Ayesha

Ayesha


LEO Y EL LEOPARDO

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Leo deseaba estar continuamente junto a Ayesha, a pesar de que pasábamos todas las veladas junto a ella y la mayor parte del día, hasta que Ayesha se dio cuenta de que esta inactividad y la larga permanencia en lugares cerrados ejercía su influencia en mi amigo, que por tantos y largos años había vivido a la intemperie. Al reconocerlo así, y a pesar de que estaba influenciada por el terror de que peligrara la vida de su amado Leo, se dispuso a organizar cacerías de carneros salvajes y de ibices, que en abundantes rebaños vivían por los riscos y vertientes de la montaña. En estos cinegéticos ejercicios raramente acompañaba yo a mi amigo, pues el brazo me causaba fuertes dolores.

Una vez ocurrió un accidente. Estaba yo sentado con Ayesha en el jardín, y la contemplaba en silencio. Tenía ella la cabeza apoyada en una mano, mientras su mirada, absorta, parecía contemplar sus propios pensamientos. Viendo así su belleza, inexpresiva y fascinadora como aquella hermosa Helena de la Ilíada, se comprendía que aquella mujer, en su larga vida, podría haber sido la causa de sufrimientos sin cuento, si hubiera podido mostrarla en otros lugares del mundo menos apartados que aquél.

En todas estas mudas reflexiones se torturaba mi cerebro, y mis ojos no cesaban de contemplarla, cuando de improviso se agitó terriblemente, y señalando a una ladera de la montaña distante; exclamó:

—¡Mira!

Miré, y nada vi, a excepción de una interminable sabana de nieve.

—¡Necio! ¿Tan ciego estás que no puedes ver que mi bienamado está en peligro? —gritó—. ¡Oh!, he olvidado que eres ciego, mas toma de mí la vista que te falta —diciendo esto, me agarró una mano y noté que una extraña corriente circulaba por todo mi cuerpo, de la cabeza a los pies.

Instantáneamente mis ojos se abrieron, pero no para contemplar el paisaje, sino para poder ver en el aire, a pocos pasos de mí, a Leo rodando y luchando entrelazado con un leopardo de las nieves, mientras los jefes y los cazadores que lo acompañaban buscaban la oportunidad de exterminar al bruto con sus lanzas, pues Leo estaba desarmado.

Ayesha, rígida por el terror, suspiraba a mi lado. El fin de esta escena llegó, pues vi que Leo extraía de entre sus ropas un largo cuchillo y lo sepultaba en el vientre del leopardo, que, después de varias sacudidas agónicas, quedó inmóvil. Entonces Leo, levantándose, se echó a reír, señalando a su víctima y a sus desgarradas vestiduras. Uno de los cazadores se adelantó, apresurándose a vendar algunas heridas que en su mano se había producido durante la lucha, con trozos de lienzo procedente de las ropas interiores de Leo.

La visión se desvaneció tan repentinamente como había venido, y noté que Ayesha se apoyaba en mi hombro medio desvanecida por el miedo, como pudiera haberlo hecho cualquier mujer común.

—Este peligro ha pasado, ¿pero cuántos han de venir aún? ¡Oh, pobre corazón mío!

¡Cuánto tienes que sufrir tú todavía!

Su ira entonces fue a descargarse contra el jefe de los cazadores, enviando mensajeros con una litera, y ungüentos, ordenándoles traer a su señor Leo, así como a sus compañeros, a su presencia.

—¿Has visto cómo son mis días, mi fiel Holly? Pues así han sido durante muchos años —dijo Ayesha—; pero esos perros malditos me pagarán caros estos momentos de agonía.

CUATRO horas más tarde regresaba Leo, marchando tras la litera en la cual no iba él precisamente como se pensó, sino un carnero de la montaña y la piel del leopardo de las nieves, que había puesto allí para ahorrar a los cazadores el trabajo de transportarla. Ayesha saltó hacia él y lo abrazó con tierna solicitud, dirigiéndole toda clase de dulces reproches.

Leo, que la escuchaba asombrado, preguntó:

—¿Cómo sabes tú lo que ha pasado? ¡Todavía no te he enseñado la piel del leopardo!

—Lo sé porque lo vi —contestó Ayesha La herida más grave la tienes en el cuello. ¿Te has puesto la untura que te envié?

—No —dijo—. Pero si tú no has dejado el Santuario, ¿cómo lo has podido ver? ¿Por tu magia?

—Si tú lo quieres así, sí; yo te vi, como así también Holly, rodando por la nieve con ese fiero animal, mientras esos malditos te rodeaban temblando como criaturas.

—¡Ya estoy cansado de tanta magia! —interrumpió Leo, firmemente—. ¿Es que no puede un hombre estar solo en la montaña, aunque sea con un leopardo? Y respecto a esos bravos…

En este momento entró Oros, y murmuró algo que no pudimos entender.

—Lo que respecto a esos «bravos», ya trataré yo con ellos… —dijo Ayesha con amargo énfasis y cubriéndose, pues nunca aparecía descubierta ante la gente de la Montaña, salió de la estancia.

—¿Dónde ha ido, Horacio? —preguntó Leo—. ¿A alguna de sus ceremonias en el Santuario?

—¡No sé! —contesté—. Pero si es así, creo más bien sea para celebrar los funerales del jefe de los cazadores.

—¿Quieres decir?… —e inmediatamente salió tras de Ayesha.

Un minuto o dos más tarde creí conveniente seguirlos. En el Santuario se desarrollaba en aquellos momentos una curiosa escena. Ayesha estaba sentada frente a la estatua. Ante ella, empequeñecidos por el terror y postrados de rodillas, un hercúleo jefe, pelirrojo, así como sus cinco cazadores llevando todavía sus lanzas de caza, aguardaban atemorizados el fin de aquella escena, de la que dependía su vida. Leo, que como supe después, había intercedido en favor de aquellos hombres y obligado a guardar silencio, esperaba en pie, con los brazos cruzados, el resultado de la sentencia. A pequeña distancia, en segundo término, había una docena o más de guardianes del templo, armados de espadas y temibles por su fortaleza y estatura.

Ayesha, con su más dulce voz, preguntaba a aquel hombre cómo el leopardo, cuya piel estaba a poca distancia, había llegado a atacar a Leo. El jefe contestó que ellos habían encontrado a la fiera entre los rocas; que uno de ellos la había herido y que el animal, enfurecido, salió de su refugio saltando sobre el hombre que lo hirió, y que milagrosamente pudo ponerse a salvo, pero no así el señor Leo, al que el animal atacó, cayendo los dos rodando en feroz abrazo hasta que al fin, el hombre, más hábil, le dio muerte. Eso era todo.

—No todo —respondió Ayesha—, pues olvidáis contar, cobardes, que vosotros procurabais poneros en seguridad, abandonando a mi señor a la furia de la bestia. Bien. Conducidlos fuera de la Montaña, allí donde moran las fieras, para que perezcan a sus fauces; así sabrán que aquel que les dé comida o los cobije, muere.

Comprendiendo que no había lugar a piedad o excusa, el jefe y sus compañeros se levantaron y haciendo una reverencia se dispusieron a salir.

—¡Un momento, camaradas! —gritó Leo—. Jefe, dame tu brazo; mis heridas parecen empeorar y no puedo ir muy a prisa. Acabaremos juntos esta cacería.

—¿Qué vas a hacer? ¿Estás loco? —preguntó Ayesha.

—No sé si estoy loco —repitió Leo—, pero lo que sí sé es que eres cruel e injusta. Mira estos hombres: no hay nadie más bravo que ellos. Este hombre —y señaló a uno, al que el leopardo había derribado— ocupó mi lugar y fue delante de mí porque yo le ordené que atacara a la fiera, y así fue herido. Como todo lo viste, también debiste ver eso. Después me atacó a mí, y el resto de mis compañeros me rodeaban, acechando la ocasión de atacar, que no era fácil, pues estando la fiera y yo estrechamente abrazados, podían involuntariamente herirme a mí. Así estábamos, cuando uno de ellos, con las manos desnudas, puedes ver las señales de los dientes en ellas, agarró a la fiera, sin que, desgraciadamente, hubiera alcanzado un resultado positivo, hasta que yo mismo pude hundir mi cuchillo en su vientre.

¡Así, pues, si ellos deben perecer en la Montaña, yo, que soy el culpable de todo, iré a morir junto con ellos!

Mientras los cazadores le miraban con fervorosa gratitud, Ayesha, después de reflexionar unos momentos, dijo sinceramente:

—En verdad, mi dueño y señor, si yo hubiera conocido toda esa admirable historia, bien empleados me estaban los calificativos de injusta y cruel; pero, desgraciadamente, sólo sabía lo que había visto, y ciertamente en aquellos momentos la conducta de estos hombres no era de lo más admirable. Mis siervos, mi señor ha intercedido por vosotros, y estáis perdonados; es más, aquel a quien el leopardo derribó y aquel que lo agarró con sus manos serán recompensados; pero mal lo pasaréis si otra vez pusierais en ocasión de peligro la vida de mi señor. ¡Idos!

CUANDO dejamos el Santuario, y de nuevo estuvimos solos en el recibidor, la tormenta interior que la cara de Leo presagiaba, estalló. Ayesha renovó sus preguntas acerca de sus heridas, y deseaba que Oros llamara al médico para curarlas, y como Leo se negara, ofreció curarlas ella misma, y él le preguntó, muy serio, si creía que era un niño de pecho para necesitar de tan tiernos cuidados. Ante esto, dicho tan en serio, no pude menos de soltar una carcajada.

Leo riñó a Ayesha, sí, ¡la riñó! Deseaba saber qué quería decir con aquel espionaje mágico, que nunca había querido y del que siempre había desconfiado. Qué era aquella condena impuesta a aquellos valientes, sus buenos amigos, a una muerte tan indigna y tan cruel, y qué significaba aquella orden a los cazadores de que cuidaran de él como si se tratase de un pobre niño inválido, obligándolos a responder con su vida si él sufría la más pequeña herida; ¡él, que en tiempos había matado toda clase de caza mayor y pasado a través de todos los peligros imaginables!

Así la maltrataba con sus duras palabras; pero lo más admirable era que Ayesha, ese ser superhumano, escuchaba pacientemente toda aquella lluvia de reproches. Sin embargo, ningún hombre hubiera osado hablar a aquella mujer ni siquiera en forma más suave que mi amigo, pues seguramente sus frases y su vida hubieran tenido simultáneamente el mismo fin, sabiendo yo como sabía que podía matar a un hombre con el solo esfuerzo de su voluntad. Pero, en cambio, comenzó a llorar. Gruesas lágrimas brotaban de sus hermosos ojos, rodando por sus mejillas de rosa —pues estaba inclinada hacia adelante— y caían al suelo como gruesas gotas de lluvia divina.

A la vista de aquella palpable evidencia de humanidad, la ira de Leo pareció fundirse en su corazón de enamorado. Ahora era él el que humildemente pedía perdón… Ella, entonces, le dio la mano en señal de perdón y olvido, diciéndole:

—Deja que los otros me hablen como ellos quieran; pero de ti, Leo, tus palabras me hacen sufrir atrozmente. ¡Oh, eres cruel, cruel! ¿En qué he podido ofenderte? ¿Puede ofenderte que mi alma esté siempre vigilándote sin que tú lo sepas? ¡Así lo he hecho siempre, desde que partiste de la Fuente de la Vida! ¿Puede ofenderte que me espante al ver que te rodean peligros que no puedo conjurar? ¿Qué representa la vida de unos cuantos cazadores semisalvajes comparados con un solo suspiro de tu pecho? Si los hubiera matado, otros les hubieran substituido, más valientes y cuidadosos de tu vida y seguridad. Ahora, como no les he matado, ellos o sus compañeros pueden conducirte a otros peligros que podían acarrear tu muerte.

Ayesha pronunció con horror esta última palabra.

—Escucha, amada mía —dijo Leo—. La vida del más humilde de esos hombres es de tanto valor para él como es la mía para mí, y tú no tienes más derecho a matar a esos hombres que el que tienes para matarme a mí. ¡Cuánto dolor me causa el ver que tu excesivo cariño por mí puede conducirte a la crueldad y al crimen! Si tienes miedo por mi vida, cúbreme entonces con tu inmortalidad, la cual, aun cuando la temo un poco, proviniendo de una no muy santa alianza y no permitida en la tierra por mi religión, la aceptaría con gozo al saber que desde entonces estaría junto a ti y que nunca partiría de tu lado, y si, como tú dices, esto no es posible todavía, deja que tomemos lo que la fortuna nos depare y seamos felices.

Todos los hombres deben morir; pero si yo he de hacerlo antes que tú, déjame ser feliz contigo hasta entonces…, aunque sólo sea por una hora…

—Si pudiera ser, ¿cómo no lo haría? —contestó Ayesha con un piadoso movimiento de su mano—. ¡Oh, no insistas más, te lo ruego, Leo, porque si no, no podré al fin resistir y harás que te conduzca por un camino de muerte y desolación! Leo, ¿no has oído nunca hablar del amor que mata o del veneno que puede ocultar el sorbo de la copa de una felicidad demasiado perfecta?

Y al decir esto, Ayesha, como si tuviera miedo de sí misma, en un rápido e instintivo movimiento, salió de la estancia.

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