Ayesha

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LA CAZA Y LA MUERTE

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LA CAZA Y LA MUERTE

Llegamos a nuestras habitaciones sin encontrar a nadie en el camino. Cambiamos nuestras lujosas ropas por aquellas que trajimos en el viaje desde la Gran Puerta a la ciudad.

Recogimos las vituallas y útiles que pudieran servirnos en nuestra nueva aventura.

Recogimos nuestros fuertes cuchillos de caza, y nos armamos con unas pequeñas lanzas, que nos servirían para cazar o para defendernos, en caso necesario.

—¡Quién sabe si ese loco no nos engaña o intenta matarnos! Pero nos defenderemos mientras nos quede un hálito de vida —dijo Leo.

—Tienes razón; no confío gran cosa en esa bestia con forma de hombre; aunque su deseo de vernos lejos de su mujer, tal vez nos sirva de ayuda…

—Sí; pero no olvides que dijo que quién sabe si podríamos volver para encender en guerra al país. Mientras vivamos, podemos volver; los que mueren no vuelven nunca.

—Pues Atene no piensa así —contesté.

—Y, sin embargo, esta noche habló de darnos muerte —contestó Leo.

—Su propia pasión la volvió loca.

Se abrió la puerta, dejando paso al Khan envuelto en un largo abrigo de viaje.

—Si estáis ya listos, vamos —nos dijo. Viendo lo que llevábamos, añadió—: ¿Para qué necesitáis estas cosas? ¿Vamos, por ventura, a una cacería?

—No —respondí—; pero ¿quién nos puede decir que no podemos ser cazados? …

—Si creéis que es mejor, quedaos donde estáis hasta que la Khania quiera abriros sus puertas —respondió, mirándonos fijamente.

—No; vamos.

Nos pusimos en marcha, yendo él a la cabeza. Pasamos a través de varios cuartos hasta que llegamos al gran recibidor; de allí salimos al patio, donde, en voz baja, nos dijo que nos ocultásemos en la sombra. La luna brillaba aquella noche con tanta claridad, que a su pálida luz podía verse; recuerdo el musgo que crecía entre las losas del pavimento. Me preguntaba yo, en aquellos instantes, cómo nos las arreglaríamos para salir por la puerta principal, cuya guardia había sido doblada recientemente, por orden de Khania. Mas, con gran alegría mía, vi cómo la dejábamos a nuestra derecha y cómo Rassen nos conducía por un corredor hasta una puertecilla oculta tras un tapiz, y que abrió con una llave que llevaba encima.

Nos encontramos al fin fuera del recinto del palacio, y en el amurallado jardín, bordeándolo, tuvimos que pasar por donde se encontraba la jaula de los mastines, que, siempre alerta y al olfatear nuestro paso, prorrumpieron en terroríficos ladridos. El Khan fue hacia ellos y consiguió tranquilizarlos.

Cuando volvió a reunirse a nosotros, le expliqué los temores de que quizá hubiera alarmado a los guardianes. El Khan me tranquilizó, diciéndome:

—No; no hay cuidado; sus guardianes saben que están hambrientos e inquietos porque mañana ciertos criminales deben morir a sus fauces.

Llegamos a las puertas de la muralla; el Khan, llevándonos hasta un templete, nos dijo que esperásemos, pues volvía en seguida.

Leo y yo nos miramos, pues el mismo pensamiento había cruzado por nuestra mente: el Khan debía haber ido a buscar a los asesinos que tenían que darnos muerte. Mas pensamos mal, por cuanto al poco rato oímos pisadas de caballos sobre el piso, y el Khan volvió conduciendo de las bridas a los dos caballos blancos que Atene nos había regalado.

—Los ensillé con mis propias manos —dijo—. ¿Qué más se puede hacer para que partáis rápidamente? Ahora montad, y cubríos la cara con el cuello de vuestros abrigos, como hago yo.

Montamos, y él corrió ante nosotros a pie, como hacían los maestros de ceremonias de Kaloon cuando acompañaban a sus amos.

Dejando la calle principal a un lado, nos internamos por el barrio de peor reputación de la ciudad, cruzando y recruzando el dédalo de sus tortuosas y lóbregas callejas. Llegamos a la ribera; allí, en un pequeño embarcadero, saltamos al interior de una barcaza que había amarrada a uno de los pilotes.

—Debéis embarcar vuestros caballos y cruzar el río —dijo Rassen—; los puentes están guardados, y tendría que descubrir mi personalidad a los soldados para que os dejaran pasar.

Algo contrariados, embarcamos rápidamente a los caballos, sujetándolos yo de las bridas, en tanto Leo empuñaba los remos.

—¡Adiós, errantes aventureros! —gritó el Khan, en cuanto nos separamos del muelle—. Rogad al espíritu de la Montaña que el viejo hechicero y su sobrina, vuestra amante, rubio doncel, no estén presenciando vuestra fuga reflejada en el espejo mágico, porque entonces nos veremos de nuevo.

La corriente tomó de lleno a nuestra barcaza, llevándola hasta el medio del río. Sobre el muelle, el Khan reía con aquella risa trágica que hacía estremecer a los que la oían.

Llamándonos todavía, nos dijo:

—¡Corred, corred, extranjeros, si queréis salvar vuestra vida! ¡La muerte os va siguiendo los pasos!

Leo remó entonces con fuerza hacia la orilla, con ánimo de desembarcar, pero la corriente impetuosa hacía inútiles sus heroicos esfuerzos.

—Haríamos mejor en desembarcar y matar a ese hombre, pues sus palabras encierran una amenaza.

Me lo dijo en inglés; pero Rassen, por la modulación de las frases, o por lo que fuera, debió comprender el significado, por cuanto, dando un salto, echó a correr; y parándose de pronto, gritó:

—¡Demasiado tarde, locos!

Con una carcajada se perdió en las oscuras sombras de la noche.

—Crucemos; déjalo —dije a Leo.

Seguimos remando y divisamos un pequeño golfo, y hacia él nos dirigimos.

Desembarcamos los animales, y sin preocuparnos de la barcaza, montamos nuestros caballos y emprendimos la ascensión hacia la cumbre donde se encontraba el Santuario del Fuego.

Poco tiempo después, la aurora tiñó con su púrpura las nieves de las vecinas montañas, al mismo tiempo que se extendía una densa niebla que nos obligó a refrenar el galope de nuestros caballos, decidiendo hacer alto en nuestra marcha, en un pequeño trigal, hasta que la atmósfera se aclarase un poco, al mismo tiempo que se refrescaban los caballos.

El sol salió por fin tras la montaña cuya columna de humo era nuestra guía, convirtiendo en jirones la densa niebla que antes nos impedía el paso.

Dimos de beber a nuestros caballos, y reemprendimos nuestra marcha hacia la cumbre.

La maldita ciudad de Kaloon quedaba tras de nosotros, y con ella la Khania con toda su belleza y sus pasiones; con ella también quedaba su tío con sus brujerías y adivinaciones, tan viejo en años como en ocultos crímenes, y aquel Khan loco, mitad diablo mitad mártir, pero siempre cobarde y cruel. Frente a nosotros ardía el fuego en la nevada cumbre, con sus misterios que tantos años de infructuosa busca nos había costado. Ahora, o descubríamos éste, o moriríamos: ¡todo antes que retroceder!

A mediodía la configuración del terreno había cambiado por completo: todo eran pequeñas laderas escalonadas, que hacían, por consiguiente, imposible el regadío artificial.

Al anochecer nos pareció haber llegado al límite del país de Kaloon con el de las salvajes tribus. Altas y fuertes torres almenadas se elevaban, sin duda, para servir de refugio y defensa contra los ataques de los errantes invasores. Debían estar desmanteladas y sin soldados; por lo menos así nos pareció; probablemente eran vestigios de los días en que el país tenía que ser defendido de los ataques ambiciosos de conquistadores de otra raza predecesora de la del actual Khan.

Dejamos esas torres tras de nosotros, y nos encontramos, ya bien anochecido, en una vasta llanura en la que no vimos ser viviente alguno. Decidimos dejar descansar nuestros caballos, para comenzar nuevamente la marcha a la luz de la luna. Sabiendo que la Khania quedaba atrás, toda la distancia entre nosotros y ella nos parecía poco. Nuestra fuga a estas horas ya se habría descubierto. Si queríamos estar a salvo, teníamos que correr mucho; seguramente a estas horas un mensajero estaría poniendo en guardia al país para capturarnos, y los soldados seguirían nuestros pasos.

Desensillamos los caballos y los dejamos libremente solazarse, revolcándose entre la seca hierba que cubría el suelo. No había agua; pero no nos preocupamos, ya que nuestros caballos habían bebido poco antes en una charca encenagada. Acabamos con la escasa comida que con nosotros habíamos traído de palacio, y que sobriamente habíamos repartido en nuestra marcha, a pesar de la noche sin descanso y de la larga jornada anterior.

Tendidos sobre la hierba estábamos, cuando mi caballo, que se revolcaba con las patas atadas, se enredó en tal forma, que le era imposible ponerse de pie; después de varias tentativas inútiles, en una de ellas dio toda una vuelta sobre sí mismo, quedando con las patas al aire, junto a nosotros, que contemplábamos, riendo, sus inútiles esfuerzos.

—¿Por qué tiene los vasos tan rojos ese animal? ¿Se habrá herido? —dijo Leo, extrañado.

Me fijé entonces en que, efectivamente, los vasos del animal estaban manchados de rojo, sin que en todo el día nos hubiéramos dado cuenta de ese detalle. Me levanté para verlo mejor, figurándome que serían manchas de barro rojo de algún fangal de los que habríamos cruzado. Efectivamente, era rojo; pero lo que me extrañó fue que aquello no era barro, sino una substancia aromática de olor penetrante y desagradable; hubiérase dicho que era sangre mezclada con pimienta u otras especias.

—¡Qué extraño es todo esto! —dije—. Veamos tu caballo, Leo.

Como suponía, el caballo de Leo tenía los vasos embadurnados con la misma extraña substancia.

—Quien sabe si esto no es algún tratamiento del país para proteger los vasos —dijo Leo.

Una terrible idea, fija, punzante, se clavó en mi cerebro, obligándome a exclamar:

—No perdamos el tiempo en indagar las razones. Montemos, y escapemos a galope.

—¿Por qué? —murmuró Leo.

—Porque ese maldito Khan, que el diablo confunda, ha sido el que ha puesto así a nuestros caballos.

—¿Para qué? ¿Para que no puedan correr? —inquirió Leo.

—No, Leo, ¡para que dejen una huella de su paso sobre la tierra seca!

Leo palideció; balbuciendo, me dijo:

—Quieres decir entonces… ¡Los mastines!…

Asentí. Sin perder un minuto en comentarios, ensillamos los caballos con el propósito de comenzar una carrera fantástica. Justamente cuando acababa de cerrar la última hebilla de mi montura percibí un ligero rumor que me hizo aguzar el oído.

—Escucha, Leo.

Nuevamente se dejó sentir el rumor, esta vez más claro, y sin dejar lugar a dudas respecto a su origen. ¡Eran los ladridos de los Mastines de la Muerte!

—¡Gran Dios, los perros! —exclamó Leo.

—Sí —contesté con tranquilidad. Ante este evento tan sospechado por mí, mis nervios se tornaron de acero y el temor desapareció por completo—. Parece que nuestro amigo el Khan va a hacer su deporte favorito a nuestra costa. ¡Por eso reía tanto!

—¿Qué hacer, Horacio? —preguntó Leo—. ¿Abandonar los caballos?

Miré hacia la cumbre; todavía se encontraban a muchas millas de nosotros sus laderas más cercanas.

—Ya tendremos tiempo de hacerlo cuando nos veamos obligados a ello. No sé si podremos llegar al pie de la Montaña antes de que los perros nos den caza. Vamos, pues, a luchar desenfrenadamente, a ver si podemos escapar. Forcemos los caballos. Es nuestra única esperanza.

Sujeté al mío, y le hice dar una vuelta para poder ver lo que tras de mí sucedía.

A la incierta luz del crepúsculo pude ver una multitud de pequeñas figurillas que corrían, y entre las últimas, un hombre al galope, jinete sobre un soberbio corcel, llevando de su mano las riendas de otro caballo.

—Toda la jauría está suelta —dijo Leo, estremeciéndose—. Rassen viene también; ¿pero para qué traerá otro caballo? Ya sé para qué nos servirán las lanzas, y ahora sí que vas a ver cómo se cumple de verdad la profecía del mago. ¡Al galope!

Partimos en la oscuridad, con los ojos fijos en la cumbre, cuyo humo se tornaba rosado.

Sólo teníamos la esperanza de poder alcanzar la vertiente de la Montaña, todavía muchas millas distante, con la jauría pisándonos los talones, teniendo la esperanza de que los perros, cansados, se negasen a continuar la caza.

La oscuridad se hacía cada vez más densa, ocultando con sus sombras las montañas vecinas, mientras los mastines se acercaban cada vez más. Aunque marchábamos veloces, no podíamos forzar más nuestros caballos, pues podían caer y lastimarse, lo que sería fatal.

De pronto el fuego de la Montaña brilló en una explosión como la que vimos cuando llegamos a la ciudad de Kaloon. Brilló intensamente, haciendo pasar un haz de luz por entre los arcos de la crux ansata, como si fuera un gigantesco faro.

Nos. pareció que nos encontrábamos sumidos en una misteriosa luz fosforescente como aquella que irradia el mar en las noches calurosas del estío. Quizá esto fuera sólo una refracción de la luz al reflejar en las nubes y en las nieves de las cumbres vecinas.

Este resplandor, aunque sólo duró unos segundos, nos ayudó bastante para orientarnos, máxime cuando el terreno era muy abrupto y rocoso.

La luna se dejó ver entre las nubes, justamente cuando el extraño resplandor desaparecía. La jauría se nos acercaba cada vez más. En el silencio de la noche sus infernales armonías alcanzaban un volumen terrorífico. Pude distinguir entre ellas los tonos que la componían. Especialmente uno profundo y penetrante como el sonido de una campana.

Recordé que había oído el sonido de este ladrido cuando, sentados en la barcaza sobre el río, vimos a aquel pobre noble de la corte morir por el crimen de amar a la Khania.

Cuando pasó la jauría frente a nosotros, observé que el que así ladraba era una bestia enorme, roja y de negras orejas y patas como el ébano, y al que el Khan llamaba «El Amo».

Le llamaba así porque no había perro en la jauría al que no hubiera vencido. Aseguraba que podía matar a un hombre armado, siempre que éste estuviera solo.

Ahora sus ladridos sonaban trágicamente en mi cerebro. ¡«El Amo» no estaba ni a media milla de distancia!

Galopamos tan veloces como pudimos, pues ahora el terreno había cambiado, y la luz de la luna favorecía nuestra fuga. Si el terreno continuaba así, quizá en dos horas de marcha podríamos escapar de la jauría. Las laderas de la Montaña quedaban todavía a unas diez millas, cuando menos; pero las fuerzas de nuestros caballos tocaban a su fin; hacían cuantos esfuerzos podían por salvarnos y salvarse; pero la fuerza tiene sus límites. Su galope se iba acortando poco a poco, y creí más de una vez que iban a caer reventados. Cruzábamos un terreno lleno de matorrales y rocas, situado en una colina, en donde unas millas más abajo nacía el río que regaba los enormes flancos de la Montaña del Fuego. A poco de marchar por esta colina, nos vimos obligados a dar vuelta para poder pasar entre dos masas rocosas que se abrían ante nosotros. Al llegar allí pudimos ver a la jauría. No eran muchos. Sin duda, algunos de ellos debían haber caído en la ruda marcha. No lejos, venía el Khan montado en el segundo caballo, que había llevado de repuesto para cuando se cansara el otro.

Nuestros caballos también los vieron, y se estremecieron de terror, pues intuitivamente comprendieron que estaban destinados a saciar el hambre de aquellas fieras.

Decidimos marchar unas cuatro millas más hacia el nacimiento del río, de cuyas aguas oímos el ruido, con objeto de poder refrescar los caballos.

Apenas habíamos andado doscientos metros, cuando los animales comenzaron a enloquecerse, sin que nuestros esfuerzos pudieran dominarlos.

—¡Salta de tu caballo y escondámonos en un matorral! —gritó Leo.

Así lo hicimos, y al poco rato los perros pasaron resoplando como a unos treinta metros de nosotros. Corrían silenciosos, pues teniendo la presa ya cercana, creían inútil desperdiciar fuerzas.

—¡Corramos! —dije a Leo, tan pronto como pasaron—. ¡No tardarán en volver!

A unos ochenta metros de nosotros había una roca que, afortunadamente, nos daría tiempo para escalarla antes que la jauría estuviese de vuelta. Vimos a nuestros dos pobres caballos corriendo frenéticamente a través de la llanura, por el mismo camino que habíamos hecho anteriormente. Sin peso alguno, y espoleados por el terror, corrían, llevando la delantera a la jauría, aunque, desgraciadamente, sabíamos que esto no podía ser por largo tiempo. El Khan hacía esfuerzos desesperados para hacer abandonar a sus mastines la caza de los caballos; pero los perros, puestos ya sobre la presa y olfateando el festín en perspectiva, no obedecían.

La juventud estaba ya lejos de mí y no podía correr tan rápidamente como las circunstancias requerían; además, con la tensión nerviosa de la loca carrera sobre los caballos, mis piernas se negaban a sostenerme. Un tobillo, torcido al dar un paso en falso, acabó de inutilizarme por completo, dejándome tendido en el suelo. Imploré a Leo que me levantara, pues a toda costa quería llegar al río; una vez en él, si lo vadeábamos o bien caminábamos por sus orillas con los pies en el agua, haríamos perder la pista a los perros; de cualquier manera, el río representaba para nosotros una oportunidad de escapar con vida.

Los ladridos de los mastines, especialmente el de «El Amo», se volvieron a oír cercanos. Seguramente, el Khan había podido reorganizar la dispersa jauría, y volvía sobre nuestra pista.

No teníamos más remedio que hacer frente al Destino.

—¡Huye! ¡Escapa! —dije a Leo—. Puedo detenerlos por unos minutos, los necesarios para ponerte a salvo. Tu vida es sagrada: Ayesha te espera; mi vida es vieja y me pesa; el morir no me asusta.

—Calla, o nos oirán —dijo Leo, mientras me ayudaba a llegar al río.

Estábamos cerca; podía ver el reflejo de la luna en sus aguas trémulas. Pero los mastines se acercaban cada vez más sobre nosotros; tanto, que oímos claramente el ruido que hacían sus patas al correr sobre la seca tierra mezclado con el de los cascos del caballo del Khan. Ya llegábamos a la orilla, cuando Leo dijo, de pronto:

—Bien, no podemos ir más allá; hagamos frente; juguémonos el todo por el todo.

Nos detuvimos, y nos dirigimos a una roca cercana, contra la que apoyamos nuestras espaldas y esperamos.

A unos sesenta metros, los mastines avanzaban hacia nosotros; pero ¡loado sea el cielo! ¡Sólo eran tres! El resto, seguramente, había seguido tras los caballos, y estarían cebándose en ellos. Únicamente tres y el Khan, cuya figura salvaje se destacaba claramente sobre su cabalgadura. Pero sólo tres:

«El Amo» y dos más, muy semejantes a él en fiereza y tamaño.

—Será mejor —dijo Leo— que hagas frente tú a los perros mientras yo me las entiendo con el Khan.

Preparando las lanzas, aguardamos firmes la acometida de las bestias, la lanza en la derecha y el cuchillo en la izquierda secándonos las manos húmedas del sudor.

Los perros nos habían visto y venían ladrando rabiosamente. No tengo reparo en decir que sentí miedo, pues los brutos parecían leones por su tamaño y furor. Uno de ellos, el más pequeño, separándose de los otros, se adelantó, viniendo derecho hacia mí.

Por qué o cómo, no lo sé; quizá fue un impulso repentino; pero el caso es que punteé un poco la lanza; y el animal se arrojó con toda su fuerza contra ella. La lanza le entró por el pecho, entre las patas delanteras, y tan rudo fue el choque que me vi lanzado contra la roca. Cuando me pude dar cuenta, el perro rodaba muerto por el suelo con un trozo de lanza clavado en el pecho, pues aquélla se había partido en dos.

Las otras dos bestias se habían lanzado sobre Leo, si bien no habían hecho presa, aunque uno de ellos llevaba en su boca un trozo de su abrigo. Nerviosamente tiró su lanza contra ellos; pero con tan mala fortuna, que pasó rozando a uno, yendo a clavarse contra el suelo. ¡Estábamos desarmados!

La vista del compañero muerto detuvo un instante la furia de los mastines, que se retiraron a corta distancia de nosotros, aullando frenéticamente.

El Khan había saltado de su caballo, y se dirigía hacia nosotros; su cara parecía la de un demonio; pensé que tendría miedo de luchar con nosotros; pero me bastó ver sus ojos para persuadirme de que no era así. Estaba loco de rabia y de celos, las peripecias de nuestra captura habían crispado sus nervios hasta el paroxismo; venía a matar o a morir.

Desenvainó su daga, y llamando a los perros, me señaló con ella. Los vi saltar hacia mí, y él dirigirse hacia Leo. ¿Quién podría decir exactamente lo que sucedió?

Mi cuchillo se enterró en el pecho de un mastín, que rodó por tierra, aullando de dolor.

El otro. «El Amo», hizo presa de mi brazo derecho, por debajo del codo, produciéndome con sus colmillos un dolor tan agudo, que, enloquecido, dejé caer el cuchillo que sostenía con la mano izquierda. El perro me sacudía con fuerza, intentando arrastrarme para un lado y otro, a pesar de los puntapiés que le daba yo en el estómago. Caí al suelo, y al caer, mi mano izquierda tropezó con una gruesa piedra, que agarré desesperado, y poniéndome de rodillas, le golpeé la cabeza furiosamente con ella; pero ni aun así la feroz bestia me soltaba el brazo. Hoy creo fue mejor así, pues de otra forma la nueva dentellada me hubiera producido otra nueva herida.

Rodamos por el suelo juntos hombre y perro. En una de las vueltas vi a Leo y al Khan que, abrazados, luchaban, rodando también sobre el suelo. A otra vi al Khan, no lejos, contemplando mi lucha con la bestia. Cruzó por mi imaginación la idea de que había matado a Leo, y que ahora contemplaba mi muerte.

Cuando me parecía que todo se ponía negro, vi que algo se levantaba delante de mí, y que el perro soltaba su presa, dejando libre mi brazo ensangrentado. Era Leo, que, agarrando al perro con sus hercúleas fuerzas, lo levantaba como una pluma para estrellarlo contra el suelo.

¡Bravo! En una de estas sacudidas había estrellado los sesos del mastín contra la piedra, y su cabeza no era más que una masa informe negra y roja.

Leo, reanimándome, pues me encontraba aplanado por el tremendo choque nervioso, me dijo:

—Bien; se cumplió la profecía del mago; vamos a asegurarnos.

Como un autómata me llevó hacia la roca donde estaba sentado el Khan, con vida, pero incapaz de moverse. La locura había desaparecido de su cara, y nos miraba melancólicamente, con ojos de chiquillo enfermo.

—Sois valientes —dijo con voz apagada—, y sois fuertes; habéis matado a esos mastines, y me habéis roto la espalda; ha sido como profetizó el viejo Simbrí. Después de todo, yo a quien debía de haber matado era a Atene y no a vosotros; aunque vive ella y me vengará; no por mí, sino por su propia ofensa.

Rubio galán, ella viene en vuestra persecución, con perros aún más feroces que los míos: los de su despechada pasión. Perdonadme, y huid a la Montaña, donde vive otra mujer más fuerte y poderosa que Atene.

La cabeza le cayó sobre el pecho como tronchada. Estaba muerto.

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