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Capítulo 15

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Capítulo 15

—No lamento lo que he hecho. —Los ojos de Shalune brillaron con algo de su antigua fiereza al mirar a Índigo—. La Dama Ancestral no elige a su Suma Sacerdotisa, lo hacemos nosotras. Pero, en este caso, la elección era equivocada. —Se señaló al pecho con el dedo índice—. Yo sé que era equivocada; conozco a Yima mejor que su madre, y también conozco a Inuss. Yima jamás quiso ser Suma Sacerdotisa. Sabía que no conseguiría alcanzar los niveles marcados por Uluye, y ni siquiera deseaba intentarlo. Pero Uluye no quería escuchar a nadie; estaba decidida a que continuara su dinastía, sin importar si era sensato o lo que fuera a costar. Jamás permitió que Yima se marchase… aunque fuera por un corto espacio de tiempo para tener un hijo…, porque sabe que la muchacha se le podría escapar.

Echó la cabeza a un lado como si fuera a escupir, pero lo pensó mejor.

—Uluye tiene miedo. Miedo de envejecer, de perder su poder y ser derrocada. Cree que yo quiero ocupar su lugar, y también en eso se equivoca. Sólo deseo lo que es correcto para todas nosotras, y eso significa una candidata digna de la Dama Ancestral, con capacidad para gobernar sabiamente en la ciudadela. —Hizo una mueca despectiva—. Uluye no es sensata. Poderosa, sí; demasiado poderosa para bien de los demás en algunas ocasiones. Y está consagrada a la voluntad de la señora, eso no me atrevería a negarlo ni por un momento. Es su interpretación de la voluntad de la señora lo que pongo en duda.

Su interpretación de la voluntad de la señora… Eso, pensó Índigo, era el quid de la cuestión. El relato de Shalune le confirmaba muchos de sus sentimientos con respecto a Uluye, en especial su convencimiento de que la tiránica actitud de la Suma Sacerdotisa ocultaba un profundo y agudo sentimiento de vulnerabilidad. Su determinación de que su hija debía sucedería era, en palabras de Shalune, la forma en que Uluye se aseguraba de que su poder no sería puesto jamás en duda, y había aplastado de forma sistemática toda oposición a sus planes, incluida la oposición de la misma Yima. Incapaz de persuadir a su madre de considerar siquiera que ella podría tener algo que decir sobre su futuro, Yima había acabado por volverse hacia Shalune en busca de ayuda. Sabía que ésta secretamente favorecía a Inuss como candidata al manto de Suma Sacerdotisa, y Shalune prometió utilizar toda su astucia para persuadir o, si era necesario, obligar a Uluye a reconocer que no era el único árbitro de la cuestión. Tenían otra aliada en la persona del oráculo del culto, pero su muerte y la subsiguiente llegada de Índigo habían arrojado, en palabras de Shalune, una serpiente al interior del kemb.

Más adelante, cuando la Dama Ancestral habló por medio de Índigo y ordenó: «Ven a mí», Uluye aprovechó la ocasión, lo que había obligado a Shalune a actuar con rapidez. No había sido su intención engañar a Índigo, dijo, pero al mismo tiempo no se atrevía a confiar en que Índigo no la traicionaría ante Uluye. En el último minuto, cuando se dejó a solas a la candidata para el último momento de meditación, Inuss ocupó el lugar de Yima y, oculta por la máscara y toda aquella ropa, ni Uluye había descubierto el cambio. Había sido así de sencillo.

Índigo miró a Inuss, quien durante toda la diatriba de Shalune había permanecido en silencio contemplando a su mentora. Luego volvió a posar la mirada en la gruesa sacerdotisa. Curiosamente, a pesar de no poder afirmar que la conocía bien, no dudaba de la sinceridad de Shalune ni de su afirmación de que ella misma no tenía el menor interés en arrebatar a Uluye el puesto de Suma Sacerdotisa. Sospechaba que Shalune habría encontrado otra forma de obtener la supremacía de haberlo deseado. De todos modos, no obstante, algo en sus afirmaciones sonaba a falso, y, cuando Índigo volvió a mirar a la mujer y luego a Inuss, sus sospechas tomaron forma.

—¿Y crees que Inuss tendrá éxito allí donde Yima habría fracasado? —preguntó, sin dejar que su voz traicionara sus pensamientos.

—Lo sé —la respuesta de Shalune fue categórica—, no puedo equivocarme. He sido su maestra desde que era un bebé que empezaba a andar.

«Ahh…», pensó Índigo, y en voz alta inquirió con suavidad:

—¿Sólo su profesora?

—Es la hija de mi hermana —respondió Shalune con franqueza—. Cuando mi hermana murió, trajeron a Inuss a la ciudadela y me convertí en su tutora. No. —Volvió la cabeza con rapidez cuando Inuss intentó interrumpirla—. No hay motivo para que Índigo no deba conocer toda la verdad, Inuss. No tengo razones para ocultar que deseo lo mejor para quien lleva mi propia sangre. ¿Quién no lo haría? —Se volvió una vez más hacia Índigo—. E Inuss es la mejor. La Dama Ancestral se dará cuenta. Ella no desea una servidora forzada; aceptará a Inuss y le dará su aprobación. ¿Crees que permitiría que Inuss se enfrentara a la prueba si no estuviera segura?

—No —repuso Índigo, con la más débil de las sonrisas—. Conociéndote a ti, no creo que lo hicieras.

—Bien, pues. —Por un momento Shalune pareció turbada; luego su expresión se animó—. No soy una gran sentimental, y, si me conoces como dices, te habrás dado cuenta de ello, pero siento lástima por Yima. Sé lo que es desear algo con tanta intensidad que no importa ninguna otra cosa en el mundo. Yo sentía lo mismo con respecto a mis ambiciones para servir a la señora. Yima quiere a Tiam. No sé cómo consiguió conocerlo para empezar, ni qué clase de desobediencias ideó para seguir encontrándose con él; jamás me lo ha contado y yo no le he preguntado. Pero lo ama, Índigo. ¿Por qué no podía tener su oportunidad igual que yo tuve la mía? —Hizo una pausa, contemplando a la joven con atención, y añadió—: Sospecho que si tú hubieras estado en mi lugar, habrías hecho exactamente lo mismo.

Índigo tuvo que admitir para sí que desde luego lo habría hecho. No se hacía ilusiones ahora con respecto a los motivos de Shalune, pues se daba perfecta cuenta de que, con la sobrina confirmada como la siguiente Suma Sacerdotisa, Shalune obtendría suficiente ches —el término que el culto empleaba para indicar posición y respeto— como para disfrutar de una gran influencia. ¿Pero, sería eso una mala cosa? Índigo no lo pensó así; y, en la cuestión de la sucesora de Uluye, el que el interés propio hubiera sido antepuesto a la filantropía no tenía por qué hacer menos válido el juicio de Shalune. Uluye había estado demasiado ciega para darse cuenta de que obligaba a Yima a seguir un camino que la muchacha era fundamentalmente reacia a recorrer. Si ahora se podía corregir tal error y presentarse una candidata mejor, ¿quién era ella para poner en duda la sensatez de todo ello?, se preguntó Índigo.

Una vez más, una débil sonrisa apareció en sus labios cuando respondió:

—Uluye no estará muy satisfecha cuando regresemos.

—Uluye puede echar pestes y encolerizarse hasta que se canse, pero será demasiado tarde —replicó Shalune—. Una vez que Inuss tenga la bendición de la Dama Ancestral, ni siquiera Uluye se atreverá a objetar.

—¿Y Yima? ¿Qué será de ella?

—A estas horas, confío en que ella y Tiam hayan emprendido ya una nueva vida juntos —dijo Shalune, suavizando su expresión—. No sé adónde irán y tampoco quiero saberlo, pues lo que no he oído no lo puedo repetir. Sólo espero que tengan el suficiente sentido común como para mantenerse alejados de aquí mientras viva Uluye.

—¡Uluye no puede ser tan vengativa!

—Si piensas eso, es que no la conoces —bufó Shalune—. En cuanto se entere de esto, habrá precio a las cabezas de Yima y Tiam… Sí, ya sé que Yima es su propia hija, pero eso no importará en absoluto.

—¿Pero qué crímenes han cometido? —Índigo estaba horrorizada.

—Blasfemia —repuso Shalune encogiéndose de hombros—. Burlarse de la voluntad de la Dama Ancestral…, de la voluntad de Uluye, en otras palabras. Es lo que ella dirá, en todo caso. Así pues, debemos rezar por el bien de ambos para que no averigüe la verdad hasta que estén lo bastante lejos como para que una búsqueda resulte inútil.

La idea de que Uluye pudiera vengarse en su propia hija por culpa de un orgullo herido resultaba monstruosa. En algún lugar del corazón de la telaraña que había tejido alrededor de la ciudadela y sus habitantes, pensó Índigo, la criatura que decía llamarse la Dama Ancestral debía de estar riéndose muy a gusto ante tal chiste. Una pequeña parte sombría de su cerebro se volvió fría y negra. Cómo le gustaría ver pagar al demonio un alto precio por lo que había hecho.

—Bien —dijo Shalune por fin—, sólo queda una pregunta por hacer. La Dama Ancestral nos espera, y será mejor que no pongamos a prueba su paciencia mucho más. ¿Vienes con nosotras, Índigo? ¿Me ayudarás a apadrinar a Inuss ante la señora?

—¿Tengo otra elección? —inquirió Índigo con sorpresa.

—Claro, desde luego. No puedo obligarte en contra de voluntad, ni lo intentaría.

Índigo dirigió la vista a la reluciente trampilla, al oscuro agujero, a la escalera. Por un momento se preguntó si en conciencia no debería ser tan honrada con Shalune como ésta lo había sido con ella; pero el duro razonamiento se impuso, y tuvo que reconocer que era imposible. La idea de contar a Shalune que la diosa que ella y sus compañeras adoraban era un demonio, y que ella y Grimya se proponían destruirlo, habría resultado una broma monstruosa incluso en las mejores circunstancias. Aquí y ahora, era una auténtica locura. No podía hacerlo; sencillamente la conciencia no formaba parte de la ecuación. Pero, aunque Shalune no lo sabía —y la muchacha rezaba para que nunca lo supiera—, sus motivos para seguir adelante eran más poderosos y personales de lo que podrían serlo jamás los de la sacerdotisa.

—Sí —dijo—. Iré con vosotras.

Shalune sonrió, tranquilizada, y se volvió a Inuss.

—¿Estás lista, criatura?

Inuss vaciló sólo un instante antes de asentir.

—Sí, Shalune. Estoy lista.

Con una suavidad muy poco característica en ella, Shalune volvió a cerrar las dos mitades de la máscara y sujetó los cierres. Luego volvió a echarse el velo sobre el rostro.

—Mi conciencia está limpia —anunció—. Ahora está en las manos de la señora.

Dicho esto, giró en dirección a la escalera.

La luz de las antorchas llameaba por toda la plazoleta, iluminando la elevada pared del zigurat y arrojando débiles reflejos sobre la superficie del lago. El zumbido de voces agitadas ahogaba los sonidos más normales de la noche mientras las últimas rezagadas descendían apresuradamente de los salientes y corrían a reunirse con el grupo de mujeres congregado sobre la arena.

Uluye se paseaba por entre sus sacerdotisas, ladrando instrucciones en una voz a la que la furia había añadido una desagradable dimensión extra. Habían transcurrido unos simples minutos desde que había salido como un vendaval de los aposentos de Yima, pero en ese corto espacio de tiempo había conseguido, con temible eficiencia, reunir a todas sus mujeres y comunicarles la noticia.

No existía la menor duda de que Yima se había ido. Sus ropas y efectos personales más queridos habían desaparecido de la cueva que ocupaba en el mismo nivel en el que se encontraban los aposentos de su madre, y, aunque no había dejado ningún mensaje de despedida, Uluye no necesitaba ordenar un registro de la ciudadela para convencerse de la verdad. Había obtenido la confirmación definitiva al confirmar que tampoco se encontraba a Inuss por ninguna parte. Ya se había enterado por Grimya de que Shalune estaba involucrada en el complot, y a partir de este punto no se necesitaba más que un único paso para establecer la identidad de la candidata que ocupaba el lugar de Yima.

La cólera de Uluye era como un volcán a punto de entrar en erupción. Se consumía por obtener venganza. Venganza sobre su hija, venganza sobre Shalune e Inuss… y venganza, también, sobre Índigo. Ni por un momento dudó que el oráculo hubiera tomado parte en la conspiración. A pesar de lo que el mutante animal había intentado decirle, Índigo tenía que haberlo sabido, y Uluye se maldecía interiormente por haber sido tan estúpida. Había percibido algo que no funcionaba en Índigo, pero no había sido lo bastante aguda para detectar dónde radicaba. Índigo era un falso oráculo; lo había sido desde el mismo día en que llegó a la ciudadela. Era Shalune quien la había encontrado y la había traído; era Shalune quien se había mostrado enseguida dispuesta a convertirse en su amiga. Sin duda ambas habían estado confabuladas desde el principio, y ahora las semillas emponzoñadas que habían sembrado empezaban a dar fruto. Bien, se dijo Uluye mientras la cólera la envolvía, aún no la habían derrotado. Este asunto no estaba ni mucho menos zanjado. Se vengaría.

Ahora, con las sacerdotisas reunidas ante ella en la plaza, había dado a conocer sus intenciones con toda claridad. La brillante luz centelleaba sobre lanzas, machetes y puñales; parecía como si todos los habitantes de la ciudadela, desde el más joven al más anciano, estuvieran armados de alguna forma, y esta visión producía en Uluye un sentimiento de feroz satisfacción.

—Recordad —las exhortó—, han de ser conducidos ante mí con vida. ¡No os atreváis a olvidar eso ni por un momento! Si se los mutila, si reciben el menor daño, azotaré a la culpable y entregaré sus restos vivientes a los hushu. ¡Utilizad los medios que sean necesarios para obtener información en los pueblos, pero mi blasfema hija y su seductor deben regresar ilesos!

Siguió dando vueltas en silencio; por fin se detuvo y giró sobre los talones para volverse de cara a las reunidas.

—¡Han de ser hallados! ¡Serán hallados! Porque, si no es así, arrojaré sobre todas vosotras la cólera de la Dama Ancestral. ¿Ha quedado bien claro?

Se escucharon voces de asentimiento; Uluye meneó la cabeza con severidad.

—No perdáis más tiempo, pues. Haced vuestro trabajo… y aseguraos de tener éxito.

La muchedumbre se dispersó al ponerse en marcha las mujeres. La mayoría se dirigieron hacia el bosque, en la dirección tomada por Yima, mientras que unas cuantas marcharon en la dirección opuesta, siguiendo el sendero que rodeaba el lago. Registrarían a fondo las zonas más cercanas del bosque y, si eso resultaba infructuoso, se dirigirían a los poblados, los registrarían y convencerían o intimidarían a los habitantes para que facilitaran cualquier información que poseyeran.

Por fin la plaza quedó vacía con la sola excepción de Uluye. La Suma Sacerdotisa permaneció durante unos minutos contemplando las antorchas que llameaban en sus estacas y el caos de pisadas entremezcladas que se distinguía sobre la arena; luego se volvió y regresó al zigurat.

Cuando se acercaba a la primera escalera, una sombra gris surgió de la oscuridad y corrió hacia ella. Grimya se había mantenido apartada de la plaza, atemorizada por el frenesí de actividad, pero ahora ya no podía permanecer callada por más tiempo.

—¡U… luye! —El grito surgió como un ladrido de desesperación—. ¿Qu… qué pasa con Índigo? ¿Qué vamos a… hacer?

Uluye se detuvo y bajó los ojos hacia ella. Todavía le resultaba difícil aceptar la verdad sobre Grimya. La idea de que un animal pudiera poseer inteligencia humana y el poder de hablar le producía un escalofrío de repugnancia cada vez que lo pensaba; era algo extraño a ella y, como tal, la ofendía profundamente. La loba le provocaba desconcierto, y era un estado que a Uluye le costaba tolerar.

—Tengo cosas más importantes de las que preocuparme para pensar en tu querida amiga —respondió con brusquedad—. Aparta de mi camino.

Habría seguido adelante, pero Grimya le cortaba el paso y se negaba a moverse.

—¡Pero de… debemos encontrrrarla! —protestó la loba—. Está en pe… ligro. Hemos de volver a abrir el Pozo, seguirla…

—¡Desde luego que no! —Los ojos de Uluye brillaron despectivos—. Nadie puede penetrar en el Pozo a menos que sea invitado por la Dama Ancestral. Y bien, ¿debo volver a repetirte que te hagas a un lado?

—Pero Índigo está…

—¡Maldita sea Índigo, y maldita seas tú, mutante presuntuosa! —estalló Uluye—. ¿Crees que me importa lo que le suceda a ella? Se ha insultado a la Dama Ancestral, e Índigo es responsable de ello. ¡La señora castigará a tu preciosa Índigo como considere más oportuno, y ni tú ni yo ni nadie se interferirá! ¿Me comprendes?

Antes de que Grimya pudiera volver a protestar, antes de que pudiera reaccionar, la Suma Sacerdotisa la empujó a un lado y empezó a ascender por la escalera. Grimya hizo intención de seguirla, con la idea de suplicarle, o incluso amenazarla y morderla si todo lo demás fracasaba, pero comprendió de improviso que tanto súplicas como amenazas resultarían inútiles. Nada haría cambiar de parecer a Uluye. La Suma Sacerdotisa estaba contenta de ver a Índigo en peligro; quería vengarse de aquellas que, a su juicio, la habían traicionado a ella y a su malvada diosa, y se negaba firmemente a creer que también a Índigo la habían engañado. Según la retorcida lógica de la mujer, Índigo tema que ser tan culpable como Shalune y Yima, y Uluye saborearía cualquier castigo que se impusiera a la muchacha.

Pero aún había más; mientras contemplaba cómo Uluye ascendía la escalera, Grimya lamentaba amargamente el desesperado impulso que la había hecho dejar de lado toda cautela y revelar su propio secreto y la verdad sobre el engaño de Yima. Tendría que haber sabido que la insensible sacerdotisa no le ofrecería ni comprensión ni ayuda, pues Uluye había sentido aversión y desconfianza por Índigo desde el principio, y, al contarle la loba su historia, esta desconfianza se había convertido en odio ciego. La loba no había obtenido nada; en realidad había empeorado las cosas, ya que ahora también Yima estaba en peligro. Grimya no había querido traicionar a Yima, pero la seguridad de Índigo era lo más importante para ella y sabía que su única esperanza de obtener la ayuda de Uluye era contándole toda la verdad. Ahora sus esperanzas estaban destruidas, y ya no había nada que pudiera hacer.

Uluye era ya una figura lejana en la escalera, ascendiendo en dirección al templo, desde donde vigilaría el regreso de los grupos de búsqueda. Por unos instantes, Grimya continuó con la cabeza levantada mirándola; luego, con un sentimiento de muerte en el corazón, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad.

Descender por la escalera era como moverse en un sueño. La luz procedente de la extraña trampilla hacía rato que se había desvanecido detrás de ellas, y, aunque todavía tenían la vela, su brillo era muy tenue para mostrar cualquier cosa más allá del siguiente peldaño. El silencio era tan intenso que incluso el pisar de sus pies desnudos sobre la piedra resultaba atronador y molesto; Índigo escuchaba con atención en busca de otros sonidos, cualquier cosa que pudiera darle alguna pequeña pista sobre lo que las rodeaba, pero no se oía nada… hasta que, sin advertencia previa, la escalera llegó a su fin.

Se detuvieron, contemplando vacilantes el último escalón. Más allá, el resplandor de la vela se reflejaba en lo que parecía un suelo de piedra llano, pero ninguna podía decir, ni deseaba adivinar, lo que podía haber más allá.

En respuesta a un cauteloso gesto de asentimiento por parte de Shalune, las tres avanzaron y posaron los pies en el suelo, para permanecer luego apretadas las unas contra las otras, esperando. El rancio olor a humedad era más fuerte aquí, y el enrarecido aire las rozaba con cálidos dedos mojados e informes. Inuss se estremeció; Índigo extendió la mano para coger la de la joven e infundirle confianza. De pronto, la mano de Inuss se cerró con más fuerza alrededor de la suya y las tres mujeres observaron con sorpresa que la oscuridad se aclaraba ligeramente.

Fue una transición gradual, pero en cuestión de segundos la total oscuridad dio paso a una penumbra profunda y opresiva, como el crepúsculo que precede a una tormenta. Las sombras empezaron a adoptar formas vagas, luego se perfilaron con nitidez… y a poco el cambio era completo y, en el crepúsculo de color estaño, Índigo y sus compañeras pudieron ver por primera vez el lugar donde se encontraban.

El débil suspiro de asombro que Shalune dejó escapar fue contestado por un centenar de susurrantes ecos. Detrás de ella, Inuss profirió un gritito, mientras que Índigo era incapaz de hacer otra cosa más que contemplar en silencio la escena que se ofrecía ante ellas. Se encontraban a la orilla de un enorme lago inmóvil cuya orilla opuesta se perdía en una oscuridad impenetrable. Sobre sus cabezas y a su alrededor se curvaban las paredes y techo de una gigantesca caverna, y, bajo la cúpula de la caverna, la superficie del lago resplandecía como un espejo negro. A Índigo se le ocurrió de repente que casi podría ser un espejo que reflejara una imagen del otro lago situado sobre sus cabezas, allá arriba junto a la ciudadela, pero la ilusión desapareció al darse cuenta de que ningún sol, ni luna, ni estrellas habían proyectado jamás su luz sobre este lugar desolado. Ningún pez había nadado en estas aguas, y ni una sola brizna de hierba había arraigado entre las desnudas rocas que las rodeaban. Realmente, ésta era una región de los muertos.

Entonces, mientras permanecían inmóviles en silencio, sin saber qué pensar y mucho menos qué hacer, un sonido apenas audible se abrió paso por entre el silencio. En un principio resultó inidentificable, pero, al cabo de unos instantes, Índigo empezó a reconocer un ritmo claro y familiar. Era el sonido de un único remo, una espadilla, que hendía la superficie con paletadas largas y regulares, y junto con este sonido vino el inconfundible chapoteo de un bote avanzando despacio por el agua hacia ellas. De improviso, Inuss se aferró a su brazo, ahogando un chillido de terror. En el otro extremo del lago una silueta surgía de la oscuridad. Primero fue la elevada proa lo que se hizo visible, como una criatura marina saliendo con cautela de su guarida. Luego fue el bote en sí el que hizo su aparición; era mucho más pequeño de lo que Índigo había esperado, ancho y plano, y recordaba en gran manera a los botes que llevaban las naves escolta davakotianas; y surgía despacio de entre las sombras, balanceándose ligeramente mientras se deslizaba sobre la superficie del lago.

Y desde la popa, guiando el largo remo con manos esqueléticas, la espesa melena negra ondeando sobre los estrechos hombros, el solitario ocupante del bote las contemplaba a través de la penumbra con ojos que brillaban como un par de frías estrellas.

Tan despacio que parecía estar en trance, Shalune cayó de rodillas. Inuss se arrodilló junto a ella, y ambas inclinaron las cabezas hasta que la frente de Shalune y la máscara de Inuss tocaron el suelo de la caverna. Sólo Índigo permaneció sin moverse, observando el bote que se acercaba, mirando los extraños ojos helados que le devolvían la mirada con tranquila pero temible intensidad.

No era esto lo que había esperado; había esperado que se enviara a su encuentro a algún sirviente, a algún habitante menor de este mundo, para conducirlas en el último tramo de su viaje al corazón del reino. Pero éste no era ningún sirviente. Percibía el poder del ser, lo veía brillar en los fríos ojos, sentía un escalofrío en todo su cuerpo como respuesta a su mirada. Ante ella tenía al demonio. Ante ella se encontraba la Dama Ancestral en persona.

La criatura era, en un sentido terrible, hermosa. El rostro, aunque exangüe y de una palidez cadavérica con un horripilante tinte grisáceo, poseía sin embargo un encanto translúcido que resaltaba las afiladas y orgullosas facciones y le otorgaba un aire casi entristecido. Los labios eran negros, gruesos y sensuales, y los cabellos, una negra cascada reluciente que parecía fundirse con la negra túnica, en la que brillaban diminutos puntos plateados como si fueran reflejos del agua.

Plata… El corazón de Índigo se contrajo. Plata, el color de Némesis, la pista que no podía ocultarse. Pero no; sin duda no podía existir una conexión. Conocía demasiado bien a Némesis, y, por muy siniestra que pudiera ser su naturaleza, no poseía un poder de este calibre…

El bote se detuvo. Las aguas no se agitaron; no se produjo ni una simple ondulación. El bote sencillamente se paró y quedó flotando inmóvil en el lago mientras Índigo y la Dama Ancestral seguían mirándose. Con un segundo sobresalto, la muchacha descubrió ahora que los ojos del ser eran tan negros como sus labios y cabellos, pero que alrededor del iris mostraban una aureola de brillo plateado, como una sobrenatural corona que refulgiera alrededor de una luna en eclipse.

Entonces, con un gesto elegante aunque con algo de reptil, la señora volvió la cabeza. Miró primero a Shalune, luego a Inuss, y sus negros labios se abrieron.

—Levantaos —dijo.

Tenía una voz potente, pero a la vez fría y curiosamente sin vida. Despacio, temblorosas, las dos mujeres se levantaron hasta quedar de rodillas. El rostro de Inuss quedaba oculto, pero a través del velo de la sacerdotisa, Índigo pudo distinguir la expresión transfigurada de Shalune, que combinaba una extraordinaria mezcla de terror y de amor desvalido. La señora las contempló con fijeza.

—Habéis recorrido un largo camino para encontrarme. ¿Qué traéis a mi reino?

Shalune había ensayado el discurso ritual cientos de veces bajo la feroz dirección de Uluye, pero, ahora que el momento había llegado, el valor la abandonó. Luchó por recuperar la voz, titubeó, juntó las manos, volvió a titubear, se quedó de rodillas temblando como un animal aterrorizado, y no consiguió pronunciar una sola palabra.

—Responded. —La voz de la Dama Ancestral mostraba ahora un matiz de impaciencia.

—Gran señora —empezó Índigo de improviso al darse cuenta de que Shalune no podría seguir adelante. Conocía las palabras prescritas, o al menos su esencia; si Shalune no podía pronunciarlas, entonces debía de hacerlo ella—. Os traemos a nuestra candidata para tomar, a su debido tiempo, el manto de vuestra Suma Sacerdotisa. Nosotras la avalamos y sancionamos, y hemos recorrido el sendero entre vuestro mundo y el nuestro para conducirla a vuestra presencia, con la esperanza de que la aceptaréis como a una de las vuestras.

—¡Ah! —dijo la figura en tono distante, volviendo de nuevo hacia ella sus ojos ribeteados de plata—. Mi oráculo habla por sí misma. Alza tu velo, oráculo. Deseo ver tu rostro con más claridad.

Consciente de que Shalune la observaba con atención, Índigo se llevó las manos al velo y lo echó hacia atrás. Los labios de la señora se tensaron en una sonrisa apenas perceptible, aunque los ojos no la reflejaron.

—Te han disfrazado con carbón y cenizas, pero veo lo que hay debajo de todo esto —dijo—. ¿Tienes un nombre, oráculo?

—Mi nombre, señora, es Índigo… —Índigo calló unos instantes y luego añadió—:… como creo que ya sabéis muy bien.

Shalune ahogó una exclamación, horrorizada ante tal osadía. Un nuevo silencio invadió la caverna mientras Índigo y la negra figura se contemplaban la una a la otra, e Índigo se dio cuenta con un principio de inquietud de que la evaluación inicial de este ser había sido errónea. Desde el principio había percibido que la Dama Ancestral poseía poder, pero, creyendo saber quién era en realidad, había dado por sentado que su poder se erigía sobre una base falsa. Tenía buenos motivos para creerlo: en el pasado, al enfrentarse con los demonios del Charchad y de Simhara, y más tarde al tener que vérselas con el espectral devorador de vida de Bruhome y con la monstruosa pero intangible maldición del conde Bray de El Reducto, había descubierto que los demonios no eran nunca exactamente lo que parecían. Su poder era real, desde luego, pero en cada enfrentamiento sus limitaciones habían demostrado ser mucho mayores de lo que ella había creído. Tapicerías tejidas con engaños, telarañas de ilusiones e intrigas… que sin embargo no poseían más sustancia que una auténtica telaraña, pues toda su estructura se había hecho pedazos al revelarse la verdad oculta bajo sus supercherías.

Pero este demonio era diferente. Por qué lo percibía así y por qué lo creía, no podía decirlo con certeza, pero cada vez estaba más segura de que el poder que la Dama Ancestral poseía no era una simple ilusión. Esta criatura poseía sustancia. Era real, tan real como ella misma… y de repente Índigo se sintió perdida.

Por fin los oscuros labios de la Dama Ancestral volvieron a abrirse.

—Creo que empiezas a comprender, Índigo —dijo—. Todavía te queda un largo camino por recorrer, pero un principio es mejor que nada. ¿Me tienes miedo?

El calor sofocó la garganta de la muchacha; abrió la boca para negar la pregunta pero descubrió de improviso que las palabras que quería no estaban allí. La peculiar fría sonrisa de la negra figura centelleó una vez más.

—Claro que me tienes miedo —declaró, respondiendo a su propia pregunta antes de que Índigo pudiera ordenar sus pensamientos—. ¿Quién no? Aún no he encontrado a un ser humano que no tema lo que le espera más allá de la muerte.

—No sois la muerte…

—No; pero la muerte y yo somos compañeras desde hace mucho tiempo, y lo que la muerte empieza, yo llevo a su conclusión. Existen muchas conclusiones posibles, oráculo. Los pocos que realmente me complacen en vida obtienen la paz en mi reino, y el sueño que no conoce sueños. A otros se les concede otra clase de vida y forman parte de mis muchos sirvientes, y eso, también, puede ser una bendición. Pero siempre existen aquellos que, por sus actos o palabras, blasfeman contra mí y se niegan a aceptarme como su señora. Para ellos no hay otra cosa que el ansia estúpida y perpetua de los hushu, ya que devoro sus almas y no doy asilo a sus cuerpos, y de este modo no pueden ni morir ni vivir, sino simplemente existir. —Se interrumpió, los ojos brillantes como carbones encendidos dentro de la plateada aureola—. ¿Qué destino elegirías , oráculo?

Índigo sintió cómo su corazón latía con fuerza, el pulso rápido y doloroso, pero hizo un esfuerzo para no mostrarse acobardada.

—No escogería ninguno —repuso—. Mi lealtad… y mis creencias… se inclinan hacia otro lado.

—¿De veras? —La Dama Ancestral inclinó la cabeza, cu un curioso gesto que recordaba al de un ave—. Ya lo veremos, oráculo. Ya lo veremos.

Entonces volvió la cabeza, y la mirada negra y plateada se clavó en Shalune e Inuss. Ambas se encogieron sobre sí mismas; Inuss temblaba como una hoja, mientras Shalune tampoco parecía estar mucho mejor. Todo el coraje de ambas se había hecho polvo.

—¿Por qué lloras, candidata? —La voz de la Dama Ancestral tomó de repente un tono cruel—. ¿Qué se esconde en tu corazón que tus lágrimas delatan? ¿Es amor? ¿O es temor? —Hizo una pausa y luego ordenó—: Sácate la máscara.

Inuss profirió un sonido terrible, a medio camino entre un gemido y un grito de dolor. Con gesto tembloroso tiró de la máscara de madera y rompió los cierres en su torpe precipitación; varios de los adornos de hueso cayeron al suelo de piedra en el forcejeo hasta que por fin consiguió quitársela, y el rostro aterrorizado de la joven —sudoroso y crispado por la tensión— contempló a la diosa.

—Tráeme la máscara, hija mía —ordenó la figura—. Ponla entre mis manos.

Inuss no quería acercarse a ella, pero no se atrevía a desobedecer. Se incorporó vacilante y avanzó arrastrando los pies hasta la orilla del lago. El bote estaba demasiado lejos para alcanzarlo extendiendo las manos; pero la señora aguardaba implacable, y por fin Inuss se decidió a penetrar en el agua. Índigo la oyó aspirar con fuerza cuando el líquido elemento empezó a arremolinarse alrededor de sus rodillas, sus muslos y sus caderas. La muchacha vadeó hasta el bote, y levantó la máscara con un gesto desesperado y suplicante, inclinando la cabeza.

La diosa extendió una mano, y los largos dedos de negras uñas tocaron la máscara. Las ventanillas de su nariz se hincharon; luego despacio, muy despacio, retiró la mano. Un horrible resplandor, frío como la aureola de sus ojos, rodeó su cuerpo y la convirtió por un instante en una negra silueta, y entonces habló con una voz que a Índigo le heló la sangre en las venas.

—Tú no eres la persona elegida para servirme. ¡Tú has venido en lugar de otra persona!

Con un alarido de terror, Inuss soltó la máscara, que fue a caer dentro del bote, y se cubrió el rostro con las manos. Shalune clavó la mirada a sus pies, los brazos extendidos en actitud suplicante.

—Señora, os ruego… —empezó a decir.

—¡Silencio! —El eco rebotó por toda la caverna—. ¿Tú que te has confabulado con una traidora te atreves a hablar? ¿Me crees ignorante de tus actos? ¡Ah, Shalune, mi sierva, esperaba mejores cosas de ti!

—¡No! —gritó Shalune—. ¡Señora, no somos traidoras! Sólo queremos lo que es mejor, lo que es correcto…

—¿Correcto? —Cientos de novas llamearon en las profundidades de los ojos de la Dama Ancestral—. ¿Cómo te atreves a juzgar lo que es correcto, Shalune? Te has opuesto a la voluntad de tu Suma Sacerdotisa, a quien yo misma escogí. La has engañado… y por lo tanto me has engañado a mí. Respóndeme, Shalune: ¿quién sanciona lo que debes hacer para servir a tu diosa? ¿Quién es el avatar de tu diosa en el mundo de los mortales?

Las mandíbulas de Shalune se movieron espasmódicamente antes de que pudiera por fin pronunciar:

—Ul… Uluye… es vuestro avatar.

—¿Y en nombre de quién habla Uluye? ¿Quién juzga lo que es correcto, Shalune? ¿Quién?

—Vo… vos, mi señora. Sólo vos.

—Sí, Shalune, yo juzgo. ¿Aceptas mi decisión?

El rostro de Shalune estaba a la vez lleno de angustia y de adoración. Índigo comprendió que realmente amaba a este ser monstruoso, y, aunque este amor tenía sus raíces en el terror, era de todas formas tan real como el amor de un niño por su madre, de una mujer por su amante, de un estúpido e indefenso perro por su severo amo que un día, un buen día, puede otorgarle una alegría indecible condescendiendo a ser amable.

—Acepto vuestro juicio, dulce señora —respondió Shalune, y se le quebró la voz en la última sílaba—. Soy vuestra. Somos vuestras. Lo que sea que mandéis, nosotras lo haremos.

Se produjo un silencio durante lo que pareció una eternidad. Índigo deseaba intervenir, pero no sabía qué podía decir o hacer; una sola palabra en el momento equivocado o en el lugar equivocado podía muy bien empeorar las cosas. Shalune e Inuss permanecían inmóviles. Inuss, una figura patética ahora, seguía todavía sumergida en el agua hasta la cintura, la recargada túnica empapada y pegada al cuerpo. La Dama Ancestral paseó la mirada de la una a la otra con expresión inescrutable. Cuando volvió a hablar, su voz había perdido el leve tono de emoción y recobrado la frialdad.

—Te juzgo una valedora indigna, Shalune, pues me has traído a una postulante que no es la elegida por tu Suma Sacerdotisa. Has desafiado la voluntad de tu Suma Sacerdotisa y, al hacerlo, me has desafiado a mí. —Bajó la mirada—. En cuanto a ti, Inuss, has conspirado con tu mentora para desobedecer y engañar. No otorgo mi bendición a seres como vosotras. No sois dignas de regresar a vuestro propio reino, ni tampoco de residir en el mío.

Se produjo una pausa, durante la cual Índigo vio cómo los ojos de Shalune se abrían de par en par presas del terror. Entonces la Dama Ancestral anunció con voz tajante:

—Vuestros corazones saben que sois culpables. Y conocéis el castigo para lo que habéis hecho. Vuestras almas son mías; y os envío a residir entre los seres sin vida que siguen vivos. Os declaro hushu.

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