Ayesha

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LA PROFECÍA DE ATENE

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LA PROFECÍA DE ATENE

El día siguiente tuvo lugar en el Santuario una gran ceremonia a la que no asistimos, pero que, según nos enteramos después, era para consagrar la guerra. Por la noche, como de costumbre, pasamos la velada con Ayesha. Aquel día estaba de mal humor, pero su variabilidad era tal, que de la seriedad grave pasaba a la carcajada jovial e infantil.

—Sabed —nos dijo—, que hoy ha habido Oráculo; han venido todos los necios jefes de tribus a preguntar a Hesea cómo será la batalla, cuál de ellos morirá y cuál ganará honores…

Yo, claro está, nada he podido decirles: los he despedido con palabras ambiguas, que bien podían tomarse en un sentido o en otro. ¿Qué cómo será la batalla? Eso lo sé yo muy bien, pues seré yo quien la dirigirá; pero del futuro… ¡Ah, de eso nada puedo decir!

Después, dirigiéndose a Leo, dijo:

—¿Querrás escuchar mis ruegos y quedarte en el Santuario, o bien, salir a una partida de caza? Hazlo así y yo me quedaré contigo; podemos mandar a Oros y a Holly a dirigir la batalla.

—¡No quiero! —dijo Leo rotundamente, temblando de indignación, pues la idea de que yo iba a ser enviado a combatir mientras él quedaba en el templo en seguridad, empujaba a un hombre valiente como él a la rabia y descontento. Aun cuando en teoría desaprobaba esta batalla por tratarse de su ser amado, tomaba su causa como propia, llenándolo de coraje y ansias de lucha.

—Te dije, Ayesha, que no haría tal cosa —repitió—; además, que si tú me dejases aquí, yo encontraría el camino para salir al encuentro de tus tribus.

—Ven, si tal es tu deseo —contestó Ayesha, vencida— y tu culpa caiga sobre tu cabeza.

No, no sobre la tuya, amado mío, sobre la mía, sobre la mía…

Después de esta extraña reacción quedó como si fuera una niña riendo por todo y contándonos historias del lejano pasado.

Nos habló de sus investigaciones acerca de la verdad; de cómo en busca del saber había conocido todas las religiones de sus días y las había rechazado una por una, de cómo había predicado en Jerusalén y de cómo fue apedreada por los Doctores de la Ley; de cómo había viajado por Arabia, siendo rechazada por su pueblo como una reformadora; de cómo había viajado por el Egipto y en la corte de los Faraones encontrado un mago famoso, mitad charlatán y mitad vidente; que la instruyó en este arte con tal perfección, que al poco tiempo era ella la maestra y lo obligaba a obedecerle ciegamente.

Entonces, aunque parecía que Ayesha quería contarnos algo más, pasó de Egipto al país de Kôr. En eso estaba cuando entró Oros en la habitación.

—¿Qué pasa ahora, Oros? ¿Es qué nunca podré verme libre de ti aunque sólo sea por una hora? —dijo Ayesha.

—¡Perdón, oh Hesea! Es un escrito de la Khania Atene —dijo el sacerdote con humilde voz.

—Rompe el sello y lee —dijo Ayesha sin preocuparse—. Quién sabe si se ha arrepentido de su locura y pide perdón.

Oros leyó:

«A la Hesea del Santuario de la Montaña, conocida por Ayesha» sobre la tierra y en los dominios etéreos con el nombre de Estrella-que-cayó.

—Un bonito nombre por cierto —interrumpió Ayesha—. ¡Oh, pero Atene no ha visto elevarse a las estrellas aunque éstas estén debajo de la tierra!… Sigue, Oros…

»¡Saludos, oh Ayesha! Tú que eres la más anciana, que mucho has aprendido en tu vida de largas centurias y que, ayudada por otras fuerzas, apareces como hermosa a los ojos de los hombres, ojos que antes has cegado con tus artes. A pesar de tus prodigios, una cosa te falta que yo poseo, y es el poder de la visión de los hechos futuros. Sepas, Ayesha, que yo y mi tío, el gran vidente, hemos leído en los más sabios libros lo que está escrito que sucederá al final de esta guerra. Y es lo siguiente:

»Para mí la muerte; mas no me apena, me regocija; para ti, una daga hundida en tu cuerpo por tu propia mano. Para el país de Kaloon, ¡sangre, miseria y ruina! — ATENE. Khania de Kaloon».

Ayesha escuchó en silencio, pero ni sus labios temblaron ni su cara expresó la menor emoción. Sólo dijo fríamente a Oros:

—Di al emisario de Atene que he recibido su mensaje, y que dentro de poco le llevaré la respuesta personalmente a su palacio de Kaloon. Ve, sacerdote, y no me molestes más.

Cuando Oros salió, Ayesha nos dijo:

—Este destino mío, desde largo tiempo escrito, se ha de cumplir. Como Amenartas profetizó, Atene profetiza, puesto que ambas son una misma persona. Bien; dejemos que la daga se hunda, si hundirla en mi pecho deberé; no retrocederé por ello, pues sé que al fin he de triunfar. ¡Quién sabe si la Khania no dice sólo esto para atemorizarme! Mas, si es verdad, mi bienamado, debemos aceptarlo, pues has de saber que nadie puede escapar del influjo de su propio destino, como no puede deshacerse el lazo que nos une con el universo.

SERÍA el mediodía de la siguiente jornada cuando descendíamos por la ladera de la Montaña con las fieras tribus de apariencia salvaje. Los escuchas habían salido antes que nosotros en vanguardia. Detrás iba la caballería, jinetes en nerviosos caballos, mientras a la derecha, a la izquierda y por la retaguardia avanzaba la infantería, formada en regimientos, con sus jefes a la cabeza.

Ayesha, velada ahora —pues no quería mostrar su hermosura a aquellas hordas salvajes—, marchaba en medio de los jinetes, sobre un caballo blanco. Con ella íbamos Leo y yo.

Leo, montado en el caballo negro del Khan, y yo en otro, no de tan fina estampa, pero más fuerte y salvaje. Rodeándonos iban un cuerpo de guardia de armados sacerdotes, y un regimiento de soldados escogidos, entre los que iban los cazadores que Leo había salvado de la ira de Ayesha, y que ahora eran sus más fieles y valientes compañeros.

Ibamos todos contentos, pues con el fresco aire de la Montaña, entibiado un poco por los rayos del sol y perfumado por las mil esencias de la naturaleza, era capaz de hacer olvidar todos los temores y todos los recelos experimentados en aquellas cavernas de la Montaña. Además, el movimiento de aquellos millares de hombres y sus preparativos de guerra excitaban nuestros nervios.

Hacía mucho tiempo que no había visto a Leo tan rozagante y tan feliz. En los últimos tiempos estaba pálido y delgado; pero ahora, sus mejillas estaban rojas y sus ojos brillaban alegres. Ayesha también parecía contenta, pero su carácter era tan variable como el de la naturaleza misma, estando tan pronto alegre y risueña como un rayo de sol, como triste y melancólica como un rayo de luna.

—Demasiado tiempo —nos dijo riendo— he estado encerrada en las entrañas de esa Montaña, acompañada solamente por mudos salvajes o por melancólicos sacerdotes cantores; ahora me siento contenta y alegre de ver de nuevo el mundo. Créeme, Leo; más de veinte siglos hace que estoy sentada en mi trono y, como ves, no he olvidado la equitación, aunque este animal no es tan fino como aquellos caballos árabes que monté en los extensos desiertos de la Arabia, galopando en son de guerra al lado de mi padre. Mira, allí está la boca de la garganta donde vi el hechicero que idolatraba a su gato, y que os hubiera matado a los dos por haber lanzado su mascota al fuego. El general Alejandro, el primer Rassen debió ser quien trajo esa costumbre del Egipto. De este macedonio Alejandro puedo contarte muchas cosas, pues fue un contemporáneo mío.

Leo y yo la miramos admirados, y pudimos darnos cuenta de que ella nos observaba a través de su tupido velo. Como siempre, era a mí a quien riñó, pues leía todos mis pensamientos.

—Tú, Holly —dijo, rápidamente—, eres el hombre más desconfiado e incrédulo que he visto; siempre piensas que te estoy engañando, y sabes que eso me disgusta.

Protesté, diciendo que solamente reflexionaba sobre las variaciones de dos ideas.

—No hagas juegos de palabras —contestó—; tú, en el fondo de tu corazón, crees que soy una embustera, y eso me enoja.

Has de saber, necio, que, cuando yo te dije alguna vez que el general macedonio vivió antes que yo, me refería a esta vida presente mía. En la existencia que precedió a ésta, aunque viví treinta años más que él, nacimos los dos en el mismo verano, y lo conocía perfectamente, por ser yo el Oráculo que él consultaba antes de acometer sus empresas, y es a mi saber a lo que debió sus victorias. Después reñimos, y lo abandoné con Rassen. Desde aquel día, la buena estrella que brillaba para Alejandro se desvaneció.

En medio de aquella agonía aprensiva y desechando todas las críticas que por ello pudiera recibir, me aventuré a decir, recordando las extrañas historias del monje Kou-en:

—¿Y recuerdas, Ayesha, todo lo sucedido en tus vidas pasadas?

—No; no todo —contestó, meditando— únicamente los grandes sucesos y aquellos que he podido recordar con ayuda del estudio de las cosas secretas, y que tú llamas videncia o magia. Por ejemplo, mi querido Holly, puedo recordar que en aquella vida vivías tú. Creo recordar algo de un filósofo muy feo, vestido siempre con sucias ropas, siempre borracho, que disputó un día con Alejandro haciéndole montar en cólera. No recuerdo su nombre.

—Supongo que no sería uno llamado Diógenes —dije con sorna, sospechando, no sin fundamento, que quizá Ayesha se estaba burlando de mí.

—No —respondió gravemente—. El Diógenes de que tú hablas era un hombre mucho más famoso, uno de real y verdadera sabiduría, aunque tampoco hacía ascos al vino. Tengo pocos recuerdos de aquella vida; sin embargo, no menos que los que tienen algunos de los adeptos del profeta Buda, cuyas teorías estudié y de las cuales tú, mi querido Holly, tanto me has hablado. ¡Pero alto! ¡La vanguardia ha entrado en combate!

Efectivamente, un lejano ruido de combate se dejó oír, en ese momento, viendo después un escuadrón de caballería que se dirigía hacia nosotros. Era para decirnos que las avanzadas de Atene estaban en plena retirada. Un prisionero que acababan de tomar, al ser preguntado por un sacerdote, le contestó que no eran los pensamiento de la Khania atacarnos en la Montaña, sino en la orilla del río, teniendo así como defensa sus aguas, las cuales debíamos cruzar, con lo que demostraba un perfecto sentido militar.

Aquel día no hubo lucha. Toda la tarde la empleamos en descender las laderas de la Montaña más rápidamente de lo que nos costó su subida, después de nuestra azarosa fuga de la ciudad Kaloon. Antes de la puesta del sol, llegamos al campamento preparado de antemano; una amplia llanura en la ladera que acababa en la cresta del Valle de las Osamentas, donde días pasados encontramos al misterioso guía. Al valle, sin embargo, no llegamos, aunque bien podíamos hacerlo atravesando él profundo túnel; pero, como dijo Ayesha, aquel pasaje era suficiente para un ejército.

Doblando hacia la izquierda, se elevaba un enorme número de inaccesibles rocas, bajo las cuales pasaba el túnel, hasta que por fin pudimos llegar a la cresta de la oscura garganta, donde pensamos pernoctar, a salvo de todo ataque.

Aquella noche, Ayesha se sintió turbada por nuevos miedos en lo que antes no había pensado. Por fin pareció vencerlos por un supremo esfuerzo de la voluntad, anunciándonos que iba a descansar para reconfortar así su alma —la única parte de ella que necesitaba siempre descansar—. Sus últimas palabras para nosotros fueron:

—Dormid vosotros también, dormid y no os alarméis si os llamo durante la noche; quizá en mis sueños pueda encontrar nuevos consejos y necesite comunicarlos antes de que nos pongamos en marcha al despuntar el alba.

Así nos separamos, pero ¡ah!, ¡qué poco sospechábamos cómo y dónde nos habíamos de encontrar de nuevo los tres!

Estábamos cansados y pronto quedamos dormidos profundamente al lado de nuestro vivac, con la tranquilidad del que se sabe guardado por un ejército entero.

Después no recuerdo más hasta que me sentí despertado por un cuerno de caza, que, luego de una pausa, se dejó oír de nuevo, esta vez tocado por el oficial de nuestra guardia.

Otra pausa, y un sacerdote hacía una reverencia ante nosotros mientras el fuego de la hoguera se reflejaba en su afeitada cabeza. Me pareció reconocerlo.

—Yo —me dijo un nombre que me era familiar, pero que he olvidado— soy enviado a vos, señores, por Oros, el cual me ordena deciros que Hesea quiere hablar con vosotros dos al instante.

Leo, en este momento se despertó, y alarmado preguntó de qué se trataba. Le conté lo que sucedía, y malhumorado dijo que bien podía Ayesha haber esperado hasta el día; después añadió:

—Bien; qué le vamos a hacer. Vamos, Horacio —y se dispuso a seguir al mensajero.

El sacerdote se inclinó de nuevo, y dijo:

—La orden de Hesea, señores míos, es que debéis ir armados y escoltados por vuestra guardia.

—¿Para qué? —preguntó Leo—. ¿Para qué protegernos por un paseo de cien metros a través del corazón de un ejército?

—Hesea ha dejado su tienda, y está en el Valle de las Osamentas estudiando las líneas de avance. Por eso, Hesea os ruega, señores míos, que llevéis vuestra guardia con vosotros, pues ella se encuentra sola.

—Estará loca —gritó Leo—. ¡Pasear por un lugar como ése a medianoche!

Recordé entonces que Ayesha nos dijo que quizá enviara por nosotros, y tenía la seguridad de que si algún peligro no se sospechase, no nos hubiera rogado llevar nuestra escolta. Así, pues, llamamos a nuestra escolta —unos doce en total—, tomamos nuestras lanzas y dagas y nos pusimos en marcha.

Comenzamos a descender las pendientes del valle, con las que nuestro sacerdote guía parecía estar muy familiarizado, pues se deslizaba por ellas como si hubiera sido por las escaleras del templo.

—Qué extraño lugar para una reunión en la noche —dijo Leo cuando estuvimos en el fondo, y vimos un bulto blanco que se paseaba bañado por la luz de la luna al pie del valle; era la velada figura de Ayesha—. Mírala paseándose en ese macabro agujero como si se tratara del «Hyde Park».

La figura se volvió y nos hizo señas de que la siguiéramos, internándonos por el fondo del valle, donde velase rota la parda monotonía de la lava rocosa por las blancas salpicaduras de las calcinadas osamentas. Llegamos hasta la vertiente opuesta que estaba en sombra, pues no llegaba hasta allí la luz de la luna. Aquí, en las épocas lluviosas, corría un arroyuelo que había cortado una senda en la roca en el transcurso de siglos y siglos, y los detritus que había arrastrado su paso, los iba dejando a un lado y otro de su curso, de tal forma que casi todas las osamentas de que el fondo estaba sembrado se hallaban en su mayoría enterradas en la arena.

En un lugar donde los restos eran más abundantes y numerosos, nos detuvimos. Los cráneos, tibias y fémures se veían esparcidos por aquí y allá, indicando los últimos restos de fieros combatientes de una singular batalla.

Aquí Ayesha se detuvo a contemplar todos aquellos blancos despojos, como pensando en la necesidad de hacerlos revivir para emprender de nuevo la batalla decisiva. Llegamos cerca de ella, y el sacerdote que nos guiaba detuvo a los del cuerpo de guardia, dejándonos solos con ella, como si les estuviera prohibido el aproximarse a Hesea. Leo, que marchaba delante de mí como unos cuatro o cinco metros, exclamó al llegar junto a Ayesha:

—¿Por qué te aventuras por tales lugares de noche, Ayesha? ¿No temes una emboscada?

—No —contestó.

Se volvió hacia nosotros, y abriendo los brazos los dejó caer de nuevo a ambos lados. Como si ésta fuera una señal dirigida a las sombras que poblaban aquellos lugares, sucedió una cosa terrorífica.

Por todos los lados vimos levantarse a los esqueletos de sus lechos de arena. Vi cómo blancas calaveras, brazos y piernas se ponían en movimiento y avanzaban hacia nosotros.

El masacrado ejército volvía de nuevo a la vida armado de lanzas y espadas. ¡Horrible!

Pensé en seguida que aquello era la obra de un nuevo experimento mágico de Ayesha, que quería que fuese contemplado por nosotros, sacándonos para esto de nuestro tranquilo sueño. Confieso que tuve miedo. Es más, reto al más valiente de los hombres, aunque esté libre de toda superstición, a que no es capaz de evitar un estremecimiento de terror, si permaneciese en una iglesia vacía y a medianoche viera que los muertos salían de sus sepulcros. Tal era mi caso; aún más salvaje y terrorífico, por tratarse de aquel sombrío lugar, deprimente de por sí.

—¿Qué nueva brujería es ésta? —preguntó Leo con voz ronca. Ayesha no contestó.

Oí ruido tras de mí y miré. Los esqueletos habían rodeado a nuestro cuerpo de guardia, que en su mayoría, pobres diablos, estaban paralizados por el terror, y algunos habían arrojado sus armas al suelo, quedando de rodillas implorando merced. Los fantasmas los atacaron con sus lanzas, y vimos caer a sus golpes algunos de ellos. La velada figura, señalando a Leo, dijo:

—Tomadlo, pero si le herís, me responderéis con la vida.

¡Horror! ¡Era la voz de Atene!

Tarde entonces comprendí la trampa en que habíamos caído.

—¡Traición! —grité, pero antes de que las palabras acabaran de salir de mis labios un esqueleto me redujo al silencio de un violento golpe en la cabeza. Aunque no pude articular palabra, mis sentidos no me abandonaron por unos segundos. Vi a Leo luchando furiosamente con varios hombres, dos de los cuales yacían a sus pies. La sangre brotaba de su boca.

Perdí entonces la noción de cuanto me rodeaba, y creyendo que era la muerte, me abandoné a mi destino.

Por qué no me mataron, no lo sé; es probable que en su huida los disfrazados guerreros me creyeron muerto, y se evitaron así el golpe de gracia. Salvo la contusión en la cabeza no recibí ninguna herida más.

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