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Capítulo 19

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Capítulo 19

Quince pasos. Índigo los había contado tantas veces, comprobándolo y volviéndolo a comprobar, que tenía la impresión de que aquel número estaba grabado en su cerebro. Quince pasos de un extremo de esta miserable punta de roca al otro, y apenas siete a lo ancho. Y, entre tan limitados confines, ni un montecillo, ni una grieta, ni el más mínimo rasgo distintivo.

Se encontraba ahora sentada en la pendiente de esquisto con las rodillas dobladas hacia arriba sosteniendo la barbilla y el agua lamiendo el suelo a pocos centímetros de sus pies. El agua era tan oscura, tan silenciosa y aceitosa que daba la impresión de podredumbre, y no estaba dispuesta a tocarla siquiera. Así pues, sin una dirección que poder tomar, nada podía hacer excepto esperar e intentar controlar la impotente y fútil pero salvaje cólera que hervía en su interior.

Se había maldecido por estúpida más de cincuenta veces. Había permitido que la Dama Ancestral la hiciera bailar a su lúgubre son a través de este laberinto, convencida de que al final hallaría la luz, pero, en lugar de ello, su guía la había abandonado en este…, este… Índigo sacudió la cabeza con fuerza al no encontrar palabras lo bastante repugnantes como para describir el lugar. No podía ni imaginar cuál había sido el propósito de la Dama Ancestral al traerla aquí, pero a cada minuto que pasaba se sentía más convencida de que la había engañado. «Lo que viene ahora vendrá a ti sin que tengas necesidad de buscarlo», había dicho la figura. ¿Cuánto tiempo había transcurrido ya? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Más? Sin embargo, todavía no había otra cosa que la lóbrega oscuridad y el silencio y la sensación de que nada sucedería aquí, porque nada podía suceder aquí.

—… suceder

Índigo dio un respingo cuando el débil eco pareció susurrar la palabra a su espalda. No se había dado cuenta de que había hablado en voz alta, y sintió un escalofrío, no gustándole el tono inerte y mezquino que el oscuro túnel daba a su voz. Mientras el escalofrío desaparecía, echó una mirada a su lado, donde el fuego de san Telmo se encontraba encajado en los guijarros. Su débil resplandor de luciérnaga seguía derramándose sobre las piedras, pero a Índigo le dio la impresión de que era más tenue que minutos antes. La Dama Ancestral le había advertido, burlona, que la luz no duraría indefinidamente, y se preguntó cuánto tiempo más seguiría brillando. La idea de quedar en una total oscuridad sin tan siquiera esta chispa de consuelo resultaba desalentadora, e Índigo tomó con sumo cuidado la luz y la sostuvo en la palma de una mano. No se parecía a nada que hubiera visto antes; era simplemente una esfera de algo parecido a cristal verdoso de apenas tres centímetros de ancho, suave y fría al tacto. La luz que desprendía no tenía un origen visible, y nada parecía afectarla ni en un sentido ni en otro.

El cristal parpadeó de improviso, como una vela atrapada en una corriente de aire, por lo que Índigo se apresuró a depositarlo otra vez en el suelo. Lo observó con atención durante un rato, pero no volvió a parpadear, de modo que finalmente suspiró y reemprendió la contemplación de las oscuras aguas. Sin duda, sin duda, no iría a verse obligada a permanecer aquí de forma indefinida… Era una idea demencial. Debía de existir alguna manera de abandonar esta tres veces maldita roca…

—… roca

Esta vez dio un violento respingo, ya que el susurrante eco había sonado mucho más cerca. Diosa querida, pensó, debía de estar empezando a perder la razón si se dedicaba a hablar en voz alta sin darse cuenta.

—… darse cuenta

—¡Ahhh…!

Fue una exclamación y una protesta a la vez, e Índigo se puso precipitadamente en pie, el corazón latiéndole con violencia. Esta vez no había hablado en voz alta; lo sabía, estaba segura. Pero algo le había contestado…

—… contestado

Juró en voz alta al tiempo que giraba en redondo, intentando ver en la oscuridad. Apenas si pudo entrever la leve curva del islote y el tenue brillo fosforescente de la superficie del río algo más allá. No se movía nada en la roca. No había nada allí.

Índigo se pasó la lengua por los labios. El primer instinto fue gritar, desafiar a la voz, pero la contuvo una desagradable convicción de que eso podría provocar una respuesta para la que no estaba preparada. Deseó que su cuchillo se encontrara en su mano, en lugar de haberse quedado junto con sus otras pertenencias en la cueva del oráculo de la ciudadela. Mejor aún, la ballesta y una buena provisión de saetas… aunque cómo podría defenderse de un asaltante invisible era una pregunta que no se molestó en responder. Durante un minuto, puede que dos, permaneció inmóvil, escudriñando la roca, pendiente del menor sonido. Nada; y empezó a preguntarse si no lo habría imaginado. Quizá si cogiera el fuego de san Telmo y explorara con él la roca otra vez…

—… roca otra vez

—¿Quién eres? —aulló Índigo—. ¡Muéstrate!

Los ecos de su voz rebotaron tumultuosamente en las paredes del túnel, para luego desvanecerse. No obtuvo respuesta.

—Maldita sea…

Índigo se agachó, agarró la pequeña esfera de luz y la sostuvo frente a ella con el brazo extendido. Por un instante un chorro de fría luz procedente de la diminuta esfera le iluminó la mano…, y entonces el fuego de san Telmo parpadeó, perdió intensidad, volvió a parpadear y se apagó, dejándola sumida en una total oscuridad.

Se mordió las comisuras de los labios para reprimir el grito que intentaba brotar de su garganta. Se trataba de un sobresalto momentáneo, nada más; no había de qué estar asustada…

—… asustada… nosotros

Había sonado a su espalda; giró en redondo, pero todo lo que pudo ver fue el débil resplandor nacarado del agua.

—… nosotros… Índigo

Su respiración se aceleró hasta convertirse en un áspero sonido en su garganta, pero esta vez su voz estaba bajo control.

—¿Qué eres? Te lo vuelvo a decir: ¡muéstrate!

—… nosotros… ayúdanos

Se trataba de una voz tan fina, observó con un repentino escalofrío interior. Inexpresiva, sin vida… y triste. Y decía «a nosotros», no «a mí».

Aspiró el malsano aire, llenándose de él los pulmones, y cerró la mano con fuerza alrededor de la extinguida esfera de luz.

—No te veo. Te oigo, pero no te veo.

La voz volvió a responder, a su espalda, desde la roca desnuda del islote:

Índigo… casa… nosotros… Índigo… queremos… ayúdanos… queremos…

La muchacha cerró los ojos con fuerza y siseó una oración por entre los apretados dientes.

—¡Madre todopoderosa, si puedes oírme, si tienes piedad de mí, ayúdame ahora! ¡Muéstrame qué he de hacer!

Si la Madre Tierra la escuchó, no le contestó. Y la monótona vocecilla volvió a hablarle, ahora desde otro lugar.

—… nosotros casa… Índigo… queremos casa… ayúdanos

Se escuchó un nuevo sonido, un leve crujir y tintinear, y parecía emanar de todo lo que la rodeaba. Índigo parpadeó en un esfuerzo desesperado por obligar a sus ojos a atravesar la oscuridad, pero fue inútil. No había luz, no había nada.

—… excepto nosotros… casa… nosotros casa… Índigo… queremos… queremos

Los crujidos sonaron con más fuerza. De repente se produjo un movimiento en la oscuridad; tuvo una lenta, ciega sensación de algo que se movía a ambos lados de ella, masilla del islote, más allá de las deslizantes aguas.

E Índigo recordó lo que se encontraba enterrado en las paredes de este túnel.

De improviso, sin avisar, la esfera de luz de su mano volvió a encenderse. Lanzó un grito de sorpresa al ver que un brillante resplandor blanco surgía de entre sus dedos, e involuntariamente arrojó la esfera lejos de ella. El cristal rebotó sobre la piedra, rodó, y fue a detenerse en la cima del suave desnivel de esquisto, no un apagado gusano de luz ahora, sino una diminuta estrella reluciente que arrojaba haces de luz y sombra por todo el islote.

Las paredes del túnel se movían. Toda su superficie parecía haber cobrado vida, moviéndose y agitándose. Pedazos de arcilla, liberados por el cataclismo, se desplomaban en el agua como diminutas avalanchas, y en los agujeros y cicatrices resultantes se veían movimientos convulsos y un apagado brillo de huesos marrones, húmedos, vagamente fosforescentes. A la fría luz del fuego de san Telmo, Índigo vio cómo las peladas calaveras surgían de las paredes que las habían mantenido aprisionadas; en el fondo de las cuencas de los ojos brillaba una débil luz como de brasas mortecinas, y el primer destello de una inteligencia vacía y aterradora.

Horrorizada, sintiendo que iba a vomitar en cualquier momento, Índigo empezó a retroceder instintivamente antes de darse cuenta con un escalofrío de que no había ningún sitio al que pudiera retroceder. Los cadáveres vueltos a la vida la rodeaban por todas partes; se encontraba atrapada entre sus filas, y ni tan sólo el río, si se hubiera atrevido a introducirse en él, ofrecía escapatoria, pues también se encontraban allí, en las paredes que lo flanqueaban; y, si penetraba en el río y ellos abandonaban las paredes y caían al agua, entonces estarían allí, con ella y…

—¡No, oh, no!

Se llevó las manos a la cabeza, retorciéndose de un lado a otro en frenética negación a la vez que intentaba no escuchar los terribles crujidos que ahora parecían llenar el túnel, salpicados de furtivos chapoteos producidos por nuevos pedazos de arcilla que caían al río. Deseaba cerrar los ojos también, no tener que contemplar este horror, pensó la idea de no ver, de no saber lo que sucedía, resultaba más aterradora aún.

—¡Regresad, regresad! —La voz se le quebró por los nervios—. ¡Por favor…, en nombre de la Madre, deteneos!

—… miedo… Índigo… miedo… —La respuesta le llegó débil, entristecida y apagada, por entre los chasquidos y corrimientos de tierra. Las voces volvían a empezar.

—No…

—… nosotros… miedo, Índigo… nosotros… no…

Conteniendo las náuseas, Índigo intentó coger la esfera de luz, su único bastión contra los horrores que se arras traban a su alrededor. Pero, cuando cerró la mano sobre ella, se vio obligada a dar un salto atrás con un grito de dolor: la diminuta esfera ardía. Jadeante, se retorció los dedos chamuscados; luego, a medida que recuperaba la respiración y el dolor disminuía hasta convertirse en fuertes punzadas, se dio cuenta de que este pequeño incidente la acababa de salvar de caer en un pánico total. El sobresalto producido por algo tan corriente como hacerse daño había desviado la atención de sus sentidos por un instante, y su cerebro había aprovechado la oportunidad para reafirmar un cierto autocontrol. Agachada sobre el esquisto, con el fuego de san Telmo brillando a su lado y la mano dolorida cerrada con fuerza, paseó la mirada rápidamente de un lado a otro, conteniendo el terror, conteniendo la sensación de náusea y repugnancia.

—No tengo miedo. —Pronunció las palabras como en una letanía—. No tengo miedo.

… miedo… no… Índigo —respondieron las voces.

Dulce Diosa, veía cómo se movían aquellas mandíbulas destrozadas…

—No tengo miedo. No podéis hacerme nada.

—… nada… no, Índigo… miedo… nosotros

Una pausa, un momentáneo silencio; luego, como si lentamente las voces aprendieran —o volvieran a aprender un modo más claro de expresarse—, le llegó un suave y sibilante coro que la dejó helada.

—;… no nos tengas miedo, Índigo… ayúdanos… elévanos contigo, Índigo… casa… casa… no tengas miedo

Índigo sintió que se le contraía el estómago y jadeó, sin aire. Por primera vez comprendía la terrible aflicción que expresaba el coro de voces, y su terror quedó súbitamente eclipsado por una horrorizada piedad. Muy despacio, se puso en pie, con el corazón latiéndole enloquecido, y miró a su alrededor.

—¿Qué es lo que queréis? —gritó—. ¿Qué es lo que creéis que puedo hacer?

La respuesta le llegó con una horrible y hueca ansiedad e impaciencia.

… libres… libres, Índigo… nosotros… libéranos

—No puedo liberaros. No tengo ese poder.

—… sí… libres… nosotros… poder… libéranos

—¡No puedo! No soy una diosa.

—… no… no… no… no… no… no…

Había un repentino nerviosismo en las respuestas, y no sabía si las voces confirmaban o negaban sus palabras. Entonces, mientras el coro de voces se apagaba, un solitario susurro flotó sobre las oscuras aguas.

—… miedo… nosotros, Índigo… nosotros… tenemos miedo

Dos diminutas estrellas relucientes llamearon en la oscuridad fuera del alcance del fuego de san Telmo. A Índigo se le puso la carne de gallina.

—¿Miedo? —Su voz era indecisa, temblorosa casi—. ¿De qué tenéis miedo? ¿Qué podéis temer?

Se escuchó un siseo, como si un millar de serpientes hubieran hecho acto de presencia en el túnel. En un principio Índigo pensó que se trataba de un sonido incoherente, pero luego se dio cuenta de que las voces repetían una palabra, una única palabra, una y otra vez.

—… sí… sí… sí… sí… sí… miedo… ella, Índigo… ella tiene miedo… nosotros tenemos miedo… nosotros somos ella… ella es nosotros… ella tiene miedo… nosotros tenemos miedo… ayúdala, Índigo… ayúdanos, Índigo

El corazón de Índigo retumbaba contra sus costillas.

Creía empezar a comprender lo que las voces querían decir, y de repente algunas de las enigmáticas y aparentemente insensibles palabras de la Dama Ancestral empezaron a encajar y a conformar un todo coherente. «Nosotros somos ella, ella es nosotros. Ella tiene miedo, nosotros tenemos miedo». Oh, sí, pensó Índigo; oh, sí…

—¿A qué tenéis miedo? —gritó a los inquietos y agitados cadáveres aprisionados entre las paredes—. Decidme su nombre y su naturaleza.

Al instante cesó todo sonido. El silencio cayó sobre el islote como un sudario; incluso el río dejó de realizar sus leves chapoteos. Índigo arrastró un pie sobre el esquisto, rompiendo el abrumador silencio; pero las voces siguieron sin responder.

—Decidme —repitió.

Algo empezaba a agitarse en su interior, una nueva energía que emanaba de un punto que no podía definir pero que la llenaba de repentina seguridad. Poder, pensó. El poder para vencer a un demonio…

Su voz resonó por el túnel como un repiqueteo de campanas.

—¡Os lo ordeno, y no me lo podéis negar! ¡Decidme el nombre de vuestro temor!

Un sonoro gemido agudo y borboteante se expandió por la oscuridad, para desvanecerse en un sollozante quejido. Luego se dejó oír un solitario susurro, una única palabra:

—… muerte

Índigo bajó la mirada a la playa sobre la que se encontraba y se quedó muy quieta mientras el murmullo se apagaba y el silencio volvía a hacer acto de presencia. Permaneció inmóvil durante un buen rato, y la atmósfera se volvió tensa, como la sofocante y silenciosa hora de espera que precede a la tormenta. Entonces, sin mirar, sin levantar siquiera la cabeza, Índigo dijo:

—Ahora sé la verdad, señora. Muéstrate.

Se escucharon una serie de chapoteos provenientes de algún punto fuera del haz de luz de la esfera, el crujido de un remo al moverse en el tolete y remover el agua, y el bote surgió lentamente de las tinieblas, con la Dama Ancestral recortándose en la popa. Tan sólo la plateada aureola de sus ojos brillaba, fría y nacarada. Y la embarcación transportaba tres pasajeros. Índigo los percibió antes incluso de levantar la cabeza y, cuando la irguió, no experimentó sorpresa, ni la fría punzada del miedo. Sentado en la proa del bote, un lobo de pelaje leonado y con sus propios ojos de color índigo la contemplaba con fijeza. Ella le sostuvo la mirada unos segundos; luego sus ojos se deslizaron hacia las dos figuras humanas alineadas sobre el banco situado entre el animal y la Dama Ancestral. La criatura de cabellos y ojos plateados le sonrió, mostrando sus menudos y afilados dientes de felino; su expresión era perversa. Junto a ella, el escultural ser cuyos cabellos tenían el color de la tierra fértil y que se cubría con una capa de hojas verdes y rojas le sonrió también; con dulzura y tristeza a la vez, y con un aire de cierta complicidad.

Animal, demonio y avatar. Pero ella, se dijo Índigo, ella era más que eso…

Miró más allá de ellos, a los relucientes ojillos de la Dama Ancestral, y dijo:

—No, señora. No los temo ni a ellos ni a lo que significan. Pero me parece que sí.

—¡Ah! —exclamó la figura, repentinamente alerta—. Así que has aprendido algo durante tu estancia. —Pero su voz carecía de convicción; había cierta inquietud en ella.

—Sí —respondió Índigo—. Y estos… invitados… que vienes a mostrarme no están bajo tu control. Son míos.

Señaló a Némesis. Se produjo una momentánea deformación de sus percepciones, una ondulación del tiempo y del espacio, y por un instante vio mentalmente una torre que se resquebrajaba y ardía, y el recuerdo le devolvió el sonido del alarido triunfal de una monstruosa risa de niño. Némesis se desvaneció. Índigo volvió a señalar con la mano. Una habitación fría y vacía en Carn Caille, y una muchacha sacudida por las angustias de la pena, con los ojos levantados hacia la resplandeciente criatura que decía hablar en nombre de la Madre Tierra y se erguía ante ella para juzgarla. Cuando volvió a mirar en dirección al bote, solamente quedaba el lobo de ojos de color índigo.

«¡Loba, Índigo, loba!». La conmoción y la emoción de transformarse, de sentir cómo corría a toda velocidad, con el cuerpo pegado al suelo. El sabor de la sangre en los labios, los instintos que compartía con Grimya, su compañera loba, el aterrador pero indeciblemente hermoso son de un aullido elevándose por los aires en una noche invernal.

Entonces el lobo desapareció también, y la Dama Ancestral quedó sola en la embarcación.

—No tienen poder sobre mí —anunció Índigo—. Más bien, soy yo quien tiene poder sobre ellos. Y eso es lo que temes por encima de todo, ¿no es así? Un poder que quizá pueda resultar mayor que el tuyo. Es por eso que has sucumbido a ese mismo demonio que has procurado utilizar para tus propios fines. Lo has utilizado como arma, pero a la vez se ha alimentado de ti y se ha fortalecido gracias a tus propias debilidades.

Del bote surgió una áspera carcajada.

—¡No sabes nada de mí!

—¡Oh, pero sí que sé! —Una vez más, Índigo había percibido la duda que se ocultaba bajo la brusca respuesta de la Dama Ancestral, y le dedicó una sonrisa nada agradable—. Sé más de ti de lo que puedas imaginar, señora. Sé que has creado este mundo de los muertos a tu alrededor como un escudo, como un caparazón en el que puedes ocultarte. Sé que has forjado los horrores que aparecen en las pesadillas de tus adoradores, y que los envías a merodear por el mundo de los vivos para que los tuyos corran a aplacarte y hacerte ofrendas con la esperanza de esquivar tu cólera. Tienes sus vidas en tus manos y, mediante los oráculos, haces que bailen, canten, lloren y se humillen… ¡y haces que mueran!

Otra débil carcajada resonó en el túnel, y fue contestada por renovados crujidos y arañazos procedentes de las paredes.

—Pero yo no quito la vida, Índigo. Eso es algo que ya sabes.

—No he afirmado que quites la vida —volvió a sonreír Índigo—. He dicho que tú los haces morir. Existe una gran diferencia.

La Dama Ancestral no respondió y, al cabo de unos segundos, Índigo volvió a hablar.

—¿Te crearon ellos? ¿Es ésa la verdad? ¿No eres más que una invención de tus adoradores humanos?

¡No! —Los ojos ribeteados de plata llamearon con fiereza—. Soy más vieja y poderosa que nada de lo que su insignificante civilización pueda invocar. Soy la Señora de los Muertos, la Guardiana del Portal. ¡Y me adoran porque saben que, a su debido tiempo, todos tendrán que venir a mí y servirme en la muerte tal y como lo hicieron en vida!

Sí, se dijo Índigo; hasta ahí era cierto. Esta criatura era mucho más que un ente sacado de la nada, más que una cáscara creada por el poder de la voluntad humana. Era el avatar que afirmaba ser. Sin embargo, puede que durante los interminables siglos de su existencia hubiera olvidado el auténtico significado de sus orígenes. «Nosotros somos ella. Ella es nosotros». Y sus sirvientes, estos sirvientes cuyos huesos formaban las paredes de sus dominios —éstos y todos los innumerables otros cuyas almas se habían ido a reunir con ella durante los siglos, hasta que no hubo la menor diferencia entre ellos—, temían a la muerte más que a nada. En apariencia parecía una paradoja estúpida, pero la muerte podía adoptar muchas formas. Muerte del cuerpo, muerte de la mente o del corazón… o muerte de la vida misma. Y ahí estaba el quid de la cuestión.

—¿Quieres que te diga el nombre del demonio, señora? —inquirió Índigo—. ¿Quieres que te diga el nombre de la cosa que he venido a destruir, y que te tiene esclavizada?

La embarcación se balanceó violentamente, y la voz de la Dama Ancestral le espetó:

—¡Tú no sabes el nombre del demonio!

—Pero sí que lo sé. Su nombre es miedo. ¡Uno de los demonios peores y más poderosos… y tú eres su esclava!

—¡No! —siseó la figura—. ¡Mientes, oráculo! ¿A qué tengo yo que temer?

Índigo miró a derecha e izquierda. Los huesos permanecían quietos ahora, las diminutas voces en silencio. «Nosotros somos ella. Ella es nosotros».

—Creo que tienes miedo a ese poder en cuyo nombre gobiernas —dijo con suavidad—. Temes a la muerte.

Se produjo un tenso silencio, seguido de una carcajada tan violenta y repentina que sonó como el ladrido de un perro al resonar por el túnel.

—¿Yo, temer a la muerte? ¡Ah, mi estúpido oráculo! ¿Cómo puedo temer a tal cosa? —El agua lamió el suelo cerca de los pies de Índigo cuando la Dama Ancestral balanceó el remo de repente, y el bote empezó a avanzar hacia la orilla—. Contéstame a eso, si puedes.

Índigo sacudió la cabeza, para luego responder:

—Temes a la muerte, señora, porque la muerte, para ti, significaría perder el control sobre los que te adoran.

El bote se aproximó más, y la muchacha retrocedió con rapidez cuando éste chocó contra la playa, haciendo crujir el suelo de guijarros bajo la quilla. La Dama Ancestral dio un paso al frente, pasando por encima del banco.

—¡Jamás perderé mi control sobre ellos!

—Pero, y si sucediera, ¿qué ocurriría entonces? Si se alejaran de ti, si te dieran la espalda en favor de otra deidad, o de ninguna otra, ¿en qué te convertirías?

La negra figura saltaba ahora por encima de la proa. Índigo volvió a retroceder, aunque era consciente de que no podría retroceder mucho más. Éste era el momento más peligroso. Si calculaba mal, si cometía un error, el incipiente plan que estaba tomando forma en su cerebro podría irse al traste.

—Los gobiernas mediante el temor, porque es el miedo el que te mueve. Miedo de que te abandonen a menos que estén demasiado asustados para hacerlo. Quieres su amor…

¡Tengo su amor!

Índigo recordó la espantosa expresión de los ojos de Shalune momentos antes de morir.

—Quizá lo tienes —repuso con desdén—, pero la cruel verdad y el terror que infliges para mantener a tus seguidores unidos a ti anula y pervierte ese amor. Shalune e Inuss murieron porque creyeron que era el justo castigo a lo que habían hecho. No era así. ¿Qué crimen habían cometido, excepto desafiar la voluntad de esa demente que se llama a sí misma tu Suma Sacerdotisa? ¡No obstante dejaste que murieran, las animaste a morir, y luego las convertiste en hushu como ejemplo para el resto y para imbuir un mayor temor a ti en sus corazones!

Miró rápidamente por encima del hombro. Se encontraba casi en el punto más alto y central del islote ahora; detrás de ella, la roca que se levantaba impedía el paso al brillante resplandor de la esfera de luz, y no podía ver más que una intensa negrura. No se atrevía a retroceder más.

Pero la Dama Ancestral no la seguía, sino que se había detenido en la playa. Su rostro cadavérico resultaba espantoso allí donde lo alcanzaba el brillo de la luz; sus ojos eran negros como el carbón y, por el momento, la aureola plateada se había amortiguado hasta transformarse en un trémulo resplandor inquietante.

—Sabes bien —siguió Índigo en voz baja pero furiosa— lo que Shalune intentaba hacer. Intentaba traerte una candidata digna de ser tu siguiente avatar en el mundo mortal. Intentaba reemplazar una sacerdotisa que no tendría la dedicación necesaria para mantener tu culto y venerar tu nombre por otra que sí lo haría.

—¡Desobedeció mi voluntad! —siseó la Dama Ancestral como una gata enfurecida.

—Desobedeció la voluntad de Uluye. Uluye es como tú… También ha sucumbido al demonio llamado miedo, y éste se ha alimentado de ella como una sanguijuela hasta casi devorarla. ¿Pero quién es la señora y quién la sierva? ¿Cuál de los dos miedos es el más poderoso? ¿Su temor de que, si no gobierna con dureza y crueldad, provocará tu cólera? ¿O tu temor de que, si no mantienes a tu gente bajo el yugo del terror y el miedo, llegará un día en que te olvidarán, y de este modo podrías dejar de existir?

Lenta, muy lentamente, la Dama Ancestral levantó una mano, y la manga de la túnica resbaló hacia atrás, descubriendo un brazo tan delgado y pálido como el brazo de un cadáver al que no le queda una gota de sangre. Los negros labios se entreabieron y volvió a sisear; no como un gato en esta ocasión, sino como una serpiente, letal y despiadada. Dando un paso al frente, dio un pisotón a la esfera de luz que se hizo pedazos con una fina nota aguda, sumiendo la escena en tinieblas. Entonces una nueva luz empezó a resplandecer: una aureola, incolora y fría, alrededor de la esquelética silueta de la Dama Ancestral. Fue aumentando en intensidad, hasta que la figura estuvo rodeada de una luminosidad que convertía su oscura figura en algo impresionante. Su rostro parecía flotar como el de un espectro encuadrado en el negro marco de cabellos y túnica; los ojos eran negras ventanas a la aniquilación.

Susurró, y las palabras fueron capturadas y repetidas mil veces en la aplastante oscuridad:

—Oh, sí, Índigo. Me temen; y su terror mantiene vivo mi nombre en sus corazones y mi voluntad suprema en sus mentes. En estos instantes mi sierva Uluye prepara las ceremonias que enviarán hasta mí a su hija para que la juzgue, y la sentenciaré a ser hushu.

Índigo estaba anonadada. «¡Dulce Madre, tienen a Yima!», pensó.

La Dama Ancestral vio su consternación y sonrió torvamente.

—Sí, tienen a Yima; y la mano de Uluye empuñará el cuchillo que acabará con sus días en el mundo mortal, ya que Uluye es mi servidora fiel y su amor por mí es mayor incluso que su amor por su propia hija. —Dio un nuevo paso en dirección a Índigo—. No necesito enseñar a Uluye el significado del miedo. Pero todavía no has aprendido la lección que ella conoce tan bien. Te la enseñaré ahora, Índigo. ¡Haré que aprendas el significado del miedo, y te mostraré qué es el auténtico terror y lo que puede hacer al espíritu humano!

La blanca mano estaba cada vez más cerca mientras la Señora de los Muertos ascendía por el desnivel. En lo más profundo de su ser, Índigo sintió cómo los instintos más primitivos respondían a la amenaza: los latidos del corazón, el nudo en el estómago, el sudor, el asfixiante arrebato de pánico; el miedo a caer en una trampa, el miedo a la derrota, el miedo a demonios y deidades y poderes… Y, por encima de todo, el temor, inconcebiblemente antiguo, del ser humano a la muerte y a lo que nos aguarda más allá…

¡No, eso no! ¡Ésta era su única gran arma; el puñal que abría en canal al demonio, la ballesta que lanzaba la saeta a su corazón! Aspiró con fuerza, y las palabras surgieron de improviso.

—No te temo, señora, porque sé que no tengo nada que temer de ti. ¿Sabes?, has cometido un único gran error en los medios que has utilizado para intentar acobardarme. Me mostraste a los muertos; a personas de mi pasado, de mi propia vida, que ahora se encuentran en tu reino. Pero, entre todos ellos, faltaba uno. El único que podría haberte proporcionado un arma contra la que yo no habría podido defenderme. Pero él no vino, ¿verdad? No pudiste utilizarlo contra mí porque no reside entre tus legiones de servidores. Ése era mi único terror, señora; me aterrorizaba pensar que podría encontrar a Fenran aquí. Pero no está aquí. No está muerto. No tienes poder sobre él, por lo tanto tampoco tienes poder sobre mí. Así pues, haz lo que quieras… ¡Te desafío!

La Dama Ancestral se detuvo un momento. Y, de repente, de las paredes que las rodeaban volvieron a surgir crujidos y tintineos y un brillo de huesos, junto con gritos, susurros, una plétora de vocecillas.

—… nosotros, Índigo… nosotros, Índigo… miedo… miedo… muerte… casa… miedo… ayúdanos… ayúdanos… ayúdame

La Dama Ancestral echó la cabeza atrás y aulló como un alma en pena. Al instante, el mundo estalló. El río se alzó de su lecho con una oleada turbulenta de malolientes aguas negras; las paredes del túnel gimieron y se derrumbaron, desmoronándose con el rugido de una avalancha mientras caían en dirección a Índigo. Luces aullantes centellearon ante sus ojos haciéndola retroceder, y formas monstruosas cayeron sobre ella desde lo alto: huesos, carne, cabellos, pelos y…

Un último derrumbamiento aterrador la lanzó a una dimensión que pareció aplastarla y hacerla pedazos al mismo tiempo. Cayó desde ninguna parte a la nada, dando vueltas y más vueltas sobre sí misma, gritando sin que saliera el menor sonido de su boca, consciente sólo de una negrura y ceguera y de una llamarada de dolor, un retumbar en sus oídos. Vio una pared que se precipitaba hacia ella. Sintió cómo se acercaba, a pesar de que sus sentidos se encontraban como aniquilados; cada vez estaba más cerca, más cerca. «… ayúdanos, ayúdame…». Entonces la pared se estrelló contra ella desde todas direcciones a la vez, y se encontró de nuevo dentro de un cuerpo físico que pataleaba y se revolvía, y algo pasó a toda velocidad frente a sus ojos, en oscuras avalanchas, mientras su nariz, garganta y pulmones ardían. Abrió la boca, y el aire surgió en una oleada de burbujas que le rodearon la cabeza…

¡Agua! Se encontraba bajo el agua, aspirándola, tragándola, perdiendo los últimos restos de su precioso aire! Índigo comprendió al instante lo que la Dama Ancestral había hecho, y el pánico se apoderó de ella. ¡El lago! Se ahogaría; nunca conseguiría llegar a la superficie a tiempo…

¡No! El pánico cedió paso a la razón, y cerró la boca ante el embate de las aguas. Recordó sus últimas palabras a la Dama Ancestral: ¡ella no podía morir! Existía una forma de llegar arriba, de regresar a la luz, a la cordura, al lugar donde la esperaban, ¡la esperaban! Tenía que llegar hasta ellas. ¡Debía hacerlo!

Índigo pegó los brazos a los costados y empezó a impulsarse con las piernas. Experimentó la repentina sensación de flotar; el instinto del nadador la atraía hacia la luz y el aire, y se lanzó hacia arriba desde las profundidades del lago, surcando las negras aguas con la velocidad de un pez. Atrás quedó su mortífero perseguidor.

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