Ayesha

Ayesha


LA GRAN PUERTA

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¡Oh! ¡Qué descenso por el espacio! Vi el fondo del glaciar acercárseme rápidamente, como si se precipitase sobre mi cuerpo para aniquilarme con su poderoso empuje.

Un crujido. ¿Qué ha pasado? Todavía vivo. Estoy en el agua; voy descendiendo poco a poco hasta las diferentes temperaturas de sus profundidades. Creo que no voy a subir jamás a la superficie. Pero voy subiendo, subiendo. Las ideas vienen a mi cerebro; recuerdo. Debo haber caído en el glaciar; el crujido fue, sin duda, la rotura de la superficie helada. Así, pues, ahora, cuando salga a flote, encontraré el hielo otra vez. ¡Oh, qué horror pensar que después de haber sobrevivido a esta caída voy a morir asfixiado bajo una transparente capa helada de varios milímetros! Mis manos tocaron el hielo. Estaba sobre mí. A través de él se veía la luz del día. Dios sea loado. Mi cabeza ha roto la cárcel que me aprisiona. Veo que no es sino una delgada capa, formada por el frío de la noche anterior. Rompo el hielo de mi alrededor, formando un espacio libre que me permita mantenerme a flote en la superficie.

A unos siete u ocho metros más abajo, ¡albricias!, vi el rubio cabello de Leo. ¡Leo vivía! Rompiendo el hielo de su alrededor, intentaba llegar a tierra firme.

Al verme, sus ojos brillaron de alegría. Me gritó:

—¡Vivos los dos, y salvado el precipicio! ¿No te decía que vamos guiados y que nuestras vidas son sagradas?

—Sí, pero ¿adónde? —dije mientras nos dirigíamos a la orilla próxima.

En ella, dos figuras humanas estaban de pie contemplándonos: un hombre y una mujer.

Él era muy viejo, pero en sus ojos brillaba un fuego juvenil. Sus cabellos blancos como la nieve, caían en mechones sobre sus hombros, y su cara, de sardónicos rasgos, era amarilla como la cera. Hubiérase dicho tallada en marfil. Sus vestiduras parecían ser las de un monje oriental. Permanecía inmóvil viéndonos luchar por llegar a la orilla. La mujer, de muy alta estatura y singular belleza, nos señaló con el dedo.

En la orilla, o, mejor dicho, al borde de una de las rocas del torrente, no había hielo; pero sí remolinos que nos hicieron agarrarnos el uno al otro, para, los dos juntos, nadar con más facilidad y ayudarnos mutuamente. Esto era muy necesario, pues a la entrada del torrente la fuerza de los remolinos era grande, y, sobre todo, la frialdad del agua traspasaba mi cuerpo, produciéndome calambres. Leo, con muy buena idea, me quitó la pelliza de piel, para que pudiera nadar más fácilmente. Después añadió:

—Toma el extremo de la correa.

Así lo hice, pues ya me quedaban pocas fuerzas. Leo en una de sus magníficas proezas, nadaba vigorosamente, remolcándome. Otro hombre cualquiera en sus condiciones, hubiera perecido.

La corriente, a medida que nos acercábamos a la orilla, se hacía más impetuosa.

Nuestras agotadas fuerzas no nos permitían casi luchar contra ella. A una indicación que la bella desconocida hizo al anciano, éste, con una agilidad y fortaleza impropias de su edad, se dirigió a nosotros, y recogiendo del suelo un largo bastón en forma de báculo, saltó por las rocas que bordeaban la orilla del torrente, y esperándonos en una peña más saliente que las demás, no lejos de nosotros, nos hizo señas para que dirigiéramos nuestra marcha hacia aquel lugar, a favor de la corriente. Comprendimos aquellas mudas indicaciones y hacia allí fuimos. Al pasar Leo, se asió desesperadamente al bastón del viejo bienhechor, el cual tiró hacia él, hasta llevarnos a un pequeño remanso, donde, después de desesperados esfuerzos, pudimos salir a tierra.

Antes nos había sucedido un pequeño contratiempo. Al llevarnos hasta el remanso, tuvimos que cruzar otro lugar, donde la corriente era bastante fuerte. El pobre viejo, a pesar de sus buenos deseos, era incapaz de dominar la tuerza que nuestros cuerpos hacían al ser arrastrados por las aguas. En este momento, la mujer de majestuosa apariencia desterró aquella extática contemplación, y en un noble gesto fue en auxilio del viejo para impedir nuestra segura muerte, pues el estado de agotamiento en que nos encontrábamos nos hubiera impedido luchar un momento más.

Minutos después nos hallábamos sobre las rocas. La bella mujer, de pie ante nosotros, con los vestidos empapados, había recobrado su aire de grave majestad. Sus ojos miraban extrañamente la cara de Leo, desfigurado por la sangre que brotaba de una herida en la frente. Era una mujer verdaderamente hermosa. Su mirada era inteligente, y toda ella estaba envuelta en un aire de extraña superioridad. Después, diciendo algo a su compañero, se marchó sin dirigirnos la palabra. El viejo nos contemplaba, escrutándonos con sus vivos ojillos. Nos habló en una lengua extraña, que no comprendimos. Entendiéndolo así, se dirigió, al parecer, en otra lengua, aunque con el mismo resultado negativo. Trató nuevamente de hacerse entender, empleando una lengua que, con gran alegría, comprendimos: era el griego. Claro que un griego mezclado con palabras de otras lenguas; pero en el centro de Asia no era posible pedir mayor perfección.

—¿De qué conjuro mágico os habéis valido para llegar a este país?

—De ninguno —contesté, valiéndome de los conocimientos que adquirí de griego en la Universidad—. De cualquiera de las formas hubiéramos llegado aquí. No conocemos los obstáculos.

—Conocen la antigua lengua. Todo es tal como se nos avisó desde la montaña —murmuró en voz baja. Levantando la voz, nos preguntó:

—Extranjeros, ¿qué buscáis aquí?

Yo, como viejo, más cauto, no contesté, pues instintivamente vi en aquel viejo un enemigo. Leo, más joven y embargado por la emoción, contestó en griego pésimo, mezclado con palabras de dialectos tibetanos.

—Buscamos el país donde está la Montaña del Fuego, cuya cumbre está coronada con el símbolo de la Vida.

El viejo exclamó:

—Entonces, ¿vosotros conocéis?… —mas reponiéndose rápidamente, agregó desconfiado—: ¿A quién buscáis?

Leo repitió, resueltamente:

—A

Ella, a la reina.

Creo que quería decir a la sacerdotisa; pero su escaso conocimiento del griego le impedía expresarse más claramente o quizá porque creía que la mujer a quien buscábamos debía de ser la reina del país.

—¡Oh! —dijo el viejo—. ¿Buscáis una reina? ¿Entonces sois vosotros los que tenemos encargo de esperar? ¿Cómo podéis demostrarlo?

—No es ésta la ocasión de preguntar —respondí bruscamente deseoso de aclarar la situación—. Decidme, ¿quién sois vos?

—¿Yo? Extranjeros: yo soy el guardián de la Gran Puerta, y la mujer que estaba conmigo es la Khania de Kaloon.

Leo, agotadas sus fuerzas, desfallecía. Notándolo, el viejo me dijo:

—Este hombre está muy enfermo; veamos, ahora que habéis descansado, si entre los dos podemos llevarlo a mi recinto. Vamos. ¡ayudadme!

Tomamos a Leo, que penosamente arrastraba sus pies, y nos pusimos en marcha. A unos doscientos pasos se veía la Gran Puerta, de la que el viejo era guardián. Era una enorme pared de roca, que se encontraba horadada en extensión suficiente para dejar pasar varias personas juntas. Por allí era por donde continuaba el camino interrumpido por el precipicio. Tras la puerta, a la derecha, existía una escalera toscamente tallada en la piedra, que comenzamos a subir. Las fuerzas de Leo lo habían abandonado por completo. Y yo,

¡pobre de mí!, sentía que poco a poco me iba debilitando.

En lo alto de la escalera apareció la mujer que nos había salvado. Tras ella, dos servidores, vestidos con una especie de traje tártaro, permanecían inmóviles. Sus ojos diminutos y sus caras amarillas no parecían conmoverse lo más mínimo por la presencia de seres extraños. A unas palabras de su ama, bajaron hasta nosotros, recogiendo el cuerpo de Leo. Buena falta hacía, pues mis piernas se doblaban; agotadas mis fuerzas.

Con ligereza subieron escaleras arriba, llevando la pesada carga. Apoyándome en el viejo, los seguí torpemente. Llegamos a tuna habitación hecha en la roca donde la mujer, a quien el viejo llamaba Khania, desapareció. Pasamos a través de varias habitaciones, hasta llegar a una que parecía una especie de cocina. Un confortable fuego la caldeaba; a ella seguía otra que debía servir de alcoba, a juzgar por los lechos y las pieles que allí había. En una cama depositaron el cuerpo de Leo. El viejo guardián, ayudado por uno de los servidores, despojó a Leo de los harapos que cubrían su cuerpo. Con un signo me indicó que hiciera lo mismo. Lo hice con gran alegría, pues las ropas que llevaba, tras muchísimos días sin quitármelas de encima, no eran más que un montón de andrajos asquerosos.

A nueva señal del viejo, el otro servidor apareció con una gran jarra de agua caliente, con la que me lavé y lavaron el cuerpo de Leo. Después nos untaron con una sustancia oleaginosa para curarnos las contusiones y heridas, y cubriéndonos con mantas y pieles nos acomodaron en los lechos. Desapareció el viejo, volviendo al poco rato con un tazón de barro, haciéndome beber parte de su contenido. Después, entreabriendo la boca de Leo, le hizo ingerir el resto. Instantáneamente, un benéfico calor se dejó sentir por todo mi ser. Al mismo tiempo comencé a sudar copiosamente, y perdí la noción de todo lo que sucedió a mi alrededor.

Así pasaron días, sin que mi cerebro se diera cuenta de nada, atormentado por la fiebre.

Una noche la lucidez pareció aclarar mi inteligencia. No sé cuándo fue. Sólo recuerdo que era una noche plácida. La luna brillaba en un cielo limpio de nubes. Sus rayos, pasando por la ventana, caían sobre la cama de Leo. Vi aquella mujer desconocida que, sentada a su lado, velaba su sueño. Mi amigo, soñando, murmuraba palabras, ora en inglés, ora en árabe, sin ilación ni sentido alguno. Ella, interesada, no perdía ninguna de las palabras, tratando, quizá, de hallar en ellas algún significado. Como movida por un resorte, se levantó de su asiento, y de puntillas, llegó hasta mí. Viéndola venir, me hice el dormido para mejor observarla.

Yo estaba verdaderamente intrigado. ¿Quién era esta mujer a quien el viejo guardián llamaba la Khania de Kaloon? ¿Sería la reencarnación de Ayesha? ¿Por qué no? No; no podía ser. Si hubiese sido

Ella, estoy seguro que la hubiera reconocido inmediatamente.

No; por ese punto no había duda alguna. Me miró; y, al parecer, no hallando ninguna solución a su aparente duda, volvióse a sentar junto a Leo. Mi amigo, pasada su crisis, dormía profundamente. El silencio era completo, tanto, que hubieran podido oírse las palpitaciones de su corazón. Fue esta vez ella quien comenzó a monologar de manera extraña. Sus estancia me permitía oír, sin perder palabra. Se expresaba en el mismo griego bastardo con que antes nos entendimos con palabras eran apenas sordos murmullos; pero el silencio de la el viejo guardián, si bien mezclaba palabras mongólicas, como en casi todos los dialectos del Asia Central.

Su extraño monólogo no dejó de inquietarme un poco.

—¡Hombre soñado! —murmuraba—. ¿A qué has venido? ¿Quién eres? ¿Por qué Hesea me obligó a venir a tu encuentro?

Guardó silencio. Nuevamente comenzó.

—Duermes, estoy segura, aunque en el sueño los ojos están a veces abiertos. Pero, contéstame, te lo ruego, ¿qué extraño lazo nos une? ¿Por qué te he visto tantas veces en sueños? ¿Por qué te conozco, extranjero? ¿Por qué?

La voz, que era dulce y melodiosa, se fue apagando dulcemente. Al inclinarse sobre Leo, sus bucles rozaron la cara de éste. Instintivamente se llevó las manos a la parte rozada, y, sujetando el mechón de cabellos, dijo en inglés:

—¿Dónde estoy? ¡Oh! ¡Ya recuerdo!

Sus ojos miraron cuanto lo rodeaba, como buscándome. De pronto, dijo, en su pésimo griego:

—Ya recuerdo; vos sois la dama que nos salvó de las aguas. Decidme: ¿sois también esta reina a quien busco desde hace largo tiempo y a quien no puedo encontrar?

—No sé —contestó ella, con una voz dulce como la miel y ligeramente emocionada—. No sé; pero yo soy la reina; sí, reina es una Khania de Kaloon.

—Entonces, dime, reina: ¿te acuerdas de mí?

—Te he visto en sueños —contestó—, y creo que nos hemos encontrado en un pasado que está muy lejos. Sí, lo presentí desde el primer momento que te vi en el río. Extranjero, dime, te lo ruego: ¿cuál es tu nombre?

—Leo Vincey…

Ella movió su cabeza, con desaliento.

—¡No os conozco!, pero, sin embargo, yo os he visto antes de ahora.

—¿Que me conocéis? ¿Cómo podéis conocerme? —dijo Leo, agotando las últimas fuerzas que momentáneamente le reanimaban. Después, no pudiendo resistir más, su cabeza volvió a caer pesadamente.

Ella lo miraba sin perder detalle. Sus ojos parecían como fascinados. La vi inclinarse sobre la cabeza de Leo, y dulcemente depositó un beso sobre sus labios.

Entonces me descubrió.

Atónito, mudo y electrizado por la singular escena que acababa de ver, sin saber lo que hacía, me había incorporado en el lecho. Sí, me vio espiando su acción y tal furia se apoderó de ella, que creí llegada mi última hora.

—¡Maldito! ¡Me has espiado! —dijo, entre dientes.

En su mano brillaba un cuchillo, que destinaba, sin duda, para mi corazón. En ese momento de peligro, mi sangre fría volvió hacia mí, y conforme avanzó, alargué mi mano implorando.

—¡Oh!, por compasión, por piedad, dadme de beber; la fiebre me quema; me abraso —moví los ojos, como aquel que busca algo que no ve y volví a repetir— Por piedad, dadme algo de beber. ¡Oh, amigo mío! Vos a quien llaman el guardián de la Gran Puerta, ¡dadme de beber!

Reuniendo mis pocas dotes de actor, trágicamente me arrojé como extenuado sobre mi lecho. Ella quedó desarmada, por cuanto, tomando un jarro de leche que había sobre una mesa próxima, lo llevó a mis labios, mientras sus llameantes ojos, en los que reflejaba la rabia y la pasión, escrutaban mi cara, tratando de encontrar algún signo delator.

—¿Tembláis? —me dijo—. ¿Los sueños no os dejan reposar?

—Sí, hermana —contesté—. Así es. Los sueños del maldito precipicio no me dejan dormir.

—¿Queréis algo más? —preguntó.

—No, nada más. ¡Oh, qué jornada más dura para encontrar una reina!

—¿Para encontrar una reina? —replicó, intrigada—. ¿Qué queréis decir? ¿Estáis seguro?

¡Juradme que no soñáis!

—¡Os lo juro! —dije—. Os lo juro por el símbolo de la Vida y la Montaña Sagrada, y hasta por vos misma, ¡oh reina de los tiempos remotos!

Simulé entonces un desmayo, pues no me convenía decir ni hacer nada más. Cerré los ojos, y, entreabriéndolos un poco, pude ver que su cara, antes rosada; se volvía pálida como la cera. Parecía que mis palabras la habían afectado profundamente. No sé qué clase de pensamientos agitaban a aquella mujer pues, a pesar de esto, su mano empuñaba todavía la daga. Tras una pausa, hablando consigo misma, dijo:

—Me alegro que sueñe, pues si algo hubiera oído, seria lo bastante para dictar su sentencia de muerte, y no quiero que un viajero que tanto ha pasado, que tanto ha luchado por llegar hasta aquí, tenga como todo funeral que servir de carnaza a los Mastines de la Muerte. Además, aunque parece viejo y repugnante, tiene el aire de hombre prudente y discreto.

Aunque mucha satisfacción me produjo su concepto, no dejé de pensar en los Mastines de la Muerte. Oí los pasos del guardián en la escalera, y a los pocos momentos entró éste en la habitación.

—¿Cómo van esos enfermos, sobrina? —preguntó.

—Están desmayados los dos.

—¿Es verdad? Yo creía que iban mejorando, me pareció haberlos oído hablar.

—¿Qué es lo que has oído, Mago? —preguntó como picada por una víbora.

—¿Yo? ¡Nada! He oído solamente el ruido de una daga al salir de su funda y los lejanos aullidos de los Mastines de la Muerte.

—¿Y qué es lo que has visto? —preguntó de nuevo.

—Extrañas cosas, Khania, sobrina mía; pero cuidado; estos hombres vuelven en sí de su letargo.

—Escucha —dijo ella—. Mientras éste duerme, lleva al viejo a otra habitación, pues es conveniente este cambio. Además, el más joven necesita más espacio y más aire.

El guardián, a quien ella llamó Mago, sostenía una lámpara en su mano. La luz daba de lleno en su cara, y pude observarla con el rabillo del ojo.

Puso una expresión tan extraña, que no dejó de alarmarme. Desde el principio desconfié de este hombre, que me pareció vengativo y rastrero. Ahora le tenía miedo.

—¿A qué aposento, Khania? —preguntó con cierto retintín.

—Llévale —dijo ella, lentamente— a uno donde pronto recobre la salud. Este hombre debe ser prudente. Además, conoce la existencia de la Montaña, y causarle algún daño podría ser peligroso. Pero ¿por qué preguntáis eso?

—Te dije antes que oí aullar a los Mastines de la Muerte. Haces bien: la abeja que busca el polen, debe libarlo antes de que las flores se marchiten; pero no olvides que hay mandatos contra los que es necio rebelarse, máxime si no podemos comprender nada de su significado.

Yendo hacia la puerta, sopló un silbato, e instantáneamente se oyeron los pasos de los servidores. Les dio una orden, y tomándome entre los dos me llevaron a través de sombríos corredores, y, subiendo por unas escaleras, llegamos a una habitación de la misma forma casi que la anterior, aunque no tan grande, donde me dejaron sobre un lecho.

El viejo me escrutaba para ver si volvía de mi desmayo. Me agarró una mano y me tomó el pulso. El resultado del examen pareció extrañarle, por cuanto no pudo evitar una exclamación. Después me dejó. Cuando aún oía sus pasos, me quedé completamente dormido, debilitado por las emociones del día.

Cuando desperté, era un hermoso día. Mi imaginación estaba despejada. Estaba contento como nunca. Ahora recuerdo que todo lo que soñé no era sino la influencia de las emociones anteriores. Yo había visto y había oído demasiado. Estaba en peligro; lo sabía.

Esta mujer llamada Khania sospechaba que yo la había visto y oído. Aunque le había hablado del Símbolo de la Vida y de la Montaña del Fuego, y desarmado con mi comedia, estoy seguro que me profesaba un odio tal que no dudaba que había ordenado al viejo guardián darme muerte de una forma o de otra. Pero no sé por qué me parecía que él no se mostraba muy propicio a obedecer la orden. Tengo la seguridad de que no me mató en aquellos instantes porque tenía miedo de hacerlo. Creo que también en algo influyó la curiosidad de saber qué era lo que yo sabía. Lo principal era que todavía vivía; luego, los acontecimientos se encargarían de hablar. Era necesario obrar con prudencia, y, si era preciso, fingir una ignorancia completa. Siguiendo todas estas consideraciones, llegué en ellas hasta la escena que había visto, y que tan a punto estuvo de ser la causa de mi muerte.

¿Era esta mujer verdaderamente Ayesha? ¿Quién, excepto Ayesha, podía conocer algo sobre la vida anterior de Leo? ¡Nadie!

¿Pero, por qué no? ¿Y si lo que Kou-en y sus monjes creían era verdad? Si las almas de los seres humanos son inmortales, y su paso sobre la tierra no es sino una sucesión de cuerpos físicos que cambian de forma, se reproducen y mueren, mientras el alma no muere, sino que reencarna nuevamente, y así, por millones y millones de años. ¿Por qué entonces no habría de conocer su existencia anterior más que Ayesha? Por ejemplo, aquella hija del Faraón, llamada Amenartas, que hizo presa en el corazón de cierto Kalikrates, sacerdote de la diosa Isis, a quien los dioses protegían y los demonios prestaban obediencia.

¡Oh! Ahora la luz parecía hacerse en mi cerebro. Amenartas y la Khania, esta mujer majestuosa, en la que la soberbia y el orgullo de estirpe parecía reflejarse en cada movimiento, ¿no serían una misma mujer? Aquella que fue maga, y que con sus artes consiguió hechizar al sacerdote hasta el punto de arrebatarlo del culto de la diosa, ¿no sería la reina de este país desconocido? Si esto era así, si ella era Amenartas reencarnada, ¿no intentaría otra vez hacerle renunciar a su extraño ideal? Solamente el pensar en el futuro me hizo estremecer de inquietud. La verdad la conoceríamos; pero ¿cómo?…

Sumido en estas reflexiones estaba, cuando la puerta se abrió. En el marco apareció la amarillenta cara del viejo, a quien la Khania había llamado mago. Avanzó unos pasos, y se paró ante mí.

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