Ayesha

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EL MONASTERIO

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Dieciséis años han pasado desde la noche en que recibimos el mensaje de la adorada Inmortal en nuestra casa de Cumberland, y desde entonces Leo y yo seguimos incansables viajando, y viajando con la esperanza de encontrar la montaña que tiene la cumbre igual a la de la visión de Leo.

Nos encontramos ahora en un país que, según mis informes, no ha sido hollado todavía por pie de europeo alguno.

Es una parte del enorme Turquestán. A orillas del lago Balkash, a unas doscientas millas hacia el oeste del macizo de montañas señalado en los mapas con el nombre de ArkartyTau, en las cuales estuvimos un año, y a unas quinientas millas al este de las montañas llamadas Chergas, de donde acabábamos de regresar, después de haber explorado las del Tau.

Aquí es donde comienzan nuestras verdaderas aventuras.

En uno de los picos de las imponentes Chergas, que no están señaladas en los mapas, estuvimos a punto de morir de inanición. El último viajero que encontramos, cien millas al sur, nos dijo que entre estas montañas existía un monasterio habitado por lamas, de reconocido grado de santidad, que para alcanzar méritos moraban en esta tierra salvaje sin más compañía que la de sus oraciones.

No sólo estábamos hambrientos, sino que en este áspero terreno ni abrojos pudimos encontrar con los que hacer un fuego para reconfortar nuestros ateridos cuerpos.

Viajábamos día y noche, llevando entre los dos al pobre yak, el último que nos quedaba de la caravana. Era una noble bestia, y de la constitución más hermosa que he visto entre los de su especie.

Cruzábamos a través de una meseta de nieve, dejando a nuestra derecha los picos de las Chergas, cuando el yak se detuvo. Nosotros nos detuvimos también, y arrojando nuestras pieles, nos sentamos sobre ellas en la nieve, a esperar la luz del día.

—Tendremos que matar a este animal si no queremos morir de hambre —dije, compadeciendo al pobre yak, que se tumbó pacientemente a nuestro lado.

—Quizá podamos encontrar caza mañana —dijo Leo con esperanza.

—Y quizá no; en cuyo caso deberemos morir.

—Bien; moriremos —contestó—. Éste es el último recurso del fracaso; hemos hecho cuanto hemos podido.

—Ciertamente, Leo: Hemos hecho cuanto hemos podido, si así se puede llamar a nuestros diecisiete años de vida azarosa, persiguiendo la realización de aquel sueño de Cumberland.

—¡Sabes que lo creo firmemente! —contestó Leo.

El silencio sé hizo entre nosotros, porque contra esta razón todos los argumentos fracasaban.

El día llegó, y con él su luz. Ansiosamente nos miramos el uno al otro, tratando de descubrir las fuerzas que nos quedaban.

Al alumbrar los rayos del sol con su brillante luz los picos nevados, vi que los ojos de Leo expresaban admiración. De repente se volvió hacia mí y me mostró el confín del desierto.

—Mira allí —me dijo, señalándome una cima de enorme altura.

Era una montaña a no más de diez kilómetros de donde nos encontrábamos. De pronto, volviendo la espalda al desierto trepó por una pequeña colina que se elevaba a nuestras espaldas, y por la cual habíamos pasado la noche anterior. El sol seguía elevándose sobre nuestras cabezas, iluminando alegremente a su paso las desiertas llanuras. Al extremo de la colina, solamente en la inmensidad del desierto, se veían las ruinas de un Buda de colosal tamaño, y a sus espaldas, en piedra amarilla, la imponente masa de un monasterio budista.

—¡Por fin! —gritó Leo—. ¡Gran Dios, por fin!

Hincando las rodillas en tierra, murmuró una oración de gracias, y estoy seguro de que lo que dijo no hubiera querido que nadie en el mundo lo supiera.

Le dejé que diera rienda suelta a los impulsos de su corazón; yo también me encontraba emocionado; pero, reaccionando, me dirigí al pobre yak que no hacía más que mirar aquí y allá con hambrientos ojos. Cargué las pieles sobre su lomo, y, tomando de la mano a Leo, le dije, procurando dar a mi voz el mayor aplomo posible:

—Ven; si en ese lugar vive gente, encontraremos comida y agua. Ven; la tormenta no tardará muchas horas en estallar.

Sin decir una palabra, se levantó, sacudiéndose la nieve de la cara y de la ropa, ayudándome a levantar el yak, pues tan débil estaba el animal, que no podía hacerlo por sí mismo. En la cara de Leo se había operado una transformación: una gran calma se había apoderado de su espíritu.

Descendimos por la ladera de las montañas hasta el plano donde el monasterio estaba construido. Nadie parecía habitarlo; no había ni una huella que nos pudiera indicar tal cosa.

¿Serían solamente unas ruinas? ¡Habíamos encontrado tantos de esta forma! Esta tierra tan antigua está llena de antiguos monumentos que sirvieron de hogar y retiro a lamas, por cientos y miles de años, antes de que la civilización occidental llegara aquí.

Mi corazón, o, mejor dicho, mi estómago, que desfallecía, se sobresaltó de gozo al contemplar una pequeña columna de humo que se elevaba débilmente por una chimenea.

En el centro del edificio se elevaba una cúpula, perteneciente, sin duda, al templo; y, enfrente de nosotros se veía una pequeña puerta. A ésta fue a la que llamamos, diciendo en voz alta: «¡Abrid, abrid, santos lamas! ¡Extranjeros necesitan de vuestra caridad!». Detrás de la puerta oímos pasos y a poco giró la puerta sobre sus goznes, apareciendo en su marco un hombre muy viejo, vestido con un traje amarillo.

—¿Quiénes sois? —dijo—. ¿Quiénes sois, que venís a tan apartados lugares a turbar la paz de los santos lamas de la Montaña?

—Viajeros, sagrado lama, que se encuentran demasiado solos —le contesté en su propio dialecto, que en nuestra ruda marcha por el Tíbet había tenido ocasión de conocer a fondo—. Viajeros que morirán de hambre sin vuestra caridad —y añadí—: Las leyes sagradas no os permiten negar hospitalidad.

Nos miró a través de sus anteojos, y, sin duda, nuestras caras nada le decían, pues paseó su vista por nuestras ropas, que estaban destrozadas, y que en sus buenos tiempos debieron ser de la misma forma que las suyas. Eran como aquellas que usan los monjes tibetanos. Las adoptamos porque en aquellas regiones no era posible encontrarlas en otra forma.

Dándose cuenta de ello, nos preguntó con duda:

—¿Sois lamas? ¿De qué monasterio?

—Lamas somos —contesté—, de un monasterio que se llama el Mundo, lo que no quita que estemos hambrientos.

La contestación pareció complacerle, porque, después de un momento de duda, sacudiendo ligeramente la cabeza, contestó:

—No es nuestra costumbre admitir en esta casa a extranjeros que no pertenecen a nuestra fe, y estoy seguro que vosotros no pertenecéis…

—¿Es quizá contra vuestras leyes, santo Khubilgham —pues así se llaman los abades tibetanos—, dejar morir de hambre a los extranjeros?

Le recité un pasaje de las doctrinas de Buda, que se refería a este punto.

—Veo que habéis leído los libros sagrados —exclamó con admiración—. No puedo negaros asilo. Entrad, lamas del monasterio del Mundo; entrad, así como vuestro yak, que también necesita caridad.

Y dando un golpe en un gong, apareció otro hombre, más viejo aún que él, que nos contempló estupefacto.

—Hermano —dijo el abad—; cerrad vuestra boca asombrada, no se introduzca un espíritu maligno. Llevad a ese pobre yak al establo, y dadle de comer.

Tomamos nuestros bártulos del lomo del yak, y el viejo lama, cuyo retumbante título era de «Maestro del ganado», salió arrastrando el yak. Cuando se marchó, no sin haberle costado trabajo separar el animal de nuestro lado, pues se había encariñado con nosotros, el abad, cuyo nombre era Kou-en, nos llevó al interior de la habitación general, o, mejor dicho, de la cocina, pues para ambas cosas servía. Allí estaba el resto de la comunidad.

Eran unos doce. Estaban sentados alrededor del fuego, cuyo humo habíamos visto. Uno de ellos preparaba la comida matinal, mientras el resto se calentaba a su alrededor. Todos eran viejos. El más joven no tendría menos de sesenta y cinco años. Kou-en nos presentó a ellos como «hermanos del monasterio llamado el Mundo, que morían de hambre». El viejo abad no se dio cuenta de la pequeña sátira que encerraban mis palabras.

Nos tendieron sus arrugadas manos, expresándonos el contento que nuestra llegada les producía. No era extraño, pues éramos las primeras caras nuevas que veían desde hacía muchísimos años. No se pararon en palabras; nos dieron en seguida agua caliente, con lo que nos lavamos, mientras dos de ellos nos preparaban una habitación y nos proporcionaban nuevos vestidos y nuevo calzado. Nos condujeron a la habitación de honor, donde nuestros deseos se vieron colmados por un reconfortante fuego encendido, dos blandos lechos y unos viejos vestidos, incluyendo ropa interior, que en aquella ocasión nos parecieron flamantes. Ya lavados y mudados, dimos un golpe al gong que había en nuestra habitación, apareciendo un monje, que nos condujo otra vez a la cocina, donde una frugal comida estaba servida.

Terminada ésta, recitamos una oración de gracias budista, lo que impresionó grandemente a nuestros anfitriones.

—¡Sus vidas van por la Senda! ¡Sus vidas van por la Senda! —replicaron ellos al unísono.

—Sí, santos lamas; por ella van nuestras vidas, desde hace dieciséis años de nuestra presente encarnación. Pero nosotros somos neófitos. Vosotros, sagrados lamas, conocéis cuán ancha y cuán larga es esta senda, máxime cuando no se está instruido en la forma recta de marchar por ella. Dirigidos por un sueño, hemos venido a turbar vuestra paz; vosotros, los más piadosos, los más santos, y más sabios lamas de estos lugares.

—Ciertamente —respondió el abad—, si se tiene en cuenta que no se encuentra otro monasterio en cinco meses de jornada a la redonda. Desgraciadamente, somos muy pocos…

Después de esta escena, pedimos permiso para retirarnos a nuestra habitación a descansar; y dormimos veinticuatro horas seguidas, despertándonos fuertes y frescos como si nada hubiera pasado.

Tal fue la forma como nos introducimos en el Monasterio de las Montañas, pues no tenía otro nombre, y donde estábamos destinados a pasar seis meses de nuestra historia.

Según parece, muchísimos años antes existió en este lugar un monasterio en el cual vivían varios cientos de lamas.

Así debió ser, pues de otra forma no se comprendía las enormes dimensiones del edificio, la mayor parte ruinoso, y, como demostraba la estatua del Buda, antiquísimo. La historia decía, según el viejo abad, que los monjes, unos doscientos años antes, fueron pasados a cuchillo por cierta tribu salvaje que vivía al otro lado del desierto, detrás de las montañas, y los cuales suponían eran adoradores del Fuego. Únicamente se salvaron unos cuantos lamas, llevando la infausta nueva a otros monasterios. Durante cinco generaciones este lugar estuvo deshabitado.

Por fin, le fue revelado a nuestro amigo Kou-en, cuando joven, que él era la reencarnación de un viejo monje que habitó el monasterio, que se llamaba también Kou-en, y que era su misión en esta nueva vida volver a habitar el abandonado monasterio, ganando así méritos y recibiendo interesantes revelaciones. Así, pues, reuniendo unos cuantos de sus compañeros, y con permiso de sus superiores, después de seis meses de búsqueda ardua e infatigable, tomaron posesión del monasterio, reparándolo lo suficiente para sus necesidades.

Poco después de nuestra llegada al monasterio, comenzó el invierno con sus helados fríos y sus tormentas de nieve. Pronto nos convencimos de que debíamos permanecer allí hasta la primavera. Hubiera sido una locura salir en cualquier dirección, con riesgo de perecer. Con alguna reserva le expusimos nuestra situación al viejo abad, añadiendo que, para no ser gravosos, arreglaríamos algunas de las habitaciones de la parte ruinosa, subviniendo a nuestras necesidades con pescado del vecino lago, y alguna caza que cayera en nuestras trampas, cortando el hielo del primero y colocando lazos en el pequeño bosque de pinos y abetos que crecía a sus orillas. El buen abad ni nos quiso escuchar.

—Habéis sido enviados para ser nuestros huéspedes, y podéis permanecer cuanto tiempo queráis. Nosotros estamos muy complacidos en oír hablar del gran monasterio llamado del Mundo, donde los monjes están tan harapientos de cuerpo como de alma.

Aunque el tiempo transcurría en una situación bastante confortable para nosotros, si la comparamos con las angustias pasadas, nuestros corazones se consumían en la impaciencia del deseo de proseguir nuestra busca. Sabíamos que estábamos en la ruta verdadera; lo presentíamos, y, sin embargo, estábamos imposibilitados de salir. En el desierto la nieve caía sin cesar y frecuentemente se desataban fuertes vientos que arrastraban la nieve como si fuera polvo, formando montañas.

No obstante nuestra impaciencia, encontramos algo que la mitigó. En una derruida habitación del monasterio existía una biblioteca, compuesta de numerosos volúmenes, y obtuvimos permiso para examinarlos libremente. Era verdaderamente la más extraña colección y de valor más inapreciable que figurarse puede.

Lo más interesante que hallamos fue una especie de diario, en muchos tomos, a cargo de los «Khubilgham» o abades del antiguo monasterio, y en los cuales, acontecimientos de gran importancia estaban expuestos con todo detalle. Pasando las páginas de uno de los tomos más recientes, escrito, según las apariencias, hacía unos doscientos años, encontramos unos pasajes interesantísimos, de los cuales no puedo acordarme de memoria.

En substancia decía así:

En el verano de este año, después de una gran tormenta de arena, uno de nuestros hermanos (el nombre estaba, pero lo he olvidado) encontró en el desierto a un hombre, habitante del país por detrás de las montañas. El hombre vivía, pero cerca de él encontramos los cuerpos de dos de sus compañeros, que habían muerto asfixiados por la sed y el polvo. El hombre no quiso decirnos cómo llegó al desierto, manifestándonos solamente que siguió el camino conocido por los ancianos de antes de que nuestras relaciones con el mundo cesasen. Después nos dijo que sus compañeros, los muertos, habían cometido un crimen, por lo que fueron condenados a muerte, y que él los había acompañado en su huida. Nos dijo que existía un delicioso país detrás de las montañas, fértil, pero lleno de ruidos y terremotos. Más tarde éstos tuvieron lugar por nuestros contornos. La gente de aquel país era guerrera, pero también cultivaba la tierra. Siempre habían vivido gobernados por Khanes, que eran descendientes de un griego llamado Alejandro, el cual conquistó muchos territorios al sudoeste de la región. Esto puede que fuera verdad, pues nuestro diario nos cuenta que unos dos mil años antes un ejército invasor penetró por aquellas tierras, aunque de nuestras relaciones con ellos nada se dice. El extranjero nos dijo que aquel país adoraba a una sacerdotisa llamada Hes o Hesea, que reinaba eternamente, de generación en generación. Ella vivía en una gran montaña aislada; era obedecida y acatada por todos, pero que no era la reina del país, en el gobierno del cual no intervenía. Era a ella, sin embargo, a quien se ofrecían los sacrificios, y quien incurría en su desagrado moría sin remedio. Le contestamos que mentía, cuando dijo que era una mujer inmortal, pues creo que era eso lo que quería decir. ¡Nada hay inmortal! ¡Nosotros nos reímos de su poder! Esto indignó a nuestro hombre. Dijo que nuestro Buda no era tan poderoso como su sacerdotisa, y que ella lo demostraría castigándonos a nosotros. Le dimos de comer, y se fue, no sin antes decirnos que cuando, volviera, veríamos quién decía la verdad. No sabemos qué fue de él, y no nos quiso decir cuál era el camino para llegar a aquel país que se extiende tras las montañas. Yo creo que era un espíritu maligno, enviado para tentarnos y hacernos pecar, pero se vio fracasado.

Un día, después de este descubrimiento, rogamos al abad Kou-en que nos acompañara a la biblioteca, y leyéndole el pasaje que he expuesto, le preguntamos si conocía algo sobre este asunto. Sacudió su inteligente cabeza, que siempre me recordaba la de una tortuga, y contestó:

—Un poco, muy poco, casi nada; y lo que sé, se refiere al ejército del rey griego a quien ese escrito se refiere.

Sorprendidos, le preguntamos cómo era que supiera algo de tan antiguos acontecimientos, a lo que Kou-en contestó con calma.

—En aquellos días, cuando la fe en Buda era todavía joven, yo, que vivía como un humilde hermano en este monasterio, que fue uno de los primeros que se construyeron, vi el paso del ejército del rey griego; eso es todo —pero añadió inmediatamente—: Eso pasó… en mi quincuagésima encarnación. ¡No!, estoy equivocado con otro ejército: fue en mi septuagésima tercera encarnación.

Al oír esto, Leo no pudo menos de esbozar una carcajada, que evité a tiempo, haciéndole una seña con el pie por debajo de la mesa. De otra forma hubiera sido incurrir en la irritación terrible del fanático viejo. Me extrañó esto en Leo, pues nunca se río de la gente que acepta la teoría de la reencarnación, que es el primer artículo de fe entre casi las tres cuartas partes de la raza humana.

—¿Cómo puede ser esto? —pregunté más dueño de mí—. Quiero saberlo para mi progreso, sagrado lama. Siempre creí que la memoria desaparecía con la muerte.

—¡Ah! —contestó—: así es, en efecto. Pero, hermano Holly, muchas veces ésta vuelve otra vez para aquellos que están avanzados en la senda que conduce a la Verdad. Por ejemplo, hasta que vosotros no leísteis este pasaje del diario, no se despertó en mi mente el recuerdo del paso de este ejército. Ahora los veo pasar, estando yo entre otros monjes, al pie de la estatua de Buda, contemplando su marcha. No era un gran ejército; se encontraba muy diezmado; la mayor parte de sus soldados habían muerto o habían sido pasados a cuchillo por las tribus salvajes que los perseguían. Su general tenía gran prisa en poner el desierto entre ellos. Era un hombre de altiva apostura. Quisiera recordar su nombre, pero no puedo.

Llegó hasta nosotros y nos pidió una habitación donde pudieran pasar la noche su mujer y sus hijos. Nos pidió provisiones, medicinas y guías. El abad de aquel entonces le contestó que no era permitido por las leyes de las comunidades lamitas que ninguna mujer entrara bajo nuestro techo. Él, soberbiamente, nos contestó que si tal no hacíamos, no necesitaríamos ya nuestro techo, pues cortaría nuestras cabezas a golpes de su yatagán. Para nosotros, los lamas, morir de muerte violenta representa reencarnar varias veces en el cuerpo de un animal, lo que es horrible; escogimos el menor mal, accediendo a los deseos del bárbaro, obteniendo después perdón para nuestra culpa, del gran Lama. Yo no llegué a ver a esta mujer, pero, sin embargo, vi a la sacerdotisa a quien estos extranjeros adoraban.

Kou-en movió su cabeza tristemente, y calló.

—¿Qué pasa? —le pregunté, pues esta historia nos interesaba grandemente.

—¡Oh! ¡He podido olvidar al ejército, pero a la sacerdotisa, no! Y ha sido para mí la rémora que me ha hecho caminar lentamente a través de muchas encarnaciones, retardando mi marcha hacia el Otro Lado, a la Orilla de Salvación. Yo era un humilde lama, y se me encargó de preparar las habitaciones que había de ocupar. Cuando esto hacía, ella entró en la habitación, despojándose de sus velos. Dándose cuenta de que era un adolescente, me hizo muchas preguntas, entre ellas, si me gustaba ver una mujer de su hermosura.

—¿Cómo, cómo era ella? —preguntó Leo, ansiosamente.

—¿Que cómo era ella? ¡Oh! Era la beldad en conjunto, era como la aurora sobre las nieves, como la estrella de la tarde; como la primera flor de la primavera. Hermanos, no preguntarme cómo era. No lo sabría decir. ¡Es mi pecado, mi pecado! Su recuerdo dormía en mi mente, y vosotros lo habéis traído para avergonzarme a la luz del día. Pero no, debo confesaros cuán vil y malvado soy. Yo, a quien vosotros creíais un santo, soy pecador como vosotros. Aquella mujer, si mujer era, encendió un fuego en mi corazón que no se apagará nunca, ¡nunca!

Kou-en se sentó en el banco, llorando.

Sus lágrimas de contrición le empañaban los anteojos, mientras decía, lentamente:

—¡Me hizo adorarla! Me hizo preguntas acerca de mi religión. Yo le contesté, esperando que la Luz se hiciera en su corazón con mis palabras. Mas ella dijo:

—Vuestra Senda es la renunciación, y vuestro Nirvana, la nada. En llegar hasta él empleáis toda vuestra vida de sacrificios. Yo os enseñaré una senda más agradable y una diosa más poderosa a quien adorar.

—¿Qué senda y qué diosa?

—La Senda del Amor y de la Vida —contestó—. Ella es la que ha hecho al mundo, y es la que os ha hecho a vosotros. La diosa soy yo. ¡Adórame y ríndeme homenaje!

Pobre de mí, hermanos míos. Me postré de hinojos y besé sus pies. Después, avergonzado de mí mismo, salí con el corazón destrozado. Al ver que me alejaba, me dijo entre risas:

—Acuérdate de mí cuando alcances tu Devachan, siervo del Santo Buda. Yo no cambio, yo no muero, y siempre estoy con aquellos que me han rendido una vez homenaje.

Y así es, hermanos; aunque obtuve la absolución para mi culpa y he sufrido mucho, hasta mi próxima encarnación no podré olvidarla…

Kou-en sollozaba con la cabeza entre las manos.

Cuando se calmo, tratamos de obtener nuevos informes, pero nuestras preguntas se estrellaron, en lo que a la sacerdotisa se refería. Nos dijo solamente que no conocía a qué religión pertenecía; que se fue a la mañana siguiente con el ejército: que no volvió a oír hablar nunca más de ella, y que estuvo durante ocho días encerrado en su celda, para no seguirla. Únicamente le dijo el abad, que la sacerdotisa era el verdadero jefe del ejército.

Era por su voluntad por lo que marchaban hacia el norte, a través del desierto, en busca de cierto país tras las montañas, donde deseaba establecer el culto a su persona.

Preguntamos si realmente existía algún país tras las montañas, a lo que Kou-en nos contesto que así lo creía. Recordaba haber oído en ésta, o en vidas anteriores, que estaba habitado por gente de fieras costumbres. Hacía unos treinta años, un lama que llegó hasta el pico más alto, para pasar allí varios días de solitaria meditación, volvió diciendo que había visto un espectáculo maravilloso: una columna de fuego ardiendo más allá de aquellas montañas, sin poder precisar si fue una visión o qué. Nos hizo observar que por aquel entonces se dejaron sentir por el país fuertes terremotos.

El recuerdo de toda esta aventura llegó hasta herir al afligido corazón del inocente Kou-en de tal forma, que salió de la habitación llorando de dolor, y no se le volvió a ver por una semana. Nunca nos volvió a hablar más de ello.

Sin embargo, hubo algo poderoso que se clavó en nuestra imaginación, y era que debíamos ascender inmediatamente la montaña donde medito aquel lama.

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