Ayesha

Ayesha


EL EMISARIO

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—Perro —dijo en voz suave, pero tras la cual se traducía una terrible inflexión—; ¡perro maldito! ¿Qué ibas a hacer con los protegidos de la poderosa Madre de la Montaña? ¿Es para eso para lo que se os ha concedido la merced de vivir, a ti y a los idólatras que te siguen?… ¡Contesta, aborto del averno, contesta si tienes algo que decir, porque te queda poco tiempo que vivir!

Con el terror retratado en su rostro, el gigantesco hechicero cayó de hinojos a los pies, no del jefe de los monjes, sino de nuestro fantástico guía, articulando, en guturales exclamaciones, demandas de piedad.

—En vano —dijo el superior de los monjes—; ella es el Ministro que juzga y la Espada que ejecuta la sentencia. Yo soy el Oído y la Voz. Habla y dime. ¿Por qué ibais a matar a estos hombres, a quien habíais de dar hospitalidad y apoyo tal como se os estaba ordenado? Ibais a matarlos solamente porque arrancaron de vuestras manos a esa pobre víctima y destruyeron el objeto de vuestra idolatría. Lo he visto todo. Y sabe que esto no ha sido sino una trampa puesta para probarte a ti, a quien tanta vida se te había concedido.

El pobre diablo seguía postrado ante nuestro guía sin atreverse a levantar sus ojos del suelo.

—Emisario —dijo el superior—: tú tienes la Justicia. Dicta tu veredicto.

Entonces nuestro guía, levantando su mano lentamente, apuntó al fuego. De pronto, el hechicero palideció cayendo hacia atrás muerto, asesinado por su propio terror.

La mayoría de los concurrentes al extraño rito había huido; no obstante, algunos curiosos quedaban contemplando atónitos la lúgubre escena. El Superior los mandó acercarse con autoritaria voz. Como perros temerosos se acercaron hasta llegar a pocos pasos de él.

—Mirad —dijo, señalando al caído—; mirad y temblad ante la Justicia de Hesea, la Madre.

Esta suerte seguiréis cada uno de vosotros que abandone su culto para dedicarse al crimen y a la idolatría. ¡Llevaos a ese perro apestado que fue vuestro jefe!

Algunos de los más arriesgados se acercaron, levantando el cadáver del suelo.

—Ahora arrojadlo al lecho que habíais preparado para sus víctimas.

Los portadores de la fúnebre carga se dirigieron hacía la llameante pira, y arrojaron en ella el cuerpo del hechicero.

—Escuchad —dijo el monje—, y sabréis por qué este hombre ha sido castigado. ¿Sabéis por qué quería matar a esta muchacha a quien los extranjeros han arrebatado de sus garras?

Porque el gato idolatrado la señaló como bruja, pensaréis vosotros. ¡No! Yo os lo diré, y mi voz es la de la Verdad. No fue por eso: porque, siendo hermosa, la quería para sí, como ha hecho con muchas otras, aun siendo casada y amando a su marido. Como ella le rechazó, en venganza quería hoy su muerte. Pero el Ojo ve, la Voz habla y el Emisario emite su veredicto. Ha sido cazado en sus propias redes, y así os sucederá a cada uno de vosotros que se aparte del camino trazado para seguir el camino del mal. Tal es la justicia de Hesea, transmitida a mí desde su trono entre los fuegos de la Montaña Sagrada.

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