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Capítulo 3

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Capítulo 3

Transcurrieron cinco días más antes de que Shalune considerase que Índigo se encontraba en condiciones de viajar. Resultó un espacio de tiempo peculiar e incómodo, ya que la presencia en el kemb de las cuatro sacerdotisas ejercía un efecto inhibidor sobre todos. La vida de la familia de comerciantes se vio alterada en gran medida. Ninguno de sus miembros escatimaba esfuerzos en servir a sus invitadas en todo lo posible, y estaba claro que se consideraban enormemente honrados con la visita, pero, con los mejores dormitorios cedidos a las forasteras y una buena cantidad de transacciones comerciales perdidas durante las horas que dedicaban a ocuparse de éstas, el agotamiento empezó a hacerse sentir.

Hasta donde le era posible, Grimya se mantenía apartada de las sacerdotisas, pues no acababa de sentirse muy tranquila junto a Shalune y sus compañeras. El sentimiento no llegaba a antipatía o desconfianza; era tan sólo un instinto que no podía explicar de forma racional. No se lo mencionó a Índigo en los pocos momentos en que estaban a solas para no preocuparla, pero optó por el sencillo recurso de evitar la compañía de las cuatro mujeres siempre que podía.

Para empezar, la loba padeció muchas horas de soledad. Índigo dormía la mayor parte del tiempo, recuperando poco a poco las fuerzas, y, durante los cortos espacios de tiempo en que estaba despierta, Shalune acostumbraba mandar al menos a una de sus subordinadas para que le hiciera compañía en la cargada y silenciosa habitación. Por su parte, los habitantes del kemb se encontraban demasiado atareados para prestar mucha atención a Grimya —ni siquiera a los niños más pequeños se les concedía tiempo para poder jugar con ella— y, aparte de la rutina habitual de darle agua y comida y alguna que otra frase amable, se despreocuparon de ella por completo.

De haberse encontrado en cualquier parte del mundo que no fuera la Isla Tenebrosa, pensaba Grimya, podría haber pasado el tiempo cazando, uno de sus mayores placeres y que le habría permitido recompensar a sus generosos anfitriones con algo de carne fresca. Pero mediaba un gran abismo entre cazar en este malsano y opresivo bosque y andar al acecho y perseguir las presas por el fresco verdor del continente occidental o las nieves de El Reducto. Aquí existían trampas a cada paso: flores y hojas que picaban como avispones, reptiles que escupían veneno, criaturas reptantes que podían atravesar el pelaje más espeso para chupar sangre y provocar erupciones en la piel.

Además, Grimya no estaba muy segura de que quisiera atrapar —y mucho menos comer— los animales que había visto agazapados entre los árboles de por allí, pues había algo en ellos que le repelía. Tenían un aspecto insalubre, insulso, deforme y arisco, y totalmente extraño para una loba nacida y criada en el límpido y vigorizante frío del lejano sur. Sospechaba que la carne de estos seres, cruda y sin condimentos, poseería un sabor tan repelente como su aspecto, y —aunque sabía que era una comparación disparatada— le recordaban a las deformes criaturas que había visto, hacía más años de los que podía contar, en las emponzoñadas montañas volcánicas de Vesinum. Deseaba ardientemente que no se hubieran visto obligadas a venir aquí. La Isla Tenebrosa era conocida en todo el mundo como un lugar malsano y sórdido del que era mejor mantenerse apartado, y, cuando Índigo había tomado la decisión de abandonar la ciudad-estado de Davakos en el continente occidental y había iniciado de nuevo su peregrinar, Grimya había intentado por todos los medios persuadirla de no cruzar la enorme isla y buscar otra ruta para su viaje. Índigo se había negado en redondo. Debían ir en dirección nordeste, había dicho, y nordeste quería decir precisamente esto. La única otra posibilidad era navegar hacia el norte por el estrecho de las Fauces de la Serpiente y luego girar en dirección a las Islas de las Piedras Preciosas y el continente oriental situado más allá, y eso era algo que ella no deseaba hacer. Grimya había comprendido el motivo de su renuncia. Tanto las Islas de las Piedras Preciosas como el continente oriental guardaban terribles recuerdos para Índigo: recuerdos de amigos muertos hacía ya un cuarto de siglo durante su desesperada tentativa de desenmascarar a la Serpiente Devoradora de Khimiz; recuerdos, también, de amigos que habían sobrevivido a aquella prueba con ella pero que habían envejecido un cuarto de siglo mientras que Índigo permanecía igual, amigos que ahora resultarían irreconocibles. Índigo se resistía desesperadamente a correr el riesgo de volver a encontrarlos. Peor aún, no quería arriesgarse a descubrir que el tiempo había podido más que ellos y habían pasado a mejor vida. Ya había tenido que soportar ese golpe en una ocasión cuando ella y Grimya regresaron a Davakos tras una ausencia de más de veinte años. Tenían una vieja y querida amiga entre los davakotianos, una dura mujer de pequeña estatura llamada Macee que había sido a la vez compañera de navegación y confidente en la época en que Índigo había formado parte de la tripulación del Kara Karai bajo sus órdenes. Índigo había prometido a Macee que algún día regresaría y, finalmente, había cumplido la promesa, pero para entonces ya era demasiado tarde y, cuando ella y Grimya llegaron a las costas de Davakos, descubrieron que la menuda capitana había llegado al final de sus días e ido a reunirse en paz con la Madre Tierra.

Índigo se había sentido terriblemente afligida. Consideraba —y nada de lo que Grimya pudiera decir la haría cambiar de opinión— que había traicionado a su vieja amiga. La loba no comprendía tan complejo y típicamente humano razonamiento, pero conocía a Índigo lo suficiente como para creer que su decisión de viajar directamente a través de la Isla Tenebrosa y someterse a su malevolencia en lugar de tomar la ruta más fácil era una especie de penitencia autoimpuesta, una forma de expiar su fracaso infligiéndose a sí misma privaciones. Macee, pensaba Grimya con tristeza, jamás habría aprobado un comportamiento tan estúpido.

Pero, sensato o no, se había hecho y ahora debían sacarle el mayor provecho posible. Al menos existía la reconfortante certeza de que Índigo mejoraba día a día —casi hora a hora— y, cualesquiera que fueran sus dudas sobre Shalune y sus seguidoras en otras cuestiones, Grimya no podía menos que estarles profundamente agradecida.

En el tercer día de su recuperación, a Índigo se le permitió por primera vez abandonar la cama, y, mientras permanecía sentada en la terraza del kemb disfrutando del relativo frescor de la tarde, ella y Grimya tuvieron su primera oportunidad, desde hacía bastante tiempo, de hablar en privado sin que las interrumpieran. Durante los últimos días, los poderes telepáticos de la loba habían permitido a ésta aprender bastante más sobre la lengua de sus anfitriones, y, aunque se había mantenido a distancia del séquito de Shalune, había no obstante sorprendido aquí y allá algunos retazos de conversaciones. Esto, unido a la extraordinaria escena que había presenciado junto al lecho de Índigo, le permitió reconstruir en parte el rompecabezas que constituían las intenciones de aquellas mujeres.

«Hablaban de augurios», contó a Índigo en silencio, tras mirar por encima del hombro —en una reacción ilógica— por si alguien las observaba. «No comprendí mucho de lo que oí, pero creo que fueron conducidas aquí por algo que sucedió o algo que vieron. Está relacionado contigo, Índigo, estoy segura. Sobre todo por lo que dijeron antes sobre que tú eras “ella”».

Índigo clavó los ojos en el inmóvil y tupido dosel que formaban las copas de los árboles a pocos metros del kemb.

—Ella… —reflexionó en voz alta; luego cambió a la conversación telepática. «¿No pudiste escuchar más detalles? ¿Como por ejemplo en qué dirección está ese lugar al que quieren ir?».

«No». Grimya calló unos instantes para luego añadir: «¿Por qué? ¿Es importante?».

«Podría serlo».

Índigo introdujo la mano en el cuello de la camisa y sacó la pequeña piedra-imán de la bolsita de piel que permanecía constantemente colgada alrededor de su cuello y era una de sus más antiguas posesiones. Grimya contempló la piedra cuando ésta cayó sobre la palma de Índigo y exclamó: «Ah…».

«La estudié anoche antes de dormirme. Pero el mensaje que me proporcionó no fue tan claro como esperaba… Mira, te lo mostraré».

Índigo sostuvo la piedra de forma que Grimya pudiera ver su plana superficie. Parpadeando en su interior, se apreciaba el diminuto punto de luz dorada, y, mientras la loba percibía cómo la mente de Índigo se concentraba, el pequeño puntito se desplazó bruscamente a un extremo.

«Nordeste, igual que antes», observó la loba, y miró a Índigo, perpleja. «No comprendo».

«Observa», le dijo la muchacha. El punto de luz siguió parpadeando en el extremo de la piedra durante unos cuantos segundos más. De improviso cambió de posición para colocarse en el centro y desde allí empezó a ir de uno al otro punto como una luciérnaga atrapada.

«Hizo lo mismo anoche», explicó Índigo mientras Grimya mostraba los dientes en una mueca de sorpresa. «Jamás se ha comportado así antes, y tengo una sospecha de lo que intenta decirme. Nordeste y a la vez aquí al mismo tiempo, como si no pudiera decidir sobre cuál es el mensaje más exacto». Dedicó a Grimya una larga y pensativa mirada. «¿Podría esto tener algo que ver con Shalune?».

Grimya comprendió.

«¿Con Shalune, y también a la vez con ese lugar al que ella quiere llevarte?».

«Si se encuentra al nordeste de aquí, sí». Índigo volvió la cabeza para mirar al interior del kemb, donde las mujeres preparaban la comida. No se veía señal de Shalune, pero Índigo tuvo la instintiva sensación de que ni ella ni sus acompañantes estaban muy lejos. Se volvió otra vez hacia Grimya. «Si es así, entonces creo que quizás hemos encontrado lo que buscamos. O más bien que ello ha venido a nuestro encuentro».

Durante ese día y el siguiente, Índigo intentó por todos los medios posibles averiguar más cosas sobre Shalune y sus intenciones. No resultó tarea fácil, pues, aunque Grimya estaba aprendiendo poco a poco palabras y frases del lenguaje de los habitantes de la Isla Tenebrosa e intentaba enseñar a Índigo lo que sabía, no era suficiente para permitir, de momento, ningún tipo de comunicación con las cuatro mujeres. Entonces, en la quinta mañana de su estancia allí, Shalune penetró en la habitación de Índigo, realizó la ya acostumbrada reverencia e indicó que deseaba que la joven la siguiera. Parecía contenta por algo, y Grimya, captando el tono aunque no la esencia de sus pensamientos, advirtió a Índigo de que se tramaba algo. No sin cierta prevención, Índigo permitió que Shalune la escoltase por el pasillo, a través de la sala principal del kemb y hasta la galería exterior de la casa.

Se detuvo en seco al ver lo que la aguardaba allí. No pudo ni imaginar cómo la habrían obtenido las mujeres, pero, destacando incongruentemente sobre el duro suelo frente al kemb, había una litera de bambú y palmas, con telas multicolores a modo de cortinajes y adornada con grotescos fetiches de madera, hueso, piedra y plumas. De pie junto a la litera estaban las otras tres mujeres; también éstas realizaron las reverencias de rigor, y Shalune, sonriendo con satisfacción, señaló la litera y dijo algo en lo que Índigo sólo captó el equivalente a la palabra «gente». Grimya contempló con asombro la litera. «Creo que te explica que los aldeanos han construido esto», transmitió no muy segura. «Dice también algo sobre marcharse, pero no comprendo más que eso».

Shalune, sonriente aún, indicó de nuevo la litera, e Índigo comprendió de improviso. Sin preámbulos ni preparativos evidentes, las sacerdotisas tenían la intención de abandonar el kemb esta misma mañana…, y la litera era para transportarla a ella.

Índigo escuchó entonces movimiento a su espalda y, al volverse, se encontró con dos de las mujeres del kemb que salían en aquel momento por la puerta con sus bolsas en las manos. Las transportaban con reverencia y un cierto nerviosismo, como medio asustadas de tocarlas, y, a una brusca señal de Shalune, pasaron corriendo junto a Índigo y descendieron la escalera para depositar los bultos en el interior de la litera. Índigo permaneció inmóvil sin saber cómo reaccionar. No estaba dispuesta a capitular a los deseos de las mujeres sin saber adonde pensaban llevarla o qué pensaban hacer con ella, pero ¿cómo podía hacérselo comprender? ¿Cómo podía expresar su protesta?

La aguardaban, y las espesas cejas de Shalune empezaron a juntarse en un principio de enojo. Índigo clavó la mirada en los duros ojos de la otra, y dijo con mucho cuidado en el idioma de la Isla Tenebrosa:

—¿Qué es esto?

Shalune pareció asombrada. Era la primera vez que Índigo se dirigía a ella en su propia lengua, y la pregunta la cogió totalmente por sorpresa. Recuperando la compostura, le dedicó una profunda inclinación con un amplio gesto de la mano y le respondió hablando con rapidez y gran énfasis.

«Grimya, ¿qué es lo que ha dicho?», comunicó Índigo, llena de desesperación. No había comprendido nada; las frases habían sido excesivamente complejas y pronunciadas a demasiada velocidad, pero no quería que Shalune advirtiera lo limitada que era todavía su comprensión del idioma.

«Me parece…». La loba luchó por relacionar las palabras que había comprendido con las impresiones que sus sentidos telepáticos habían recogido del cerebro de la mujer. «Dice que te llevarán en andas. Habla de estima, y de algo más… No sé lo que significa, pero parece una palabra buena, una palabra de alabanza».

Shalune contemplaba a Índigo expectante pero también con desconfianza. Rápidamente y en silencio la muchacha preguntó a la loba:

«¿Cuál es la palabra para preguntar “dónde”? ¡Tengo que averiguar adónde piensan llevamos!».

Grimya se la transmitió, e Índigo repitió la frase en voz alta. Shalune volvió a responder hablando con rapidez y con todo detalle, y Grimya tradujo:

«Habla, de agua y… de un lugar, un edificio, creo. Un lugar especial, como… ¿un templo?».

Índigo asintió. Era lo que sospechaba, y sostuvo la mirada de la sacerdotisa sin pestañear.

—¿Dónde? —volvió a preguntar, y esta vez indicó primero a su derecha y luego a su izquierda, las cejas ligeramente enarcadas en inequívoco gesto de interrogación.

Shalune hizo una nueva reverencia y se volvió para indicar el sendero que discurría junto al kemb para ir a perderse en las profundidades de la isla.

—Por aquí —respondió. Índigo sabía lo suficiente para comprender sus palabras en esta ocasión—. Cinco días de viaje a pie.

Índigo miró más allá del dedo extendido de la mujer, y su rostro no traicionó nada del repentino aceleramiento de su pulso. Dirección nordeste. El aparentemente ambiguo mensaje de la piedra-imán quedaba explicado. Durante unos instantes, la muchacha permaneció muy quieta mientras una mezcla de emociones y reacciones se agitaba en su cerebro. Luego se dio cuenta de que, por encima de todo, se destacaba una clara intuición que barría todas las dudas, todas las advertencias, toda otra consideración.

«Debemos ir con ellas», dijo a Grimya en silencio. «No existe ninguna otra elección que tenga sentido». Y, con un severo gesto de asentimiento hacia Shalune, descendió los peldaños de la terraza en dirección a la litera.

Sus anfitriones la llenaron de regalos antes de permitir que la procesión se pusiera en marcha. Índigo no quería aceptarlos; la familia podía ser considerada discretamente próspera según los criterios locales, pero desde luego no era rica y no podía permitirse el lujo de regalar toda la comida y utensilios y piezas de tela finamente tejidas que se amontonaban en la litera a sus pies. Nadie hizo caso de sus protestas, no obstante; todo lo que sus antiguos anfitriones deseaban —o, más bien, anhelaban—, al parecer a cambio de su generosidad era que posase ambas manos sobre las cabezas de cada uno de ellos, desde la anciana señora de la casa hasta el más pequeño niño de pecho.

Índigo se sintió como una curandera, pero no tuvo el valor de negarles el favor. Cuando la ceremonia de las bendiciones tocó a su fin y, entre ruidosas despedidas, las cuatro mujeres se alejaron llevando en hombros la litera, la joven se dejó caer sobre los almohadones tras las multicolores cortinas sintiéndose avergonzada y culpable. ¿Qué habrían contado Shalune y su séquito a estas confiadas personas? ¿Que ella era un ser especial, imbuido del poder de traerles buena suerte? ¿Lo creía en realidad Shalune? Y, de ser así, ¿por qué? ¿Qué representaba ella para estas mujeres?

Suspiró y apartó a un lado una de las cortinas, que convertían el ya recalentado aire del interior de la litera en algo sofocante e insoportable. Grimya, que odiaba los lugares cerrados y había preferido trotar junto a la litera en lugar de ir en su interior con Índigo, levantó la cabeza al apartarse la tela. Había leído los pensamientos de su amiga y estableció de inmediato comunicación telepática con la mente de Índigo.

«Me parece que no podemos esperar respuestas a esas preguntas durante un tiempo. Debemos ser pacientes, y confiar en la piedra-imán».

Índigo le sonrió con afecto y contestó:

«Tienes razón, cariño, como de costumbre. Lo único que temo es que estas mujeres me hayan confundido con otra persona. Si eso es cieno, entonces las cosas puede que se nos tuerzan cuando descubran su error».

Grimya consideró sus palabras durante unos instantes antes de responder.

«No creo que debamos inquietarnos por eso. No son personas perversas; lo percibo con toda claridad. Además…». Vaciló y luego volvió a levantar la cabeza hacia Índigo; sus ojos ambarinos brillaban con peculiar intensidad. «No sé más de lo que tú sabes sobre lo que piensan estas mujeres que eres. Pero la piedra-imán no miente, Índigo…, de modo que a lo mejor no están equivocadas después de todo».

«¿Qué es lo que estás diciendo, Grimya?», inquirió Índigo dirigiéndole una aguda mirada.

La loba volvió la cabeza y lamió el pegajoso aire con la lengua.

«Sólo lo que pienso, lo que sospecho. Pero no sé si tengo razón». Calló unos segundos y alzó otra vez los ojos hacia Índigo, aunque con cierta desgana, pensó la joven. «No deberías darle vueltas. Pensar en ello no servirá de nada. Aún no, no hasta que sepamos más. Deberías dormir. Todavía no has recuperado todas las fuerzas, y este viaje promete resultar tedioso. Duerme, Índigo». Una nota persuasiva y con un vago tono de súplica se deslizó en su voz mental. «Duerme. Eso es lo que necesitas en estos momentos por encima de todo».

En contra de lo que esperaba, Índigo durmió gran parte del largo y monótono día. Parecía como si las cuatro mujeres fueran incansables. Se detuvieron tan sólo en una ocasión durante las horas diurnas, para comer una rápida comida y beber copiosas cantidades de agua, y la joven sospechó que debían de utilizar alguna droga hecha de hierbas para aumentar su resistencia más allá de los límites normales. El continuo traqueteo de la litera, unido a la sensación de claustrofobia engendrada por el sofocante aire y los ahogados pero incesantes ruidos del bosque, la arrullaban haciéndola caer en un extraño letargo que de vez en cuando casi se semejaba a la fiebre.

Se detuvieron para pasar la noche cuando empezó a oscurecer y las sombras cayeron como una sábana sobre el bosque. No se veía señal de ningún lugar habitado, y, antes de ponerse a preparar una improvisada cena, las mujeres dieron vueltas en torno al lugar elegido, entonando cánticos y depositando pequeños paquetes de comida en un amplio círculo alrededor de la litera. Grimya explicó a Índigo que, por lo que podía entender, se trataba de ofrendas para aplacar a espíritus o demonios que de lo contrario podrían verse tentados de atacar al grupo. Durante toda la noche, a los susurros del bosque se sumaron los cánticos apagados y el repiqueteo de los sonajeros que agitaban las sacerdotisas mientras montaban guardia por turnos.

El esquema del primer día continuó durante los cinco días y noches de su viaje, interrumpido sólo por otros dos violentos temporales. En los momentos de mayor intensidad de las tormentas buscaban refugio, acurrucándose junto a la litera bajo una curiosa especie de árbol de tronco hinchado con hojas de dos metros y medio tan anchas como un hombre con los brazos extendidos, para luego seguir avanzando penosamente bajo la bochornosa humedad en cuanto amainaba el aguacero. Pasaron junto a varios poblados durante el trayecto, y en cada ocasión se las recibía con una combinación de respetuoso temor y alegría. Nuevos regalos se amontonaban sobre Índigo, y una vez más los donantes sólo querían su bendición a cambio. Shalune presidía, repartiendo consejos y justicia, y luego, pasadas dos o tres horas, se volvía a levantar la litera y seguían su camino.

El quinto día amaneció húmedo y angustiosamente silencioso, con la promesa, dijo Grimya, de otra fuerte tormenta. Las mujeres habían seguido avanzando hasta tarde la noche anterior, deteniéndose tan sólo cuando la luna se puso y la oscuridad se volvió demasiado intensa para que pudieran seguir andando con seguridad, y, tan pronto como el primer destello de luz se filtró al interior del bosque, levantaron el campamento y volvieron a ponerse en marcha.

Esta mañana, Shalune y sus acompañantes mostraban un aire de ansiosa expectación. Mientras andaban, las porteadoras de la litera cantaban una rítmica canción de marcha en una tonalidad menor ligeramente inquietante. Grimya que pudo comprender algunas de las palabras, dijo que era para expulsar a cualquier criatura, humana o no, que pudiera desearle algún mal al grupo.

Parecía una precaución innecesaria, pues hacía más de un día que no habían pasado junto a ningún poblado, ni visto señal de actividad humana, en lo que parecía ser bosque virgen; pero, a medida que transcurría la mañana y el aire se calentaba hasta convertirse en un infierno abrasador, la canción se volvió más enfática, más apremiante… y, justo antes del mediodía, llegaron al final del viaje.

Índigo dormitaba de forma irregular e incómoda detrás de las cortinas corridas de la litera, pero la llamada telepática de Grimya la despertó con un sobresalto. Se incorporó sobre un hombro, apartando a un lado los sofocantes velos para poder ver, y sus ojos se abrieron de par en par por el asombro.

La maraña de árboles y maleza había cesado tan de improviso como si una guadaña gigantesca hubiera pasado por allí, y se encontraban a la orilla de un lago circular que reflejaba el profundo azul del cielo como si se tratara de un enorme espejo. El sol, casi directamente encima de sus cabezas en esta latitud, tenía un brillo cegador que blanqueaba el paisaje y laceraba los ojos de Índigo con su intensidad. Alrededor de la orilla del lago, los árboles se apiñaban unos contra otros, pero, en la orilla opuesta, el muro verde-grisáceo quedaba roto por un gigantesco farallón de roca roja, escalonado y aplanado en la cima para formar un zigurat que se alzaba por encima de los árboles. La fachada del zigurat estaba asaeteada de lo que parecían cuevas de una simetría antinatural, y en la cima truncada, demasiado distante para poder apreciar su origen, un fino penacho de humo se elevaba por el aire inmóvil.

Las mujeres depositaron la litera sobre el suelo. Miraban con ansiedad el farallón rocoso situado al otro lado del lago, e Índigo hizo intención de descender de la litera para reunirse con ellas. Al ver sus intenciones, Shalune hizo un gesto negativo, indicándole que permaneciera donde estaba. Luego rebuscó en la bolsa que llevaba y sacó un brillante disco de metal que parecía latón de unos veinticinco o treinta centímetros de diámetro. Shalune levantó los ojos hacia el cielo, guiñándolos un poco, y dio unos pasos en dirección al lago con el disco en alto, inclinándolo adelante y atrás para que reflejara los rayos del sol. Luego aguardó, y segundos más tarde un brillante puntito de luz centelleó desde el farallón como respuesta a su señal. Con un gruñido de satisfacción, Shalune volvió a guardar el disco en la bolsa; las mujeres levantaron la litera de nuevo y comenzaron a rodear el perímetro del lago. Llevaban recorrida quizá la mitad de la distancia que las separaba del zigurat, cuando una estruendosa fanfarria quebró el silencio. Grimya lanzó un agudo gañido de sorprendida protesta, e Índigo, inclinándose peligrosamente fuera de la litera, vio a un grupo de personas de piel oscura sobre un saliente cerca de la cima, con largos cuernos de latón apoyados contra los labios. Por dos ocasiones y luego tres veces más, los cuernos resonaron ensordecedores; entonces se produjo un movimiento en el farallón. Índigo vio que un cortejo descendía a su encuentro.

Había escalones tallados en la roca que descendían las empinadas terrazas zigzagueando junto a salientes y entradas de cuevas hasta una parcela de terreno arenoso que formaba un coso al aire libre entre el farallón y la orilla del lago. Una docena de mujeres bajaban por la escalera, como un refulgente río, conducidas por una figura alta y huesuda vestida con una delgada falda y un peto a juego de tela multicolor y coronada con un tocado de plumas. La comitiva alcanzó el pie del último tramo de escaleras en el mismo instante en que llegaban ante él Shalune y el resto del grupo. Shalune se adelantó hacia la mujer alta y le dirigió un saludo ceremonioso. La mujer inclinó la cabeza, pronunció algunas palabras concisas como respuesta, y pasó junto a Shalune en dirección a la litera. Grimya, que se había acurrucado a la sombra de la litera y contemplaba a la desconocida con desconfianza, transmitió a su amiga:

«Me parece que es la que manda aquí, la soberana. Ten cuidado, Índigo».

«Lo tendré».

Índigo ya se había dado cuenta de que las acompañantes de la mujer alta iban armadas con largas lanzas y que unas incluso llevaban machetes colgando de sus cinturones de cuero, y sintió tanta desconfianza como Grimya mientras, despacio, salía de la litera y se quedaba de pie junto a ella.

Durante unos pocos segundos ella y la recién llegada se contemplaron fijamente. Índigo era alta, pero esta mujer la sobrepasaba en más de media cabeza, y el tocado ponía aún más de relieve su altura, de modo que la joven se sintió empequeñecida. Unos intensos ojos oscuros situados en un rostro severo de mandíbula firme contemplaron a Índigo con suma atención; luego la mujer extendió una mano morena de dedos larguísimos y posó los primeros dos dedos en la frente de Índigo. La muchacha contuvo la respiración, pero no se movió, y al cabo de unos instantes, la mano se retiró. Entonces, ante la sorpresa de Índigo, la mujer inclinó la cabeza con los brazos extendidos en un gesto inequívoco de respeto.

—Me llamo Uluye —dijo en su propia lengua, que en estos momentos Índigo conocía lo bastante bien como para comprender al menos unas pocas palabras—. Soy… —siguió una palabra desconocida, que Grimya le facilitó en silencio.

«Es una sacerdotisa, como Shalune. Y yo estaba en lo cierto: ella es quien gobierna aquí».

Índigo le dedicó una respetuosa reverencia al estilo de las viejas Islas Meridionales, que incluso después de todos estos años todavía le resultaba un gesto natural.

—Me llamo Índigo.

Le dio la impresión de no haberlo dicho con la inflexión correcta, pero Uluye pareció comprender perfectamente, ya que inició un largo discurso durante el cual repitió varias veces el nombre de Índigo. Grimya, realizando un supremo esfuerzo para poder seguirla y traducir el torrente de palabras, explicó a Índigo que se trataba de un discurso de bienvenida y agradecimiento; agradecimiento no sólo a Índigo, sino también a algo o alguien cuya naturaleza no comprendió.

«Una deidad, quizá», dijo, «pero no la Madre Tierra, o al menos no en la manera en que nosotras la vemos». Hizo una pausa mientras Uluye seguía hablando; luego continuó: «Quiere que la acompañemos, que subamos al farallón».

Uluye finalizó su discurso y extendió un brazo para indicar en dirección a la escalera. Índigo indicó su conformidad con la cabeza y se volvió hacia la escalera. Las demás mujeres formaron detrás de ellas, Shalune justo a la espalda de Índigo, y las trompas volvieron a resonar mientras iniciaban el largo ascenso por la zigzagueante escalera. Resultó una ascensión agotadora, pero, tras cinco días sin poder hacer otra cosa que descansar en el interior de la litera, Índigo había recuperado una buena parte de las fuerzas y, aunque no transcurrió mucho tiempo antes de que los muslos le empezaran a doler terriblemente, sabía que podía llegar a la cima sin demasiadas dificultades.

El lago, con su franja de árboles, quedó a sus pies. Al verlo desde una nueva perspectiva, Índigo descubrió que era casi un círculo perfecto y, desde lo alto, sus aguas parecían un espejo azul-verdoso. Sospechó que debía de ser muy profundo; quizá se tratara de un volcán apagado desde hacía mucho tiempo, aunque no existía ninguna otra elevación exceptuando el farallón que pudiera haber formado parte de las paredes de un antiguo cráter. Pero, fuera cual fuera su origen, una cosa era cierta: esta especie de poblado era una fortaleza ideal y prácticamente impenetrable.

Se encontraban ya por encima de las copas de los árboles, y no había nada que las protegiera del calor que caía sobre ellas como plomo derretido. Grimya flaqueaba, la lengua colgando y los ojos sin brillo, pero se negó a aceptar ninguna ayuda y siguió adelante estoicamente. Subieron aún más, y ahora en cada recodo de la escalera aparecían salientes que conducían a las cuevas que salpicaban la pared. Una cortina de tela de color cubría la entrada de cada cueva, y, a su paso, las cortinas eran corridas a un lado y sus ocupantes salían a contemplar la comitiva. Índigo descubrió con sorpresa que, desde el más anciano al más joven, todos eran mujeres. ¿No había hombres aquí? ¿Estaban los hombres fuera del poblado, o se mantenían ocultos por algún inescrutable motivo? Fuera cual fuera la verdad, no había duda de que las mujeres parecían satisfechas de su llegada, pues cada rostro lucía una sonrisa y varias voces se elevaron en vehemente saludo.

Uluye agradecía sus palabras con un gesto de la mano pero sin detenerse ni aminorar el paso, y no tardaron mucho en llegar a la última repisa, situada a unos seis metros por debajo de la cumbre del zigurat. Uluye tomó por una repisa que era lo bastante ancha como para mitigar ligeramente los efectos de su vertiginosa altura, y condujo la comitiva hasta la entrada de otra cueva, mayor que sus vecinas, rodeada de sigilos tallados en la roca y tapada por una cortina tejida. Shalune se adelantó para apartar la cortina, pero Uluye llegó antes que ella. Ambas mujeres intercambiaron una severa mirada; luego Uluye abrió la marcha hacia el interior, y los ojos de Índigo se abrieron en apreciativa sorpresa al ver lo que había al otro lado.

La cueva había sido transformada en un hogar cómodo y bien equipado. El suelo perfectamente llano estaba cubierto de esteras, y las paredes se hallaban adornadas con murales pintados. Había tres sillones de juncos trenzados con la tradicional forma de bote propia de la Isla Tenebrosa, un lecho también de juncos trenzados que colgaba a pocos centímetros del suelo, un hogar para cocinar rodeado de pucheros y utensilios, y un surtido de otros objetos prácticos, desde abanicos de plumas con brillantes mangos de madera a un espejo de metal, e incluso instrumentos para escribir tales como papiros y un estilete de hueso. La habitación estaba iluminada por lámparas de arcilla que ardían con una luz azulada y despedían un dulzón perfume almibarado desde sus elevados nichos en las paredes.

Uluye miró a Índigo; Shalune permaneció expectante a su espalda. La joven comprendió entonces que esta cueva iba a ser su residencia y que las dos mujeres aguardaban su reacción. Así pues, las miró, primero a una y luego a la otra, y sonrió vacilante.

—Está muy bien —les dijo en el idioma de ellas—. Muy bonito. Gracias.

Shalune mostró los dientes en la temible mueca que, supuestamente, era una sonrisa, y Uluye relajó su austera actitud lo suficiente como para esbozar una leve sonrisa forzada.

—Comerás ahora —anunció—. Y luego… —Pero el resto de la frase resultó ininteligible para Índigo, y ésta sacudió la cabeza derrotada.

—Permitid. —Era la única palabra que Índigo conocía por el momento del idioma de las mujeres que tenía una cierta relación con una disculpa—. No… estoy… —Pero sus limitados conocimientos no le sirvieron de nada, y realizó un gesto de impotencia.

Shalune pareció comprender y empezó a hablar rápidamente con Uluye, explicando, supuso Índigo, que su huésped no conocía todavía su idioma. Uluye asintió, dijo algo que Índigo creyó que significaba «después», y abandonó la cueva. Shalune la siguió con la mirada y luego se volvió hacia Índigo. Su expresión, con una ceja ligeramente alzada, resultó más elocuente que cualquier frase, y confirmó la débil pero creciente sospecha de Índigo de que existía algo más que una pequeña disensión entre las dos mujeres.

Como no deseaba tomar partido hasta conocerlas mejor, la muchacha mantuvo una expresión reservadamente neutral, y, al cabo de unos pocos segundos, Shalune se encogió de hombros y se dirigió hacia el hogar. Los rescoldos de un fuego de leña brillaban entre las piedras, y algo hervía despacio en un puchero tapado de arcilla situado a un lado del foco de brillantes rescoldos.

—Para ti —dijo Shalune, indicando la comida.

—¿Comerás conmigo? —se aventuró a tantear Índigo.

—No, no —respondió ella meneando la cabeza con energía; luego añadió una palabra que Índigo no comprendió—. Regresaré más tarde. Come y descansa. —Con las manos imitó a alguien durmiendo por si Índigo no la hubiera comprendido del todo y, tras dedicarle un respetuoso saludo, salió de la cueva.

Grimya, con las orejas bien estiradas hacia el frente, aguardó hasta que consideró que Shalune ya no podía oírlas; entonces se dio la vuelta y miró a Índigo.

—Ella y la otrrra no son muy bu… buenas amigasss, me parece —dijo en voz alta.

—Estoy de acuerdo. También yo intuyo que confiaría en Shalune antes que en Uluye, lo que es una lástima, ya que es evidente que es Uluye quien manda aquí.

—Sssí. —Grimya se sacudió de la cabeza a los pies—. Y todavía no sabemos qué es lo que qui… quieren de ti. Eso esss lo que másss me prrreocupa.

—Bueno, por el momento su actitud es tranquilizadora y eso parece confirmar lo que la piedra-imán nos dijo. —Índigo jugueteó con la bolsa de cuero que le colgaba al cuello—. Tendremos que esperar y ver.

—Crrreo —dijo la loba, bajando la cabeza— que esto es una especie de lugar religioso, como se nos ha dado a entender. Ese humo en la parrrte superior del fa… farallón… ¿y templo, quizá?

—Probablemente. Aunque, si lo es, entonces, tal y como dijiste antes, es casi seguro que no está dedicado a la Madre Tierra tal y como nosotros la vemos.

—También eso me prrreocupa —repuso Grimya echando las orejas hacia atrás—. Si…

—No.

Índigo alzó una mano, anticipándose a las palabras la loba. Sabía que Grimya pensaba en la siguiente prueba que les aguardaba, el siguiente demonio que debían encontrar y derrotar, y dijo con suavidad:

—No creo que sea sensato hacer conjeturas sobre esto por ahora. En el pasado nos hemos equivocado demasiado a menudo para arriesgarnos ahora a dar por sentado que las cosas son necesariamente lo que parecen. Hemos de tener paciencia, esperar el momento. —De improviso esto le resultó irónicamente divertido, y dejó escapar una débil carcajada hueca—. Después de todo, tiempo es la única cosa que no nos falta.

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