Ayesha

Ayesha


LA TERCERA PRUEBA

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LA TERCERA PRUEBA

Una hora, dos… El tiempo pasaba, y aunque tendidos sobre nuestros lechos pretendíamos descansar, sentíamos cierta extraña opresión que nos impedía hacerlo. Era algo invisible e impalpable, pero que, sin embargo, parecía pesar como losa de plomo sobre nosotros, impidiéndonos descansar.

—¿Por qué no viene Ayesha? —preguntó Leo al fin, rompiendo el silencio y comenzando a pasear de un lado a otro de la habitación—. Deseo verla de nuevo; no puedo, es imposible para mí separarme de esa mujer. Parece como si una fuerza misteriosa me empujara irremisiblemente a ella.

—¿Cómo puedo yo contestarte, pobre de mí? ¿Por qué no le preguntas a Oros? Debe de estar fuera, en la puerta.

Fue hacia allí, y preguntó a Oros; pero éste se limitó a sonreír, contestando que la Hesea no había todavía entrado en sus habitaciones y que, seguramente, estaría todavía en el Santuario.

—Entonces voy a buscarla. ¡Venid, Oros, y tú también, Horacio!

Oros agradeció la invitación con una sonrisa, pero rehusó acompañarnos, añadiendo que «aquel a quien todas las puertas tenía abiertas» podía, si así lo deseaba, volver al Santuario.

—Pienso bien, entonces —contestó Leo—. ¿Vienes tú, Horacio, o iré sin ti?

Dudé un momento. El Santuario era en verdad un lugar público, pero allí había quedado Ayesha, y hacía poco había dicho que deseaba estar sola. Sin embargo, al ver que Leo se encogía de hombros y, sin decir palabra, se disponía a marchar, le dije:

—No podrás encontrar solo el camino; te acompañaré.

Atravesamos largos corredores hasta que llegamos a la galería. Las puertas se hallaban cerradas, pero Leo consiguió abrir una, y entramos.

Debíamos encontrarnos en el Santuario, y, aunque observamos de un lado a otro, nada pudimos ver, pues las tinieblas más espesas nos envolvían. Tratamos de volver hacia atrás para salir, pero no encontramos las puertas de madera. Estábamos perdidos.

Con el alma oprimida, evitamos toda conversación. Anduvimos unos cuantos pasos y nos detuvimos de repente. Teníamos la seguridad de que no nos encontrábamos solos. Nos parecía hallarnos en medio de una multitud extraña, que no eran ni hombres ni mujeres.

Eran ciertos seres que se oprimían contra nosotros, sentíamos sus ropas muy cerca, pero no podíamos tocarlas; sentíamos su respiración, pero ésta era glacial. Sentíamos las tenues corrientes de aire que se movían de un lado a otro, dejando paso a seres que iban de aquí para allá en una procesión interminable. Un estremecimiento de pánico sacudió nuestro cuerpo; mis sienes chorreaban sudor y los pelos de mi cabeza estaban erizados por el terror.

¡Estábamos en medio de un mar de sombras del pasado!

Por último, una luz apareció a lo lejos, y vimos que ésta emanaba de las dos columnas que brillaban a un lado y a otro del altar y que, repentinamente, había comenzado a lucir.

Reconocimos que estábamos en el Santuario, y no lejos de las puertas. Las dos columnas de fuego brillaban débilmente en el suelo, y su luz era tan escasa que difícilmente podían rasgar las tinieblas que reinaban en el templo.

Pero si en ellas no podíamos ser vistos, pudimos ver nosotros a través de las sombras.

¡Y qué vimos! Allí, en su trono, estaba Ayesha, sentada, envuelta en una majestad de muerte. Las luces azules que emanaban del suelo reflejaban su tenue claridad sobre ella, dejando ver en su pálida cara el más soberbio gesto de altiva soberbia que criatura humana pudiera adoptar. La fuerza parecía emerger de ella, sí; emergía de aquellos dos grandes ojos negros, como emergen las luces de las piedras preciosas al quebrarse el resplandor del sol en múltiples rayos por sus labradas facetas.

Ayesha parecía una reina de la muerte recibiendo el homenaje de sus lúgubres súbditos. Mas si ella recibía el homenaje de alguien, no sé si eran muertos o vivos, pues vi una sombra levantarse ante el trono, e inclinarse de rodillas ante ella; tras éste siguió otro y otro, y otro…

A cada vago ser que aparecía y se inclinaba ante ella, Ayesha levantaba su cetro en señal de salutación. Podíamos oír el distante tintineo de los cascabeles del sistro, el único ruido que se percibía en aquel tétrico lugar. Veíamos sus labios —moverse, pero no oíamos nada de lo que decía;… ¡Seguramente estaba recibiendo la adoración de los espíritus de las generaciones pasadas!

Instintivamente nos tomamos del brazo, y sin saber cómo, encontramos la puerta. A nuestro esfuerzo se abrió, dejándonos el paso libre; sin indagar más, salimos, encontrándonos en la galería. En unos minutos más llegamos a nuestras habitaciones.

A nuestra llegada, Oros permanecía en el mismo sitio en que le dejamos al salir. Fijó sus ojos en nuestras caras pálidas de terror, y sin decir nada se limitó a sonreír. Entramos en nuestras habitaciones, sentándonos en nuestros lechos.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Leo con voz ronca ¿Un ángel?

—O, al menos, algo así —respondí, aunque tenía el pensamiento de que debían existir muchas clases de ángeles.

—¿Pero qué hacían allí aquellas sombras? —preguntó Leo de nuevo.

—Dándole felicitaciones después de su transformación —supongo—. Pero quizá no fueran sombras; puede que fueran sacerdotes con otras vestiduras que llevaban a cabo algún secreto ceremonial.

Leo se encogió de hombros y no contestó. Al poco rato, Oros entró diciendo que la Hesea ordenaba nuestra presencia en sus habitaciones.

Oprimidos por el temor y la duda, pues lo que habíamos visto era lo más sorprendente de lo que hasta ahora nos había sucedido, nos dirigimos al encuentro de Ayesha, que se encontraba sentada, descansando con aire fatigado. Con ella estaba la sacerdotisa Papava, que hacía unos momentos la había despojado del rico manto real que lucía en el Santuario.

Ayesha atrajo a Leo hacia sí, tomándolo de las manos tratando de leer en su cara con ojos no exentos de ansiedad.

Me volví con el propósito de dejarlos solos, pero Ayesha me dijo, sonriendo:

—¿Por qué quieres dejarnos solos, Holly? ¿Para ir al Santuario de nuevo? —y me miró con doble intención—. ¿Tienes algo que preguntar a la estatua de la Madre, que tanto te atrae aquel lugar? Dicen que habla, diciéndoles el futuro a aquellos que permanecen postrados de rodillas ante ella completamente solos una noche desde el crepúsculo hasta el alba. Yo he hecho eso muchas veces, pero nunca me ha hablado, aunque bien es verdad que nunca he permanecido el tiempo que para ello es necesario.

No respondí nada a esto, si bien es verdad que ella tampoco pareció esperar la respuesta, pues, cambiando de conversación, dijo:

—Dejemos los solemnes pensamientos por ahora. Esta noche comeremos los tres juntos.

Oros, puedes retirarte, y tú Papava también; ya te llamaré después para que me desnudes.

Hasta entonces, que no nos moleste nadie.

Ayesha nos mostró una pequeña rotonda con divanes y cojines alrededor de una mesa, sentándose e invitándonos a hacer lo mismo frente a ella.

La comida era simple. Para nosotros sirvieron huevos cocidos y venado frío; para ella, leche con bizcochos y fresas de la Montaña.

Leo, antes de sentarse, se despojó de su purpúreo manto y arrojó sobre una silla el cetro que Oros, al dirigirnos a las habitaciones de Ayesha, había puesto de nuevo entre sus manos. Ayesha, al ver esto, sonrió y dijo:

—Parece que haces poco aprecio de esos emblemas, amado mío.

—Muy poco —contestó—. Ya oíste mis palabras en el Santuario, Ayesha; así, pues, es mejor que hagamos un pacto. Tu religión no la comprendo, pues solamente entiendo lo que me enseñaron en mi niñez, y por nada del mundo, ni aun por ti misma, tomaría parte en ningún acto de idolatría.

Me pareció que estas palabras, un poco duras, excitarían la ira de Ayesha; pero se limitó solamente a bajar la cabeza en señal de asentimiento, respondiendo:

—Tu voluntad es la mía, Leo, aunque no será fácil explicar satisfactoriamente tus completas ausencias en las ceremonias del templo. Sin embargo, tienes derecho a conservar tu religión, que es, sin duda alguna, también la mía.

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Leo, sorprendido.

—Porque todas las grandes religiones son la misma, cambiadas solamente en el exterior por las costumbres y los usos de los pueblos que la profesan.

—Sí, Ayesha, pero Hesea o Isis es tu diosa, puesto que es a ella a quien diriges tus plegarias y con quien, según nos contaste, has tenido comunicaciones. ¿Quién es, pues, esa diosa Hesea?

—Has de saber, Leo, que la que así llamo es el alma de la naturaleza; no divinidad, sino el secreto espíritu del mundo; ella es la Madre Universal, cuyo símbolo corona la cumbre de esta Montaña y en cuyos misterios se encierra toda la vida y conocimientos de la historia del mundo.

Poniendo su brazo sobre la mesa, Ayesha le miró con ojos sombríos y continuó:

—¿En la fe que tú profesas no tenéis dos dioses, cada uno de los cuales tiene varios ministros, siendo uno el dios de lo bueno, y el otro el dios de lo malo, o sea: un Osiris y un Set?

Leo movió afirmativamente la cabeza.

—Así lo supuse. ¿No es el dios de la maldad fuerte y puede muchas veces adoptar la forma del bueno? Dime, pues, entonces, Leo, en este mundo de hoy día del cual desconozco muy poco, ¿no has oído hablar alguna vez de pobres almas que por ciertas vanidades terrenas han vendido esa merced con amargura y angustia terrible para sus pobres almas doloridas?

—Todos los seres de malos instintos hacen lo mismo, de una u otra forma —contestó Leo.

—Y si una vez vivió una mujer que tan loca estuvo y tan sedienta de vida, belleza, saber y amor que pudo, ¡oh! …

—¿Venderse a ese dios llamado Set o a uno de sus acólitos? Ayesha, ¿qué quieres decir? —y Leo, levantándose de su asiento, acabó con la voz velada por el terror—. ¿Qué tú eras esa mujer?

—¿Y si así fuera? —preguntó, incorporándose a su vez, y dirigiéndose lentamente hacia él.

—Si así fuera —contestó Leo, suspirando—, si así fuera creo que sería mejor que cumpliéramos separados cada uno nuestro destino…

—¡Ah! —dijo Ayesha con una mueca de tristeza pintada en el rostro—. ¿Te marcharías entonces con Atene? He de decirte que no puedes dejarme; tú lo sabes bien, pues una vez te di muerte. Pero tú no te acuerdas de ello, ¡pobre criatura de un día!… Pero recuérdalo bien, ya no te tendré conmigo muerto como antaño, ahora te tendré vivo para siempre. Mira mi belleza, Leo, ¡y ahora vete si puedes! ¿Por qué te acercaste tanto a mí? ¡Leo, éste no es el camino de la liberación! Pero no he de tentarte. Ve, si quieres, Leo, y si ésa es tu voluntad. Vete, amado mío, y déjame que sola sufra mi destino y mi dolor. Ahora como siempre, Atene te hospedará en su palacio hasta que llegue la primavera y puedas cruzar las montañas y volver a tu mundo y a aquellas cosas de la vida común que son tu vida y tu alegría. Mira, Leo, me cubriré con mis velos para que no pueda tentarte mi belleza… —diciendo esto se cubrió la cabeza con la punta del manto, de manera que tapase totalmente su cara, y, de repente, espetó la siguiente pregunta—: ¿No volvisteis de nuevo al Santuario, Leo y tú, después de rogaros que me dejaseis sola allí? Me pareció veros en la puerta…

—Sí, fuimos a buscarte, Ayesha —contestó Leo.

—Y encontrasteis a más personas de las que buscabais, ¿no es así? Menos mal que pude protegeros, aunque lo que visteis hubiera podido ser la causa de la muerte de otros.

—Pero ¿qué hacías allí sentada en el trono, y quiénes eran aquellas sombras que se prosternaban ante ti? —preguntó mi amigo, fríamente.

—He reinado bajo muchas formas y en muchos países. Eran antiguos compañeros y servidores míos que vinieron una vez más a presentarme sus respetos y adhesiones. O quizá fueran solamente sombras, fruto de tu cerebro, como aquellas visiones sobre el fuego que te hice ver para poner en juego tu fuerza y tu constancia. Leo Vincey, debes conocer la verdad; todas las cosas son ilusiones, no existe el pasado ni el futuro: todo lo que ha sido y todo lo que será es eterno. Has de saber que yo, Ayesha, soy una hechicera, cruel cuando me ves cruel, hermosa cuando me ves hermosa, como una piedra preciosa cuando en tus labios aparece para ella la alegría de tu sonrisa. Piensa en esa reina ante la cual esas fuerzas de la sombra reverenciaban y adoraban, porque ésa soy yo. Piensa en ese ser horroroso, pobre pingajo humano que viste desnudo en la roca, porque ése soy yo. ¡Oh, quiéreme y adórame tal como soy, conociendo todo el mal que encierra mi espíritu, porque ésa soy yo! Ahora, Leo, sabes la verdad. Arrójame de tu corazón para siempre si ése es tu deseo, y estarás libre; o tómame, tómame tal como soy, y en pago a mis besos y a mi eterno amor, toma mi sino sobre tu cabeza… No, Holly, no le digas nada, es él sólo quien debe juzgar y decidir.

Leo se volvió, y al principio creí que buscaba la puerta. Pero no; solamente se limitó a pasear por la habitación en actitud preocupada. Después, llegando hasta donde estaba Ayesha se detuvo, hablando simplemente, con voz tranquila, tal como los hombres de su naturaleza hacen en los momentos de mayor emoción.

—Ayesha —dijo—; cuando te vi tal como eras, vieja y horrible, tú lo sabes bien, me postré ante ti. Ahora, cuando me has contado el secreto de ese pacto impío, cuando mis ojos te han visto reinando como señora de espíritus buenos y malos, vuelvo a postrarme ante ti. Deja que tu sino, grande o pequeño, cualquiera que fuera, sea también el mío.

Cuando Ayesha oyó esto, su manto cayó a los pies, y por unos segundos pareció silenciosa, como sorprendida por las palabras que acababa de oír; mas, reaccionando, rompió a llorar con ardientes lágrimas. Después llegó hasta Leo, postrándose ante él hasta que su frente tocó el suelo. Aquel poderoso ser que era más que mortal, ante quien los sacerdotes se postraban de hinojos y que hacía unos momentos había aspirado el incienso del homenaje de los fantasmas o espíritus, se arrojaba humildemente a los pies de aquel hombre.

Con una exclamación de terror a la vista de ese acto tan enternecedor, Leo la cogió de un brazo, obligándola a levantarse y a ocultar sus lágrimas en una otomana cargada de almohadones.

—Tú no sabes lo que has hecho —dijo al fin Ayesha—. Deja que todo lo que viste en la cumbre de la Montaña o en el Santuario sean visiones de la noche; deja que la historia: de la diosa ofendida sea una fábula si tú quieres; pero lo que debes creer, pues es verdad, es que tú has sido la culpa de todos mis dolores y sufrimientos, que por ti compré la belleza infinita que transformó mi cuerpo y que he pagado la deuda con intereses en escarnios y burlas que han amargado mi vida en estos últimos tiempos …

Leo intentó hablar, pero Ayesha le indicó silencio.

—Mira Leo —continuó—, por entre tres grandes peligros ha pasado tu cuerpo durante esta última jornada de tu vida junto a mí: las montañas, los Mastines de la Muerte y el precipicio. Pues bien; has de saber que eso solamente fueron pruebas a que ha sido sometida tu alma. Lo mismo que descendiste por el precipicio del glaciar sin saber lo que había en el fondo, así ahora, y por tu propia elección y por amor a mí, te has hundido en un abismo que es aún más profundo, para compartir sus horrores con esta pobre alma mía. ¿Has comprendido?

—Algo, no todo; pero… —contestó Leo.

—Seguramente te cubre un doble velo de ceguera —dijo Ayesha, impaciente—. Escucha de nuevo: tú me rechazaste ayer escuchando el grito de la naturaleza, al verme en aquella triste forma, debiendo, por consiguiente, continuar representando mi papel de sacerdotisa de una fe olvidada. Ésta era la primera prueba, la prueba de tu carne. ¡No, no era la primera!, la primera fue la tentación de Atene con sus promesas y su amor. Pero tú eres leal, y en el fondo de tus recuerdos mi amor, mi belleza y mi hermosura parecieron renacer… Tú me has rechazado esta noche: cuando así me fue ordenado, te mostré la visión del Santuario y te confesé el negro crimen que mi alma encerraba; entonces, sin esperanza y humillado ante mi poderosa fuerza terrenal, estaba yo obligada a continuar mi marcha en las profundas y eternas sombras de la soledad… Ésta era la tercera prueba que se te estaba designada, la prueba de tu espíritu… Pero tu fortaleza ha sabido aflojar el yugo que el Destino tenía ceñido a mi cuello… Ahora ya estoy regenerada de ti, pudiendo esperar contigo otra vida más feliz y verdadera en la cual reencarnarás de nuevo. Sin embargo, si tú sufrieras, ¡si tú sufrieras!…

—¡Pues sufriría! —dijo Leo, serenamente—. Salvo algunas cosas, mi mente lo comprende todo, y creo que al fin resplandecerá la justicia algún día para todos nosotros. Si he roto el yugo que oprimía tu cuello, si te he salvado de algún mal espiritual que te amenazaba, tomando un riesgo sobre mi cabeza, ¡bien! ¡No he vivido, pero si es necesario tampoco moriré en vano! Así, pues, vamos a examinar esos problemas, o mejor, contéstame primero a uno, Ayesha: ¿cómo has podido transfigurarte sobre la cumbre de la Montaña?

—Entre llamas te dejé, y entre llamas vuelvo a ti de nuevo, y entre llamas puede ser que juntos partamos. ¡Mas quién sabe si el cambio estaba solamente en vuestra vista y no en mi figura! Ya te he contestado. No pretendas saber más.

—Una sola cosa pretendo saber todavía, Ayesha: nuestros desposorios se han realizado esta noche, ¿cuándo será nuestro matrimonio?

—Todavía, no; todavía, no —contestó Ayesha con la voz entrecortada—. Leo: debes hacer desaparecer esa esperanza, por el momento, de tu cabeza hasta dentro de algunos meses, quizá un año; mientras tanto tendrás que contentarte con ser mi prometido y mi amado.

—¿Por qué? —preguntó Leo, contrariado fuertemente por este obstáculo inesperado—. Ayesha: yo he sido tu amigo y tu amado durante muchos años día por día y hora por hora; va el tiempo pasando, y al contrario que tú, voy envejeciendo… La vida vuela y hay veces que presiento que su fin se acerca…

—¡No hables en esa forma, amado mío! —dijo Ayesha, saltando de la otomana y dando un fuerte golpe con su sandalia en el suelo, llena de una rabia, hija del miedo—. Sin embargo, dices verdad. Tú no estás prevenido contra los accidentes de la vida y del tiempo. ¡Oh, horrible, horrible; me aterroriza el pensar que pudieras morir y dejarme a mí viviendo todavía!

—Entonces, dame tú vida, Ayesha.

—Yo te la daría; ¿pero tú sabes lo que eso representa?… En la primavera, cuando las nieves se derritan, nos pondremos en camino todos juntos hacia Libia, y allí te bañarás en la Fuente de la Vida, de la cual un día tuviste miedo de beber. Después te perteneceré.

—Ocho meses hasta abril antes de que podamos ponernos en marcha, y después…,

¿cuánto tiempo hasta cruzar las montañas y todo el vasto territorio que se extiende tras ellas…, los mares, y las llanuras de Kôr? Dos años al menos, Ayesha, han de transcurrir antes de que lleguemos a aquellos lugares.

Leo calló como pensando en el nuevo giro que presentaban los acontecimientos, y como esperando alguna frase de Ayesha que alegrase la tristeza de esta larga espera.

Pero Ayesha nada dijo, nada, nada… ¿Fue porque nada tenía que decir? ¿Fue por miedo? Lo cierto es que, levantándose, nos despidió porque deseaba descansar.

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