Ayesha

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EL TRIBUNAL DE LA MUERTE

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EL TRIBUNAL DE LA MUERTE

Las cortinas se descorrieron dejando al descubierto la cavidad a que me he referido, en cuyo interior había un trono, y en él, una figura de blancas vestiduras que, cubriéndola de pies a cabeza, parecía, a las suaves tonalidades que recibía de las lenguas de fuego, una estatua de alabastro. Nada podíamos ver, a excepción del trono y de sus vestiduras, debido a la oscuridad de aquel agujero. Solamente percibimos que el Oráculo tenía en su mano un sistro en forma de crux ansata.

Movidos por no sé qué secreto impulso, quizá imitando la acción de Oros, nos postramos de hinojos, y así permanecimos. Después oímos un suave tintineo de cascabeles, y levantando la cabeza vimos que la enguantada mano que sostenía el sistro nos señalaba con él. Entonces, una cálida voz, clara y suave nos habló (me pareció que temblaba un poco) en griego, pero en un griego más puro y correcto que el que habíamos oído hasta ese momento por aquellos lugares.

—¡Yo os saludo, oh, viajeros, que de tan lejos venís a visitar el culto más antiguo y esplendoroso que seres humanos vieron, y aunque, sin duda alguna, profesáis otra fe distinta de la nuestra, no os avergonzáis de reverenciar a este humilde ser que inmerecidamente goza la dicha de ser Oráculo y guardián de sus misterios! Levantaos y no temáis ningún daño. ¿Acaso no he sido yo quien he enviado un Emisario y numerosos servidores para que os conduzcan a este Santuario?

Nos levantamos lentamente, quedando en silencio, sin saber qué decir.

—Bienvenidos, ¡oh viajeros! —repitió la voz—. Dime tú —y el sistro señaló a Leo—: ¿cómo te llamas?

—Leo Vincey —contestó.

—¡Leo Vincey! Bonito nombre. Y tú, compañero de Leo Vincey, ¿cómo te llamas?

—Ludovico Horacio Holly.

—Bien; decidme, Leo Vincey y Ludovico Horacio Holly, ¿qué venís a buscar desde tan remotos países?

Nos miramos el uno al otro, emocionados; yo, reponiéndome, contesté:

—La historia es larga y extraña. Mas, decidme, ¿cómo debemos llamaros?

—Por el nombre con que aquí me llaman: Hesea.

—¡Oh, Hesea!… —dije admirado al oír aquel nombre que tantas veces habíamos oído repetir.

—Sin embargo —me interrumpió—, quisiera conocer esa historia —me pareció que la voz se había tornado ligeramente opaca—. Pero no toda esta noche, sólo únicamente algún pasaje de ella; comprendo que estaréis fatigados. Cuéntamela tú, Leo, tan breve como quieras, diciéndome la verdad, pues en presencia de la que Yo represento nada puede ocultarse.

—Sacerdotisa —dijo Leo—; os obedeceré. Muchos años ha, cuando yo era un muchacho, mi padre adoptivo y yo, siguiendo las huellas del pasado, llegamos a una tierra salvaje donde encontramos a cierta mujer milenaria de peregrina belleza, que había conseguido detener la marcha del tiempo …

—Pero esa mujer debería ser viejísima y de horrible apariencia…

—Os he dicho, sacerdotisa, que había conseguido detener la marcha del tiempo. Éste no ejercía la menor influencia sobre ella ni sobre su juventud. ¡Era inmortal! No, no era horrible, era la personificación de la belleza.

—Pero tú no adorarías a esa mujer sólo por su belleza como cualquier mísero mortal.

—No, no la adoré. La amé, que es otra cosa parecida, pero distinta. Oros, el sacerdote, te adora a ti, a quien llama Madre. ¡Yo amé a aquella mujer inmortal!

—Así, pues, ¿la amarás todavía? Bien, muchas veces el amor es también inmortal…

—La amé y la amo ¡aun cuando murió!

—¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿No decíais que era inmortal?

—Gracias al cielo, solamente fue una ficción de muerte; ella cambia solamente, no muere. La perdí, y lo que perdí es lo que juntos buscamos desde hace muchos años, día por día.

—¿Por qué la buscáis en mi Montaña?

—Una visión fue quien me aconsejó que viniera a consultar tu Oráculo, pues sólo aquí es donde espero encontrar indicios de mi perdido amor.

—Y tú, Horacio, ¿amaste también a aquella mujer cuya vida parecía respetar la muerte?

—¡Oh, señora! —contesté—. Yo no hago sino seguir a mi hijo adoptivo. Donde él va, con él voy, y él va tras su bella inmortal…

—Y tú con él… Así, pues, los dos seguís a una mujer hermosa como hacen los hombres desde que el mundo es mundo, ciegos y locos tras de su ideal…

—¡No! —le contesté—. No son los hombres tan ciegos desde el momento que pueden ver y admirar lo bello, y tampoco locos, puesto que reconocen y aprecian la belleza. ¡El conocimiento y los sentidos son más propios de hombres prudentes que de ciegos y locos!

—Me admira la precisión de tus respuestas, Holly… Mas, dime, ¿os acogió hospitalariamente mi sierva la Khania de Kaloon, proporcionándoos en seguida los medios para llegar hasta aquí, como le ordené?

—No sabíamos que fuera vuestra sierva —respondí—. Hospitalidad, sí nos proporcionó, aunque un poco interesada, y de la rapidez en ponernos en camino hacia tu Santuario se encargaron los Mastines de la Muerte, azuzados por el Khan, su esposo. Pero decidme, ¡oh Hesea! ¿Qué es lo que sabéis acerca de nuestros largos años de vagar incesante tras nuestro ideal?

—Muy poco —contestó suavemente—. Hace unas tres lunas mis vigías os vieron sobre las lejanas montañas, y acercándose a vosotros escucharon vuestra conversación, enterándose así del objeto de vuestro viaje, lo que me fue comunicado inmediatamente. Al enterarme ordené a la Khania Atene y a su tío, el viejo mago, que es a la vez guardián de la Gran Puerta, ir al antiguo camino de Kaloon a recibiros y conduciros con toda rapidez hasta aquí. Pero, sin embargo, para hombres que, como vosotros, ardíais en deseos de conocer mi Oráculo, la tardanza en llegar hasta aquí ha sido grande …

—Hemos venido tan rápidamente como nos ha sido posible, Hesea —dijo Leo—; y si vuestros guías han podido llegar hasta lugares inaccesibles para el hombre, ellos os podrán decir las circunstancias que nos impidieron llegar hasta aquí. ¡No nos lo preguntéis a nosotros!

—No. Será Atene la que tendrá que contestar, la Khania misma. Oros, trae a mi presencia a la Khania. ¡Rápido, te lo ruego!

—Ahora —dijo en inglés Leo, nerviosamente en el silencio que siguió al salir Oros—. Ahora me parece que es cuando van a comenzar las verdaderas aventuras. Daría cualquier cosa por no hallarme aquí.

—Soy de tu opinión —contesté—, pero creo que es lo mejor que podía suceder, porque será la única manera de poner en claro la verdad…

Como si fuera una respuesta a mi contestación a Leo, la voz dijo:

—Eres prudente y discreto, Holly; tienes razón, es la mejor manera de poner en claro la verdad.

La voz calló, quedando yo mudo de estupefacción.

Las puertas se abrieron, dejando paso a una fúnebre procesión de enlutadas figuras, seguidas del mago Simbrí, que precedía a unas parihuelas, sostenidas por ocho sacerdotes, portadores del cadáver del Khan. Tras ellos iba Atene, cubierta de negros velos, y cerrando la marcha, un grupo de sacerdotes.

Al llegar frente al altar, los portadores de la fúnebre carga se detuvieron, depositando las parihuelas en el suelo, y retirándose en seguida. Quedaron sólo junto a él, Atene y el mago.

—¿Qué b sea mi vasalla la Khania de Kaloon? —preguntó Hesea, fríamente.

Atene avanzó, arrodillándose en una forma que fácilmente demostraba cuánto disgusto le producía realizar esa muestra de respeto.

—¡Madre del Todo; yo te reverencio y saludo, oh Santa y Venerada Madre, como han hecho todos mis antepasados de generación en generación! —Haciendo nuevas reverencias continuó—: Madre, el inanimado cuerpo de este hombre te pide por mi boca el derecho de sepultura en el eterno y sagrado fuego de la Montaña, tal como es costumbre hacer con los reales restos desde el principio de nuestra dinastía.

—Cierto es —contestó Hesea—, y si esta costumbre ha sido respetada por las anteriores sacerdotisas, no seré yo quien la altere esta vez, negando sepultura a tu difunto esposo, como lo haré contigo cuando tu hora sea llegada, Atene.

—¡Gracias, oh Hesea!, y yo te agradecería que esta merced fuera escrita en tus libros para recuerdo de las generaciones venideras, pues ya la nieve de los años deposita sus blancos copos sobre tu cabeza, y pronto nos dejarás para siempre. Yo te ruego, Hesea, que escribas esta merced, para que la sacerdotisa que te suceda pueda cumplir esta promesa a su debido tiempo.

—¡Calla! —exclamó Hesea—. Cesa de arrojar tu veneno sobre aquella que te ordena acatamiento y reverencia. Pobre criatura loca, cesa en tu soberbia; ¿no sabes que el día de mañana el fuego destruirá esa arrogante belleza que es hoy tu orgullo y tu esplendor? ¡Calla de una vez tus odios, y dime cómo ha muerto ese hombre!

—No es a mí a quien debes preguntar, sino a esos vagabundos que fueron mis huéspedes. La sangre de mi esposo ha manchado sus manos y heme aquí, Hesea, a tus pies, pidiendo venganza.

—¡Yo lo maté en defensa propia, para salvar mi vida! —gritó Leo, fuera de sí—. Trató de despedazarnos con sus malditos perros; aquí están, palpables, las pruebas de sus dientes —añadió, señalando mi brazo—. Oros lo sabe bien, puesto que es él quien ha curado las heridas de mi amigo.

—Mi esposo estaba loco —contestó, humildemente—, y ése era su deporte favorito.

—¿Sí? ¿Y era celoso tu marido también? ¡No! ¡Calla esa mentira que va a salir de tus labios! Leo Vincey, contéstame tú. No, tampoco. No quiero obligarte a descubrir los secretos de una mujer que te ha ofrecido su amor. Habla tú, Holly, y dime toda la verdad.

—Esta es la verdad, Hesea: hace tiempo, la Khania y su tío Simbrí nos salvaron de la muerte en las aguas del río que baña el país de Kaloon. Después estuvimos muy enfermos y fuimos tratados amablemente, pero la Khania se enamoró de Leo Vincey…

Al llegar aquí, me pareció ver que la velada figura se estremecía bajo sus blancos vestidos.

—¿Y correspondió Leo Vincey a ese amor? Siendo un hombre, bien pudo suceder, porque la Khania es hermosa, sin objeción alguna …

—Él puede contestar a eso, ¡oh Hesea! Todo lo que yo sé es que trató por todos los medios de huir de ella y que por último la Khania le dio a elegir entre la muerte y el matrimonio con ella, al morir su esposo. Ayudados un día por el Khan, que estaba celoso de él, huimos hacia estas montañas, que constituían el objeto de nuestro viaje. El Khan nos engañó, azuzando a sus perros contra nosotros en nuestra huida. Lo matamos y, a despecho de esta señora, su esposa, y de su tío, que querían evitar que llegáramos hasta aquí, encontramos en un valle, que más bien parecía un osario, un velado guía que nos condujo hasta el Santuario de la Montaña, salvándonos dos veces de la muerte. Ésta es toda la verdadera historia.

—Mujer, ¿qué tienes que decir a eso? —preguntó Hesea con voz autoritaria.

—Muy poco —contestó Atene, francamente—. Durante muchos años he estado ligada a un bruto, y si me he dejado llevar por mi inclinación hacia este hombre, no tengo la culpa.

Después, la naturaleza habló por nosotros. Eso es todo… Luego, parece que tuvo miedo de la venganza de Rassen, o quizá Holly, a quien los perros debían haber despedazado, le hizo tener miedo. Pudieron escapar y sin rumbo alguno llegaron hasta tu Montaña. Pero Hesea, estoy fatigada; ten compasión de mí, y no me preguntes más; déjame descansar hasta el oficio de mañana.

—Has dicho, Atene —dijo Hesea, sin hacer caso de la súplica—, que la naturaleza habló por vosotros y que, por consiguiente, su corazón correspondió al tuyo. Después, miedoso de la venganza de tu esposo, huyó de ti. No tengo la impresión de que sea un cobarde. Dime entonces: ¿es también, pues, tuyo el contenido de la bolsita que lleva en el pecho?

—No sé nada de esa bolsa —respondió Atene—. Sin duda te ha contado nuestros secretos, cosa que ningún hombre que por tal se tuviese se hubiera dejado arrancar del pecho.

—¡Nada dije, Khania! —gritó Leo, fuera de sí.

—No; tú nada me dijiste, viajero; fueron mis espíritus guardianes quienes me lo dijeron.

¡Oh, pobre Atene que cree que puede ocultar la verdad a Hesea, que todo lo ve desde su Santuario de la Montaña! No me digas nada, pues todo lo sé desde el principio. Perdono y olvido tu desobediencia, pero no puedo perdonarte que hayas querido obligar a Leo a que te amase, haber tenido prisioneros a mis huéspedes y tus mentiras.

Calló por un momento, añadiendo después con una voz glacial:

—Mujer: no sólo has cometido graves faltas, sino que has acabado de perderte al mentirme en este Sagrado Santuario.

—¡Y bien, te desafío! —contestó la Khania; brutalmente—. ¿Es que amas a este hombre? No. Sería monstruoso; ¡la naturaleza entera clamaría contra tal crimen! ¡Oh, no tiembles de rabia, Hesea! Conozco tus maléficos poderes, pero soy tu huésped y estoy bajo la protección del Símbolo de la Vida, bajo el cual no puede derramarse sangre. Además, tú no puedes nada contra mí, ¡yo soy tu igual!

—Atene —dijo la voz—; si lo quisiera podría hacerte desaparecer, a pesar de todas tus artes. Pero tienes razón, no puedo matarte aun cuando eres la más infiel de todos mis siervos. Dime, ¿no envié un mensaje a tu tío el mago para que fuera al encuentro de estos viajeros y los trajera inmediatamente a la Montaña? Di, contesta, ¿por qué desobedeciste?

—Fue ése mi deseo —contestó Atene con una amarga voz, con la que intentaba ocultar la falsía de sus palabras—. Te desobedecí, porque este hombre es mío y no tuyo, porque yo lo amo y le he amado desde anteriores reencarnaciones; porque desde mucho antes de que nuestras almas surgieran a la vida, yo lo amaba y él me correspondía. Mi corazón mismo me lo decía; mi tío el mago también lo dijo, aunque cómo y dónde nos habíamos amado no lo pudimos saber. Es por eso por lo que vengo a ti, Madre de los Misterios, Guardián de los secretos del pasado, a que me digas la verdad. No; tú no puedes mentir, y en nombre de esos poderes que posees, de los que algún día tendrás que dar, cuenta, te ruego que me digas toda la verdad aquí y ahora mismo. ¿Quién es este hombre a quien todo mi ser pertenece? ¿Qué es lo que ha sido para mí? ¿Qué tiene que ver contigo? Habla, Oráculo, ¡te lo suplico! ¡Pon de una vez en claro este terrible secreto! Habla, aunque después de hablar me des la muerte, ¡si es que realmente puedes!

—¡Habla, habla —dijo Leo—, pues estoy sumido en un terrible mar de dudas! Los recuerdos, las esperanzas y el temor tienen atenazada mi alma con sus crueles garras.

Uní también mi voz suplicante, y como todos, dije:

—¡Habla!

—Leo Vincey —preguntó Hesea, después de una pausa—, ¿quién crees que soy yo?

—Creo —dijo Leo, solemnemente— que eres esa Ayesha cuyas manos me dieron muerte hace miles de años. Creo que eres esa Ayesha a quien no hace aún veinte años encontré y amé con pasión en las mismas cavernas de Kôr, y a quien vi perecer miserablemente, jurándome que volveríamos a encontrarnos algún día.

—Ved a qué estado llega la locura de este hombre —exclamó Atene en tono triunfal—. Dice que no hace veinte años os ha amado, cuando yo sé bien que hace más de ochenta estíos mi abuelo te vio en su juventud sentada en ese mismo trono.

—¿Y quién crees tú que soy yo, Holly? —preguntó la Madre sin hacer caso de las palabras de Atene.

—Lo que Leo cree, es lo que creo yo. Los muertos vuelven a la vida, algunas veces. Sin embargo, tú eres la única que conoce la verdad y la única que puedes revelarla.

—Verdad es —dijo ella, y como un eco agregó—: Los muertos vuelven a la vida, algunas veces…, y en formas extrañas. Cierto es, yo sola conozco la verdad. Mañana, cuando sea subido ese cuerpo a la cumbre para su enterramiento, hablaremos de nuevo. Hasta tanto, preparaos para ver mañana grandes y sorprendentes cosas.

Cuando Hesea acabó de hablar, las plateadas cortinas cayeron tan misteriosamente como antes se habían abierto. Como si esto fuera una señal, el cortejo de sacerdotes avanzó.

Haciendo un gran rodeo, la Khania y su tío abandonaron el santuario. Según pude ver, el viejo parecía abatidísimo por el miedo y la fatiga, pues, apoyado en el brazo de su sobrina, caminaba lentamente con los ojos bajos, como si todo aquel extraño resplandor pareciera herírselos intensamente.

Al salir, los sacerdotes y las sacerdotisas que, aunque cerca de nosotros no estaban lo bastante para que hubieran oído nuestra conversación, se dividieron en dos grupos, y entonando sus cánticos de nuevo, partieron, dejándonos solos en el Santuario con Oros y el yacente cuerpo del Khan.

El Sumo Sacerdote nos indicó que lo siguiéramos y tras él partimos. Con gran alegría abandonamos aquel lugar, cuya extraña apariencia y las escenas que en él se habían desarrollado habían deprimido nuestros nervios.

Atravesando de nuevo la gran nave, llegamos a las puertas de hierro, y pasando a través de la galería llegamos a las de madera, que se abrieron ante nosotros, encontrándonos, por fin, al aire libre que, por ser el alba, era fresco y fragante, acariciando suavemente nuestros rostros resecos por el fuego.

Oros nos condujo a una casa bien construida y amueblada, como si fuéramos autómatas, pues nuestros sentidos estaban completamente embotados por los terribles choques nerviosos experimentados en los últimos acontecimientos. Al llegar nos dio a beber un licor extraño que, indudablemente, contenía alguna droga adormecedora, por cuanto, una vez bebida, se apoderó de mí una somnolencia tal que, a pesar de mis esfuerzos, los párpados se me cerraban y las fuerzas me fueron abandonando lentamente…

Cuando desperté, me encontré tendido en una cama y completamente repuesto. Me sorprendió grandemente ver que una lámpara luciera en la estancia, lo que me demostraba que todavía era oscuro, y que, por consiguiente, no podía haber dormido largo rato.

Salté de mi lecho, y vi que hacia mí se dirigía una figura humana. Era Oros, que traía una lámpara.

—Habéis dormido mucho, amigo Holly, y ha llegado la hora de subir y obrar.

—¿Mucho? —pregunté sorprendido—. ¿Cómo puede ser, si todavía es de noche?

—Porque, amigo mío, esta noche es la siguiente a la que os acostasteis. Habéis dormido cerca de veinticuatro horas seguidas. Habéis hecho bien en reposar todo lo que habéis podido, ¡por que quién sabe cuándo podréis descansar de nuevo! Vamos, tengo que curar vuestro brazo.

—Mas, decidme… —inquirí.

—Nada, amigo Holly, no insistáis; nada os diré, a excepción de que dentro de breves minutos tendréis que poneros en marcha para presenciar la ceremonia del entierro del difunto Khan, y, por consiguiente, para conocer la contestación de vuestros enigmas…

Diez minutos más tarde me condujo al comedor de la casa, donde encontré a Leo ya vestido, pues Oros le había despertado antes que a mí, e indicado que se preparase para la nueva jornada. Oros me dijo que Hesea no nos molestaría hasta las últimas horas de la noche, pero que el camino que teníamos que recorrer todavía era largo.

De nuevo pasamos por la gran nave, hasta llegar a la de forma elíptica, donde estaba el altar. El lugar se hallaba completamente desierto; las plateadas cortinas estaban caídas, y el cuerpo yacente del Khan había sido retirado.

—La Madre ha marchado a honrar al difunto Khan, siguiendo la antigua costumbre de nuestros predecesores —nos dijo Oros.

Llegamos hasta el altar y tras la estatua encontramos una disimulada puerta en la roca, y tras ella un pasadizo, al final del cual hallamos una especie de «hall», en el que había puertas que conducían, como nos dijo Oros, a los departamentos de Hesea y sus servidores.

Nos dijo, además, que estas habitaciones daban sus ventanas hacia el lado de la Montaña, sobre jardines que purificaban y embalsamaban el aire ambiente. En este «hall» nos aguardaban seis sacerdotes, cada uno de los cuales conducía un haz de antorchas bajo su brazo y una lámpara en la mano.

—Nuestro camino se extiende ahora en las tinieblas —dijo Oros—; si fuera de día, hubiéramos subido por las nieves de la cumbre, pero por la noche, es peligroso y debemos adoptar este camino, que podríamos llamar subterráneo.

Tomando las antorchas, las encendió, dándonos una a cada uno. Seguidamente, nos pusimos en marcha.

Subimos por una serie de galerías empinadas, interminables, trabajadas en la roca por generaciones de adoradores del fuego durante miles y miles de años en el mismo corazón de la Montaña. Debían de tener estos corredores varios kilómetros, pues tardamos más de una hora y media en llegar al pie de una escalera que se elevaba frente a nosotros.

—Ahora, a descansar un poco, señor mío —dijo Oros, dirigiéndose a Leo, con la deferencia que hacia él había demostrado desde el principio—; esta escalera es larga y pesada. Nos encontramos sobre la cima de la Montaña, y debemos llegar hasta el extremo del pilar que la corona.

Nos sentamos sobre los escalones, aspirando con fruición el aire fresco que afluía a nosotros por la escalera desde el exterior. Buena falta nos hacía, pues en aquellas galerías hacía un calor insoportable que, unido a nuestra pesada marcha ascensional, nos hacía sudar copiosamente. Oí entonces un lejano murmullo, y pregunté a Oros de dónde procedía. Me contestó que aquí estábamos muy cerca del cráter del volcán, y que el ruido que oíamos a través de la roca no era otra cosa que el continuo fragor de sus fuegos y explosiones eternas.

Comenzamos la ascensión por la empinada escalera de piedra. A pesar de no ofrecer ningún peligro, era penosa y fatigante, pues cada tramo tendría unos seiscientos escalones.

Descansando de vez en cuando subimos aquellos escalones, en los que el más pequeño tendría unos treinta centímetros de altura. Llegamos a la cúspide del pilar, y nos faltaba ahora llegar hasta el arco que lo coronaba. Hacia allí fuimos, yendo Oros a la cabeza, con gran contento mío, porque dicho sea sin sonrojo, sentía cierto temor a lo desconocido.

Por fin, vimos luz ante nosotros. Unos veinte escalones más, y nos encontraríamos sobre una plataforma de roca. Vi que Oros y otro sacerdote agarraban precipitadamente a Leo, que caminaba delante de mí y le preguntaban qué era lo que iba a hacer.

—¡Nada —gritó—; que si tardan unos segundos más, me hubiera matado! ¡Ten cuidado, Horacio! ¡Dame la mano!

Ahora que estaba fuera del túnel comprendí que si no hubiera sido por la salvadora mano de mi amigo me hubiera precipitado desde la masa rocosa, pues tal era el espectáculo que se presenciaba, que paralizaba los sentidos.

Nos encontrábamos sobre lo que podíamos llamar arco superior de la crux ansata. Era un espacio llano, de roca, de unos setenta y dos metros de longitud por unos veintisiete metros de ancho, formado por la superposición de capas de lava procedentes de las erupciones del volcán. Hacia el sur, unos seis kilómetros bajo nuestros pies, se extendía la llanura de Kaloon, y hacia el este y oeste las blancas cumbres nevadas de las montañas vecinas con sus grandes laderas. Hacia el norte contemplábamos otra vista bien diferente de las demás, y superior a cuanto el cerebro humano pueda suponer. Allí, bajo nosotros, pues el pilar tomaba forma cóncava, estaba el enorme cráter del volcán, y en su centro un ancho lago de fuego que burbujeaba, lanzando pequeñas llamaradas intermitentes, mientras a su orilla la líquida lava saltaba sobre la roca con movimientos análogos a los de las ondas del mar.

De la superficie de este ardiente lago emergían humos y gases que se elevaban lentamente en el espacio, que contenían ardientes partículas formando una gigantesca nube luminosa. Éste era el resplandor que de vez en cuando se veía desde Kaloon, y que fue el que habíamos visto nosotros desde la cumbre de la montaña del lama solitario.

Absortos por aquel terrorífico espectáculo que parecía la visión real de un pasaje dantesco, permanecíamos inmóviles como fascinados, con aquella fascinación que ofrece siempre el fuego. Me arrojé al suelo, apoyándome sobre las manos las rodillas, indicando a Leo que hiciera lo mismo. Miré a mi alrededor y observe que largas filas de sacerdotes, cubiertos con largas capas, estaban de rodillas en actitud de orar, pero de Hesea, la Madre, o de Atene y de los restos del Khan, no se veía nada.

Mientras me sumía en un mar de suposiciones y pensamientos sobre dónde podrían hallarse, Oros, sobre cuyos nervios aquel aterrador espectáculo no parecía ejercer ninguna influencia, nos condujo por una senda que corría escalofriante a lo largo del borde mismo de la roca, hasta un refugio donde, con unos veinte pasos más, nos encontramos en una gran hendidura hecha, indudablemente, por la mano del hombre, y cubierta por completo por un techo de lava.

Este refugio o cámara de roca, que era lo suficientemente grande para acoger bajo su techo un gran número de seres, estaba ya ocupado por otras personas.

Sentada sobre un trono de roca estaba Hesea, cubierta con un manto de púrpura que la envolvía de pies a cabeza. También estaba la Kharia y el viejo Simbrí, que ofrecía un aspecto deplorable; y, por último, iluminado por las piras funerarias, en su fúnebre catafalco, el cuerpo del Khan Rassen.

Avanzamos hacia el trono, inclinándonos reverentemente ante Hesea. Ésta levantó la cabeza, volviéndola a dejar caer a su primitiva posición, como correspondiendo a nuestro saludo. Seguidamente se dirigió hacia Oros con ademán de hablarle. El silencio en aquel recinto de roca se hizo profundo.

—Los has conducido a salvo hasta aquí, mi fiel servidor —dijo Hesea—, pues para los forasteros el camino que hasta aquí conduce es pavoroso y terrible. Extranjeros: ¿que decís de los dominios de los Hijos de Hesea?

—Nuestra fe diría que esto es el camino del infierno —dijo Leo—, ya que ese gigantesco cráter parece ser la boca que hacia él conduce.

—No, no es el infierno —contestó Hesea—; infierno sólo es el corto espacio de tiempo en cada vida, de los que en sus nuevas reencarnaciones viven alrededor de esta pequeña estrella de fuego. ¡Leo Vincey, el infierno está aquí, sí, aquí! —dijo golpeando su pecho e inclinando la cabeza como baja el peso de un secreto dolor.

Así permaneció por unos momentos. De pronto, volvió a hablar, y dijo:

—La medianoche ha pasado, y mucho ha de hacerse y mucho se ha de sufrir antes del alba. Las tinieblas han de convertirse en luz…, o quien sabe si la luz no se ha de convertir en tinieblas eternas. Mujer de real estirpe —dijo, dirigiéndose a Atene—: como es tu derecho, has de enterrar a tu señor en este lugar sagrado, donde las cenizas de sus antepasados han servido de pasto al eterno e idolatrado fuego. Oros, siervo mío, trae al acusador y al defensor, y deja que se abran los libros para que pueda dictar sentencia y llamar su alma a la vida, o dejar que es a se hunda por los siglos de los siglos en las profundidades del fuego.

¡Sacerdotes! ¡El tribunal de la Muerte está abierto!

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