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Capítulo 18

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Capítulo 18

El sonido de los tambores que enviaban el mensaje de Uluye a los poblados era diferente de cualquier cosa que Grimya hubiera escuchado antes. La loba contempló con inquietud cómo sacaban las enormes estructuras de madera con sus antiguas y tensas pieles y las colocaban en sus lugares correspondientes en la plaza, y cómo las transmisoras de mensajes, dos mujeres para cada tambor, empuñaban los enormes bastones. A una señal de una de las sacerdotisas de mayor rango, los bastones golpearon la piel… y pareció como si una terrible tormenta hubiera estallado sobre sus cabezas cuando las voces retumbantes de los tambores rugieron su mensaje al aire haciendo pedazos el silencio de la mañana. Las percusionistas balanceaban los brazos como guerreros que empuñaran espadones, y golpeaban un compás complejo, apremiante y siniestro que seguramente se podía oír a kilómetros de distancia. Del bosque, apenas audibles en medio del estruendo, se elevaban los chillidos de protesta o temor de animales y pájaros, pero el retumbar proseguía inalterable, las mujeres sudorosas ahora y con el rostro torvo mientras atacaban los tambores con todas sus fuerzas.

Abajo, en la orilla, se desarrollaba una actividad diferente. Otras nueve sacerdotisas habían salido de la ciudadela, cada una con una antorcha y cada una con el rostro pintado precipitadamente con sigilos grotescos; iban llenas de amuletos y fetiches, y su jefa llevaba cuatro largas estacas. Tras hundir las estacas en el blando suelo del extremo más alejado de la plaza para formar un cuadrado, y sin dejar de entonar agudos cánticos, las mujeres empezaron a depositar nuevos amuletos formando un dibujo ritual alrededor del perímetro del cuadrado. Sujetaron cuatro de las antorchas a las estacas, cuyas llamas oscilaban como pálidos andrajos bajo la poderosa luz del sol, y cuando hubieron terminado, las mujeres sacaron de las bolsas que colgaban de sus cinturas puñados de arena negra y de pequeños guijarros oscuros y señalaron un estrecho sendero que discurría desde el cuadrado, cruzando el sendero del lago, hasta el límite del bosque.

Luego, satisfechas al parecer con su trabajo, se dieron la vuelta como una sola y se encaminaron despacio y con clara desgana al lugar donde se encontraban los cuerpos de Shalune e Inuss junto a la orilla. Nadie se había atrevido a tocar los cadáveres; condenados y expulsados, en estos momentos eran legítima presa de los hushu. Pero los crímenes de las dos mujeres eran de una naturaleza tal que los hushu no enviarían espíritus necrófagos normales para reanimar los cuerpos. Los horrores que vendrían a reclamar a los blasfemos eran los más poderosos de todas las legiones de demonios y no-muertos, y por lo tanto se los debía aplacar con ofrendas y evitar que escaparan al control para aterrorizar a los vivos. El sendero y el cuadrado señalarían el camino que tomarían tan espantosos visitantes, y los amuletos y otros objetos poderosos los mantendrían bajo control.

Las mujeres de los tambores, que seguían golpeando con una energía inexorable y frenética, volvieron las cabezas para no mirar cuando cuatro de las mujeres que habían marcado el cuadrado levantaron los cuerpos de Shalune e Inuss. Las mujeres restantes iniciaron entonces una serie de sonoras lamentaciones y, agitando sistros en dirección a los cadáveres, arrojaron más puñados de arena sobre ellos, tras lo cual las cuatro mujeres los condujeron apresuradamente hasta el cuadrado y los colocaron en el centro, los cuerpos cruzados el uno sobre el otro formando ángulos rectos. Hecho esto, con los cánticos y los repiqueteos resonando aún con toda su potencia, las cuatro mujeres que habían trasladado los cadáveres corrieron hasta el lago y se arrojaron al agua de la orilla mientras sus compañeras arrojaban más agua sobre ellas para ayudarlas a eliminar la mácula dejada por las criaturas impías que acababan de tocar.

Grimya presenciaba la escena desde las sombras del pie de la escalera inferior donde se encontraba acurrucada. El miedo y la congoja hacían latir con fuerza su corazón, y no podía dejar de temblar; habría dado una fortuna por dejar de oír el sonido de los tambores, pero no había ningún lugar en el que refugiarse del estrépito, ningún lugar donde encontrar el silencio que precisaba para poder pensar con claridad.

Había estado esperando a Uluye; la Suma Sacerdotisa no había vuelto a salir de la ciudadela, y cuando la loba intentó subir la escalera en su busca, dos guardianas le cortaron el paso amenazándola con sus lanzas y se negaron a dejarla pasar. Comprendió entonces que también ella se había convertido en un paria a los ojos de las mujeres. Creían que Índigo las había traicionado, de modo que Grimya, en su calidad de amiga de la muchacha, debía compartir su culpa. Era una locura, y la hostilidad de las mujeres hacía que fuera aún más difícil para la loba encontrar una respuesta a la pregunta que ardía en su mente, la espantosa y apremiante pregunta: «¿Dónde estaba Índigo?».

Grimya sólo estaba segura de una cosa y, aunque el consuelo que esto le proporcionaba era bastante mínimo, al menos era mejor que nada. Lo que fuera que le hubiera ocurrido, Índigo debía seguir con vida aún. Ni siquiera un demonio como la Dama Ancestral podía matar a un inmortal, y esta seguridad era lo que impedía que la loba se dejara llevar por la desesperación. Pero ¿qué había sido de su amiga? ¿Se encontraba atrapada, cautiva, herida? ¿Era capaz de regresar al mundo exterior? Y, de ser así, ¿cómo y dónde emergería? El animal estaba seguro de que Uluye podía ayudarla si quisiera. Tenía que volver a hablar con la Suma Sacerdotisa por mucho que costase. Uluye tenía una deuda con ella, y debía persuadirla para que la pagara.

De improviso escuchó el sonido de voces en lo alto y, a los pocos momentos, el golpear de varios pares de pies en la escalera. Salió corriendo de su refugio, levantó la cabeza, y vio que la Suma Sacerdotisa regresaba.

Uluye iba vestida de rojo de la cabeza a los pies: un rojo profundo y riguroso que la luz del sol convenía en sanguinolento. Llevaba la cabeza descubierta, y la larga melena negra suelta, impregnada de aceite y balanceándose como cuerdas alquitranadas sobre su pecho. Lo grotesco de su aspecto se veía aumentado por el rostro, pintado de modo que representara una máscara inhumana: ojos terriblemente exagerados, los labios una gruesa línea roja, trazos irregulares de diferentes colores irradiando de la nariz para atravesar luego las mejillas.

Tres mujeres enmascaradas descendían apresuradamente detrás de ella, sosteniendo una colección de utensilios cuyo propósito Grimya no adivinaba: un mayal con unas perversas púas, un sistro con plumas negras entretejidas en él, un cuchillo demasiado embotado para ser de metal, y un cáliz manchado y oxidado. Descendían cantando; no con los alaridos ululantes de sus hermanas de la orilla del lago, sino con siseantes susurros que transmitían un trasfondo de fría amenaza.

La fantasmal procesión llegó al final de la escalera, y Uluye penetró en la arena.

—¡U… luye! —Grimya surgió de las sombras para cortar el paso a la Suma Sacerdotisa y, dejando de lado toda cautela, gritó en voz alta—: ¡U… luye, tengo que hablar contigo!

Uluye se detuvo en seco; a su espalda, el siseante cántico cesó bruscamente mientras sus tres acompañantes contemplaban a la loba estupefactas. Luego, con tal rapidez que cogió a Grimya totalmente por sorpresa, Uluye giró en redondo y arrebató el mayal de púas de la mano de su asistente.

¡Brujería!

Escupió la palabra como si se tratara de una maldición o de un grito de combate, y la tralla del mayal cayó sobre la loba. Grimya dio un salto atrás con un gañido, y la Suma Sacerdotisa se lanzó tras ella, agitando el mayal de un lado a otro y haciendo volar el polvo a cada golpe.

—¡U… luye…! —intentó volver a decir la loba, pero la mujer no le dio la menor oportunidad de hacerse oír.

—¡Magia negra y demoníaca! —rugió la Suma Sacerdotisa, y el mayal se estrelló contra el suelo, errando a la loba por pocos centímetros—. ¡Incluso ahora los blasfemos nos envían ilusiones para engañarnos! ¡Coged a ese animal…, cogedlo y atadlo y haced que permanezca en silencio, o el mal quedará en libertad!

Las ayudantes recuperaron el control de sí mismas, y las cuatro avanzaron sobre Grimya al unísono. La loba se vio acorralada, con la pared del zigurat a su espalda; se agazapó, las orejas pegadas a la cabeza y el pelaje erizado, y, cuando una de las mujeres se le acercó, un pánico ciego la hizo reaccionar atacando y mordiendo. Se escuchó un grito, y la loba sintió el sabor de la sangre en la boca; agachó la cabeza y gruñó furiosa, y a través del rugido su voz gutural jadeó:

—¡No soy ningún demonio! ¡Escuchad, deeebéis escuchar! Índigo está…

No pudo seguir. Uluye volvía a empuñar el mayal, y abatió el cincelado mango con todas sus fuerzas contra la cabeza de la loba. Grimya aulló y se tambaleó. Luz y oscuridad danzaron ante sus ojos en un tiovivo enloquecido. Sintió náuseas en el estómago; las patas le fallaron, se entrecruzaron y se doblaron bajo su peso cuando la desorientación la golpeó como un segundo mazazo físico, y el animal se derrumbó sobre la arena gimiendo aturdido.

Uluye bajó los ojos para contemplar la jadeante figura convulsionada.

—Atad las patas de esta criatura y amordazadle la boca —espetó; respiraba de forma entrecortada y con un gran esfuerzo.

—¿No deberíamos matarla, Uluye? —inquirió una de las ayudantes.

—Aún no. Es el espíritu familiar de nuestro falso oráculo; puede que la Dama Ancestral desee que se lo sacrifique en la forma adecuada. De todos modos ocupaos de que no pueda emitir ningún sonido.

—Un animal que habla… —se estremeció la ayudante— es antinatural. Un mal presagio.

—¡No quiero oír hablar de presagio! —exclamó Uluye revolviéndose contra ella presa de cólera—. ¡Obedéceme, y no se te ocurra poner en duda mis deseos!

Grimya estaba consciente pero demasiado aturdida para resistirse cuando las mujeres trajeron gruesas cuerdas de fibra y le ataron las patas delanteras y traseras. Anudaron una tercera cuerda alrededor de su hocico de modo que, aunque podía respirar sin dificultad, no podía emitir más sonido que un gemido o un débil gruñido. Cuando terminaron, Uluye ordenó a las tres ayudantes que se adelantaran —al parecer no sentía la menor preocupación por la mujer cuyo brazo había mordido la loba— y, cuando estuvieron lo bastante lejos para que no pudieran oírla, se inclinó junto al indefenso animal.

—¡No quiero volver a oír nada más sobre tu querida Índigo! —siseó, acercando los labios a la oreja de la loba—. La Dama Ancestral la tiene ahora, y ya se ocupará de ella a su manera. —La repugnante boca pintada se distendió en una mueca desagradable—. Tú me has mostrado la verdad, mutante. Tú me has mostrado que nuestro oráculo es un falso oráculo, un demonio enviado para engañarme y confabularse con los blasfemos en contra de mi ley. Te diré algo: no se puede jugar con la Dama Ancestral, ni tampoco con su Suma Sacerdotisa y leal servidora. Te he desenmascarado a ti y a tu diabólica señora. ¡Habéis fracasado!

Se irguió con un brusco movimiento, dio media vuelta y se alejó por la plaza a grandes zancadas. Incapaz de moverse o de mostrar la menor reacción, Grimya la vio alejarse. Tenía los ojos velados, y el dolor del golpe recibido la tenía todavía aturdida, pero las palabras de Uluye habían dado en el blanco; se dio cuenta de que, por primera vez, comprendía realmente lo que se ocultaba tras la amarga antipatía de la Suma Sacerdotisa.

Uluye podría haber ordenado su muerte, pero no lo había hecho. El deseo más apremiante de la sacerdotisa fue hacer callar a Grimya, impedir que revelase a nadie más no sólo su habilidad para hablar las lenguas de los humanos, sino también la historia que le había contado. Y el motivo de Uluye en ambos casos había sido el mismo: el miedo. La loba lo había visto en su rostro, a pesar de la grotesca capa de pintura, cuando la Suma Sacerdotisa se inclinó sobre ella para susurrarle su salvaje advertencia. La mujer tenía miedo de Grimya porque Grimya era la compañera de Índigo y ésta era una amenaza a su poder y supremacía.

Sin embargo, al mismo tiempo, ese miedo fue el que contuvo la mano de Uluye y no la dejó correr el riesgo de ordenar matar a Grimya; lo cual confirmaba lo que la loba empezaba a sospechar: la confianza de la mujer en la infalibilidad de su juicio empezaba a desmoronarse. Y eso, la loba lo sabía muy bien, la convertía en imprevisible… y en doblemente peligrosa.

Uluye avanzó en dirección a la roca plana situada en el centro de la plaza. Las mujeres que se habían ocupado de Shalune e Inuss habían regresado a la ciudadela; sólo quedaban las mujeres que golpeaban los tambores, martilleando sin pausa su inexorable mensaje. Al llegar a la roca se detuvo y miró a sus ayudantes.

—Retiraos.

La orden quedó ahogada por el ruido de los tambores, pero el salvaje gesto de despedida que la acompañó fue más que suficiente. Las mujeres se alejaron, y Uluye se subió a la piedra, desde donde, sin prestar atención a las sudorosas percusionistas, clavó la vista en el lago.

Por primera vez en su vida, empezaba a dudar de su competencia para interpretar la voluntad de su diosa; y esto, para Uluye, resultaba una perspectiva aterradora. ¿Qué quería de ella la Dama Ancestral? Algunas cosas quedaban muy claras: la traición de Shalune e Inuss había quedado al descubierto, y la diosa había dado una orden clara sobre su destino final al enviar sus cuerpos empapados a la superficie desde las profundidades del lago. ¿Y… Yima? No, pensó Uluye mientras la cólera, el dolor y la confusión la atravesaban; no estaba dispuesta a permitirse dar más vueltas a aquello. No podía existir la menor duda sobre el destino de Yima…, ninguna; probaría su fe a la Dama Ancestral más allá de cualquier sombra de duda.

Pero ¿sería eso suficiente? Uluye se sentía asaltada por la incertidumbre y la contradicción. Dominando todos sus sentimientos existía un enraizado terror de que la Dama Ancestral la estuviera poniendo a prueba, o castigándola, al rodearla de señales contradictorias. Y en el fondo de todo esto se encontraba Índigo.

Uluye había creído realmente que su diosa había autorizado la entronización de la muchacha como nuevo oráculo del culto. Todas las señales fueron las correctas, todos los presagios se cumplieron; no existió el menor motivo para dudar que Índigo fuera el avatar escogido por la diosa, y, por más que se estrujaba el cerebro en busca de respuesta, no se le ocurría cómo habría podido falsificar Shalune los signos y engañarla. Incluso esa criatura llamada Grimya había resultado una prueba más. Un animal que hablaba como un humano… Se estremeció sin querer. Tales monstruosidades no existían más que en las leyendas: criaturas diabólicas, demonios, hushu. No obstante, la Dama Ancestral conocía la existencia de Grimya, ya que había informado a sus seguidoras que el nuevo oráculo tendría a un animal por compañero. Una vez más, parecía como si Índigo fuera la persona elegida… y pese a ello las había traicionado.

¿Lo había hecho en realidad? La pregunta hizo que el estómago de Uluye se contrajera presa de algo más profundo que el simple temor, al volver a traerle a la mente una idea terrible que intentaba denodadamente eliminar. ¿Había traicionado Índigo al culto… o sería acaso inocente, como afirmaba la loba mutante? O peor, mucho peor, ¿sería posible que la Dama Ancestral se hubiera vuelto en contra de su propia Suma Sacerdotisa, y que Índigo fuera su instrumento?

A pesar del bochornoso y opresivo calor, Uluye se estremeció. ¿En qué manera podía haber ofendido a la señora? ¿Cómo podía haber blasfemado? ¿Sería quizá que había pecado al escoger a su propia hija como su sucesora? No, se dijo; no. La señora le había mostrado que Yima era una candidata aceptable; le había dicho que realizara la ceremonia de iniciación. Uluye había escuchado la voz de la diosa con sus propios oídos, y, en esto al menos, nada la convencería de que Índigo podía haberla engañado. Nadie poseía un poder de tal magnitud… y nadie, nadie, osaría hacerse pasar por la diosa.

En ese caso, ¿qué otra cosa podía haber hecho Uluye para provocar el desagrado de la señora? ¿O se trataría de una prueba sobre su valía, sobre su aptitud para mandar…, sobre su poder? Shalune quiso usurpar ese poder y colocar a alguien de su sangre en el lugar de la candidata; pero en estos momentos Shalune y su cómplice estaban muertas y la Dama Ancestral las había condenado a convertirse en hushu. Yima quiso burlarse de ella, también, e intentó huir con su amante; ahora también ella estaba condenada a morir y a unirse a los seres sin alma. Una aguda excitación morbosa se apoderó de improviso de Uluye. ¿Era ésa la naturaleza de la prueba que la Dama Ancestral había decretado para ella? Sí, pensó, sí. Ahora comprendía los planes de la señora. Había fracasado en su deber de desenmascarar a los farsantes; así pues, era justo, era lo correcto, que expiara los errores cometidos y se exonerara a los ojos de la diosa. Y así lo haría. Sin importar lo que costase, lo haría, y de buena gana, pues amaba a su diosa más que a la propia vida, más que a la vida de su hija…

Un raro sonido desagradable brotó sin querer de su garganta. Sus ayudantes, que la esperaban a unos pocos metros de distancia de la roca, no lo escucharon; incluso un potente alarido habría quedado ahogado por el tronar de los tambores de llamada. Uluye recuperó el control sobre sí misma al momento, y aplastó sin piedad los sentimientos de su interior, sofocando el sollozo, eliminándolo, y eliminando la oleada de terrible desdicha que por un instante había amenazado con atenazarla.

Ya no podía tener duda. Se haría la voluntad de la Dama Ancestral, y ella demostraría su fidelidad, su amor y su obediencia. Sería su mano la que empuñaría la daga que derramaría la sangre de Yima, y ella misma celebraría la ceremonia que prepararía el cadáver de Yima para los hushu y llamaría a los espíritus sin alma de la noche para que la hicieran suya. No titubearía, no se echaría atrás. Ya no tenía una hija. Sólo tenía una diosa, su señora y madre, y superaría esta última prueba recuperando así el favor de la diosa. Ella, Uluye, Suma Sacerdotisa, demostraría su valía. Haría lo que debía hacerse, y jamás lamentaría su elección. Jamás, se dijo con ferocidad. Jamás.

Un movimiento en la periferia de su campo de visión la devolvió bruscamente al momento actual. Volvió la cabeza y descubrió que una de sus ayudantes se había acercado a la roca e intentaba con timidez llamar su atención. Uluye enarcó las cejas en gesto de interrogación, y la sacerdotisa indicó en dirección al bosque.

Se veía movimiento allí, hojas que se agitaban, figuras apenas entrevistas moviéndose por entre los árboles. Por fin, un grupito de personas hizo su aparición; se quedaron de pie en el sendero sin saber muy bien qué hacer, las miradas puestas en la plaza y en el zigurat que se alzaba tras ella.

Uluye sonrió con frialdad. Desde la distancia a que se encontraba, no podía reconocer a los recién llegados, pero sabía que debían provenir del pueblo más cercano. Los contó por encima rápidamente. Muy bien; habían respondido a la llamada en masa, al parecer, y eso mostraba que sentían el debido respeto y temor por las sacerdotisas de la diosa. Pronto los seguirían otros.

Hizo una señal a las mujeres que tocaban los tambores, y el atronador golpeteo cesó al instante. El silencio resultó espantoso en contraste con el ruido anterior, y casi tan ensordecedor como lo había sido el rugir de los tambores. Cuando los últimos ecos se desvanecieron, Uluye escuchó la respuesta de otros tambores a lo lejos, en las profundidades del bosque. Estupendo, pensó; estupendo. Los ancianos del pueblo transmitían la llamada; se propagaría a lo largo y a lo ancho, y la reunión sería todo lo numerosa que ella había exigido.

Era hora de dar comienzo a las primeras ceremonias…

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