Ayesha

Ayesha


LA SEGUNDA PRUEBA

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Levantóse entonces Hesea y se dirigió lentamente hacia el espacio descubierto frente a la cámara rocosa, deteniéndose cerca del borde del precipicio en cuyo fondo estaba el lago de fuego.

—¡Ven, Papava, quítame los velos! —ordenó con voz débil.

Papava avanzó, y después de Hacer una reverencia ante ella, comenzó la tarea ordenada. Papava no era una mujer de aventajada estatura y, sin embargo, tenía que inclinarse para cumplir la tarea. Los primeros velos cayeron sin revelar nada. Cayeron otros, y ante nosotros apareció la figura fantasma que se nos apareció en el valle de las osamentas al llegar a la Montaña. Así, pues, nuestro misterioso guía y la sacerdotisa Hesea eran un mismo ser.

Más velos fueron cayendo; parecían no tener fin. Aquel cuerpo debía ser pequeñísimo, desmesuradamente pequeño. ¡Oh!, los últimos velos caían y aparecieron dos esqueléticos miembros que parecían ser dos manos. Después los pies, pero ¡qué pies! Como aquellos pies recordaba haber visto los de una momia real, una vez en Egipto, y por un extraño juego de recuerdos, vino a mi memoria el nombre de aquella momia que llamaban «La Bella».

Todos los velos habían caído ya, a excepción del último más espeso, y que la cubría de pies a cabeza. Hesea rechazó con un gesto a Papava, que se arrojó medio desfallecida al suelo, tapándose los ojos con las manos. Luego la sacerdotisa soltó el velo que la cubría y que cayó a sus pequeños pies, y haciendo un esfuerzo supremo de desesperación se volvió hacia nosotros.

¡Oh! Era… No la describiré, pero la conocí al instante, pues fue así cómo la vi a través de la máscara de su inmortalidad, ante el Fuego de la Vida; era Ayesha, la forma de la cara, su aire de soberbio desafío… De pie ante nosotros, la nube de llamas ponía al descubierto todas sus lacras y miseria…

Se hizo un silencio de muerte. Vi cómo los labios de Leo se tornaban de rojos en blancos; y cómo sus rodillas se doblaban sin fuerzas para sostenerlo; pero haciendo un esfuerzo sobrehumano se mantuvo firme como el cadáver sostenido en pie por un soporte.

Vi a Atene que volvía la cabeza en una expresión de repugnancia y quizá de dolor. Hubiera querido ver a su rival humillada por su belleza; pero la vista de aquel horrible cuerpo pareció conmoverla. Parecía que aquella visión hubiera despertado una fibra sensible dormida en lo más intimo de su femineidad. Únicamente Simbrí que parecía esperar lo sucedido, y Oros, permanecieron imperturbables. Éste último, en medio de aquel silencio sepulcral, exclamó:

—¡Ved en esa vieja lámpara la luz eterna que luce en ella, a través de esa arrugada cáscara el alma inextinguible que la anima!

Aplaudí desde mi corazón estas nobles palabras. Pensaba del mismo modo que Oros, ¡pero gran Dios!, mi cerebro iba a estallar y yo deseaba que estallase de una vez para no oír ni ver nada de lo que me rodeaba.

Aquella visión de Ayesha momificada me espantaba. Al principio tuve esperanzas, pero éstas murieron y la angustia y sólo la angustia se apoderó de mi corazón.

Algo había que hacer, esto no podía durar. Mis labios estaban resecos, mi garganta no podía articular palabra y mis pies se negaban a moverse.

Hubiera preferido mil veces yacer en las profundidades del cráter donde posaban las cenizas del difunto Rassen, antes que vivir un minuto más en esta angustiosa situación.

Atene, al fin, habló. Se dirigió al cuerpo momificado de Ayesha, e irguiéndose con toda la soberbia de su majestuosa belleza, exclamó:

—¡Leo Vincey o Kalikrates!, toma el nombre que quieras; pensarás mal de mí al creer que voy a mofarme de una rival en su desgracia. Nos ha contado una historia que, verdadera o falsa, quizá más falsa que verdadera, me ha hecho conocer cómo seduje al sacerdote del santuario de una diosa, y cómo esta diosa, Ayesha misma, se vengó de mí asesinando al hombre a quien yo amaba. ¡Deja a la diosa, si verdaderamente es tal, que haga lo que más le plazca, que yo, mortal, quiero hacer la mía, hasta que la vida toque a su fin! ¡Yo quiero ser también diosa! ¡Oh, tú, hombre! No tengo vergüenza de decir que te amo delante de estos extraños; te amo, y, según parece, esta mujer o diosa también te ama, ya que ahora mismo acaba de decirte que debes escoger entre ella o yo y ahora para siempre. Escoge, Leo Vincey, y pon fin a esta extraña historia. No quiero defenderme; tú sabes quién soy, pero puedo darte amor y felicidad, y descendientes, que te seguirán a ti en el gobierno y administración del país. ¿Qué es lo que puede ofrecerte esa hechicera? Nada, palabras dulces, visiones, obra de su magia en la pantalla de fuego, sabias máximas, historias del pasado y para cuando hayas muerto, la dicha, cuando esa terrible diosa a quien tan firmemente sirve haya perdonado y olvidado. He acabado, Leo Vincey, poro sólo debo añadir una palabra. ¡Oh, tú por quien, según Hesea, abandoné y abjuré de mi rango real para huir contigo y compartir los peligros de un mar tempestuoso! ¡Oh, tú a quien, aun a través de las edades mi corazón ha seguido amando! ¡Oh, tú a quien no hace mucho tiempo salvé de la muerte en el río que baña el precipicio! ¡Escoge, escoge!

Toda esta alocución tan moderada al parecer, pero tan cruel en el fondo, tan bien razonada y tan falsa, parecía escucharla la pobre Ayesha como si de ella dependiese el final de su inmortal existencia. Sin embargo, nada contestó, ni una palabra, ni un movimiento. Parecía como si hubiera dicho todo lo que tenía que decir y hecho todo lo que tenía que hacer.

Miré a la pálida cara de Leo. Lentamente se dirigía hacia Atene atraído por el brillo de la pasión que emanaba de sus hermosos ojos negros. Mas de pronto, rehaciéndose, sacudió la cabeza y sus ojos brillaron con feliz alegría.

—Después de todo —dijo pensando más que hablando—, nada tengo que hacer con respecto a pasados que desconozco y sucesos de mi vida anterior. Ayesha me ha esperado por cerca de dos mil años. Atene se casó con un hombre a quien odiaba y lo envenenó, como sería capaz quizá de envenenarme a mí el día que de mí se cansase. No sé qué juramento hice a Amenartas, si tal mujer vivió. Recuerdo sólo el juramento que hice a Ayesha. Si ahora rechazo a Ayesha, es que mi amor no puede resistir el paso del tiempo ni sobrevivir a la presencia de la muerte. ¿No juré que tomaría a Ayesha tal como fuera? El amor es inmortal. ¿Por qué no retenerlo en nuestro corazón hasta que la muerte deje libres nuestras almas?

Deteniéndose ante la forma de Ayesha, se arrodilló ante ella besando sus pies.

Sí, besó aquella forma humana tan horrorosa y creo que fue uno de los actos más valerosos que hombre alguno pudiera hacer.

—Tú lo has escogido —dijo Atene fríamente—; mas he de decirte, Leo Vincey, que tu elección te separa de mí para siempre. ¡Quédate con la esposa que tú mismo has elegido!

Ayesha no había todavía hecho ningún signo ni dicho palabra alguna hasta que, cayendo de hinojos, comenzó a rezar en voz alta. Éstas fueron las palabras de su oración, tal como se las oí, aunque no sé exactamente a qué poder sobrenatural eran dirigidas; es más, nunca lo llegué ni creo lo llegaré a saber…

—¡Oh, tú, ministro de la Todopoderosa Voluntad, que esgrimes la espada de la ley, llamada naturaleza; tú que te coronaste como reina de los egipcios con el nombre de Isis, pero que eres la diosa de todos los países y de todas las edades; tú que conduces al hombre; que das la vida al niño por el pecho de su madre, que das muerte a la vida, y que desde las negras profundidades de la muerte iluminas las tinieblas con la luz de tu risa; tú que eres la abundancia sobre la tierra, que tu sonrisa es la primavera, que tu risa es el rumor del mar, cuya placidez es el otoño y cuyo sueño es el gélido invierno; oye las súplicas de tu hija escogida y tu ministro! Desde los más remotos tiempos me diste la fuerza y el vigor para la inmortalidad, al mismo tiempo que me concedías la belleza suprema sobre todas las mujeres de la tierra, a cambio de centurias y centurias de glacial soledad en la más horrorosa fealdad ante los ojos de mi amado. Yo te ruego desde el fondo de mi alma que cambies mi inmortalidad por mi anterior belleza y dejes que el verdadero amor endulce mis sufrimientos; y si esto no puede ser, da la muerte a esta pobre y humilde sierva tuya.

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