Azar

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PRIMERA PARTE: LA DAMISELA » Capítulo 7. En plena calle

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»Tuve el tino de colocarme de modo que, para hablarme cara a cara, tuviese que dar la espalda al hotel de enfrente. Tuve la impresión de que lo primero que me dijo, nada más salir del hotel, podía dar pie a una interpretación errónea por mi parte, pero tuvo a bien aclararme, sin pérdida de tiempo, inadvertidamente, que el capitán Anthony se había alegrado mucho de verlo. Era desde luego difícil imaginar que, nada más abrir la puerta, el “hermano marinero” de su esposa lo hubiese recibido con un caluroso “¡Hombre, si es usted! ¡Exactamente el hombre con quien deseaba conversar un rato!”.

»—Me lo encontré sentado ante su escritorio —prosiguió Fyne con su impresionante voz de bajo—; estaba redactando su testamento.

»Ésa sí que fue una inesperada revelación, ante la que pude mantener una actitud de neutralidad, a sabiendas de que nuestros actos nunca son por sí solos muestras de locura o de cordura. Pero tampoco acerté a percibir qué motivo de conmoción pudiera haber en ello, si bien Fyne se mostraba inconfundiblemente conmocionado. Lo comprendí mejor cuando tuve conocimiento de que el capitán del Ferndale deseaba que el pequeño Fyne fuese uno de sus albaceas testamentarios. Iba a legárselo todo en herencia a su esposa. Naturalmente, tal requisitoria, que no en vano entrañaba por parte de Fyne la sanción de un proceder contra el cual su esposa lo había enviado a oponerse y a luchar con todas sus fuerzas, al bueno de Fyne tuvo que parecerle sobrada locura.

»—¡Yo! ¡Precisamente yo, de todas las personas que hay en este mundo! —repitió, dándole la debida, portentosa importancia que revestía el hecho según su entender. Pese a todo, me di cuenta de que tenía miedo. ¡Qué inconmensurable falta de tacto!—. Supuso que había ido a visitarlo de parte de su hermana. Y nadie, en su sano juicio, se atreve a poner a un hombre en tan delicada y molesta situación —se quejó Fyne—. Eso me indujo a expresar mis protestas por todo este penoso asunto con mucha mayor energía de lo que habría osado yo en circunstancias… diferentes.

»Le recordé con toda concisión, sin quitar la vista de la puerta del hotel, que él y su esposa eran el único vínculo con tierra que le quedaba al capitán Anthony. ¿A quién podría haberle pedido tal cosa?

»—Le expliqué que ese vínculo era el que él mismo había roto —declaró Fyne solemnemente—. Que lo había roto para siempre. ¿Y a cambio de qué, digo, a cambio de qué?

»Se me quedó mirando intensamente. Quizá podría yo haberle dado un indicio, pero preferí no decir nada. Volvió a mirarme.

»—Mi esposa da por sentado que la muchacha no le ama en absoluto. Y lo dice por la carta que ella misma le mandó. Contiene un pasaje en el que ella prácticamente reconoce que ha obrado sin ningún escrúpulo al aceptar su proposición de matrimonio, aunque le diga a mi esposa que confía en que ella, mi esposa, sepa perdonarla, ya que lo ha hecho en defensa propia. De acuerdo, pase que mi esposa tenga opiniones propias, pero esto, por descontado, es una escandalosa interpretación de sus opiniones. Escandalosa, sí.

»El buen hombre hizo una pausa.

»—Eso no se lo he contado a mi cuñado —añadió con énfasis—. Me refiero a las opiniones de mi esposa.

»—No, claro —dije—. ¿De qué habría servido?

»—¡Es una absoluta locura! —contestó el pequeño Fyne con un tono de voz por el que me pareció como si acabase de realizar un espantoso descubrimiento—. En toda mi vida, nunca había visto asunto tan inexplicable, tan desesperante. Me he sentido más aterrado que desolado —añadió mientras lo miraba yo con curiosidad, preguntándome si el excelente funcionario y notorio paseante había sentido acaso pasar el hálito de un amor fatal y desmesurado por la habitación del Hotel Oriental. Pareció por un momento como si acabara de ver una fantasmagoría ultraterrena. Pero esa apariencia se desvaneció al instante, y me hizo un gesto de mera exasperación ante algo mucho más terrenal, fuera lo que fuese—. ¡Mal asunto! Mi cuñado no tiene ni idea de cómo son las mujeres —exclamó, dándoselas de poseer una sabiduría y una experiencia enormes.

»No podría decir qué imaginaba saber él dé las mujeres. Desconozco qué oportunidades habría tenido en este sentido. Ésta es una cuestión que, si se enfoca con indebida solemnidad, tiene toda la pinta de eludir todo esfuerzo. Sin duda, Fyne algo tenía que saber de una mujer que, por cierto, era la hermana del capitán Anthony. Hay que reconocer que, como experiencia y conocimiento, su caso había sido de lo más solemne. Le sonreí afectuosamente, y como si eso le espolease o le sirviese de provocación, completó su exposición de forma cuando menos explosiva.

»—¡Y esa jovencita, que no entiende nada de nada! ¡Pura demencia!

»—No sé —dije— si el aislamiento de la mar podría de alguna manera atenuar el peligro. Lo cierto es que tendrán oportunidades de sobra para conocerse a fondo el uno al otro, en un solitario tête-à-tête.

»—Pero ¡diantre! —exclamó con voz grave, sonora, con una punta de amarga ironía; antes nunca había oído yo un golpe de voz tan extravagante, desagradable, horrendo casi—. ¡Se olvida usted del señor Smith!

»—¿Qué señor Smith? —pregunté con toda inocencia.

»Fyne hizo una mueca extraordinariamente simiesca. Creo que fue de todo punto involuntaria, pero ya sabe usted que un rostro grave, con bastantes arrugas, bien afeitado, al distorsionarse de manera insólita resulta extremadamente simiesco. Fue una visión sorprendente, y no sólo me dejó sin habla, sino que hizo cesar también por completo el curso de mis pensamientos. Tuve que haber presentado un aspecto notoriamente idiotizado.

»—A mi cuñado debió de parecerle gracioso tomarme el pelo al presentarme a la joven como la señorita Smith, apellido que nosotros le habíamos atribuido —dijo Fyne, agriándose de súbito—. Comentó que, quizá, si hubiese sabido cuál era su apellido real desde el primer momento, habría podido abstenerse de tratarla. En todo caso, la revelación la había hecho demasiado tarde. Y me encargó que se lo dijera así a Zoe, junto con otra sarta de estupideces.

»Fyne me dio la impresión de un hombre que hubiese escapado de un hombre movido por una lúdica y desconsiderada ebullición de humor jovial. Para él, la entrevista tenía que haber sido desagradable en extremo; me di cuenta de que, en el ínterin, su solemnidad había salido perjudicada. Se le habían abierto en ella diversos agujeros, a través de los cuales pude ver a un Fyne nuevo, desconocido.

»—No se lo creerá usted —prosiguió—, pero esa jovencita está convencida de que su padre es exclusivamente una víctima. No sé —explotó de repente por un enorme boquete que acababa de abrirse en su habitual solemnidad—, si lo tiene por un santo en una peana; desde luego, se le ha metido en la cabeza que es un mártir.

»Una de las grandes ventajas de esa magnífica invención que es la cárcel es que se olvida uno de las personas que son encarceladas: nos olvidamos de ellas como si hubiesen muerto. Ya no hace falta preocuparse por ellas, pues no les puede ocurrir nada que uno pueda evitar. Y desde dentro de la cárcel, no pueden hacer nada que pueda importar a los demás. Antes o después salen de la cárcel, claro está, pero eso sí que no parece ventajoso, ni para ellos mismos ni para nadie más. Me había olvidado totalmente del señor De Barral, el financiero. Para mí, la jovencita era huérfana, aunque de pronto entendí la fuerza y la razón de ser del calificativo que le había dado Fyne, “hasta cierto punto”. Habría sido una muestra de clemencia infinitamente mayor por parte de la justicia si lo hubiesen fusilado, decapitado o ahorcado, si hubiesen aniquilado al absurdo De Barral, el cual constituía un claro, tremendo peligro para un mundo normalmente habitado por una muchedumbre de crédulos individuos, ineptos a la hora de velar por sus propios intereses. En cambio, a Fyne le comenté que, por demente que pudiera ser el punto de vista de Flora, no bastaba tal hecho para tacharla de demente.

»—Así que ella piensa en su padre, ¿no es eso? Supongo que nos parecería mucho más cuerda si pensara solamente en ella misma.

»—Estoy convencido —dijo Fyne con gran seriedad— de que fue a la desesperada, a ponerle ojitos a Anthony.

»—¡Venga, por favor! —le interrumpí—. Nunca la ha visto usted poner ojitos a nadie; ni siquiera se ha fijado de qué color tiene los ojos.

»—Es posible, pero no importa. Difícilmente habrían llegado las cosas a este punto si ella no hubiese… En fin, lo mismo da. Le repito que es ella quien lo ha guiado hasta aquí, o quien lo ha aceptado tal cual, si usted prefiere, pero sólo por haber estado pensando en su padre en todo momento. Anthony le importa un comino, estoy convencido. Créame, no tiene el menor afecto por nadie. Pregúnteselo a Zoe. Yo, personalmente, no la culpo de nada —añadió Fyne, ofreciéndome un nuevo atisbo de lo más insospechado por entre los andrajos y los harapos en que había parado su deteriorada solemnidad—. ¡No, cielo santo, no la culpo de nada, pobre desdichada!

»En silencio, estuve de acuerdo con su observación. Supongo que los afectos, en cierto modo, son algo que es preciso aprender. Si en todos existe un ascua innata de amor, preciso es avivarla con el fuelle mientras seamos jóvenes. La suya, si alguna vez la tuvo, se había apagado bajo una densa y repugnante andanada del peor líquido corrosivo que se pueda concebir. Pero me extrañó que Fyne tuviese, aunque oscuramente, este sentimiento.

»—No tiene ningún afecto por nadie, con la salvedad de ese impresentable tiburón de los anuncios —siguió venenosamente, aunque de modo más deliberado y preciso—. Y Anthony lo sabe.

»—¿En serio que lo sabe? —inquirí, dubitativo.

»—Es muy capaz de habérselo dicho ella personalmente —afirmó Fyne con pasmosa perspicacia—. Sea como fuere, yo mismo se lo he dicho.

»—¿De veras? Habrá sido de parte de la señora Fyne, por supuesto.

»Fyne sólo parpadeó con ojos de búho ante esta muestra de perspicacia de mi propia cosecha.

»—¿Y cómo se tomó el capitán Anthony tan interesante información? —pregunté por llegar más a fondo.

»—Con inusitada falta de decoro —dijo Fyne, el cual se hallaba en un estado anímico tal que ya le daba igual lo que pudiera barbotar—. Ya no es el mismo de antes. Me pidió que dijese a su hermana que él no se dedica a ir por ahí haciendo comentarios sobre lo que ella haga o deje de hacer. Indecorosa observación, ¿no cree? Impropia e inconsecuente. Dijo que… Empezaba a fatigarme el altercado. Le dije que me hacía cargo del estado de exasperación en que se hallaba.

»—¿Sabe usted, Fyne? —le dije—. Un hombre encarcelado se me antoja algo tan inverosímil, cruel, pesadillesco, que apenas puedo creer en su existencia, y menos aún en relación con cualquier otra existencia.

»—Que el demonio me lleve —protestó Fyne— ¡si no está encarcelado de por vida! Lo van a soltar. ¡Sí, lo que oye! ¡Va a salir! Ahí está el meollo del caso. Por cierto, me gustaría saber qué se va a encontrar al salir de la cárcel. Que lo suelten, tiene usted razón, me parece infinitamente más cruel que el hecho de que lo encerrasen. Y ésa es nuestra preocupación desde hace varias semanas. ¿Empieza a darse cuenta? ¿No lo ve claro, o qué?

»Efectivamente, empecé a ver toda clase de cosas. Ante mis propios ojos, sin ir más lejos, vi la conmoción del pequeño Fyne, mera carne de asombro. Más a lo lejos, en una difusa penumbra, más allá de la luz del día y del ajetreo de la calle, vi la silueta de un hombre, tieso como una estaca, avanzando a pasos cortos, con una silueta esbelta y juvenil a su lado. Y la penumbra que lo envolvía lodo era como esa penumbra de los barrios más sórdidos, la penumbra de la miseria, de la abyección, de las existencias famélicas y degradadas. Me alivió verlos solamente de espaldas, pero fue una visión fantasmal. Ciertamente, motejarlo de fantasma o alma en pena era solamente un refinamiento de la cortesía verbal, una forma de disimular el terror que inspiran estas cosas. Las cárceles son maravillosas invenciones. Se abren, se cierran. Así de sencillo. Se abren, se cierran. Y sale de ellas una especie de cadáver que echa a vagar sin rumbo por el mundo, un mundo en el que no puede encontrar su sitio, llevando encima el infame ambiente de su silencioso habitáculo. Maravillosa máquina. Funciona automáticamente; vista de este modo, de cerca, es de una perfección nauseabunda, lo cual no es flaca hazaña si se trata de una mera máquina. Nauseabunda y aterradora. La pobre jovencita prácticamente se había llevado un susto de muerte. ¡Imagínese qué pudo sentir al dar la mano a cosa semejante! Comprendí la tensión del remordimiento que había percibido en todas sus palabras.

»—¡Demonios! —dije—. ¡Que están a punto de ponerlo en libertad! Jamás me lo habría imaginado.

»Fyne se mostró desdeñoso de mí o del mundo en general.

»—¿Pensó acaso que estaba condenado a cadena perpetua?

»En ese momento vi a Flora de Barral en la esquina de la avenida y la otra calle. Unos cuantos vehículos pasaron muy seguidos, ocultando a mi vista la frágil, esbelta figura vestida de negro, con un simple toque de color en el sombrero. Iba caminando extremadamente despacio, ya fuera por cautela o por reluctancia. Mientras escuchaba a Fyne, agucé la vista por encima de su hombro, intentando verla otra vez. Él seguía despotricando, muy acalorado, al tiempo que los andrajos de su solemnidad se le iban desprendiendo a cada frase.

»Era exactamente así: su esposa y él, cómo no, habían estado al corriente del asunto. Claro está que la muchacha nunca habló de su padre con la señora Fyne. Supongo que su fe inquebrantable en la inocencia del reo le imposibilitó hablar del tema. Pero tuvo que haber pensado en ello día y noche. ¿Qué podría hacer con él? ¿Dónde llevarlo? ¿De qué forma podría mantener aglutinados cuerpo y alma, seguir vivo? Él jamás había trabado amistades de ninguna clase. Sus únicos parientes eran los atroces primos del East End, a los que ya conocemos. Poco podía importar hacia dónde se volviese ella en este mundo injusto, erizado de prejuicios, que sólo habría de encontrar miseria, desgracias. Tener que mirarlo a la cara, desamparada, sin esperanza que ofrecerle, fue para ella, sólo de imaginarlo, un exceso imposible de soportar.

»No le diré que hiciera todas estas reflexiones; ni siquiera fue necesario. Todas estas deducciones las tenía en mente mientras miraba al otro lado de la ancha avenida, tan atento que incluso no oí bien al pequeño Fyne hasta que, indignado, levantó la voz.

»—A la jovencita no la culpo de nada —decía—. Él está prendado de ella, eso salta a la vista. Lo que sigo sin entender es cómo pudo ella adueñarse de él tan por completo. Le dio el “sí” sólo por ese fatuo timador que tiene por padre. Basta con pensarlo un momento: no puede estar más claro. Si me apura, tampoco hace falta pensárselo, ya que lo sabemos de su puño y letra. En la carta que envió a mi esposa dice que ha actuado sin escrúpulos. Es, claramente, una confesión; de otro modo, no me explico qué otra cosa podría querer decir. En definitiva, van a casarse antes de que el viejo idiota sea puesto en libertad… Menuda sorpresa va a llevarse —comentó Fyne con una súbita punta de malevolencia en la voz—. Lo recibirá a la puerta de la cárcel, dese cuenta, una tal señora Anthony, sí, señora del capitán Anthony. Para Zoe, una delicia. Y por lo que alcanzo a saber, mi cuñado se propone hacer también su aparición como es debido. Qué ocasión memorable. Deliciosa, sí: una encantadora fiesta familiar. Nosotros tres solos contra el mundo entero, y otros desatinos por el estilo. Y todo esto, ¿por qué? Por una jovencita a la que él, en el fondo, le importa un comino.

»El demonio de la amargura se le había metido a Fyne en el cuerpo. Me asombró tanto o más que si en ese momento se hubiese vuelto negro como el carbón. Una auténtica maravilla. Y no terminó ahí.

»—Por fortuna, la profesión de marino tiene algunas ventajas. Mientras se dediquen a desafiar al mundo entero en las antípodas, qué sé yo, a ocho mil millas de aquí, no creo que me importe en demasía. Me pregunto qué dirá el interesante vejestorio. Se llevará una sorpresa de aúpa, porque se proponen llevárselo a bordo del barco nada más salga a la calle. Un rescate en toda regla. Piense tan sólo en Roderich Anthony, que después de todo es el hijo de un caballero…

»Me llevé un sobresalto. Pensé que iba a decir “el hijo del poeta”, como de costumbre; de todos modos, no estaba mi cerebro entonces para semejantes vanidades. Sus pensamientos, que no llegó a expresar, tuvieron que pasar acto seguido a algo así como “… y tío carnal de mis hijas”. Sospecho que el capitán Anthony le había dado en el hotel un buen varapalo, de modo que el rencor dio un tirón tremendo a su por lo demás lento ingenio. Estos hombres de sobrias fantasías cuando encuentran algo que excita su facultad de imaginar la ponen en marcha a conciencia.

»¡Imagíneselo! —exclamó—. ¡Los tres apiñados en un simón, y Anthony sentado con toda deferencia enfrente del viejo pájaro enjaulado!

»El buen hombre se rió de su ocurrencia. Un sonido imprevisto y totalmente inapropiado surgió de su varonil pecho; tanto peor fue pensar que por un pelo había estado a punto de tomarse todo el asunto por el lado sentimental. Sólo que, evidentemente, Anthony no tenía nada de diplomático. Su cuñado tuvo que parecerle, por usar el lenguaje de las gentes de tierra adentro, un redomado filisteo con el corazón de pedernal. No puedo saber a qué se refirió Fyne exactamente al hablar del “altercado”, pero no me cupo duda de que los dos se habían enzarzado, en efecto, en un “altercado” de enormes y turbadoras proporciones. Ni siquiera pude imaginar hasta qué punto estaría el otro afectado; el hombre que tenía ante mí estaba hondamente trastornado.

»—¡En un simón! ¡Para llevárselo a bordo! —musité, pasmado por el cambio que se estaba operando en Fyne.

»—Ese es el plan, ni más ni menos. Si he de creer lo que se me ha comunicado, apenas va a poner pie en tierra el viejo: desde la puerta de la cárcel hasta el puente del navío.

»El alterado Fyne habló en voz baja, forzada, que pude oír en cambio sin ninguna dificultad. El híbrido rumor de la calle se calló unos instantes, en una de esas súbitas detenciones del tráfico rodado, como si el flujo del comercio hubiese dejado de manar de su fuente. Disfruté de una vista sin estorbos por encima de Fyne. Me extrañó sobremanera que la joven siguiera allí. Pensé que habría entrado hacía un buen rato. No, allí seguía su esbelta y negra figura, su blanco rostro bajo las rosas del sombrero. Hallábase al borde mismo de la acera, tal como se quedan algunas personas a la orilla de un arroyo, tremendamente quieta, como si esperase algo, como si no fuese consciente de dónde estaba. Los tres repugnantes ganapanes, borrachos como cubas (vi que no se habían movido ni una pulgada), me parecieron que la observaban entretenidos. Una atrocidad.

»Entretanto, Fyne seguía refiriéndome cosas cuando menos notables por el mero hecho de que procedían de él. Primero proclamó que tal desenlace tenía en el fondo su faceta misericordiosa; luego me preguntó si no era una locura insensata, el lastrar la propia existencia con un recordatorio a perpetuidad. La existencia cotidiana, la existencia en absoluto aislamiento que iban a vivir en alta mar. Introducir una tensión adicional semejante en una soledad de por sí más que difícil de soportar para dos personas era una locura descabellada. Bastante penosas eran las relaciones indeseadas en tierra firme, aunque siempre se pueda cortar por lo sano u olvidar al menos su existencia de cuando en cuando. Él estaba ya dispuesto a olvidar la existencia de su cuñado en cuanto le fuera posible.

»Éste fue el sentido general de sus comentarios, no sus mismas palabras. Pensé que la existencia del hermano de su esposa nunca le había resultado demasiado vergonzante, pero que en lo sucesivo debería abstenerse de aludir “al hijo del poeta, ya sabe usted”. En cada pausa me limité a expresar mi asentimiento, pues no quería que de ninguna manera se diese la vuelta; entretanto, observé sin perder detalle a la jovencita. Pensé que en ese momento sí estaba claro lo que ella había querido darme a entender cuando dijo de él “es la generosidad en persona”. Sí, no cabe duda, la generosidad de carácter puede ayudar a un hombre a sobrellevar todo tipo de situaciones. Pero ¿por qué no subía sin tardanza a reunirse con su generoso prometido? ¿Por qué seguía allí parada, como si se aferrase a esta tierra que con toda seguridad aborrecía, tal como ha de aborrecer cualquiera el lugar en que ha sido atormentado, infeliz, desesperado? De pronto, se desperezó. ¿Iba a cruzar la avenida? No, se dio la vuelta y echó a caminar muy despacio, al borde de la acera, con lo que me recordó la vez en que la descubrí caminando al borde de un precipicio de treinta metros de caída. Fue la misma impresión, el mismo porte en su andar, derecha, esbelta, la cabeza erguida y las manos entrelazadas con fuerza por delante, sólo que de ellas pendía en cambio un minúsculo parasol. En esa deliberada manera de andar hacia la anodina puerta de entrada al hotel vi algo fatídico.

»Se hallaba ya casi en el umbral y creí que volvería a detenerse, pero no. Giró bruscamente en un momento en que nadie pasaba a su lado: aquel trozo de calle le pertenecía por entero. Su lentitud me hizo pensar en que se movía inerte, impulsada por algo distinto de sí misma.

»—Un convicto infame —explotó Fyne.

»Con el insulto rebotándome en los oídos vi que la muchacha extendía el brazo, empujaba levemente la puerta de cristal y se colaba dentro del hotel. En ese último movimiento, al adelantar la mano, me pareció que su gesto era el de una sonámbula.

»Había desaparecido, fundiéndose su negra figura en la penumbra del vestíbulo. Pasó un rato sin que Fyne dijera nada; pensé en la muchacha al subir las escaleras, presentándose ante el marino. ¿Se habrían contemplado en silencio, sintiéndose solos en el mundo entero, como se sienten los amantes en el instante en que se encuentran? Ese dulce olvido de todo lo demás fue seguramente imposible para Anthony, por estar reciente en su ánimo el altercado en que se había convertido su entrevista con Fyne, emisario de un orden jerárquico que deja de existir donde empieza el mar. No pude saber si estaba trastornado o no, ya que desconocía qué tuvo que escuchar de mi interlocutor el impetuoso amante.

»—Se van a llevar al vejestorio a surcar los mares —dije—. La verdad es que no veo qué otra cosa podrían hacer con él. ¿Le dijo a su cuñado cuál era su opinión al respecto? Me pregunto cómo se lo habrá tomado.

»—Con inusitada falta de decoro —repitió Fyne—. Desde el primer momento adoptó una actitud despectiva, ofensiva. No quiero decir que se expresara con rudeza. Que me aspen; no soy yo un asno desdeñable. Pero estaba exultante, insolente, por haberse apoderado de una miserable jovencita.

»—Lo cierto es que a partir de ahora ya no será tan pobre ni tan miserable —murmuré.

»Fue como si la exultante insolencia del capitán Anthony hubiese destrozado los nervios de Fyne.

»—Le dije con toda sencillez que en eso su comportamiento era de un abominable egoísmo —afirmó inesperadamente.

»—¿De veras? ¿Egoísmo? —dije, de pronto, desarmado—. ¿Y si la muchacha creyese, por el contrario, que se ha portado con una generosidad exquisita?

»—¿Qué sabe usted de eso? —me espetó Fyne. Los desgarrones de los harapos en que había parado su solemnidad iban cerrándose poco a poco; iba a ser la suya una solemnidad hosca y desabrida—. ¡Generosidad! Estoy dispuesto a darle otro nombre a eso que usted llama generosidad. No, no, es locura —me gritó como si yo hubiese querido interrumpirlo—. Es otra cosa mucho peor. Y no hará falta que se lo diga con todas las letras —añadió dando por hecho el sobreentendido.

»—Desde luego; no hará falta… A menos que usted quiera —dije con indiferencia. El pequeño Fyne nunca me había suscitado tanto interés desde que comenzó el más o menos turbio noviazgo entre De Barral y Anthony, pues percibí de repente nuevas posibilidades en su persona. Las posibilidades de estos hombres pasivos, aburridos, son apasionantes porque, cuando devienen actos hacen pensar en casos de legendaria “posesión” no demoníaca, pero sí de un extraño orden espiritual.

»—Le dije que era una vergüenza —dijo Fyne—. Aun cuando la muchacha le hubiese puesto ojitos, y estoy de acuerdo con usted en que no lo hizo. Pues sí, una verdadera vergüenza aprovecharse así de la desazón de una joven que, de paso, no lo ama ni lo más mínimo.

»—¿De veras ve tan negro el panorama? —dije—. Sabe usted que yo no soy de la misma opinión.

»—¿Y qué opinión puede tener usted, si no sabe de la misa la media? —me replicó con una taxativa mirada de solemnidad—. Me limito a lo que dice ella en la carta que envió a mi esposa.

»—¡Ah, la famosa carta! Pero lo cierto es que usted no la ha leído —dije.

»—No, eso es verdad. Pero sé lo que mi esposa me ha dicho. Evidentemente, teniendo en cuenta las circunstancias, no pudo escribir carta más inapropiada e indecorosa. A la señora Fyne le ha hecho muchísimo daño descubrir hasta qué punto ha interpretado como ha querido, al revés, todas sus opiniones.

Pero lo escrito no lo es todo; tenga en cuenta lo que mi esposa ha leído entre líneas. Afirma que la jovencita está totalmente aterrada.

»—No ha tenido en toda su vida muchas ocasiones para armarse de valor, ni la más mínima confianza en los hombres. Eso es verdad. Pero me parece una exageración decir que está aterrada.

»—Me gustaría saber qué motivos tiene para afirmar tal cosa —dijo Fyne con solemnidad, ofendido—. Yo no entiendo que haya ninguno. Ahora bien, sí tengo la autoridad suficiente para hacer saber a mi cuñado que, si pensaba que estaba haciendo un gesto noble y caballeroso, se equivoca de medio a medio. Está claro que él hará todo lo que ella le pida; con eso y con todo, no deja de ser un asunto lamentable.

»Pensé por un instante que podría ser tal y como decía. Fyne descubrió un tranvía que se acercaba y salió a la calzada para esperar a que parase.

»—¿Se le ocurre a usted un plan más compasivo que proponer? —le grité. No contestó nada; subió de un salto al tranvía por la parte posterior, y sólo entonces me miró. Cruzamos un mecánico gesto de despedida. Nos miramos el uno al otro, él harto enojado, yo con asombro. Aprovecho para decirle que es la última vez que lo vi: desde aquel día no he vuelto a ver a ninguno de los dos Fyne. Tal como suele ocurrir, me pasó algo inesperado. No tuvo nada que ver con Flora de Barral. Lo cierto es que partí. Mi vocación nada tuvo que ver con la suya; la mía no se dio con urgencia, ni con la apasionada vehemencia, con la dulce ternura redoblada gracias al atractivo de la generosidad, virtud tan misteriosa como cualquiera, pero que tiene un encanto muy especial. No, fue una prosaica oferta de trabajo que se me hizo en términos francamente buenos y que, con la súbita sensación de haber perdido demasiado tiempo en tierra firme, acepté sin regatear. Liberado de mi habitual indolencia de este modo, fui muy, muy lejos, como tengo por costumbre; estuve ausente mucho, muchísimo tiempo. Ahí tiene usted otra prueba de mi indolencia. Hasta dónde fue Flora, eso no se lo puedo decir. En cambio, sí le diré qué pienso: pienso que fue tan lejos como le fue posible, todo lo lejos que pudo soportar, todo lo lejos que debía.

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