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SEGUNDA PARTE: EL CABALLERO » Capítulo 1. El «Ferndale»

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Capítulo 1

El Ferndale

He dicho antes que la historia de Flora de Barral me fue dada a conocer por entregas sucesivas. Llegado a ésta, pasé algún tiempo sin ver a Marlow. A la postre, una noche y a hora muy temprana, muy poco después de cenar, apareció de visita por mi casa.

Había esperado su visita, o que al menos diese señales de vida, acicateado por un comentario no se me pasó por la cabeza hasta que él se hubo marchado.

—Y digo yo —le abordé de inmediato—, ¿cómo puede tener la certeza de que Flora de Barral se hizo en efecto a la mar? Después de todo, la esposa del capitán del Ferndale, “la señora a la que de ninguna manera se debe molestar”, según el relato del viejo guarda del navío, bien pudiera no haber sido Flora.

—Pues lo sé a ciencia cierta, en efecto —dijo—, aun cuando sólo sea porque últimamente he tenido algún trato con el señor Powell.

—¡Qué me dice! —exclamé—. Es la primera noticia que tengo. ¿Y desde cuándo, si puede saberse?

—Pues desde el primer día. Usted subió a la ciudad dejándome en la posada. Dormí en tierra firme. A la mañana siguiente, el señor Powell vino a desayunarse; después que se hubo disipado el embarazo inicial que produce encontrarse de mañana con un hombre al que se ha pegado la hebra durante la noche anterior, descubrimos que teníamos cierta afinidad.

Como ya estaba apercibido de esa mutua y lógica atracción casi antes que ellos dos, no me sorprendió lo más mínimo.

—Y así han tenido ustedes cierto trato —dije.

—No fue tan difícil. Como él andaba a todas horas dando tumbos por el río, alquilé la balandra de Dingle, que desplaza tres toneladas, para estar más igualados. Powell se mostró cordial pero elusivo. No creo que haya deseado rehuirme nunca. Lo cierto es que tenía una acusada tendencia a desaparecer por el río muy a menudo y a veces de forma harto misteriosa. Un hombre puede tocar tierra donde quiera y alejarse del agua como alma que lleva el diablo, pero ¿y su cúter, que no en vano desplaza cinco toneladas? Es imposible llevárselo tierra adentro como si fuese un maletín.

»Luego, tan repentinamente como se iba, reaparecía por el río, cuando uno había dado ya por inútil la búsqueda. No me gusta la derrota, y por eso le alquilé a Dingle su balandra con cubierta, que tenía a bordo el espacio preciso para que durmiesen a resguardo un hombre y su perro. Claro que no conozco yo ningún perro al que invitar a bordo. El último perro que haya sido amigo mío fue el perro de los Fyne, el que le salvó la vida a Flora de Barral. Me sentí bastante solo, surcando el estuario sin rumbo fijo, aunque esto, en el río, a veces tiene su encanto. Perseguí el misterio del desaparecido Powell como en un ensueño, mirando los barcos con que me cruzaba, pensando en la joven Flora, en los azares de esta vida… Y ¿sabe usted? Fue todo muy sencillo.

—¿Qué es lo que fue muy sencillo? —pregunté yo con ingenuidad.

—El misterio.

—Generalmente suelen ser así —dije.

Marlow me observó unos instantes con insistencia, de manera cuando menos peculiar.

—Bien, a lo que iba: he descubierto el misterio de las desapariciones de Powell. Lo que hacía era internarse por una de esas angostas anconadas que forman las mareas en la costa de Essex. Son unos senos tan disimulados que hasta que hube estudiado con suma atención la carta náutica no me percaté de su existencia. Una tarde descubrí la embarcación de Powell, que enfilaba hacia la costa. Cuando conseguí arrimarme a los fangales, su embarcación se había metido tierra adentro hasta desaparecer, pero fue entonces cuando acerté a descubrir la bocana de la anconada. Como repuntaba la marea, afronté el riesgo de quedar varado irremisiblemente y me adentré. El único hito que me servía de guía era la techumbre de un edifico bajo. Creo que avancé más por suerte que por mi buen gobierno de la balandra. Poco antes habíase puesto el sol; mi barca se deslizaba por una especie de canal tortuoso y flanqueado por dos ribazos cubiertos de hierba. A uno y otro lado se extendía la planicie de las marismas de Essex en perfecta calma. Lo único que vi moverse fue una garza; volaba bajo y terminó por desaparecer en la grisura. Antes de haber cubierto siquiera media milla estaba a la altura del edificio cuya techumbre había visto desde el río. Parecía un granero pequeño. Una hilera de pilotes clavados en la blandura del fondo, que servían de apoyo a una trabazón de planchas, venía a constituir una especie de embarcadero. A todo esto, estaba ya negra la noche; con las últimas luces del crepúsculo alcancé a distinguir los surcos blanquecinos que forman las rodadas de los carros, alejándose por entre las marismas hacia un terreno más elevado. No se oía nada. Recortado sobre un rayazo de luz baja en el cielo vi el mástil del cúter de Powell, amarrado a la orilla a unas veinte yardas o poco más, tras el negro granero o lo que quiera que fuese. Lo saludé dando una voz. No obtuve respuesta. Tras amarrar mi barca solamente a popa, recorrí la orilla para echar un vistazo a la de Powell. Como era mucho mayor que la mía, estaba ya encallada. Tenía las velas aferradas; el escotillón estaba cerrado con candado. Powell se había ido. Habíase alejado caminando por aquella marisma lóbrega y encalmada, rumbo quién sabe a dónde. No había visto ninguna casa en las inmediaciones; no parecía haber ni una sola alma en varias millas a la redonda, y como la negrura de la noche adensaba ya sobre tierra, no alcanzaba yo a ver ni un trémulo atisbo de luz. De todos modos, supuse que tenía que haber un poblado o una aldea no demasiado lejos, o cuando menos una de esas misteriosas, pequeñas posadas con las que se tropieza en los parajes más inesperados y solitarios.

»La calma era opresiva. Volví a mi barca, preparé un poco de café con un infiernillo de alcohol, devoré unas cuantas galletas y me recosté a popa, dispuesto a fumar y contemplar las estrellas. La tierra era una mera sombra informe y silenciosa, y desierta hasta que un buey apareció salido a saber de dónde, envuelto por lo demás en las sombras. Se acercó hábilmente hasta el borde mismo de la orilla, tal como si se hubiese propuesto subir a bordo, pero estiró el hocico por encima de la amura, resopló pesadamente una sola vez y se alejó con desdén por las mismas tinieblas por donde había llegado. No me había esperado yo la aparición de un buey, aunque si lo hubiese pensado con más detenimiento habría caído en la cuenta de que por las marismas tenía que abundar el ganado, ovino y vacuno por igual. Luego, todo volvió a quedar tan en calma como antes. Podría haber imaginado que acababa de arribar a una isla desierta. De hecho, mientras estaba reclinado y fumando creció en mi interior la sensación de soledad absoluta. Y cuando más intensa se había tornado, abruptamente y sin ningún sonido preliminar oí unos pasos firmes y rápidos por el embarcadero. Alguien que había venido siguiendo las rodadas de los carros acababa de saltar con evidente agilidad sobre la tablazón. Y ese alguien bien podía ser el señor Powell. De pronto se detuvo en seco, al haber entrevisto que eran dos los mástiles que descollaban sobre la orilla, cuando él sólo había dejado uno. Se acercó calladamente por la hierba. Al hablarle, lo dejé perplejo.

»—¡A quién se le hubiese ocurrido que iba a encontrármelo por aquí! —exclamó tras devolverme las buenas noches.

»Le dije que había llegado allí en busca de compañía, lo cual era rigurosamente cierto.

»—¿Sabía usted que estaba yo aquí? —exclamó de nuevo.

»—Pues claro —repuse—. Ya le digo que vine en busca de compañía.

»La verdad es que es un tipo excelente —prosiguió Marlow—. Y su capacidad de asombro, a lo que se ve, se agota rápidamente. “Suba, pues, a bordo; tengo aquí suficiente para que cenemos los dos”, me dijo como quien lo da todo por hecho. Sujetaba un abultado paquete en el hueco del brazo. Como bien puede suponer, no esperé a que repitiese la invitación. Su cúter cuenta con una cabina muy apañada, con espacio de sobra para dos, y no sólo para dormir, sino para sentarse a fumar. Dejamos, claro está, el escotillón abierto de par en par. En cuanto a sus provisiones para la cena, no es que fueran de lujo. Se quejó de que las tiendas del pueblo eran de lo más mísero. Había por lo visto un pueblo de buen tamaño a milla y media de allí. Me extrañó que hubiese tardado tanto en hacer unas compras, aunque naturalmente no hice comentario alguno. No quería yo decir nada, a no ser para animarle a meternos en faena.

—¿Y consiguió meterlo en faena? —pregunté.

—Sí, señor —dijo Marlow, y sus rasgos compusieron una expresión impenetrable, que de alguna manera me certificó su éxito mejor incluso que si hubiese preferido adoptar un aire de triunfo.

—¿Logró hacerle hablar? —dije tras un silencio.

—Sí, le hice hablar… de sí mismo.

—¿Y fue al grano?

—Si con eso —dijo Marlow— quiere usted decir que si habló del viaje del Ferndale, la respuesta es otra vez sí. Conseguí hacerle hablar de ese viaje que, entre paréntesis, no fue el primer viaje de Flora de Barral. Tal como ya le he dicho, se trata de un hombre que podría pasar por la sencillez en persona, sin una gran capacidad de maravillarse por nada. Es uno de esos hombre apegados a los hechos que no elaboran teorías ni persiguen conclusiones, cosa rara vez propia de las personas sencillas y sin dobleces. Tampoco están dotados de una gran capacidad de penetración. Pero en este caso no es detalle que importe. Tengo, o tenemos ya, mejor dicho, un conocimiento más en profundidad. Conocemos las historia de Flora de Barral. Algo sabemos también del capitán Anthony. Estamos sobre aviso del secreto de la situación. Este hombre estaba, en cambio, intoxicado por la compasión y la ternura que le son propias. ¡Desde luego que sí! No creo que intoxicación sea palabra excesiva; sabe usted perfectamente que el amor y el deseo adoptan múltiples disfraces. Creo que la joven había sido franca con él, haciendo gala, eso sí, de esa franqueza propia de las mujeres, para las que una franqueza perfecta es punto menos que imposible, ya que gran parte de su propia seguridad depende de una hilazón de juiciosas reticencias. No me dejo llevar por ninguna clase de burla chabacana. En todas estas cosas hay, para las mujeres, una insoslayable necesidad. Aún es más, ella difícilmente podría haber hablado con una cierta compostura ante el ímpetu de él, pues ella no había tenido tiempo de entender ni el estado de sus propios sentimientos ni tampoco la precisa naturaleza de lo que estaba a punto de hacer.

»¿Y qué importan las palabras? Aunque ella se hubiese expresado con meridiana claridad, era de tal calibre el júbilo que a él lo embargaba, démoslo por hecho, que tampoco habría estado en condiciones de entenderla cabalmente. No quisiera hacerlo pasar por un estúpido. No, ni mucho menos; es verdad, sin embargo, que carecía de todo adiestramiento en las convenciones al uso, y hemos de recordar que carecía de experiencia con las mujeres. Solamente podía disponer de una concepción ideal de su posición. A menudo un ideal no es sino una visión inflamada de la realidad.

»Ante él se planta Fyne como un torbellino, fuera de sus casillas, si es lícito expresarse con tanta irreverencia, fuera de sus casillas y hecho un manojo de nervios a raíz de la interpretación de la carta de la joven que le ha suministrado su esposa. Entra, pues, hablando de mezquindad y de crueldad, lo cual surte el efecto de un jarro de agua sobre las llamas de una hoguera. Sin lugar a dudas un revés. Ahora bien, los efectos de un jarro de agua son muy diversos. Dependen de la clase de llama que se quiera sofocar. Un simple resplandor de paja seca, claro está… Pero aquí la paja queda fuera de toda consideración. Anthony, capitán del Ferndale, no era ni podría haber sido nunca uno de esos hombres de paja. Hay, en cambio, llamas que un jarro de agua puede elevar por los cielos.

»Bien podemos, en consecuencia, preguntarnos qué ocurrió cuando, después de marcharse Fyne, la titubeante jovencita por fin sube la escalera y abre la puerta de la habitación en donde se encuentra nuestro hombre, estoy seguro, de ninguna manera apagado. ¡Oh, no! Ni frío tampoco; si acaso, de cualquier otra forma.

»Es concebible que pueda haberle gritado, en un primer momento de humillación, de exasperación: “¡Ah, eres tú! ¿A qué vienes? Si de veras te soy tan odioso que has de escribir a mi hermana para decirlo, te tomo la palabra y lo mismo te contesto”. Sin embargo, no sé si se da usted cuenta, no pudo haber sido así. Tengo la práctica certidumbre de que poco después marcharon juntos en un cabriolé a ver el barco, tal como habían acordado. He aquí la razón en que me abrigo para sostener que, en efecto, Flora de Barral se hizo a la mar…

—Sí. Parece concluyente —consentí—. Pero aun sin eso, si, tal como parece pensar usted, la misma desolación de esa jovencita aniñada tenía una especie de encanto perversamente seductor, abriéndose camino por entre la compasión de él hasta llegar a sus sentidos (y todo es posible), entonces, desde luego, parece evidente que tales palabras nunca fueron pronunciadas.

—Pudieran habérsele escapado involuntariamente —observó Marlow—. Sin embargo, hay un hecho bien claro que vino a poner cada cosa en su sitio, y es que se fueron juntos a ver el barco.

—¿Extrae de ahí la conclusión de que no se dijo, pues, nada en absoluto? —inquirí.

—Me habría gustado ser testigo de cómo se miraron por vez primera en la planta de arriba —meditó Marlow—. Y tal vez no se dijeran nada. Pero no hay hombre que salga de tal “altercado”, como dijo Fyne, sin que se le note cierta huella. Y puede estar usted seguro de que una jovencita tan lastimada como Flora habría sentido, y de qué manera, el más ligero contacto de cualquier otra cosa que le resultase producto de la frialdad. Era desconfiada y no podía ser de otra forma, pues vence con tanta contundencia la energía del mal a todo lo que pueda obrar el bien que, por lógica, no le quedaba más remedio que tener aún a su abominable institutriz como autoridad casi inapelable. ¿Cómo iba nadie a esperar que se desprendiese en un santiamén del atroz prestigio que tan larga dominación había ejercido a sus ojos? No le quedaba más remedio que creer a pie juntillas en todo cuanto se le había dicho, es decir, que de alguna manera, misteriosamente, era una muchacha aborrecible, incapaz de inspirar amor. Para ella, ojo, ésa era una cruel verdad. El oráculo atesorado durante tantos años por fin se había pronunciado. Sólo que los demás no lo descubrieron de inmediato… No llegaré al extremo de pensar que Flora hubiese llegado a creer todo lo que le dijo el otro. Tal cosa difícilmente sería posible. Ahora bien, ¿acaso no han pasado por momentos de duda los seres más adulados, los más vanidosos de todos? ¿No es así? Bueno, no lo sé. Puede que en este mundo haya seres afortunados e incapaces de pensar que pueda haber en ellos maldad ninguna. Por mi parte, le diré que una vez, y hace ya de esto muchos años, tuve noticia de que un compañero con el que había estado yo involucrado en cierta transacción —personaje por cierto muy listo, al que yo sinceramente despreciaba— iba por ahí diciendo que yo era un consumado hipócrita. No me conocía hasta ese extremo. Simplemente le entró en gana decir tal cosa. Yo no le había dado pie a que esparciera tal calumnia. Con todo, hasta hoy mismo hay momentos en que todo aquello vuelve a pasarme por la cabeza, e involuntariamente me pregunto: ¿y si fuera verdad? Es absurdo, pero en una o dos ocasiones a punto ha estado de afectar mi conducta. Y eso que no era yo una muchachita ignorante e impresionable. Mucho antes había tomado yo la medida exacta de la redomada vileza que se gastaba aquel sujeto. Para mí nunca había sido una persona de prestigio y de poder, como sí fue esa espantosa institutriz para Flora de Barral. ¿Comprende usted el alcance de la sugestión? Vivimos a merced de una palabra malévola. Un sonido, una mera turbación del aire, a veces se nos hinca hasta lo más hondo del alma. Flora de Barral se vio más asombrada que convencida por el ímpetu inicial de Roderick Anthony. Se dejó transportar por una misteriosa fuerza a la que su propia persona había dado el ser, tal como su padre se había dejado llevar por el inesperado poder de una publicidad afortunada.

»Aquella mañana subieron a bordo. El Ferndale acababa de llegar a su fondeadero de carga. El único ser vivo que había a bordo era el vigilante, ya se tratase del mismo que nos describió Powell o de otro distinto, no lo sé. Posiblemente fuese otro. Al mirar por la borda vio, dicho con sus propias palabras, “al capitán doblar la esquina en compañía de una mozuela”. Bajó la escalerilla al muelle y…

—¿Cómo es que sabe usted todo esto? —interrumpí.

—Ya lo verá a su debido tiempo —dijo Marlow con evidente impaciencia…—. Subió primero Flora y se quedó quieta como una estatua en cubierta, hasta que el capitán la tomó del brazo y la condujo a popa. El vigilante los vio dirigirse al salón. Como tenía las llaves de todos los camarotes, se apresuró tras ellos dos. El capitán le ordenó abrir las puertas, todas las puertas habidas y por haber: de los camarotes individuales, los pasillos, la despensa, el camarote de proa… y luego le ordenó marchar.

»El Ferndale tenía una magnífica instalación de alojamiento. Al extremo de un pasillo que arrancaba desde el alcázar había un gran salón, de suntuosidad tal vez levemente deslustrada, pero con un aire grandioso, de considerable amplitud y comodidad. Las alfombras de puerto estaban puestas, las lámparas colgadas, y cada cosa en su sitio, incluida la cubertería de plata en el aparador. Al salón daban los dos espaciosos camarotes de popa, uno a cada lado de la carcasa del timón. Estos dos camarotes se comunicaban mediante un pequeño aseo común, y uno estaba acondicionado como camarote del capitán. El otro estaba libre, amueblado con sillones y una mesa redonda, más como una sala de tierra firme en la que sólo desentonaría el sofá largo y curvado, adaptado al perfil de popa. En un espejo inclinado y empañado Flora vislumbró, de la cabeza a la cintura, la imagen de una jovencita pálida, con un sombrero de paja blanco y adornado con un ramillete de rosas, distante y ensombrecida, como si estuviese sumergida bajo el agua, y se sobresaltó al reconocerse en dicho entorno. Le pareció arbitrario, estrafalario, ajeno. El capitán Anthony siguió su recorrido, y ella fue tras él. Le mostró los demás camarotes. Le habló en todo momento con voz alta y clara, una voz que a ella le dio la sensación de conocer desde hacía mucho tiempo; con todo, reflexionó, apenas la había oído a lo largo de su vida. Lo que le dijo no llegó a captarlo en su totalidad. Le habló de cosas relativamente indiferentes en un tono un tanto melancólico, pero ella lo sintió a su alrededor como si fuese una caricia. Y al callar ella oyó, alarmada en medio del súbito silencio, el precipitado latir de su corazón.

»El vigilante se despistó por el alcázar, a tal distancia que ya no oyó nada más, procurando no dejarse ver. Al mismo tiempo, aprovechándose de las puertas abiertas, con habilidad y con prudencia, pudo ver al capitán y a “la mozuela” que el capitán había traído a bordo. El capitán le enseñó todo a conciencia. A todo lo largo del pasillo y muy a proa, según la perspectiva del salón, el vigilante los atisbo en varias instancias de interés, cada vez que pasaron de un camarote a otro, reapareciendo una y otra vez a lo lejos. La muchacha, siempre tras el capitán, llevaba el parasol en una mano. La mayor parte del tiempo anduvo cabizbaja, pero de cuando en cuando levantaba la mirada. Tenían mucho que decirse el uno al otro, y por lo visto olvidaron que no estaban solos en el barco. Vio al capitán poner la mano sobre el hombro de la joven, y ya se preparaba para contemplar con entusiasmo lo que pudiera suceder a continuación cuando “el viejo” pareció recobrar el dominio de sí mismo y echó a caminar a grandes zancadas por todo el salón. Ante ese movimiento, el vigilante se escabulló con presteza de su vista, era de esperar, y oyó al capitán cerrar de un portazo la puerta del pasillo. Tras la desilusión, el vigilante aguardó resentido a que ambos despejaran el barco, lo cual sucedió mucho antes de lo esperado. La muchacha fue la primera en salir a cubierta. Al igual que antes, no miró a su alrededor. No miró nada en realidad; parecía tener tanta prisa por volver a tierra firme que se dirigió a la plancha y empezó a bajar la escalerilla sin esperar siquiera al capitán.

»Lo que más llamó la atención del vigilante fue la expresión de ido que tenía el capitán, ausente, como si no viese nada, al seguir a la joven. Rebasó al vigilante sin darse ni cuenta, sin darle ni una orden, sin mirarlo siquiera, cosa que nunca había hecho el capitán. Siempre tuvo una palabra afable y un gesto de deferencia para con él o con cualquiera. De ese desaire el vigilante extrajo una conclusión desfavorable para aquella extraña jovencita. Les dio tiempo a bajar a la dársena antes de acercarse él a la amura para contemplar a la pareja una vez más a hurtadillas. El capitán la tomó del brazo justo un momento antes de que aparecieran un par de vagonetas tiradas por un caballo, que les ocultaron de una vez por todas a ojos del vigilante.

»Al día siguiente, cuando subió a bordo el primer oficial, le contó el sucedido de la visita, expresándose despectivamente acerca de “la mozuela que se ha apoderado del capitán”. No parecía sana, le dijo. Y vestía ropa desaseada, añadió con ojeriza.

»Al primer oficial le interesó mucho todo aquello. Llevaba varios años con Anthony, y se había granjeado en el curso de sus múltiples y largos viajes una cierta familiaridad, lo mínimo que se podía esperar de un hombre con el talante de Anthony. Pero en toda esa intimidad lentamente forjada en el mar, que dada su duración y soledad, había tenido algunos momentos sin resguardo, no había circulado palabra ninguna, ni siquiera las más casuales, que le hubieran preparado para la visión del capitán en relaciones con muchacha de ninguna especie. Había tenido la impresión de que las mujeres no existían para el capitán Anthony. ¡Exhibirse con una chica! ¡Una chica! ¿Qué podía querer él de una chica? ¡Mira que traerla a bordo y enseñarle el camarote! En realidad era todo un exceso. El capitán Anthony debería abstenerse de semejante incongruencia y conducirse con mayor sensatez.

»Franklin (así se llamaba el primer oficial) se sintió disgustado, desilusionado casi. ¡Qué estupidez! He ahí un vigilante, Dios lo confunda, hablando por hablar. Menospreció al vigilante, procuró no darle más vueltas a semejante tontería, en el fondo insignificante, pues a sus ojos, a los ojos de un subordinado celosamente devoto de su superior, era un menoscabo del capitán Anthony.

»Franklin frisaba los cuarenta; aún vivía su madre. Para él, su madre se hallaba a la cabeza de todas las mujeres, tal como el capitán Anthony figuraba a la cabeza de todos los hombres. Podemos dar por supuesto que uno y otro grupo no eran numerosos. Se había hecho a la mar a muy temprana edad. Los sentimientos que se hallaban en la raíz de que estas dos personas hubiesen eclipsado en parte al resto de la humanidad no eran, por descontado, similares, aunque con el paso del tiempo había adquirido la convicción de estar “al cuidado” de ambos. Evidentemente, de la “anciana señora” sí había que cuidar, en tanto en cuanto siguiera con vida. Respecto del capitán Anthony, solía decirse: ¿por qué habría de abandonarle? No tenía visos de realidad inmediata que diera un día con un marino mejor, con un hombre mejor, con un barco más confortable. En cuanto a sus esfuerzos por mejorar y promocionarse, los contratos o las órdenes de mando no se encontraban por cierto debajo de las piedras ni crecían en los árboles; llegados a tal cuestión, era harto probable que el capitán Anthony le diera a su debido tiempo el espaldarazo que lo aupase definitivamente.

»Según la descripción de Powell, Franklin era un hombre de baja estatura, grueso, de cabello negro aunque con una calva incipiente. Se le hundía algo la cabeza entre los hombros, al tiempo que los ojos saltones y la tez rubicunda le daban un aire un tanto apoplético. En reposo, su rostro congestionado ostentaba una expresión de sardónica melancolía.

»Una vez que el vigilante le hubo hecho entrega de todas las llaves y después que lo hubo quitado de enmedio no sin advertirle que se ocupara de sus propios asuntos y que no fuera por ahí hablando de asuntos que no eran de su incumbencia, Franklin se fue a la toldilla de popa. Abrió una puerta tras otra; en el salón, en el camarote del capitán, en todas partes, lo escrutó todo con ansiedad, como si contase con ver en los mamparos, en cubierta, en el aire mismo, algo fuera de lo normal —ya fuera signo, huella, emanación o sombra, a duras penas sabía qué—, algún cambio sutil e introducido por el paso de una joven. Pero no vio nada. Entró en el camarote de popa, que seguía desocupado, y pasó allí algún tiempo en abrir los dos ojos de buey que daban a popa. Ante la ausencia de pruebas palpables, su inquietud empezó a remitir. Tras una última ojeada, se dio la vuelta y se encontró en presencia de su capitán, quien avanzaba desde el otro extremo del salón.

»Franklin, de inmediato, se dispuso a localizar a la muchacha, pero no la vio por ninguna parte. El capitán se acercó a él rápidamente. “¡Ah! Veo que está usted aquí, Franklin”. “Estaba aireando esto un poco, señor”, dijo el oficial. “¿Y qué tal se encuentra su madre, Franklin?”, preguntó el capitán con su característica amabilidad, con el sombrero aún sobre los ojos y tras posar el bastón en la mesa. “La anciana señora se encuentra de primera, gracias, señor”. Después no tuvieron más que decirse. Para Franklin fue una sensación extraña y turbadora. Él, recién llegado tras agotar su permiso; el barco recién anclado en el fondeadero de carga; el capitán recién llegado a bordo… ¡Y al parecer no había nada que decir! Las diversas preguntas relativas a otras tantas cuestiones de a bordo que se había propuesto hacer se le fueron de la cabeza. Tampoco él tenía nada que decir.

»El capitán recogió el bastón de la mesa en que lo había depositado, se dirigió hacia su camarote y cerró la puerta a sus espaldas. Franklin permaneció quieto unos instantes y se dispuso a salir a cubierta. Sin embargo, no tuvo tiempo de llegar siquiera al otro extremo del salón, pues oyó que le llamaba por su nombre. Se dio la vuelta sobre los talones. El capitán le miraba desde el umbral de su camarote. “Sí, señor”, dijo Franklin. El capitán, callado, siguió inmóvil, ligeramente inclinado y apoyado sobre el pomo de la puerta. Así pues, Franklin se dirigió a popa sin dejar de mirarle a los ojos. “¿Señor?, volvió a decir en tono de interrogación una vez se hubo acercado bastante. Por toda respuesta, más silencio. Al oficial no le agradaba que nadie clavase en él la mirada y menos aún de esa manera, manera de todo punto novedosa en su capitán, pues la suya era una mirada fija, a un tiempo retadora y cohibida, como la del hombre que se siente enfermo y desafía a su interlocutor a que tenga redaños de notarlo. Franklin observó a su capitán, notó que algo no funcionaba como debiera, y con su característica sencillez dio voz a sus sentimientos preguntando a quemarropa:

»—¿Qué sucede, señor? ¿Hay algo que no vaya bien?

»El capitán dio un leve respingo, y el talante de su mirada pasó a ser de una siniestra sorpresa. Franklin empezó a sentirse incómodo, pero el capitán le interrogó con descuido:

»—¿Qué le hace suponer que algo no va bien?

»—No lo sé con exactitud, señor. No parece usted el de siempre —confesó Franklin.

»—Diríase que tiene usted un ojo rematadamente malo —dijo el capitán en un tono tan agresivo que Franklin se sintió obligado a ponerse a la defensiva.

»—Llevamos juntos más de seis años, señor, y me he permitido suponer que a estas alturas le conozco mal que bien. He creído notar que algo no va bien, que algo al menos no va como debiera, nada más subir usted a bordo.

»—Franklin —dijo el capitán—, llevamos juntos más de seis años, eso no hay quien lo niegue, pero no sabía yo que tuviese usted la debilidad de leer los rostros de los demás. Con eso y con todo no es usted un buen lector. No hay absolutamente nada que vaya mal; antes bien, al contrario. ¿Me sigue usted? Esto debería enseñarle a no hacer conjeturas temerarias. Más le valdría dejar tal cosa en manos de los de tierra adentro; ésos se las pintan solos cuando se trata de espiar al prójimo y sacar conclusiones desacertadas. Me atrevería a decir que del mundo sólo saben lo que quieren saber. Y hay que ver qué triste conocimiento es el que tienen, eso no hay quien me lo rebata. El mundo es un lugar rematadamente feo, Franklin. ¿Qué sabe usted del mundo? Bueno, pues poca cosa, o nada de nada… Nosotros, los marinos, nada sabemos del mundo. Sólo muy de cuando en vez topa alguno de nosotros con algún hecho cruel o poco limpio, capaz de ponerle los pelos de punta al más bragado. Y cuando uno tropieza con alguna maldad es bien fácil descubrir que deshacer el entuerto no es por cierto empresa fácil… ¡Ah! Le llamaba a usted para comunicarle que habrá mucha mano de obra, carpinteros, marineros enrolados y demás, mañana a primer hora de la mañana; los he contratado para hacer ciertas alteraciones en los camarotes. Encárguese usted de que no haraganeen; no nos sobra el tiempo.

»A Franklin le impresionó esta inesperada lección sobre la maldad propia de la tierra firme que circundan las aguas saladas e incorruptibles, sobre las que tanto él como su capitán habían habitado durante todas sus vidas en un estado de feliz inocencia. Lo que no acertaba a entender fue la razón de que tal lección le fuese así impartida, ni tampoco la relación que pudiese existir entre dicha lección y las alteraciones que hubiesen de introducirse en los camarotes. No le pareció que corriese ninguna prisa llevar a cabo obra de ninguna clase en el navío. ¿Qué sentido tenía alterar nada? El alojamiento era inmejorable, amplio, bien distribuido, cierto que sobre un plano algo anticuado y que la decoración estaba un tanto deslucida. Lo único que hubiese hecho falta era una mano de barniz y un poco de sobredorado allá, y punto. En cuanto a la comodidad, difícilmente podría mejorarse mediante ninguna alteración. Le fastidiaba la sola idea del cambio, pero dijo con la debida obediencia que se encargaría de supervisar el trabajo de los obreros de mil amores, con que sólo le hiciese saber la naturaleza de la obra que había ordenado llevar a cabo.

»Le dejaré una nota sobre esta misma mesa en cuanto baje a tierra —dijo con algunas prisas el capitán Anthony. Franklin pensó que no iba a decir nada más, así que hizo ademán de abandonar el salón. El capitán, sin embargo, prosiguió tras una pausa—. Sin duda, se llevará una sorpresa tan pronto la lea. Habrá muchas alteraciones. Todo se debe a que una dama se viene con nosotros. ¡Voy a casarme, Franklin!

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