Ayesha

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LA ALQUIMIA DE AYESHA

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LA ALQUIMIA DE AYESHA

Poco tiempo después del incidente del leopardo, Ayesha comenzó a discutir sobre los planes de nuestro poderoso futuro, aquella terrible herencia que nos había prometido.

Aquí debo explicar, si es que antes no lo hice, que, a pesar de mis negativas en años anteriores, y de la preciosa oportunidad que se me ofrecía, me sería concedida la merced de bañar mi cuerpo en los fuegos de la vida eterna, aun cuando no sabía de qué forma había de salir de ellos. Por mucho que se lo pregunté a Ayesha, no me lo quiso revelar.

Los planes de Ayesha eran grandes y terroríficos.

Cuando llegamos a Kôr, recuerdo que nos sorprendió en extremo el oír decir a Ella que tenía la determinación de apoderarse de Gran Bretaña, sólo por el hecho de que nosotros pertenecíamos a aquel país. Ahora que sus poderes habían aumentado, sus ideas sufrían el mismo parangón, y había decidido hacer a Leo el soberano del mundo.

—¿Y cómo —preguntó Leo con un suspiro ronco, pues esta visión de gobierno universal, parecía no ser de su agrado— podrás tú, Ayesha, llevar a cabo tales cosas?

—Se haría muy fácilmente. Yo puedo mandar un ejército que destruiría los del mundo y hundiría sus escuadras en las tenebrosidades del mar. Sí, yo, a quien los rayos y las fuerzas elementales de la naturaleza obedecen. Pero tú, amado mío, te estremeces a la vista de la muerte, y crees todavía que el cielo se enojará porque yo misma me convierto, o soy escogida, como instrumento del mismo cielo. Así, pues, dejémoslo por ahora, pues tu voluntad es la mía, y puede ser que, mientras, encontremos un camino menos violento.

—¿Y cómo llegarás a convencer a los reyes de la tierra a que depositen sus coronas a tus pies? —pregunté, atónito.

—¡Obligando a sus pueblos a que tal hagan! —contestó Ayesha suavemente—. ¡Ah, Holly, Holly, cuán estrecha es tu mente, qué enrevesados son los pensamientos que pueblan tu imaginación! Desecha las tinieblas que pueblan tu cerebro, y reflexiona. Cuando nosotros aparezcamos entre los hombres, arrojando el oro para que satisfagan sus necesidades, revestidos de un poder terrorífico, con una belleza deslumbradora y con nuestra vida inmortal, nos gritarán: «¡Sed nuestros monarcas y gobernadnos!».

—Quizá —contesté dudoso.

Sin embargo, yo no tenía la menor duda de que Ayesha era capaz de poner sus pensamientos en práctica y que éstos nos habían de conducir a alguna conclusión sorprendente. ¿Por qué no? La muerte no podía tocarla; había triunfado sobre ella. Su belleza espléndida —aquella «copa de locura» de sus ojos, como una vez los llamó delante de mí— era capaz de convertir en esclavos incluso a los hombres más indiferentes. Su prodigiosa inteligencia era capaz de inventar nuevos medios de lucha contra los cuales los más poderosos ejércitos a estrellarían y se destrozarían impotentes. Además, no hay que olvidar que como ella decía, y como yo también tenía la seguridad de ello, Ayesha podía disponer de las fuerzas de la Naturaleza, tal como los elementos y la electricidad, haciéndola terriblemente temible.

Mientras estaba sumido en estas reflexiones con la esperanza de que Ayesha no se tomase la molestia de leer éstas en mi pensamiento, me di cuenta de que Oros estaba postrado ante ella con la frente pegada en tierra.

—¿Qué pasa, sacerdote? —preguntó vivamente, pues cuando estaba con Leo no quería ser por nada interrumpida.

—Hesea, los espías han vuelto.

—¿Por qué no los envías afuera de nuevo? —contestó indiferente—. ¿Qué necesidad tengo de tus espías?

—Hesea, así me lo ordenaste.

—Bien; ¿cuál es su informe?

—Es gravísimo. El pueblo de Kaloon está desesperado porque la sequía ha destruido sus sembrados en tal forma, que el hambre hace presa ya en ellos. Ellos culpan de su desgracia a los extranjeros que han atravesado el país y se han cobijado en tu Santuario. La Khania, por otra parte, está loca de rabia contra ti y contra nuestro Santo Colegio. Trabaja noche y día en la organización de dos grandes ejércitos de cuarenta y veinte mil hombres, respectivamente, el último de los cuales lo envía a luchar contra ti al mando de su tío, el mago Simbrí. En el caso de que resultaran derrotados, se propone permanecer con un segundo y más poderoso ejército en los llanos que circundan Kaloon.

—Interesantes nuevas en verdad —dijo Ayesha con una despreciativa sonrisa—. ¿Habrá su odio vuelto loca a esta mujer hasta tal punto de querer luchar contra mí? Mi fiel Holly, hace unos momentos pasaba por tu imaginación la idea de si estaría yo loca al pensar en aquella forma. Pues bien, en unos cuantos días, seis no más, podrás ver, aunque la experiencia será pequeñísima, hasta qué punto puede llegar mi poder, y entonces no te quedará lugar a dudas. Esperad, miraré yo, pues temo que los espías puedan haber sido víctimas de sus propios temores o de la falsía de Atene.

Entonces la mirada de Ayesha se perdió a lo lejos, y sus facciones quedaron rígidas como las de un cadáver; la aureola de luz perdió intensidad y sus grandes pupilas se contrajeron, perdiendo su color.

Al poco rato, unos cinco minutos, pareció despertar como de un profundo sueño y pasando una mano por la frente con una suave languidez.

—Es verdad —dijo— y debo ponerme pronto en acción, al menos que muchos de mis hombres sean asesinados. Mi Leo, ¿querrías tú ver esta guerra? No; tú debes permanecer en seguridad aquí, mientras yo voy a visitar a Atene como le prometí…

—¡Donde tú vayas iré yo! —gritó Leo rojo de vergüenza.

—¡Yo te ruego que no! ¡No, no vengas! —imploró Ayesha, aunque en el fondo sabía que su ruego era inútil—. Ya hablaremos de eso más tarde. Oros, en marcha. Envía el Fuego de Hesea a cada jefe. De aquí a tres noches, a la salida del sol, reúne todas las tribus; no todas, unos veinte mi hombres serán bastante, y que el resto permanezca aquí guardando el Santuario y la Montaña. Que lleven provisiones para quince días. Yo me reuniré con ellos en la próxima aurora. ¡Ve a cumplir mis órdenes!

Oros se inclinó y salió del aposento. Ayesha, como si nada hubiera pasado, continuó hablando del tema que le interesaba tanto.

Fue en el transcurso de una velada similar a la de la noche anterior, cuando unas observaciones de Leo nos dieron ocasión de presenciar una maravillosa experiencia de los poderes de Ayesha.

Leo, que todo el tiempo había considerado y censurado sus planes de conquista tan eficazmente como pudo, dijo de pronto que al fin tendrían que ser desechados, puesto que su ejecución costaría tan considerable cantidad de algún material de trueque que Ayesha misma se vería imposibilitada de procurarse.

Ella lo miró y echándose a reír, dijo:

—Tienes razón, Leo, para ti, sí; y para Holly aquí presente, a quien debo parecerle una muchacha loca, agitada por el viento y la fantasía y habitando en un palacio hecho de humo y vapores o de rayos de sol. ¿Piensas que voy a disponerme a hacer la guerra, una mujer contra todo el mundo —y cuando así habló, su figura creció en grave majestad y sus ojos miraron de tal forma que helaron mi sangre en las venas— sin prepararme antes para sus exigencias? ¿Por qué? Si lo previmos todo. Yo lo tengo en consideración en mi memoria y ahora sabrás cómo sin costo alguno para aquéllos a quienes gobernemos, yo llenaré las arcas del tesoro de la Emperatriz de la Tierra. ¿Te acuerdas, Leo, de cómo en Kôr encontré un singular placer durante aquellos terribles años de soledad, forzando a mi Madre la Naturaleza a depositar en mí sus más escogidos secretos? Seguidme los dos y veréis lo que mortales ojos no han visto todavía.

—¿Qué es lo que vamos a ver? —pregunté dudoso, pues solamente tenía noción de los poderes de Ayesha como medios físicos.

—Lo que tú sabrás, o lo que no sabrás, si te quedas aquí. Ven tú, Leo, amor mío, y deja a ese sabio filósofo que descubra el enigma y se estrelle contra él.

Atravesamos largos pasajes, por los que nunca habíamos pasado hasta entonces, hasta llegar a una puerta que Leo abrió a indicación de ella. Estábamos en una caverna desde cuyo fondo salía un resplandor de luz. Como vimos en seguida, aquel lugar era su laboratorio, pues había allí grandes frascos de metal, así como instrumentos de rara forma.

Además, un horno, prácticamente concebido.

Cuando entramos, dos sacerdotes estaban trabajando. Uno de ellos removía el contenido de una caldera con una gruesa barra de hierro, mientras el otro recibía su contenido en unos moldes de yeso. Se detuvieron para saludar a Ayesha, pero a una señal de ella continuaron su trabajo, mientras les preguntaba si todo marchaba bien.

—¡Muy bien, oh, Hesea! —contestaron.

Después pasamos a través de esta caverna y de sombríos corredores hasta una pequeña habitación cortada en la roca. Allí no había lámpara ni luminaria alguna, y, sin embargo, el lugar estaba lleno de una suave luz que parecía emanar de la pared opuesta.

—¿Qué hacían aquellos sacerdotes? —pregunté, más que nada por romper el impresionante silencio.

—¿Para qué gastar palabras en tan tontas preguntas? —contestó—. ¿Es que en tu país no se funden también los metales?

¿No has comprendido todavía lo que estoy haciendo? Aunque sin verlo nunca lo creerías. Ven, ahora lo verás.

Diciendo esto, nos señaló dos extraños objetos, colgados de la pared, hechos de un material raro, mitad madera y mitad paño, provistos de unos cascos semejantes a las escafandras de los buzos.

Bajo su dirección, Leo y yo nos embutimos en aquellas vestiduras, desde dentro de las cuales no podíamos oír ningún ruido ni ver la luz del exterior.

—¡Estamos completamente en las tinieblas! —dije, pero nadie respondió. Tenía la seguridad de que no estábamos solos, cosa que no hubiera deseado…

—Sí, Holly —exclamó burlona la voz de Ayesha—, en las tinieblas has estado siempre, pero en las profundas tinieblas de tu ignorancia y tu incredulidad. Bien, no te preocupes; ahora como siempre, te inundaré de luz.

Mientras hablaba, percibí a través de mi escafandra el ruido sordo de algo que rodaba, supuse que era una puerta de piedra.

Allí había luz aun a través de aquel aparato que nos protegía contra la luz excesiva; era tal la abundancia de ésta que casi nos cegaba. Vi que la pared opuesta a nosotros se había abierto y que nos encontrábamos en el umbral de otra cámara. Al final de ésta había algo como un pequeño altar de roca obscura y sobre este altar una masa del tamaño de la cabeza de un niño, pero afectando la forma oblonga —supongo que por fantasía— del ojo humano.

Fuera de este ojo se esparcía aquella cegadora e intolerable luz que era reflejada por miles de pantallas de una piedra negruzca como de ladrillos quemados; es más, la luz venía a caer y a centuplicarse en luminosos rayos en una masa de metal sostenida por un armazón de hierro.

¡Qué rayos cruzaban el espacio! Si todos los diamantes de la tierra se colocaran juntos y tras una poderosa lámpara eléctrica, la luz que despedirían no podría ser ni la milésima parte de la que aquí brillaba. Mis ojos se irritaban y creo que sentía resecar mi piel bajo su influencia. Ayesha permanecía allí indiferente e insensible a toda influencia exterior. Después, yendo hasta el fondo de la habitación, retiró su velo y se inclinó sobre la masa que estaba sostenida por el armazón. Parecía a sus reflejos una mujer de acero líquido, cuyos huesos fueran visibles.

—Esto está listo, y algo más pronto de lo que yo pensaba —dijo.

Después, aunque la masa representaba ser de un peso excesivo, la tomó ligeramente con sus manos desnudas y trayéndola hacia donde nos encontrábamos, nos dijo riendo:

—Decidme ahora si habéis visto u oído hablar alguna vez de una mejor alquimista que esta pobre sacerdotisa de una religión olvidada.

Y tomando la incandescente substancia, la acercó a la máscara que me cubría la cara.

Me volví y eché a correr o mejor dicho a tambalear, pues vestido de aquella manera no podía correr, hasta llegar a la pared frontera donde quedé pegado contra ella, y allí, con mis espaldas hacia Ayesha, protegiéndome la cabeza con las maros, pues firmemente creía que aquella ardiente masa me iba a ser aplicada a la cara. Así estuve hasta oír la risa irónica de Ayesha que se burlaba de mis espaldas, oyendo después un ruido parecido al anterior, como si la puerta de piedra se cerrase. Después, como un premio del fuego, la semioscuridad reinó en aquel lugar.

Nos quedamos mirando Leo y yo como los búhos a la luz del sol, mientras gruesas gotas de sudor corrían por nuestra cara.

—¿Estás ya satisfecho, mi querido Holly? —preguntó Ayesha.

—¿Satisfecho con qué? —inquirí malhumorado, pues el escozor que sentía en los ojos me producía una molestia atroz—. Si te refieres a quemaduras y brujerías, ¡ya estoy bien satisfecho!

—Y yo también —dijo Leo, que no dejaba de jurar y perjurar en voz baja. Pero Ayesha se echó a reír, en una forma tan extraña, que parecía como si fuera la diosa de la risa sobre la tierra. Cuando dejó de reír, preguntó:

—¿Por qué esta ingratitud? Tú, mi querido Leo, ¿no querías ver las admirables cosas en que trabajo? Y tú, Holly, ¿no has venido por tú propia voluntad, puesto que te dije que eras libre de quedarte donde estabas si tal era tu gusto? Ahora, los dos están enfadados, os mostráis bruscos y lloráis como los chiquillos cuando se queman un dedo. Toma esto —y me dio una pomada que había sobre un estante—; frótate con ella los ojos y verás cómo quedas curado inmediatamente.

Así lo hice, y efectivamente, —el dolor desapareció, aunque hasta muchas horas después tuve los ojos rojos como la sangre.

—¿Y cuáles son esas admirables cosas? —pregunté—. Si quiere decir aquella espantosa brasa…

—No quiero decir lo que está ardiendo en ella; en tú ignorancia no sabes ni cuál es el nombre de ese poderoso agente. Mira, ahora —y Ayesha me señalaba la metálica masa que había tomado con las manos y que todavía resplandecía, depositada en el fuego—. No, no está caliente. ¿Crees que hubiera querido quemarme las manos para convertirlas en dos formas repugnantes? ¡Toca, no temas, Holly!

Pero a pesar de sus ruegos, no lo hice. Pensaba que muy bien podía estar Ayesha acostumbrada al contacto de aquellas ígneas masas, como había oído de ciertos pueblos del sur de Asia. Me quedé mirando durante largo rato, sin decidirme a tocar.

—Bien, ¿qué es esto, Holly?

—Oro —respondí; después, corrigiéndome añadí, cobre, pues la dura coloración rojiza parecía más la del cobre que la del oro.

—No, no —contestó—, ¡es oro, oro puro!

—El filón en este lugar debe de ser muy rico entonces —dijo Leo, incrédulo, al ver que yo no decía nada.

—Sí, la mina de hierro es muy rica.

—¿La mina de hierro? —preguntó Leo atónito.

—¡Seguramente! —contestó—. ¿De qué mina podría sacarse el oro en tan grandes masas?

Hierro, mi buen amado; hierro que mi alquimia convierte en oro, que pronto nos servirá para llevar a cabo nuestros propósitos.

Leo permanecía mudo por el estupor; pero yo no llegaba a creer que aquello fuera oro y mucho menos que éste fuera hecho del hierro. Entonces, leyendo mis pensamientos en uno de aquellos cambios de manera de ser, que le eran tan particulares, Ayesha gritó:

—¡Por la Naturaleza misma! ¿Eres tú, mi fiel Holly, quien se complace en mortificarme con su incredulidad? Si yo quisiera convertiría en oro, al exponerla a los secretos rayos que poseo, hasta los huesos de tú mano derecha. Pero ¿por qué he de ser vejado por ti que eres ciego y sordo? Pero no te apenes; tú te persuadirás de que lo que te digo es cierto.

Dejándonos, pasó por el corredor, hasta donde se encontraban trabajando los sacerdotes en el taller. Después volvió hacia nosotros.

Al poco rato, los sacerdotes entraron llevando con ellos una especie de angarilla, entre las cuales había depositado un lingote de hierro de gran peso, al parecer, pues a duras penas podían levantarlo entre los dos.

—Ahora —dijo—, ¿cómo quieres marcar esta masa, la cual, como verás, es sólo un lingote de hierro? ¿Con el signo de la Vida? Bien. —A una seña suya, un sacerdote, con un corta-fríos y un martillo, se dispuso a grabar el símbolo de la cruz egipcia, la crux ansata.

—Esto no es bastante —dijo, una vez que hubieron acabado—. Holly, dame tú cuchillo, y mañana te lo devolveré, más valioso todavía.

Saqué mi cuchillo de caza, hecho en la India, con un mango de hierro plateado, y se lo di.

—Tú conoces bien sus marcas, ¿no es eso? —y señaló a las varias muescas y el nombre del fabricante estampado sobre la hoja.

Moví la cabeza con duda. Entonces, ella ordenó a los sacerdotes colocarlo todo bajo la influencia de los secretos rayos de los cuales habíamos desconfiado, indicándonos que fuéramos a la habitación inmediata y allí esperásemos con nuestras caras contra el suelo.

Así lo hicimos, permaneciendo en esa forma hasta que algunos minutos más tarde, Ayesha nos llamó. Nos levantamos y volvimos a la cámara, donde encontramos a los sacerdotes, que se habían desposeído ya de las escafandras y ahora se untaban y frotaban los ojos con el ungüento que anteriormente había yo empleado; vimos también que el lingote de hierro y mi cuchillo habían desaparecido. Después Ayesha les ordenó que colocasen el rojizo lingote de metal sobre las angarillas y que lo llevaran con ellos.

Obedecieron, y al ponerse en marcha noté que, aunque aquellos sacerdotes eran fuertes y robustos, respiraban trabajosamente bajo el peso de su carga.

—Pero ¿cómo puede ser que tú —dijo Leo—, una mujer, levantes el peso que esos hombres a duras penas pueden transportar?

—Ésta es una de las propiedades de esta fuerza que tú llamas fuego —contestó ella, dulcemente—, y que solamente pueden hacerlo los que han estado expuestos a la influencia del vapor de la vida. De otra forma, ¿cómo yo, que soy tan débil, podría con el peso de tan enorme bloque?

—¡Ah, ya voy comprendiendo! —contestó Leo.

La áurea masa fue depositada en una especie de cavidad en la roca, que estaba provista de una poterna de hierro, después de lo cual, regresamos a las habitaciones de Ayesha.

—Todas las riquezas son tuyas, así como la fuerza —dijo Leo, pues yo estaba tan cortado ante las evidencias de Ayesha, que me daba vergüenza despegar los labios.

—Así es, en efecto —dijo ella con voz fatigada—, desde hace muchísimos siglos poseo este secreto y no he querido usarlo hasta que tú has llegado. Pero aquí, nuestro buen Holly, siempre pesimista, cree que todo esto es cosa de magia; sin embargo, yo puedo decirte que nada hay de esa ciencia y sí únicamente del dominio de un secreto que he tenido la suerte de descubrir.

—Desde luego —dijo Leo—, mirándolo desde cierto punto de vista, es decir, el tuyo, la cosa es bien simple.

Creo que Leo hubiera querido agregar algo más, pero no lo hizo. Después continuó:

—¿Has pensado que ese descubrimiento tuyo conmocionaría el mundo? Ese mundo que tú has conocido en tus… —se detuvo.

—Tus fugaces viajes —apuntó ella.

—Sí, en tus fugaces viajes, ha elevado como estandarte del poder y de la riqueza el oro.

Se encuentra como tal en todas las civilizaciones. Haz a éste tan común como tú puedes hacerlo, y éste perderá su valor. El crédito desaparecerá y entonces, destruido el comercio y la industria, tendrán que volver como sus antepasados a suplirse ellos mismos sus necesidades como ahora hacen la gentes de Kaloon.

—¿Por qué no? —preguntó Ayesha—. Esto sería más sencillo y los conduciría a aquellos remotos tiempos en que eran buenos y simples.

—Lo que no impedía que unos a otros se atacasen con hachas de piedra… —añadió Leo.

—Mientras ahora se destrozan el corazón con acero o con proyectiles de esos que hemos hablado antes. ¡Oh, Leo!, cuando las naciones sean pobres porque su dinero haya perdido su anterior valor; cuando el usurero y el comerciante tiemblen y se vuelvan blancos de terror al ver que el vil metal que antes ansiaban no vale nada; cuando haya destruido todas las bolsas del mundo y mi burla y mi risa atraviesen las ruinas de los antiguos emporios del oro, ¿por qué dudar de que entonces no vuelvan a su primitivo estado?… ¿Por qué ha de descorazonar esta idea a aquellos que como vosotros tenéis un alto concepto del valor y de la virtud; a aquellos que creen, como el Profeta Hebreo dijo, que antes pasará un camello por el ojo de una aguja que un rico en el Reino de los Cielos donde Él habita? ¿Por qué, si puedo probaros, ¡locos!, que puedo hundir en oro hasta ahogarlos a aquellos magnates que sólo ambicionan su vista y su contacto? ¿Por qué ese mundo vuestro que tanto amáis no será más feliz entonces?

«Pero, mira, Holly está cansado y rendido por la visión de cosas tan admirables. ¡Oh, Holly, tú eres un duro crítico de la evidencia! Holly, no debes olvidar que a veces aquellos que rigen y crean, se impacientan por tan insignificantes dudas y cavilaciones. Pero no tengas miedo, mi viejo amigo, no tomes a mal mi enojo. Tu corazón, por sí solo es ya de oro, pero del más puro. ¿Para qué entonces teníamos necesidad de convertir en este metal tus huesos?».

Di las gracias a Ayesha por sus cumplidos, y me fui a dormir, pensando qué había de verdad en el corazón de aquella mujer; si su ira o su bondad, o si ambas eran fingidas…

La mañana siguiente me levanté con el convencimiento de que cualquier cosa que pudiera haber de falso en la conducta de Ayesha, nada impedía que ésta fuera una formidable alquimista, la más grande quizá que haya existido. Mas cuando creció mi admiración fue al ver que aquellos sacerdotes que el día anterior había visto trabajando en el laboratorio, entraban en mi habitación llevando entre los dos una pesada carga cubierta con un paño, y que bajo la dirección de Oros colocaron en el suelo.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Una ofrenda de paz que os envía Hesea —respondió Oros—, con la cual, según creo, habéis tenido ayer un pequeño disgusto…

Quitaron el paño y bajo él brillaba una enorme masa metálica, la misma que en presencia de Leo y mía fue marcada con el Símbolo de la Vida, que todavía podía percibirse en su superficie. Lo admirable es que aquello no era hierro, sino oro puro. Mi cuchillo también estaba allí y su mango, aunque no su hoja, había sido transformado en oro.

Ayesha, que me rogó después que se lo enseñara, pareció disgustarse al ver el resultado del experimento.

Me enseñó unas estrías formadas por las burbujas de oro al resbalar por la hoja de acero. Dijo que esto bien podía haber destemplado o debilitado el filo, pues sólo había sido su propósito dorar el mango.

No podía menos de admirarme ante este nuevo milagro de Ayesha, preguntándome, extrañado, de qué substancias, se compondrían aquellos deslumbrantes rayos que le servían de útiles en aquel formidable trabajo, y no extrañándome de que en aquella obra no interviniera el fuego inmortal de la Vida que brillaba en las cavernas de Kôr.

He creído seleccionar este incidente entre los muchos y muy admirables que callo, para demostrar cuán grande y poderoso era el dominio de aquella sobrenatural mujer sobre las fuerzas de la Naturaleza.

Más tarde, tuvimos otra ocasión de presenciar un aterrador ejemplo de esta fuerza.

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