Ayesha

Ayesha


LA RENUNCIACIÓN DE AYESHA

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Cuando quedé satisfecho, Leo todavía continuaba comiendo, pues la pérdida de sangre o los efectos nerviosos del tónico que Ayesha había ordenado suministrarle parecían haberlo dejado extenuado.

Miré su cara, sorprendido de observar en él un curioso cambio, no muy reciente, pues creo que éste se había operado en él más bien gradualmente, aunque era ahora cuando podía apreciarlo en todos sus detalles después de nuestra breve separación. A más de aquella delgadez, de lo cual ya hablé, había en él cierto continente un poco etéreo; sus ojos estaban llenos de reflejos de cosas que iban a suceder.

Su aspecto me apenó, no sé por qué. No era aquél ni mucho menos el Leo que me era familiar, de amplio tórax, erguido, jovial, cazador y hombre de lucha que tuvo la suerte de amar y ser amado por un ser espiritual reencarnado en el molde de la más perfecta belleza femenina y dotada con todo el poder de la naturaleza misma. Todo esto vivía aún en él, verdad era; pero el hombre era distinto, y estoy seguro que tal cambio provenía de la influencia de Ayesha.

Ella también lo miraba y sus pensamientos parecían ser los mismos que turbaban mi mente, hasta que al fin alguna idea cruzó por su ser, pues vi cómo abría aquellos divinos ojos y el carmín teñía sus mejillas en encendido rubor. Sí, la poderosa Ayesha, que sólo por él había conducido a la muerte a miles de hombres, temblaba ahora como una colegiala tímida al recibir el primer beso de su galán.

Leo se levantó de la mesa.

—Hubiera querido estar junto a ti durante la batalla —dijo.

—En el río fue la verdadera lucha —contestó ella—; después no pasó nada. Mis mensajeros de Fuego, Tierra y Aire lucharon por mí; eso fue todo. Los hice despertar de su pesado sueño; a mi llamado acudieron a luchar por ti para salvarte.

—¡Cuántas vidas perdidas por la de un solo hombre! —dijo Leo solemnemente, como si el recuerdo le produjese hondo dolor.

—Y más que hubieran sido necesarias las hubiera entregado, una por una. Su muerte no cae sobre tu cabeza, sino sobre la mía. Mejor dicho, en la de ella —y señaló el yacente cuerpo de Atene—, que ha sido quien ha provocado esta guerra. Gracias debe darme, que ha emprendido el camino de las sombras acompañada de sus más fieles guerreros…

—Pero eso es terrible; solamente el pensar que estás tinta con la sangre de tantos crímenes me horroriza.

—¿Por qué he de arrepentirme? —contestó con orgullo—. Deja que su sangre lave la sangre que una vez estas impías te hicieron derramar al darle muerte.

—Pero ¿quién soy yo para pedirte cuenta de ello —dijo Leo como hablando consigo mismo— cuando ayer mismo di muerte a dos hombres para salvar mi vida de la traición?

—No hablemos más de eso —exclamó Ayesha con sorda rabia—. Estuve en aquel sitio y Holly fue testigo de que juré que cien vidas sería el precio de cada gota de sangre tuya, y he cumplido mi promesa. Mira a ese hombre que está ahí inmóvil y por mi voluntad convertido en piedra: está muerto, pero, sin embargo, vive. Dime, ¿qué es lo que intentaba hacer contigo cuando yo entré aquí?

—Tomar venganza en mí por la derrota de su reina y de sus ejércitos —contestó Leo—. Pero dime, Ayesha, ¿cómo conoces tú que esa fuerza que es superior a tu propia voluntad consiente tamaño castigo?

Según hablaba, una sombra de palidez se reflejaba en su cara, tal como debe producir el ala de la muerte al cernirse sobre su escogida víctima. En los pétreos ojos de Simbrí parecía brillar una irónica sonrisa.

Por unos momentos el rostro de Ayesha reflejó el terror, pero éste desapareció tan rápido como vino.

—No —dijo—, yo te digo que esto no sucederá, pues salvo Uno que no nos oye, ¿qué poder reina en este mundo que no obedezca mi voluntad?

Así habló y sus palabras reflejaban toda aquella magnífica soberbia que encerraba su alma —¡estaba admirable!— y mientras hablaba, mi cabeza parecía girar como loca sobre mis hombros.

Hizo una pausa un momento; su pecho temblaba ligeramente y su cara parecía resplandecer con la presencia de un invisible esplendor. Después se dirigió hacia un objeto que había en el suelo, y que no era otra cosa que la corona que había saltado de la cabeza de Atene al caer ésta sobre el pavimento.

Al llegar se detuvo y la recogió. Después, dirigiéndose hacia Leo, la sostuvo con su mano sobre su cabeza, poco a poco la fue descendiendo hasta que la corona quedó por unos momentos ceñida sobre su frente. Entonces, con una voz gloriosa que parecía salir de la boca de ángel, tal era la melodía y suavidad de su tono y el acento de triunfo y de poder, dijo:

—Por medio de este pobre signo terrenal te nombro Rey de la Tierra; ¡sé tú su rey y el mío!

De nuevo la corona fue levantada y de nuevo ceñida sobre su cabeza. La voz de Ayesha susurró más que habló.

—Por esta indestructible corona, te juro consagrarme a tu felicidad por todos los interminables días de mi vida. Vive mientras el mundo viva, y sé su Señor y el mío.

Por tercera vez la corona ciñó las sienes de Leo.

—Por esta corona de oro, juro entregarte el Saber humano y las inmensas cantidades de oro que posea para que ellos te abran el camino que te ha de conducir al poder. ¡Victoria!

¡Victoria! Gozarás de ella, marchando por su luminoso camino junto a mí hasta que lleguemos al fin donde se levantan las gigantescas columnas de la Vida y la Muerte.

Después de esto, Ayesha arrojó la corona sobre el pecho de la difunta Atene, dejándola allí abandonada.

—¿Estás satisfecho de mis bondades, amado mío? —preguntó.

Leo la miró y sacudió tristemente la cabeza.

—¿Qué más quieres entonces? —preguntó Ayesha—; pide lo que quieras y será tuyo.

—Tú juras, juras; ¿pero recordarás tus juramentos?

—Sí, te lo juro por mí misma y por la fuerza que me alienta. Si te rechazara alguno de tus deseos, permitan los cielos que la destrucción caiga sobre mí, para que sirva de satisfacción al alma de Atene.

Yo oí todo esto y me pareció que no era yo solo; los vidriosos ojos de Simbrí sonreían de nuevo.

—Nada te pido que no puedas darme; Ayesha, yo te pido a ti, a ti toda, no dentro de mucho tiempo, cuando sea bañado en la esencia de la vida, sino ahora.

Ayesha retrocedió como si se fuera a desmayar.

—Leo, yo esperaba deseos mas superiores de ti.

—Quizá, Ayesha, hubieras pensado peor de mí si sólo hubiera alentado el deseo del poderío en la tierra y los otros mundos, lo cual ni deseo ni comprendo. Si yo te hubiera dicho: sé tú mi ángel y no mi mujer, divide el océano en dos para que pueda pasarlo a pies enjutos: divide en dos el Firmamento; dime los orígenes de la Vida y la Muerte; dame el dominio de las fuerzas para poder despertar el dormido huracán, y dame las riquezas del mundo para llenar mis deseos y amoldar las leyes de la Naturaleza a mi propósito, te hubiera pedido ser un dios, como tú eres. Pero Ayesha, yo no quiero ser dios; yo soy un hombre que busca a una mujer a quien ama. Ayesha, renuncia a todo ese poder sobrenatural, que se interpone entre tú y yo y que nos separa. Sólo, aunque sólo sea por una noche, olvida esa ambición que mina tu alma y yo olvidaré tu grandeza para amarte como a una mujer, ¡como a mi esposa!

Ayesha no contestó; únicamente le tendió una larga mirada y movió su cabeza haciendo que sus cabellos cayeran sobre su espalda como una cascada de oro.

—¿Te niegas? —dijo Leo transido de dolor—. ¿Ves? ¡No haces lo que juraste! Ayesha, tú me prometiste cumplir mis deseos y ahora faltas a ese juramento. Escúchame: rechazo tus mercedes. No deseo ningún trono en el mundo, sino hacer bien a los hombres y no matarlos como son tus deseos. No iré a Kôr, no me bañaré en la Esencia de la Vida. Marcharé de tu lado, cruzaré las montañas o pereceré en ellas; ni aun con todas las fuerzas que posees podrás detenerme a tu lado, pues realmente para nada me necesitas. ¡No durará más este continuo tormento, el tormento de tu presencia, de tus palabras, de tus miradas, de tus promesas para el próximo año!… Ayesha: ¡cumple tu juramento o déjame marchar!

Ayesha quedó de pie, en silencio; la cabeza caída sobre el pecho, conteniendo a duras penas la angustia que la ahogaba. Entonces Leo, llegando hasta ella, la tomó con sus nervudos brazos y apretándola contra él, la besó. Ella se deshizo rápidamente del amoroso abrazo, no sé cómo, pues cuando me di cuenta, estaba separada de él unos cuantos pasos.

—No me admiro, Holly —murmuró mirándome—: el fuego de la pasión humana comienza a encenderse en mi corazón…

—Seamos felices, aunque sólo sea por unos instantes…

—Sí, Leo, pero ¿por cuánto tiempo?

—¿Qué por cuánto tiempo? Por una vida, por un año, por un mes, por un minuto, no me importa, Ayesha, no tengo miedo, mientras tú seas realidad para mí…

—¿Será posible? ¿Aceptarás el peligro? Nada puedo prometerte. Es tu vida la que peligra. ¡Puedes morir!

—¿Y qué me importa el morir? ¿Nos separaremos?

—¡No, no, eso nunca, no es posible! No podemos separarnos nunca, estoy segura de ello, así se me ha prometido. Pero en otras vidas, en otras esferas, nos obligarían aceptar una dura senda por donde caminar hasta encontrarnos.

—¿Por qué temer al azar, Ayesha? ¡Tu juramento, Ayesha, reclamo tu juramento!

COMENZÓ entonces en Ayesha el cambio más misterioso y admirable de sus innumerables metamorfosis. Hasta aquí, aquella faz divina y hermosa me había parecido como una soberbia montaña cubierta de nieve, cuya cumbre era difícil de escalar con el apoyo de los deseos, pues éstos se deshacían entre los hielos glaciales que circundaban sus laderas.

Ayesha juró a Leo que lo amaba, pero le prometía las dulzuras de su Nirvana al precio de la muerte. Un poco dudé yo la existencia de una pasión en tal sentido; mas ¿cómo puede una estrella descender hasta una mariposa, aunque ésta pueda llegar hasta aquélla? Aunque el hombre pueda adorar a una diosa, ¿cómo la diosa puede descender desde el alto lugar donde se encuentra para amar al hombre?

Pero ahora, en este instante, todo había cambiado. Mirad, Ayesha se iba haciendo cada vez más humana. Podía ver palpitar su corazón bajo su túnica y podía ver aquel divino reflejo que se esparcía por su cara y que es sólo fruto del amor, del amor terrenal. Radiante, más radiante, dulce, más dulce. No era aquella velada ermitaña de las cavernas de Kôr, ni el Oráculo del Santuario, ni la Walkiria que corría bravamente en busca de la muerte en la batalla del río. No. Era sólo la más amante y feliz desposada que jamás contemplaron ojos de esposo alguno.

Poco habló Ayesha, pero en sus palabras dejó traslucir la conquista de sí misma.

—Mira —gritó mostrándole sus blancas vestiduras salpicadas por manchas de sangre y por el barro y él polvo de la batalla—. ¡Mira cuáles son mis adornos de desposada, yo que debía presentarme ante ti adornada de las más esplendorosas joyas que reina en el mundo posee!

—Busco a la mujer, Ayesha, no busco sus adornos —dijo Leo fijando sus ojos en los de ella.

—¡Buscar la mujer! ¡Ah, hay aquí un enigma! Dime, Leo, qué soy yo: ¿una mujer o un espíritu? Dime, oh, amado mío, que soy una mujer, ¡porque ahora la profecía de Atene pesa sobre mi alma como si fuera una losa de plomo! Lo mortal y lo inmortal no pueden nunca encontrarse.

—No, Ayesha; debes ser una mujer, y no debes atormentarme como me has atormentado durante tanto tiempo.

—Gracias por tus palabras, Leo; ¿pero era realmente una mujer la que sembró la destrucción en el llano? ¿Era a una mujer a quien la tempestad y los rayos obedecían y reverenciándola decían: «Aquí estamos, mándanos y te obedeceremos?». ¿Era a la voluntad de una mujer a la que esta puerta se quebró como si hubiera sido de cristal? ¿Puede una mujer convertir en piedra a un hombre como yo he hecho con Simbrí?

—¡Oh, Leo, yo quisiera ser humana! Y he de decirte que arrojaría todo el esplendor que me rodea en una ofrenda a tu cariño si tuviera la seguridad de poder ser, aunque sólo fuera por un corto año, una mujer, sólo una mujer; tu esposa feliz. Quiero poner fin a esta vida de sufrimientos y de dudas, y si de ello viene la muerte o la vida, ¡la afrontaremos bravamente!

Seremos el uno del otro, ahora mismo; pero ¿cómo? Holly nos unirá las manos; ¿quién otro podría ser? Él que ha sido nuestro guía y nuestro amigo te arrojará en mis brazos y a mí en los tuyos. Los vivos y los muertos serán nuestros testigos en la tierra y en el cielo.

Esta ciudad humeante será nuestro altar, y en lugar de ceremonia alguna juntaré tus labios con los míos en un dulce beso de amor, y por toda música te cantaré una marcha nupcial llena de amor y de ternura tal como poeta alguno compuso, ni oídos de amante alguno han escuchado. Vamos, Holly, cumple tu cometido y da la felicidad que tanto ansía este hombre.

Como un sonámbulo obedecí la orden de aquel ser, tomando entre mis manos la de Ayesha y la de Leo. Según las tuve conmigo —y digo verdad—, me pareció como si un fuego extraño circulase por mis venas, de él a ella…

Con aquel fuego vinieron también extrañas visiones y acordes de músicas gloriosas de amor y vida…

Junté sus manos, no sé cómo las uní, pronunciando unas palabras extrañas. Después, lentamente, fui retrocediendo hasta tocar con la pared…

Esto fue lo que vi:

Con un abandono y una pasión tan intensa y espléndida que parecía algo más que humana, con un salvaje grito de ¡Esposo!, Ayesha se arrojó en los brazos de Leo de tal forros, que sus cabezas al juntarse parecían haberse fundido en una misma al encenderse en un ardiente beso de amor.

Cuando se separaron un poco pude ver que la gentil diadema que adornaba la frente de Ayesha se deslizaba de su frente a través de sus ropas por todo su cuerpo. Con una sonrisa feliz se separó de Leo, diciéndole:

—Así, Leo Vincey, así por segunda vez me doy a ti en esta carne y en esta alma. Todo te lo doy, todo es tuyo, lo mismo allá en las cavernas de Kôr que en el Palacio de Kaloon. Has de saberlo, Leo, venga lo que venga y suceda lo que suceda, no me separaré nunca de ti.

Mientras tú vivas, yo viviré cuando tú mueras, yo moriré; te seguiré a través de todos los mundos y de todos los firmamentos y no podrán cerrar el paso a nuestro amor todas las puertas de los cielos y de los infiernos. Cuando tú duermas, contigo dormiré yo, y será mi voz la que sientas murmurar en tus sueños de vida o de muerte, y será mi voz la que te despertará en la última hora a la naciente aurora, cuando se descorran para siempre las alas que nos llenan de sombras en esta vida de miserias. Escucha ahora atento mi canción, pues en sus melodías conocerás al fin la verdad que todavía no podía revelarte. Conocerás quién soy yo y quién y qué eres tú. Conocerás los altos destinos a que nuestro amor está reservado, y conocerás los motivos del odio de esta mujer y todo lo que te he enseñado ya por medio de visiones y de parábolas. Escucha, amor mío, la Canción del Destino.

Cesó de hablar y miró hacia el cielo como aguardando que de él llegase la divina inspiración y nunca, nunca, ni aun en los fuegos de Kôr, Ayesha pareció tan divina y hermosa como en estos momentos en que apuraba la dulce copa del amor.

Mis ojos iban de ella a Leo, que de pie, pálido, todavía, e inmóvil como la pétrea figura de Simbrí, o como el frío cuerpo de la Khania que con sus ojos muy abiertos parecía interrogar mudamente al cielo. ¿Qué pasaba por su cerebro? No lo sé. Parecía absorto, mudo, hipnotizado por la radiante belleza que ante él estaba, en una silenciosa adoración de todo su ser.

Ayesha comienza, a cantar con dulce y perfecta voz llena de suaves notas que parecían punzar mi corazón deteniendo mi aliento:

No existía el mundo, no existía el mundo, Las almas de los hombres dormían, Todo era silencio en el espacio, Pero tú y yo …

De pronto se detuvo y su cara se cubrió de una máscara de horror.

¡Oh! Leo miraba con vista extraviada las paredes y como un borracho, dando traspiés, con los brazos extendidos en un frenético deseo de estrecharla entre sus brazos, cayó de espaldas contra el suelo, quedando tendido en él.

¡Oh, qué espantoso grito dio Ayesha! ¡Seguramente hubiera sido capaz de conmover los fríos cuerpos de los guerreros del llano! Después, silencio.

Llegué hasta él; tronchado por el beso de Ayesha, muerto por el fuego de su amor, yacía el cuerpo de Leo, ¡muerto!, ¡muerto sobre el frío pecho de Atene!

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