Ayesha

Ayesha


BAJO LAS ALAS PROTECTORAS DE LA DIVINIDAD

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BAJO LAS ALAS PROTECTORAS DE LA DIVINIDAD

Uno tras otro, los salvajes fueron abandonando el trágico lugar. Cuando el último hubo desaparecido, el Superior avanzó saludando a Leo, poniéndose una mano sobre la frente.

—Señor —dijo en la misma jerga griega que usaban los habitantes del llano—. No os pregunto si os encontráis heridos, porque sé que, desde el momento en que habéis asentado vuestros pies en el río que baña este país, vos y vuestro compañero estáis protegidos por una fuerza invisible, de tal forma, que no hay hombre ni ser sobrenatural que pueda produciros el menor daño. Sin embargo, manos viles e indignas han osado tocaros e intentado poner fin a vuestra preciosa existencia, y es el deseo de la Poderosa Madre y Señora a quien sirvo que, si tal es vuestra voluntad, todos esos hombres que os ofendieron, morirán ante vuestros ojos. ¿Es éste vuestro deseo?

—¡No! —dijo Leo—. Los perdono. No sabían lo que hacían; estaban ciegos y locos; no quiero derramar una gota de sangre. Es el único favor que os pido, amigo…

—Me llamo Oros —contestó.

—Amigo Oros; ahora, si es tal vuestra bondad, nos proporcionaríais una gran alegría indicándonos rápidamente el camino que conduce a la presencia de Aquélla a quien llamáis Madre, y cuyo Oráculo hemos venido a consultar desde lejanas tierras.

Con una inclinación de cabeza, contestó:

—Vuestros alimentos y vuestros lechos están ya preparados, y cuando hayáis descansado, tengo orden de conduciros adonde deseáis llegar. ¿Queréis seguirme?

Poniéndose en marcha, nos guió a un pequeño edificio, distante como unos cincuenta metros, construido contra la muralla de aquel anfiteatro natural.

La casa estaba dividida en dos habitaciones: la primera era una especie de comedor, por el cual se llegaba a la segunda, que parecía ser un dormitorio.

—Entrad —dijo—; necesitáis lavaros y cambiaros. Y después, dirigiéndose a mí, agregó:

—Y vos, debéis curar ese brazo, al que las dentelladas del mastín han herido gravemente.

—¿Cómo sabéis eso? —pregunté.

—El cómo no os interesa, pero lo sé —respondió Oros, gravemente.

Me ayudó a levantar el primitivo apósito, y me lavó la herida cuidadosamente con agua caliente, en la que había mezclado alguna sustancia, haciéndolo todo con la experiencia de un «profesional».

—Los colmillos del animal han hecho heridas profundas; pero no tengáis cuidado; estaréis curado en pocos días.

Así que me curó, me ayudó a lavarme y a despojarme de las ropas viejas, para sustituirlas por las limpias y nuevas que había sobre el lecho, poniéndome, una vez que estuve vestido, el brazo en cabestrillo. Mientras, Leo había hecho lo mismo, y al poco rato dejamos la habitación, completamente distintos a los astrosos y derrotados viajeros que entraron en el refugio momentos antes.

En la otra habitación encontramos la comida preparada, atacándola con furia merecedora de más altas empresas; terminamos de comer sin haber cambiado una sola palabra. Después, y sumidos en el sopor que es de suponer tras tanta fatiga, volvimos a la otra cámara, arrojándonos sobre los lechos, y despojándonos tan sólo de nuestras prendas exteriores, caímos en pocos minutos en un sueño profundo y reparador.

De pronto, en medio de la noche me desperté. Tenía esa secreta intuición que sobresalta el espíritu cuando sabemos que ha entrado alguien en nuestra habitación, sin que le hayamos visto ni oído. Agucé el oído cuanto pude, y percibí un ligero rumor, y entonces, a la claridad un poco difusa de la luna que entraba por la ventana, vi la figura de nuestro guía fantasma aproximarse a la puerta. Ahora más que nunca, aquella forma humana o espectral parecía un fantasma de los que describen las historias de aparecidos. Miraba hacia donde Leo se encontraba, o, al menos, así me pareció, pues hacia aquel lado tenía dirigida su cabeza.

Hubo algo de humano entonces, algo que solamente puede salir de los seres que sienten y padecen. El fantasma suspiró, y aquel suspiro parecía salir de lo más hondo de un alma.

Así, pues, no era tan fantasma como creíamos, pues sufría y expresaba su dolor de una manera completamente humana. Pero…, ¿qué hace?… ¡Extiende las manos hacia Leo, en un ademán de ternura infinita! Parece que Leo siente también el influjo de la proximidad de aquel ser. Habla. Escucho. Habla tan bajo, que no puedo oír lo que dice…, pero parece que habla en árabe… Ya oigo, dice:

—¡Ayesha! ¡Ayesha!

La figura avanza y se detiene.

Leo se sienta en el lecho, siempre bajo la influencia de su sueño, pues tiene los ojos cerrados.

Extiende sus brazos como queriendo abrazar a alguien con quien sueña, diciendo con voz apasionada:

—Ayesha: a través de la vida y la muerte te he buscado desde hace muchos años. ¡Ven, mi diosa! ¡Mi esperada!

La blanca forma se acercó aún más, y pude ver que temblaba, y que sus brazos se extendían también en muda contestación a los de Leo.

Se detuvo. Al mismo tiempo, Leo cayó sobre el lecho. Las frazadas que cubrían su cuerpo habían caído, dejando al descubierto su pecho, donde ocultaba el guardapelo de cuero que conservaba un rizo de Ayesha. Leo dormía profundamente, y los ojos de aquella extraña figura permanecían como atraídos por aquella reliquia…, pero aún hizo más; con agilidad sorprendente, sus dedos enguantados abrieron el guardapelo, sacando el largo rizo de sedosos y brillantes cabellos.

Los contempló un momento, volviéndolos a colocar en su anterior lugar, que cerró cuidadosamente. Me pareció oírla llorar. Mientras, Leo, que continuaba soñando, sacó los brazos lo mismo que antes, diciendo con voz apasionada:

—¡Ven, amada mía! ¡Ven a mí! ¡No me abandones!

Al oír esto, como haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, con un ágil movimiento salió de la estancia el fantástico guía.

La mañana siguiente, los recuerdos eran más borrosos, y los temores se habían disipado. Cuando desperté, la luz del día entraba de lleno en la pieza, y Oros estaba de pie junto a mi cama. Me levanté de un salto, y le pregunté qué hora era. Con una sonrisa, y hablando en voz baja, me respondió que faltaban dos horas para el mediodía, añadiendo que había venido con objeto de curarme el brazo. Me di cuenta entonces de que hablaba tan bajo porque Leo continuaba todavía durmiendo.

—Dejadlo descansar —dijo, mientras me desvendaba el brazo—. Ha sufrido mucho, y lo que es más —agregó significativamente— puede sufrir más todavía.

—¿Qué queréis decir, amigo Oros? ¿No dijisteis que en la Montaña nos encontrábamos a salvo de todo peligro?

—Os dije solamente, amigo…

—Holly es mi nombre.

—… amigo Holly, que vuestros cuerpos estaban a salvo, pero no dije nada de lo demás…

El hombre es algo más que una masa de sangre y carne, es alma y es sentimiento…, y ésos pueden sufrir también…

—Pero ¿quién puede hacerlos sufrir?…

—Amigo —dijo, gravemente, el sacerdote—; vos y vuestro compañero habéis llegado a estas tierras, no como simples aventureros a quienes el azar condujo hasta aquí, pues de ser así, haría ya tiempo que habríais perecido, sino con el propósito de descorrer el velo que cubre un misterio desde los más remotos tiempos. ¡Quién sabe si, al fin, conseguiréis lograr vuestros propósitos! Pero, si lo conseguís, quizá lleguéis a conocer algo que hunda vuestras almas en la desesperación y la locura… Decid…, ¿no teméis el futuro?…

—¡Algo! —contesté—. Pero, sin embargo, mi hijo adoptivo y yo hemos visto y vivido demasiado extrañas cosas para sentir miedo de lo desconocido. Hemos visto la Luz de la Vida, hemos sido los huéspedes de una mujer inmortal, y hemos visto a la muerte apoderarse de ella, mientras nosotros quedábamos inmunes. ¿Creéis que podemos sentirnos cobardes ahora? ¡No! ¡Llegaremos hasta el fin!

Ante estas palabras, Oros no experimentó ni curiosidad ni sorpresa, como si lo que yo le decía lo conociera de antemano.

—¡Bien! —respondió, sonriendo, al paso que hacía una cortés reverencia con su afeitada cabeza—. Dentro de una hora, marcharéis adonde os conduce vuestro destino. Si he herido vuestra susceptibilidad, perdonadme… Si es preciso, presentaré también mis excusas al señor… —dijo, mirando a Leo.

—Leo Vincey —dije.

—Leo Vincey; sí, Leo Vincey —dijo repitiendo, como si aquel nombre le fuera familiar, pero que por el momento se hubiera borrado de su memoria—. Pero no habéis contestado a mi pregunta: ¿Es necesario que le presente mis excusas?

—No, pero si tenéis gran empeño, podéis hacerlo cuando despierte.

—No; pienso como vos; además, sería malgastar el tiempo hablando inútilmente, y perdonad la comparación; de lo que el lobo viejo no huye, no huye tampoco el valeroso tigre. Pero mirad qué buen aspecto presentan las heridas de vuestro brazo; están ya cicatrizando. Ahora os vendaré de nuevo y dentro de unas semanas el brazo estará tan fuerte y sano como antes de encontrar al Khan Rassen cazando en el llano. Dentro de poco volveréis a verlo, así como a su bella esposa.

—¿Verlos de nuevo? ¿Así que, una vez muerto, viene a vivir a la Montaña? —pregunté, sorprendido.

—No; viene para ser enterrado; es un antiguo privilegio de los reyes de Kaloon; pero creo que la Khania tiene también algo que preguntar al Oráculo…

—¿Qué es el Oráculo? —dije, intrigado.

—El Oráculo —replicó, vagamente— es una voz. Lo que siempre ha sido…

—Algo he oído sobre ello a Atene; pero una voz necesita alguien que la emita. ¿Es quizá por aquélla a quien llamáis Madre?

—Quizá, amigo Holly.

—¿Y esta madre, es un espíritu?

—Es éste un punto sobre el que se ha discutido mucho. Un espíritu os dijeron en el llano que era, ¿no es eso? Así lo creen también las tribus de la Montaña. Quizá sea razonable pensar así, puesto que todos los seres humanos son cuerpo y espíritu. Pero vosotros formaréis vuestra opinión, y después podremos discutir… Ved vuestro brazo; ya está listo.

Tened cuidado con moverlo o llevarlo colgado. ¡Mirad! Vuestro compañero despierta.

Una hora más tarde comenzábamos de nuevo la ascensión; yo en el caballo del Khan y Leo a pie precedidos siempre por nuestro guía, a la vista de cuya figura las gentes se postraban de hinojos y así permanecían hasta que nos perdíamos de vista.

Uno de ellos, una mujer, levantándose y rompiendo nuestra escolta de sacerdotes, llegó hasta Leo, arrodillándose a sus pies y besando su mano. Era la muchacha cuya vida habíamos salvado; tras ella estaba su marido con los brazos heridos por los golpes de la noche anterior. Nuestro guía pareció fijarse en este incidente, e hizo un signo al Superior, que éste interpretó.

Llamando a la muchacha le preguntó cómo se atrevía a manchar con sus labios viles al extranjero. La muchacha le dijo que sólo quería testimoniarle su gratitud eterna. Oros dijo que siendo ésa la causa era perdonada, y que en compensación a sus sufrimientos, quedaba nombrado su marido jefe de la tribu, según los deseos y la orden de la Madre. Dicho lo cual siguió su camino, sin escuchar las palabras de agradecimiento de la mujer y la aclamación de la tribu.

Cuando hubimos salido de aquellos lugares y nos encaminábamos por el sendero abandonado la noche anterior, un murmullo de cánticos y oraciones se dejó oír. En una vuelta del camino nos encontramos con una procesión que avanzaba solemnemente por el pequeño valle. A la cabeza marchaba la Khania, seguida de su tío Simbrí, el viejo mago, y tras ellos un gran número de rapados sacerdotes, vestidos de blanco, llevando unas parihuelas, en las que reposaba, con la cara descubierta, el cuerpo del difunto Khan. Iba cubierto de negros paños, y su cara, antes tan expresiva de maldad, había tomado con la muerte la serena y digna expresión que le faltó en vida.

Pronto lo alcanzamos. A la vista de las blancas vestiduras de nuestro guía fantasma, el caballo de la Khania se encabritó en forma tan violenta, que más de una vez creí que iba a salir despedida de la montura. Pero buena amazona, dominó al caballo, y dirigiéndose a nosotros, gritó:

—¿Quién es ese encubierto de blancas ropas que interrumpe la marcha por la montaña de la Khania Atene y su fallecido señor? ¡Amigos míos; os encuentro en mala compañía, pues me parece que sois conducidos por un espíritu del mal hacia un fin peor! ¡Cómo será de horrible y repugnante que necesita taparse la cara! ¡Si fuera una mujer que nada tuviera que temer, descubriría su rostro a las miradas de sus semejantes!

El mago, nervioso, tomó a la Khania por el brazo, mientras Oros, haciendo una discreta reverencia, le rogó que cesase en aquellas necias palabras que podían llegar a oídos de quien él no quisiera. Algún ser maligno actuaba sobre la Khania, pues, lejos de callar, se dirigió al guía, llamándole de «tú» tratamiento que era muy usual en la Montaña, pero raro entre los cortesanos de Kaloon.

—Déjalas que el viento las lleve donde quiera —gritaba—. ¡Bruja! ¡Quítate esos trapos y enséñanos tu cara de vil gusano! ¡Muéstranos cuáles son tus artes! ¿Crees que me vas a asustar con esas vestiduras de aparecido?

—¡Callad, señora, callad! —dijo Oros, perdiendo un poco su imperturbable calma—. ¡Ella es el Ministro y con ella va el Poder!

—¡Pero ésta nada puede contra Atene, Khania de Kaloon! —gritó la Khania—. ¡Me río de su poder; déjala que nos lo muestre! Si algún poder tiene, no será de ella, sino de la hechicera de la Montaña, por quien quiere hacerse pasar.

—¡Sobrina, calla, te lo ruego! —dijo el viejo Simbrí, cuya cara estaba blanca por el terror.

Oros, mientras, había levantado las manos al cielo, como suplicando a alguna fuerza invisible, diciendo:

—¡Oh, tú que todo lo ves y todo lo oyes! ¡Perdona la locura de esta mujer que así la hace hablar, y no hagas que la sangre de un forastero manche las manos de tus siervos ante la ofensa a tu sagrado culto!

Así rogaba Oros; pero aunque sus manos estaban alzadas hacia el cielo, sus ojos estaban, como los nuestros, fijos en el guía. Mientras el sacerdote hablaba, vi que su mano se alzaba lentamente, lo mismo que cuando la levantó para sentenciar al hechicero de la tribu. Pareció reflexionar, y su mano se detuvo apuntando a la Khania. Casi no se movió, no hizo el menor ruido, únicamente señaló, y los labios de Atene quedaron mudos, la furia desapareció de sus ojos y el color huyó de sus mejillas, quedando silenciosa y pálida como el cadáver que tras ella conducían.

Como magnetizada por esta fuerza invisible, espoleó el caballo con tanta dureza que el animal, pegando un salto y un relincho, salió desbocado por el camino que conducía a la ciudad.

Cuando Simbrí se disponía a seguir a la Khania, Oros, agarrando por las riendas al caballo que montaba, le dijo:

—Mago; parece que no es ésta la primera vez que nos encontramos; por ejemplo, cuando el entierro del padre de vuestra señora actual. ¡Rogadle, pues, vos que conocéis algo acerca del Poder y de la Verdad, que hable más cortésmente sobre aquella que rige este país!

Decidle, además, de mi parte, que de no haber sido nuestra huésped en esta fúnebre embajada, y por consiguiente inviolable, seguramente hubiera compartido las parihuelas de su esposo. Adiós; mañana hablaremos de nuevo.

Soltando la brida, Oros siguió su camino.

Tan pronto como dejamos atrás a aquella triste procesión, salimos del estrecho valle.

Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que nuestro guía había desaparecido.

—¿Habrá ido a castigar a la Khania? —pregunté a Oros.

—No —dijo con una ligera sonrisa—; creo más bien que se nos ha adelantado para prevenir a Hesea que sus huéspedes están por llegar.

—Quizá —contesté, examinando el estrecho valle donde ni una mosca hubiera podido pasar sin que la hubiéramos visto. Quizá se nos habría adelantado, podría ser; pero lo que no podía comprender es cómo había desaparecido. Como aquella parte de la montaña semejaba una colmena llena de galerías y de cuevas, supuse que nuestro guía podría haber desaparecido por una de ellas.

Todo el resto del día continuamos nuestra marcha ascensional acercándonos cada vez más a la blanca caperuza de nieve.

Hacia el crepúsculo pasamos a través de campos cultivados como jardines, y llegamos a una pequeña ciudad construida en la lava. Era aquí donde vivían los monjes, y cuya entrada estaba prohibida para los comunes mortales de las tribus, o para los extranjeros.

Siguiendo la calle principal nos hallamos frente a una enorme ojiva cerrada por unas gigantescas y macizas puertas de hierro, fantásticamente trabajadas. Al llegar aquí, los hombres de nuestra escolta se retiraron, llevándose mi caballo y dejándonos solos con Oros.

Traspusimos esa puerta y nos hallamos en un pequeño pasadizo que acababa en otras grandes puertas de hierro. Éstas se abrieron al llegar nosotros frente a ellas, quedando medio ciegos por el resplandor brillante que de su interior salía.

Imagínese el lector la nave de la catedral más grande que haya visto en su vida. Pues bien; figúrese otra el doble o el triple, y quizá tenga una idea de la magnitud del templo en el que nos encontrábamos. Quizá en los remotos tiempos había sido una caverna; pero ahora sus altas paredes se habían convertido en las más formidables obras de arte que jamás vieron los ojos de hombre al transformarse lentamente bajo el cincel de generaciones y generaciones de adoradores del fuego, desde miles de años atrás. Toda descripción resultaría pálida con la realidad. Era algo gigantesco, formidable, sobrehumano…

Pero…, me preguntaréis quizá, ¿cómo estaba alumbrada una nave tan enorme?

Seguramente no os lo podéis suponer…; estaba alumbrada por la luz que despedían ardientes llamas de fuego, que brotaban del suelo a intervalos regulares. Lo admirable era la carencia de humo u olor, supongo que debido a las grandes chimeneas de la bóveda, que establecían un fuerte tiraje, haciendo que las llamas adquiriesen la forma de inmensas columnas de fuego que se entraban en el techo.

El templo estaba completamente desierto, y salvo el ligero murmullo de la combustión del oxígeno, reinaba en la, inmensa nave un absoluto silencio.

—¿Pero no se apagan nunca estas admirables luminarias? —preguntó Leo, mientras se ponía una mano ante sus ojos, medio cegado por el resplandor.

—¿Cómo podría ser —dijo Oros, solemnemente— si proceden del eterno fuego que adoramos? Así brillan desde hace miles de años, y así brillarán por toda la eternidad, aunque si queremos, podemos apagarlas separadamente.

—¡Seguidme, tenéis que ver cosas más admirables aún!

Lo seguimos en silencio. ¡Oh, cuán ínfimos y miserables nos sentíamos en medio de la grandiosidad sublime de aquel templo iluminado de tan fantástica y dantesca manera!

Llegamos por fin al otro extremo del templo, de donde, a derecha e izquierda, se elevaban gigantescas escaleras. Oros nos hizo señas de que nos detuviéramos y prestáramos atención.

Oímos un suave rumor de cánticos graves y melodiosos, mientras dos procesiones de blancas figuras se adelantaban solemnemente desde el otro extremo del templo.

Avanzaban como fantasmas con movimientos pausados y majestuosos. La procesión de la derecha estaba compuesta por sacerdotes, y la de la izquierda por sacerdotisas. Serían como unos cien en total.

Los hombres se colocaron frente a nosotros, mientras las mujeres se colocaban detrás, y a una señal de Oros, entonaron un exótico himno de modulaciones extrañas y salvajes, mientras nosotros atravesábamos, precedidos del Sumo Sacerdote, una estrecha galería, cerrada al final con dobles puertas de madera. Tan pronto como nuestra procesión llegó hasta allí, las puertas se abrieron, y ante nosotros quedó el paso franco a una gran habitación de forma elíptica, en la que se elevaba un pequeño altar, tras el cual había una cavidad que, según pudimos ver cuando nos acercamos más, tenía en su entrada pesadas cortinas de tisú de plata.

Según pude comprobar tiempo después, esto se efectuaba tapando los orificios por donde salía el fuego, con losas de piedra, que se movían por medio de cabrias, ingeniosamente construidas.

Sobre el altar había una gran estatua de plata bruñida, que al recibir el reflejo de las llamas resaltaba como ascua sobre la negra roca que le servía de fondo.

La estatua en toda su belleza, era algo imposible de describir. La figura representaba una mujer de edad madura. Era alada, y su rostro era de puras y graciosas formas. Como protegiendo con sus alas recogidas se veía la imagen de un niño recostado sobre su pecho y sostenido por su mano izquierda, mientras con la derecha le señalaba el cielo… ¿Cómo podría yo describir el alma de aquellas dos imágenes? …

La estatua en sí no representaba más que un niño atemorizado en los amorosos brazos de su madre… pero había algo tan sublime, tan real y fascinador en su ejecución, que la mente del observador como una quimera forjaba gestos y expresiones de aquella obra de algún genio desconocido, muerto puede ser hacía miles de años. Aun para el más profano, se veía claramente que aquello era el símbolo de la humanidad salvada por la divinidad.

Mientras permanecíamos absortos en la contemplación de aquella maravillosa obra de arte, los sacerdotes y las sacerdotisas habíanse colocado en semicírculo, dejando en medio dos columnas de fuego que elevaban sus lenguas llameantes hasta la bóveda del recinto.

Tan grandes eran las mangas de fuego, que los hombres y mujeres juntos tenían que estar bastante separados los unos de, los otros para no quemarse. A nuestros ojos parecían gnomos vestidos de blanco, dada la grandiosidad de todo lo que nos rodeaba y sus cánticos interminables nos parecían el lejano murmullo que se oye surgir del fondo de un torrente.

La vista de todo este conjunto era imponente y soberbia, y nuestro ánimo estaba empequeñecido ante tanta magnificencia. Nos sentíamos anulados. Oros esperó a que el último sacerdote hubiese ocupado su lugar, y volviéndose hacia nosotros, nos dijo, siempre en aquel tono tan cortés que le era particular:

—¡Postraos de hinojos, oh, bienvenidos viajeros, y, ofreced vuestros respetos a la Madre! —Oros nos señalaba a la estatua.

—¿Dónde está? —preguntó Leo en un susurro, pues la emoción anudaba su voz en la garganta—. No veo a nadie.

—¡Hesea está allí detrás! —contestó Oros; después tomándonos de la mano, nos llevó a través de la inmensa nave, hasta cerca del altar.

¡Oh, qué emoción! Conforme avanzábamos hacia él, los sacerdotes entonaron de nuevo sus cánticos que ahora y desde otro lugar, con sus notas recogidas y ampliadas por la acústica de la gigantesca nave, se reproducían como una sola nota de vibrantes tonos, como un canto triunfal de vida y amor mientras nosotros nos acercábamos, sobrecogidos, hacia el altar donde nuestro corazón nos decía que debíamos encontrar el fin de nuestras aventuras.

Al llegar junto al altar, Oros se puso de rodillas, inclinándose hasta tocar el suelo con la frente, en señal de sumisión y respeto. Después se levantó, colocándose tras de nosotros, con la cabeza baja y las manos entrecruzadas, quedando en silencio. Nosotros también quedamos suspensos y mudos, y el palpitar de nuestros corazones indicaba el temor y la esperanza, la alegría y la emoción que precede a lo desconocido…

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