Ayesha

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LOS MASTINES DE LA MUERTE

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LOS MASTINES DE LA MUERTE

Debían ser como las once de la mañana del día siguiente, cuando Simbrí entró en mi habitación, preguntándome cómo había pasado la noche.

—He dormido como un tronco —contesté.

—Sin embargo, parecéis fatigado, amigo Holly.

—¡Oh! Mis sueños me hacen pasar noches horribles; pero, amigo Simbrí, parece que vos no habéis dormido tampoco muy a gusto. Jamás os vi con un aire tan fatigado.

—Estoy fatigado. Es verdad; he pasado la noche estudiando sobre la Puerta.

—¿Sobre qué puerta? ¿Sobre la que pasamos cuando entramos en este país? ¿Esperáis algún viajero?

—No os lo toméis a broma. He estudiado sobre la Puerta que abre paso al futuro y al pasado. Por un acaso, ¿no marcháis vos por un camino que es un pasado hacia un futuro que ignoráis?

—¿Pero los dos interesan? ¿El pasado y el futuro? —inquirí.

—¡Quién sabe! Pero he venido solamente a deciros que dentro de una hora nos pondremos en marcha hacia la ciudad. Justamente la Khania acaba de partir a preparar vuestro alojamiento.

—Está bien. Salvo que eso mismo me dijisteis hace varios días; lo que me interesa es saber cómo se encuentra mi hijo adoptivo.

—Mejora, mejora. Pronto lo veréis. Ésa es la voluntad de Khania. Aquí vienen los esclavos con vuestra ropa. Yo os dejo. Hasta luego.

Cuando estuve listo, los servidores me llevaron a través de aquel laberinto hasta la puerta que daba al camino. Con gran alegría encontré a Leo, que, aunque pálido y desmejorado, se encontraba bastante repuesto de su enfermedad.

Sus vestiduras eran de mejor calidad que las mías y le sentaban muy bien; ya que no le daban el aspecto grotesco que me daban a mí. Me abrazó y me hizo mil preguntas sobre lo que pudiera haberme sucedido desde nuestra separación.

Lo informé superficialmente, y le dije que más tarde hablaríamos. Ahora estábamos juntos, que era lo principal. Los criados llegaron trayendo palanquines, cada uno de los cuales era transportado por dos caballitos de raza pequeña, tan comunes en el Asia. Uno de los palanquines estaba suspendido entre dos largos palos y fue en él donde nos acomodamos Leo y yo. A una señal de Simbrí, los esclavos pusieron en marcha a los caballos, llevándolos de la brida. Tras de nosotros quedaba la vieja Gran Puerta, por la cual habíamos sido los primeros extranjeros, desde cientos de años ha, que habían pasado bajo su arco milenario.

El camino se deslizaba a lo largo de una estrecha garganta que daba vueltas y revueltas.

En una de éstas, la vista quedó libre, y ante nosotros se extendió el país de Kaloon en toda su belleza. A nuestros pies se extendía la fértil llanura de Kaloon, cubierta de esplendorosa verdura.

Hacia el norte, y emergiendo del llano, con suaves declives a sus pies, se alzaba la montaña que nos había servido de guía durante nuestra peregrinación, y donde se hallaba el Templo del Fuego.

Al ver nuevamente la cumbre donde había brillado la luz de nuestras esperanzas, nuestro corazón palpitó con fuerza, máxime cuando sabíamos que la solución y el fin de nuestra peregrinación se encontraba a unas cuantas millas de nosotros. A su vista, todos los servidores reverenciaron su presencia inclinando la cerviz, postrándose de hinojos o cruzando el primer dedo de la mano derecha con el primero de la izquierda. Según supe después, para conjurar los malos espíritus. Hasta Simbrí, tan indiferente a todo lo que se refería a la Montaña, inclinaba su cabeza con una superstición que no hubiera sospechado en él.

—¿Habéis estado alguna vez en el santuario? —preguntó Leo.

El viejo levantó la cabeza, contestando evasivamente:

—La gente del llano no sube nunca a la Montaña. Entre sus laderas y tras el río que baña sus pies, se esconden hordas salvajes con las cuales sostenemos frecuentes guerras, pues viven hambrientas y se dedican al pillaje, roban nuestro ganado y devastan nuestros sembrados. Además, a menudo se deslizan por las laderas rojas masas de lava ardiente, que deshacen al que se aventura a escalar su cumbre.

—Y cuando tal acontece —preguntó Leo—, ¿la ardiente lava cae sobre vuestro país?

—Así es. ¡Cuando el espíritu de la Montaña está ofendido! .

—¿Quién es el espíritu de la Montaña? —inquirió Leo, interrumpiéndole.

—No lo sé, señor. ¿Puede acaso un hombre ver un espíritu?

—No sería extraño; vos veis más de lo que realmente debiérais —le contestó Leo, con una mirada muy significativa.

La cara del viejo perdió la fría calma que hasta entonces había aparentado. Comprendí que las palabras de Leo traían a su memoria alguna acción de la que tuviera que arrepentirse.

—Me hacéis un gran honor, señor mío; pero mi ciencia en la visión de los hechos futuros no llega a tal perfección. Pero ved; las barcazas llegan al embarcadero. El resto del viaje debemos hacerlo a lo largo del río.

Las barcazas eran grandes y cómodas. Sus quillas eran planas, y sus proas chatas así como sus popas. Aunque no tenía gran experiencia en materia náutica, comprendí que estas barcazas estaban hechas para ser remolcadas y no para ser impulsadas a fuerza de remo.

Leo y yo embarcamos en la más grande de todas, dejándonos solos. Tras de nosotros se deslizaban por el río otras barcazas, conduciendo los esclavos, servidores y algunos hombres que por su apariencia parecían soldados. Los palanquines fueron desmontados y los caballos embarcados y prestos para volver a transportarnos a nuestra llegada.

Unos caballejos enganchados a los extremos de unos cabos, a un lado y a otro del río, remolcaban nuestra caravana, cruzando puentes de madera, cuando canales o ríos tributarios cortaban la uniformidad de la ribera.

—¡Gracias a Dios que podemos estar juntos y solos! ¿Te acuerdas, Horacio, cuando llegamos al país de Kôr? Fue también en barco. Ya ves: los hechos parece que se vuelven a repetir idénticos.

—Lo que tú quieras, puedo creer lo que gustes; pero la realidad es que somos dos mosquitos cazados en una tela de araña. Khania es la araña y el viejo Simbrí guarda el nido.

Pero no hablemos de cosas tristes. Cuéntame qué ha sido de tu vida. Date prisa, porque no sabemos cuánto tiempo estaremos juntos.

—Te acordarás de nuestra llegada a la Gran Puerta después de ser salvados por Khania y el viejo, de las aguas del glaciar. Pero ¿dónde estabas cuando me dejaste caer? Te llamé y no me respondiste. Creí que, colgado de aquella correa, iba a volverme loco, y antes que eso prefería morir estrellado; por eso la corté. ¿Dónde estabas tú?

—Tan pronto como caíste, salté tras de ti. Si acabábamos juntos, quizá juntos podríamos comenzar de nuevo.

—Gracias, Holly, gracias —dijo, emocionado.

—Bueno; no importa; lo pasado, pasado; tenías razón al decir que llegaríamos hasta aquí. Cuéntame lo que te haya sucedido.

—Pues verás. Al despertarme, después de uno de mis sueños febriles, vi a una bellísima mujer que me miraba, y que, inclinándose sobre mí, me besó. ¿Sabes de quién se trata? No sé; quizá todo fuera un sueño.

—No, no era sueño —contesté yo—. Yo lo vi.

—Siento mucho lo sucedido, lo siento. La Khania, pues era ella, vino varias veces después a mi habitación, hablándome en griego. Pero, oye, ¿no es curioso que Ayesha hablase también el griego?

—No sólo hablaba el griego, sino que conocía varias lenguas orientales; pero lo mismo que ella pueden conocerlas otras personas. Sigue.

—Me cuidó cariñosamente durante mi enfermedad; pero hasta la última noche no ocurrió nada que me hiciera sentir desconfianza o prevención contra ella: siempre tenía el buen cuidado de no hablarle de nuestro pasado, que tanto la intrigaba. Siempre le contesté que éramos exploradores, no sin dejar de preguntarle dónde te encontrabas, pues me había olvidado de decirte que me di perfecta cuenta de nuestra separación. Todo marchó bien hasta el otro día, en que la volví a ver de nuevo. Después que el viejo Simbrí me trajo la comida, la Khania entró sola en mi habitación. Venía hermosísima, y vestida como una reina. Parecía sacada de un cuento de hadas, con su corona de oro y con sus negros cabellos sueltos sobre la espalda. Comenzó de manera refinada y discreta, empezando por decir que desde que me vio comprendió que nuestras vidas se habían conocido en un pasado lejano, y suplicándome que no la abandonara y que no le negara su amistad. Traté de convencerla como pude de que sus temores eran infundados. Pero un hombre que como tal se tenga, ¿puede permitir que una mujer bella le esté halagando y haciéndole toda clase de cumplimientos? Así, pues, puse fin a esta escena, diciéndole claramente que venía en busca de mi esposa, a quien había perdido hacía años, pues después de todo Ayesha es mi esposa. Contra lo que me suponía, sonrió, contestándome que no era necesario buscar muy lejos para encontrarla de nuevo, pues era ella, que había venido a salvarme de la muerte, sacándome del río. Verdaderamente hablaba con tal convencimiento que casi me incliné a creerla, pues realmente Ayesha podía haber cambiado en su actual reencarnación. Ya estaba casi convencido, cuando me acordé de la prueba del pelo, que es todo lo que Ella nos dejó. Desaté mi pelo, que cayó sobre mi espalda, y a su vista, la Khania no pudo evitar una mirada envidiosa; supongo sería porque era más largo que el suyo, no comprendo otra cosa. No se pudo contener, y tomó un mechón con sus manos para probar, sin duda, su finura y suavidad. El contacto con mi pelo pareció actuar sobre su naturaleza como los ácidos sobre los metales falsos. Todo su mal instinto y su maldad se puso de manifiesto: su voz se tornó bronca, y su vista se nubló, tomando toda ella una expresión de ira vulgar y ruin, sin aquella terrible majestuosidad con que lo hacía Ayesha cuando algún evento hacía iracunda su plácida calma. Quedé convencido de que la Khania no había sido nunca Ayesha. Eran tan diferentes, que nunca podía haber sido la misma persona en otra reencarnación. Permanecí callado, y la dejé hablar, amenazar y hasta blasfemar; cansada y rabiosa contra mi hermética y tranquila indiferencia, salió de la habitación, cerrando la puerta con llave tras de sí. Esto es todo lo que tengo que contarte, y, lo que es más todavía, hablando sinceramente, no estoy tranquilo; no sé lo que esta endiablada mujer quiere hacer conmigo. Le tengo miedo.

—Sí, es verdad; pero no te excites y hables demasiado alto; quizá el timonel sea un espía; he visto a Simbrí varias veces con los ojos clavados en nosotros. Ahora escucha lo que voy a contarte, y no me interrumpas, pues el tiempo que nos queda de estar solos puede ser poco.

Le conté todo lo que sabía. Leo me escuchaba atónito. Cuando acabé me dijo:

—¡Gran Dios, qué historia! Pero dime: ¿quién crees tú que será esa Hesea que escribió la carta desde la Montaña Sagrada? ¿Quién será la Khania entonces?

—¿Quién te dice el instinto que pueda ser?

—¿Amenartas? —dijo como dudando—. ¿La mujer que fue mi esposa hace dos mil años?

—¿Amenartas reencarnada?

—¿Por. qué no? Acuérdate que siempre te aseguré que si llegábamos al fin de esta aventura encontraríamos de nuevo a Amenartas o al espíritu de Amenartas reencarnado. Ya ves cómo estaba en lo cierto. Si el viejo Kou-en y miles de monjes budistas recuerdan su pasado y juran que es verdad, ¿por qué esta mujer, ayudada por la magia de su tío Simbrí, no ha de poder recordar su pasado? ¿Te extrañará entonces que esta mujer se vuelva loca de amor a la vista del hombre a quien no ha dejado de amar nunca?

—Me convences. Si es así, sólo siento el daño que mis palabras hayan podido haberle causado. De haberlo sabido…

Nuestra conversación se deslizó sobre el temor y la esperanza que nos infundía aquella misteriosa Hesea que escribió el mensaje desde el Santuario de la Montaña, ordenando a la Khania y al viejo Simbrí salir a nuestro encuentro y «que tenía servidores en el aire y la tierra»…

Enfrascados en nuestros mutuos pensamientos, no nos dimos cuenta de que la barcaza había atracado junto a la ribera, y que el viejo Simbrí, saltando de la suya, se disponía a embarcar en la nuestra. Así lo hizo, sentándose frente a nosotros, diciéndonos fríamente que como la noche caía, deseaba hacernos compañía para protegernos en la oscuridad…

—Éste tiene miedo que nos escapemos saltando al agua —murmuró Leo.

A una señal, los conductores fustigaron los caballos, y la náutica caravana se puso en marcha nuevamente.

—Mirad —dijo el mago—; mirad la ciudad en la que dormiréis esta noche.

Miramos hacia donde nos señalaba el viejo, y vimos una gran ciudad, formada por casas de tejados planos. Su posición era bastante buena, pues, como supimos después, estaba situada sobre una isla que formaba el río al dividirse en dos ramas. A excepción de un edificio con columnas y minaretes, y rodeado de jardines, no se veían grandes construcciones.

—¿Cómo se llama la ciudad? —preguntó Leo.

—Kaloon —contestó el mago—; así se llamaban estas tierras cuando nuestros antecesores, hace dos mil años, conquistaron este país, y así llamaron a la ciudad que fundaron. Al territorio en que se extiende la Montaña lo llamaron Hes, porque, según decían, la configuración de su cumbre representa el símbolo de una diosa de este nombre, a quien adoraban.

—¿Es verdad que viven sacerdotisas todavía en ese templo? —preguntó Leo aprovechando la expansión del viejo, para sonsacarle la verdad.

—Sí, y sacerdotes también. Un colegio de éstos establecieron los conquistadores, que más tarde fue reemplazado por otro de adoradores del Fuego Sagrado de la Montaña. Éstos consagraron a este culto el templo y el Santuario, y esta religión es la que profesa hoy día el pueblo de Kaloon.

—Así, pues, ¿a quién adoráis ahora?

—A la diosa Hesea, os he dicho; pero sabemos poco sobre la Montaña, pues sus habitantes son nuestros enemigos de raza. Nos asesinan, y pagamos con la misma moneda, asesinándolos también. Son demasiados celosos en su deber de custodiar la Montaña Sagrada, y nadie puede subir sin permiso a consultar el Oráculo, a ofrecer plegarias y diezmos en tiempos de sequía, o cuando un Khan muere, o cuando el granizo o las desbordadas aguas del río devastan nuestros sembrados, o mientras el hambre y la miseria azotan el país. Nosotros, si no somos atacados, no violamos la paz, aunque, en general, todos los hombres del país van armados y están dispuestos a luchar cuando sea necesario.

A medida que iba cerrando la noche, el humo que coronaba la cumbre de la Montaña Sagrada se tornaba de negro en rojo. Al poco rato se convertía en un penacho de llamas, que iluminaba el cielo varios kilómetros a la redonda. El enorme arco de la cumbre resaltaba como un fanal gigantesco, iluminando las cumbres vecinas. Un resplandor rojizo cubría de una rosada pátina los chatos tejados de la ciudad, coloreando sus torres y minaretes. El reflejo del paisaje y de la atmósfera era altamente pintoresco e impresionante.

Los conductores de los caballos en la ribera y el timonel de nuestra barcaza comenzaron a lanzar en voz alta sus plegarias, dando muestras de un temor extraño.

—¿Qué hacen estos hombres? —preguntó Leo a Simbrí.

—Rezan, porque dicen que el espíritu de la Montaña está ofendido, y como pasan bajo el haz de luz que por el arco se filtra, llamado el camino de Hes, piden a la diosa su protección.

—¿Es que no brilla siempre el fuego como ahora? —inquirió Leo.

—No. La última vez fue hace tres meses; hasta entonces no había brillado desde hacía años. Roguemos que no sea la señal del comienzo de una era de calamidades para Kaloon.

Por algunos minutos continuó la iluminación. Poco a poco, la intensidad fue cediendo, desapareciendo el resplandor con la misma lentitud que había venido, quedando únicamente un pequeño reflejo rojizo en lo alto de la Montaña.

La luna brillaba, blanca como una enorme esfera; a sus rayos vimos cómo poco a poco nos acercábamos a la ciudad. Pero aún nos deparaba el Destino algo que ver antes de entrar en ella.

En el silencio de la noche rasgaron el aire los salvajes aullidos de una loca jauría.

Los aullidos se acercaban más y más, creciendo de volumen hasta que llegaron a oírse a pocos metros de nosotros. En un altozano, sobre los diques, apareció un jinete galopando furiosamente sobre un blanco caballo. Pasó frente a nosotros como una flecha, pero al pasar, volvió la cabeza, y a la luz de la luna que le daba en la cara, pudimos ver el terror y la agonía en sus facciones. Se hundió entre las sombras, seguido de la escalofriante música.

Un enorme perro apareció, monstruoso, rojo, de alta talla y feroces movimientos. Paróse un momento para orientarse, sin duda perturbado por nuestra presencia; pero pronto se rehizo, pues dando un aullido, se perdió en las sombras. Tras él aparecieron más, una docena, más.

Ciento, todos horribles y espantosos, ¡aullando sin cesar! …

—¡Los Mastines de la Muerte! —murmuró Leo, impresionado, tomándome del brazo.

—Sí; parece que van a la caza de ese pobre diablo. Pero, mira: aquí viene el cazador.

Apareció un segundo personaje, esgrimiendo un látigo, que restallaba secamente, en medio de la algarabía de los perros. Lo mismo que el anterior, al pasar frente a nosotros, volvió la cabeza, mostrando en la cara la viva expresión de una locura demoníaca. No había duda, aquella expresión salvaje ante la captura de un semejante, que había de ser despedazado por aquellas fieras, no podía reflejarse en la cara de un hombre que gozara la plenitud de sus sentidos. Pasó ante nosotros al galope del caballo, con los ojos inyectados y profiriendo exclamaciones y denuestos, ante la perspectiva de que el pobre fugitivo escapase con vida.

—¡El Khan! ¡El Khan! —dijo Simbrí, estremecido por el terror.

Tras él, seguían sus servidores. Serían unos ocho, llevando látigos, con los que fustigaban a sus caballos exigiendo una veloz carrera que les permitiera seguir la loca marcha de su señor.

—¿Qué quiere decir esto, amigo Simbrí? —pregunté, así que el ruido de los cascos se apagó en la distancia.

—Quiere decir, amigo Holly —contestó el viejo—, que el Khan hace sentir el peso de su justicia. Caza a muerte a aquel que ofendió su dignidad de Khan.

—¿Qué crimen cometió? ¿Quién es ese pobre hombre?

—Es un gran señor de este país. Su crimen es el haber confesado su amor a la Khania, prometiéndole levantar el país en guerra y dar muerte a su marido, y hacerla su esposa. Esto le costará el morir en las fauces de la hambrienta jauría, pues la Khania, que odia a los hombres, se lo dijo al Khan, para hacer con él castigo ejemplar. ¡Esta es la historia!

—¡Feliz este príncipe, que posee una esposa tan virtuosa!

Me miró el mago, y meditando un momento sobre mis palabras, sacudió su cabeza como queriendo darles un alcance que estaba bien lejos de mí.

Al poco rato, se volvieron a oír los aullidos de la furiosa jauría.

Nuevamente, el primer jinete reapareció en escena. Él y el caballo parecían agotados por la fatiga. El jinete, viendo que era imposible todo escape, se dirigió hacia la ribera, con ánimo, sin duda, de encontrar en el río una muerte menos horrible que la que le esperaba. El rojo mastín, que parecía ser el guía de la feroz manada, le cortó el camino, arrojándose sobre los flancos del caballo. El pobre animal se encabritó y relinchando de dolor cayó al suelo. Antes de lo que se tarda en contarlo, la jauría entera había hecho presa al jinete y caballo, muriendo ambos despedazados ante la salvaje y endemoniada carcajada del Khan.

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