán incluso arruinar la vida de un hombre, y no por ser chiste o lindeza, sino por su inoportunidad. Y una confesión, de la clase que sea, es siempre inoportuna. Lo único que puede hacerla soportable, pero sólo pasajeramente, es la curiosidad. Veo que se sonríe usted, pero así son las cosas; de no ser por la curiosidad, quien confesara sería enviado al demonio sin contemplaciones a la segunda frase que lograra terminar. ¿Cuántas almas realmente simpáticas calcula usted que habrá en el mundo? ¿Una de cada diez, una de cada cien…? ¿O una de cada mil, de cada diez mil? ¡Ah, qué espantosa vanidad encierran todas las confesiones! Lo que uno busca es un mínimo de simpatía, y todo lo que llega a encontrar es a lo sumo una evanescente sensación de alivio. No es de extrañar que una confesión, al margen de cómo pueda ser, agite las más secretas honduras de la personalidad del oyente; muchas veces se trata de honduras tales que ni siquiera él ha llegado a entrever. Y es así que los virtuosos se alzan en secreto con el santo y la limosna, que los afortunados como mucho se entretienen un rato, que los fuertes de espíritu se descorazonan, los débiles se contrarían o se irritan con uno, según sea la medida que pueda tener la propia sinceridad. Y en lo más profundo de sus seres, todos tendrán al autor de la confesión por loco o por imprudente…

Rara vez había visto en Marlow tanta vehemencia concentrada, tanto pesimismo, tanto y tan franco cinismo. Corté en seco su declamación, preguntándole qué respuesta había dado Flora de Barral a su pregunta.

—¿Reconoció la pobre jovencita haber disparado sus confidencias contra la señora Fyne? Eran ocho páginas de caligrafía apretada, si mal no recuerdo…

Marlow sacudió la cabeza.

—No llegó a decírmelo, así que hube de aceptar la callada por respuesta, aunque no me resistí a comentarle que mejor habría sido si hubiese anunciado la noticia directamente a la señora Fyne, cara a cara, en la casa de campo. “¿Por qué no lo hizo?”, inquirí a quemarropa.

»—No soy una muchacha muy valerosa que digamos —replicó—. Además, usted ya lo sabe —añadió mirándome a la cara, muy significativamente—. Y sabe también por qué.

»Debo comentar que parecía haberse vuelto una jovencita muy reposada desde aquel primer encuentro que tuvimos en la cantera; era casi una persona totalmente distinta de la desafiante, enojada, desesperada joven cuyos labios vi temblar sin poder dominarse, al tiempo que miraba en derredor con punzante resentimiento.

»—Me pareció muy sensato por su parte alejarse de aquel peligroso precipicio —le dije.

»Recuperó parte de su antigua expresión al mirarme.

»—Oh, no me refería a eso. Entiendo que, decididamente, está usted convencido de haberme salvado la vida. Pero se equivoca usted de medio a medio. No pensaba más que en el estúpido perrillo. ¡No! Lo cobarde fue la idea…, la idea de poner fin a mi vida. Eso quería decir cuando le comentaba que no es que sea muy valerosa.

»—¡Ah! —repuse algo airado—. Así que se trata de ese perro. En realidad, no es tan malo como usted cree —pero ella bajó la mirada y prosiguió:

»—Me sentía tan desdichada que sólo alcanzaba a pensar en mí, nada más. Eso fue mezquino y cruel por mi parte. Además, aún no me había rendido, no, ni siquiera entonces.

Marlow cambió de tono.

—No soy yo un gran conocedor de la psicología de la autodestrucción. Es uno de esos temas que pocas oportunidades se nos brindan de estudiar en detalle. Una vez conocí a un individuo que de noche se presentó donde yo vivía y, fumándose un cigarro puro, me confió con tristeza que andaba intentando dar con un medio elegante para poner fin a su existencia. No llegué a estudiar su caso, pero al otro día lo vi por casualidad en un partido de cricket, pasando un buen rato en compañía de algunas señoras. Esa me parece una actitud sobradamente razonable. Considerándolo como pecado, el suicidio clama a voces por el arrepentimiento inapelable ante el trono de un Dios misericordioso. En cambio, me imagino que la religión que pudo aprender Flora de Barral estando al cuidado de la distinguida institutriz no pudo ser más que mera formalidad externa. El remordimiento, en lo que tiene de vergüenza corrosiva y de estéril pesar, para mí sólo es comprensible cuando se ha hecho verdadero daño a un semejante.

»Sin embargo, por qué motivo tendría ella, una muchacha que, por así decir, se había nutrido de sufrimiento, por qué tendría que retorcerse por dentro a causa del remordimiento que la embargaba, sólo por haber pensado en un determinado instante en quitarse una vida que no era, en puridad, más que una maldición, eso… eso no lograba entenderlo yo. Me pareció que alguna relación podría tener con ello la oscura influencia de ciertas banalidades al uso, de una manera de hablar, de un sentimiento tradicional o heredado, esa vaga idea de que el suicidio es un crimen punible con arreglo a la ley; palabras, en fin, de los moralistas y predicadores de la antigua escuela, que circulan flotando por el aire y contribuyen a la formación de las convenciones morales autorizadas. En efecto, me sorprendió tanto remordimiento por su parte. Sólo que al bajar inesperadamente la mirada, hasta que sus oscuras pestañas parecieron descansar sobre sus blancos pómulos, adoptó un aire de perfecta compunción. Me resultó tan atractiva que no pude domeñar el amago de una sonrisa. Y que Flora de Barral tuviese en su persona, considerándolo desde cualquier punto de vista, el poder de evocar una sonrisa en otro ser humano, era lo último que podría haber pensado. Prosiguió, así, tras una leve vacilación.

»—Un día me puse a caminar hacia allá, hacia aquel lugar.

»¡Fíjese usted qué influencia puede tener un mero truco fisionómico! Si recuerda usted de qué estábamos hablando, difícilmente podrá creer que esbozara yo una sonrisa ante la reservada corrupción de la joven. También debo reseñar que en ese momento sentí por ella una disposición más afectuosa que nunca.

»—¿De veras? ¿Para dar el salto? Entonces es usted una joven dotada de una gran determinación, créame. ¿Y qué sucedió aquella vez?

»Una alteración casi imperceptible en su actitud, quizá una levísima inclinación de la cabeza, una insignificancia, la hizo parecer más reservada y compungida que antes.

»—Había salido de la casa de campo —empezó un tanto atropellada—. Iba recorriendo el camino, ya sabe usted qué camino. Había tomado la resolución de que aquella vez no había regreso posible.

»No desmentiré que estas palabras, tal como las pronunció, resguardada por el ala del sombrero (es verdad: decididamente, había agachado la cabeza), me hicieron sentir un escalofrío; yo desde luego nunca dudé de su sinceridad. La suya jamás podría haber pasado por ser una desesperación de mentirijillas.

»—Sí —susurré—; recorría usted el camino…

»—Cuando… —volvió a titubear, dando un efecto de inocencia y timidez que me pareció en las antípodas de todo trágico desenlace, y siguió su relato—… cuando de pronto salió el capitán Anthony de la cerca que protegía un prado.

»Tosí nada más sentir el arranque de un muy inoportuno acceso de risa, y sentí vergüenza de mí. Alzó un instante los ojos, que me parecieron desbordados por su inocente padecimiento, a la par que noté una punta de amenaza no expresada en lo más profundo de sus pupilas dilatadas, dentro del intenso círculo azul del iris. Fue… ¿cómo lo diría? Fue como un efecto nocturno, como cuando se tiene la impresión de ver alguna silueta sin saber de ninguna manera con qué realidad se va a topar en cualquier momento. Entornó de nuevo los párpados, despojando la situación de todo misterio que no fuese el esclarecedor recuerdo de esa mirada, como la noche a pleno sol, aquietada en medio de la atronadora agitación de la calle.

»—Así que el capitán Anthony le salió al paso, ¿no es cierto?

»—Abrió la barrera de la cerca y salió al camino. Vino a mi encuentro y me acompañó en mi recorrido. Llevaba la pipa en la mano; me preguntó si pensaba ir muy lejos aquella mañana.

»Esas palabras (miraba yo su pálido semblante mientras hablaba) me estremecieron levemente. Ella conservó su reserva casi con mojigatería.

»—Antes de esa vez —comenté— ya habían estado los dos juntos, claro.

»—No habíamos cruzado siquiera dos párrafos desde su llegada —afirmó sin especial énfasis—. Aquel día sólo me había dado los buenos días cuando coincidimos en el desayuno, dos horas antes de este otro encuentro. Y yo le había saludado de igual manera. Después, no le vi hasta que apareció por el camino.

»Se me pasó por la cabeza que no había sido un encuentro accidental: él había tenido que observar antes a la muchacha. También tuve por cierto que él no había hecho ni una sola pregunta a la señora Fyne.

»—Ni siquiera lo miré —dijo Flora de Barral—. Ya había renunciado a mirar a nadie más. Él me dijo que su hermana no se tomaba la menor molestia por nosotros, que ya había leído todos los libros que había en la casa. “Mejor nos iría a los dos si nos hiciésemos compañía”, sentenció. Yo seguí caminando; él no se separó de mi lado. Pensé que más pronto o más tarde se iría, pero no. Fue como si no se diese cuenta de que yo no deseaba hablar con él, de que no iba a hacerlo.

»Se había quedado totalmente quieta. El triste parasol pendía contra su vestido, sostenido por sus manos entrelazadas. Yo estaba rígido también de pura atención. No se topa uno todos los días con semejante confesión, voluntariamente referida, de labios de una jovencita. Los molestos ruidos de la calle crecieron de volumen unos instantes y me impidieron oír lo que dijo a continuación. Fue insoportable. “Preocupada” fue la siguiente palabra que acerté a oír.

»—Le preocupó, así pues, tenerlo a su lado, caminando con usted.

»—Sí, eso es —siguió con la vista gacha. Hubo algo en su actitud y en su tono de voz delicadamente cómico, aunque en todo momento me imaginé a la pobre y palidecida chiquilla caminando hacia su muerte, con la inconsciente compañía de un hombre que caminaba a su lado. Aunque… ¿inconsciente? No lo sé. En primer lugar, estuve totalmente seguro de que no se habían encontrado por azar. ¿Sería acaso él uno de esos hombres dados al coup-de-foudre, a caer herido súbitamente por el rayo del amor? La verdad es que no lo creo. Semejante susceptibilidad es por fortuna muy poco común. Un mundo entero, lleno de amantes inflamables, del estilo de Romeo y Julieta, bien pronto tocaría a su fin sumido en la barbarie y la miseria. En todo caso, es cierto que en todos los hombres (aunque no así en todas las mujeres) vive adormecido un amante, un amante cuyas todas potencias son a menudo invocadas por los detalles más insignificantes, siempre y cuando éstos acontezcan en el momento psicológico oportuno: una cara entrevista en una perspectiva insólita, una actitud evanescente, la curva de una mejilla que a menudo se ha visto antes en infinidad de ocasiones, pero que de repente, en un momento dado, se carga de una significación asombrosa. Son todos estos grandes misterios, por supuesto; mágicas señales.

»No sabría decir en qué pudo consistir la señal en este caso. Podría haber sido la palidez de la muchacha (que no recordaba la cera, ni tampoco el papel), en cuyo blanco semblante resplandecían los ojos como azulados carbunclos de luz, y los labios como rojas ascuas. En una determinada luz, en una determinada pose, su cabeza entera era pura sugerencia de una trágica pena. Si no, podría haberse tratado de un cabello ondulante. O incluso su puntiagudo mentón, levemente huidizo, resentido y no por cierto especialmente distinguido, pero capaz de contradecir la misteriosa altanería de su frágil presencia. En cualquier caso, en un momento dado es evidente que Anthony tuvo que haberse fijado en la muchacha. Y fue entonces cuando le sucedió algo por dentro; quizá no fuese sino un pensamiento que se formó en su mente, en torno a que se trataba de “una posible mujer”.

»Todo esto, téngase en cuenta, tras el acecho de su emboscadura. El carácter de resolución inconmovible me hace pensar en que fuese por el mentón, ese rasgo de “carne de mortal” que tan bien sienta a no pocas mujeres. Y es que los hombres, me refiero a los hombres verdaderamente viriles, en cuyas sucesivas generaciones ha evolucionado el concepto de mujer ideal, son de sólito sumamente tímidos. ¿Quién podría no serlo al hallarse ante el ideal encarnado? Sólo, y a lo sumo, el farsante sentimental, el hombre que escapa por los pelos de no ser nada en esta vida, el emprendedor, sencillamente porque es más fácil aparentar que se es emprendedor cuando uno en realidad no se ha propuesto poner a prueba sus propias creencias.

»Bien, al margen de qué pudiese haberle dado ánimos, lo cierto es que el capitán Anthony se apegó a Flora de Barral de manera tal que en un hombre tímido por naturaleza podría pasar por heroica, de no haber sido algo tan simple en el fondo. Ya fuese por política, por diplomacia, por simpleza o por súbita inspiración, él siguió hablando de forma precisa y deliberada, haciendo poquísimas pausas. Y de golpe, como si recobrase la cordura, apostilló:

»—Es gracioso. Espero de todo corazón que no se sienta molesta conmigo por haberle ofrecido mi compañía sin que usted me lo haya pedido, pero ¿cómo es que no dice nada?

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