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Capítulo 20

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Capítulo 20

Se acercaba una tormenta. Grimya la había olfateado en el aire mucho antes de que las primeras neblinas empezaran a teñir el cielo, y en estos momentos el sol, que había traspasado el meridiano e iniciado el declive, colgaba como un borroso disco de cobre batido en un cielo espeso e incoloro que se oscurecía con rapidez por el oeste.

A la orilla del lago, las macabras ceremonias habían dado comienzo; preparativos para los ritos aún más desagradables que tendrían lugar a la puesta del sol. La gente seguía llegando procedente de pueblos remotos y se situaba alrededor de la plaza y en los límites del bosque. No desempeñarían ningún papel en lo que iba a suceder; su función se limitaba a presenciar los acontecimientos para que les sirvieran de lección. La multitud permanecía en silencio e, incluso desde el lugar donde yacía junto a la escalera, Grimya podía oler su miedo.

Un poco antes, la loba había conseguido retorcerse hasta llegar a una posición desde la que pudiera ver una parte de la reunión, y se estremeció interiormente ante la visión de aquellas hileras de rostros pétreos, cuyas expresiones fluctuaban entre la curiosidad morbosa y el más absoluto terror. Muchos traían ofrendas, aunque Grimya no estaba segura de si eran para aplacar a los espíritus y demonios, o a Uluye y sus mujeres. En las mentes de estas personas no parecía existir mucha diferencia entre unos y otras.

En la orilla, las sacerdotisas construían las estructuras de madera donde morirían Yima y Tiam. Recordando los horrores de la Noche de los Antepasados y el destino de la mujer que había asesinado a sus hijos, Grimya no quiso ver cómo el familiar armazón de la estructura iba tomando forma, de modo que volvió al refugio de la escalera arrastrándose como pudo, para quedarse allí oculta a los ojos de todos, y allí seguía ahora mirando con ojos entristecidos la pared del zigurat.

Se preguntó cómo les iría a Yima y a su amante. Se encontraban aún en el interior de la ciudadela, y Grimya temía el momento en que los bajarían y tendrían que pasar a pocos pasos de ella de camino a su ejecución. La sensación de culpabilidad que atormentaba a la loba era casi tan poderosa como su temor por la seguridad de Índigo, y, aunque sabía que era inútil, no hacía más que desear poder encontrar un medio, incluso en este último momento, de rectificar el daño que había hecho a la joven pareja.

El cielo se volvió más oscuro y opresivo. De la orilla le llegaban intermitentes sonidos de cánticos, el repiqueteo de sistros y el agudo son de los pequeños tambores de mano. El calor y la humedad eran peores que nunca, y Grimya se sentía mareada y enferma; con el hocico amordazado, no podía jadear para refrescarse, y nadie había pensado —o no se había molestado— en traerle agua.

Víctima de un estado febril a medio camino entre la vigilia y el sueño, empezaba a preguntarse si la intención de Uluye no sería dejarla morir por abandono, cuando percibió una presencia a poca distancia. Abrió los ojos con esfuerzo, y vio que una de las sacerdotisas se había acercado al hueco de la escalera y se inclinaba sobre ella.

—Aquí tienes. —La muchacha era muy joven; más joven aún, supuso Grimya, que Yima. Tenía el rostro cansado y tenso, y el sudor le perlaba la frente, nariz y barbilla—. Ten. Te voy a dar un poco de agua, mira. —Le mostró un plato y una pequeña ánfora—. Mira, aquí está.

Así pues, Uluye no intentaba matarla de este modo. Grimya intentó colocarse en una posición más erguida, pero las ligaduras de las patas se lo impidieron. La muchacha miró las cuerdas frunciendo el entrecejo, y la loba se preguntó por un instante si no iría a desatarlas; pero luego sin duda lo pensó mejor, ya que volvió su atención al nudo que sujetaba la cuerda alrededor del hocico de Grimya. Nada más soltarse la cuerda, Grimya lanzó un gañido de gratitud y su lengua lamió repetidamente el aire con desesperado alivio.

—Toma.

La muchacha llenó el plato de agua y se lo colocó bajo la nariz. En ese momento, un silencioso relámpago partió en dos el cielo e iluminó todo el zigurat como si éste estuviera en llamas en su interior. La joven dio un salto y lanzó un gritito, y a punto estuvo de volcar el plato. Durante unos segundos, permaneció inmóvil, escuchando con nerviosismo, pero no se dejó oír la rugiente respuesta del trueno, y por fin obligó a sus músculos a relajarse y devolvió la atención al agua. Grimya se dio cuenta de que los movimientos de la muchacha eran nerviosos y precipitados. Estaba claro que el inicio de la tormenta la había trastornado…, pero su temor se debía también a algo más, y la loba pensó sorprendida: «Me tiene miedo…».

Durante un minuto, mientras bebía el primer recipiente lleno de agua y lloriqueaba esperanzada en petición de otro, Grimya estuvo demasiado ocupada para considerar las implicaciones, pero luego, mientras la joven volvía a llenar el plato y lo empujaba con cuidado hacia ella por segunda vez, una idea le vino a la mente. No existía más que una ligera posibilidad de que funcionase, pero, si lo hacía, si tenía éxito, podría ser su única oportunidad de conseguir liberarse.

El agua la empezaba a reanimar; tras beber un tercer recipiente, se lamió el hocico y volvió la cabeza a un lado para indicar que ya tenía suficiente. La muchacha tomó la cuerda y la sostuvo, indecisa.

—Uluye dice que tengo que volver a atarte.

Sus oscuros ojos estaban llenos de cautela y le habló en un artificial tono apaciguador, ignorante a todas luces de que la loba podía entenderla, pero hablando de todos modos para darse ánimos. De improviso, un nuevo relámpago dio al cielo fugazmente un pálido tono blanco azulado. En esta ocasión lo siguió el lejano retumbar del trueno, y por un momento sopló una brisa caprichosa que traía con ella el olor a lluvia. La muchacha cerró los ojos un instante y murmuró un conjuro de protección; luego, con un esfuerzo, recuperó el control y con sumo cuidado volvió a acercarse a la loba, sosteniendo la cuerda.

—Vamos, vamos. No te haré daño.

Grimya le mostró los dientes, y un gruñido de advertencia brotó de su garganta. La muchacha se echó atrás aspirando con fuerza, se lamió los labios nerviosa y volvió a intentarlo, aunque moviéndose más despacio ahora.

—Vamos…, por favor. Sé buena. Te prometo que no…

Grimya gruñó. En ese mismo instante, volvió a centellear el relámpago, y, cuando éste iluminó el cielo, los ojos ambarinos del animal parecieron incendiarse. La joven lanzó un grito de terror y, poniéndose en pie precipitadamente, retrocedió tambaleante; en respuesta a su grito se escuchó el sonoro rugir del trueno, seguido del lejano pero cada vez más audible siseo de la lluvia al caer. Mientras las primeras gotas golpeaban el suelo como diminutas flechas, Grimya volvió a gruñir con renovada furia y, tensando las ataduras, se lanzó en dirección a la muchacha, chasqueando los dientes.

Fue suficiente. Olvidadas las instrucciones de sus mayores, la muchacha huyó de los dos terrores que eran la tormenta y la enfurecida loba. A la luz de un nuevo relámpago, Grimya la vio subir a toda prisa la escalera para penetrar en la ciudadela, y escuchó sus sollozos justo antes de que el trueno ahogara todo otro sonido. En otras circunstancias, la loba la habría compadecido, pero ahora no había tiempo para tales indulgencias. En cuestión de segundos, la lluvia se había convertido en un aguacero que había empapado su pelaje y formado charcos y arroyos en la arena, y Grimya empezó a roer la cuerda que sujetaba sus patas delanteras. El corazón le latía con fuerza y sabía que debía trabajar con rapidez. Existía la posibilidad de que la joven sacerdotisa se sintiera demasiado avergonzada de su miedo para confesar su negligencia a cualquiera de sus compañeras; pero también existía la posibilidad de que fuera directamente en busca de alguien más valiente que pudiera venir a hacer algo.

La cuerda era bastante gruesa, pero también vieja, y nada hecho de materia vegetal duraba mucho tiempo en este horrible clima. La lluvia le facilitaba la tarea al empapar las fibras, y en menos de un minuto los dientes de Grimya habían conseguido morder suficientes hebras y la cuerda se rompió. Se detuvo para recuperar el aliento y lamer agradecida la cortina de agua que le caía encima; luego torció la cabeza todo lo que pudo y empezó a trabajar para liberar las patas traseras. Se mordió en dos ocasiones en su precipitación, pero al fin la segunda cuerda también se rompió.

Llena de regocijo, Grimya se incorporó de un salto… pero dio un traspié y se desplomó sobre el suelo cuando sus entumecidas patas se negaron a sostenerla. Permaneció tumbada otro minuto, jadeante e indefensa, temiendo que en cualquier momento fueran a descubrirla. Pero las sacerdotisas tenían otras preocupaciones; nadie apareció, y al cabo sintió que podía confiar en sus patas y se puso en pie.

El cielo sobre su cabeza era ahora tan negro que ocultaba todo atisbo de luz; el chaparrón había apagado las antorchas situadas junto al lago, y únicamente los frecuentes pero cortos relámpagos iluminaban la escena. Grimya dio gracias en silencio por la tormenta, ya que la oscuridad y la lluvia la ocultarían mientras corría en busca de la seguridad del bosque. Totalmente empapada, con el pelaje pegado al cuerpo, atisbó por entre la cortina de agua hasta que un relámpago triple le mostró que el camino estaba despejado; entonces se lanzó a toda velocidad hacia los árboles. Cuando el rugido del último trueno se desvaneció, un sonoro lamento surgió de las gargantas de las sacerdotisas situadas junto al lago, y por un instante Grimya pensó que la habían descubierto; pero los gritos fueron contestados tan sólo por un renovado repiqueteo de los sistros, y comprendió que se trataba simplemente de parte de las ceremonias, que la tormenta había convertido en más frenéticas. Siguió corriendo, y al cabo de unos momentos, lanzando un involuntario ladrido de alegría, se hundió en la húmeda negrura de la maleza del bosque.

El sonido de tambores y sistros se escuchaba todavía a rachas por entre los truenos mientras Grimya se abría paso a través de la tupida vegetación. Se dirigía al otro extremo del lago; aunque no existía una razón lógica para ello, el instinto parecía conducirla en esa dirección. Además, allí se encontraría lo más alejada posible de Uluye y sus mujeres, aunque sin dejar de ver la ciudadela. El aguacero quedaba atenuado por el espeso follaje que se extendía sobre su cabeza, y los relámpagos, ahora casi continuos, le mostraban el mejor camino a seguir. Estaba casi en el extremo más alejado del lago cuando algo nuevo brilló débilmente en la periferia de sus sentidos. Aminoró el paso y vaciló, no muy segura de lo que su conciencia podía haber captado.

Y entonces, en su cerebro, percibió la suave y tímida llamada telepática.

«¿Grimya…? ¿Grimya, dónde estás? ¿Me escuchas?».

—¡Índigo! —ladró Grimya en voz alta presa de incontrolable excitación.

La loba echó a correr, serpenteando por entre la concentración de arbustos empapados en dirección al lugar del que provenía la llamada. Índigo estaba cerca; estaba aquí, junto al lago. Su instinto había acertado…

La loba salió a campo abierto bajo una cegadora cortina de agua. Por un momento le fue imposible ver nada, hasta que los relámpagos iluminaron el revuelto centelleo plateado de la superficie del lago, a pocos metros de distancia. Grimya parpadeó, intentando sacudirse el agua de los ojos. Entonces se produjo un nuevo centelleo titánico, y descubrió a la aturdida figura empapada que yacía a la orilla del agua.

—¡Índigo!

El grito de la loba se perdió en medio del rugir del trueno mientras corría hacia la muchacha y, sin prestar atención a los últimos restos de la máscara de cenizas y carbón que el lago y la lluvia no habían hecho desaparecer, empezó a lamerle la cara llena de alegría y alivio. Demasiado excitada para hablar con coherencia, cambió a la comunicación telepática.

«¿Dónde has estado, dónde has estado? ¿Qué te ha sucedido?».

Índigo la abrazó con fuerza. Se encontraba todavía demasiado aturdida para hablar y apenas si podía creer que estuviera realmente de regreso en el mundo mortal. Mientras luchaba por abrirse paso por entre las negras aguas, con la cabeza martilleándole y miles de luces centelleando ante sus ojos, supo que sólo podría resistir unos pocos segundos más antes de verse obligada a abrir la boca e intentar respirar. Entonces, justo antes de que la presión resultase demasiado fuerte para resistirla, su cabeza había surgido de entre la arremolinada oscuridad al caos de la tormenta; tragó aire con una poderosa y jadeante aspiración y sintió cómo la lluvia le golpeaba el rostro, y, en tanto las palpitaciones y las lucecitas empezaban a desvanecerse, encontró sin saber muy bien cómo la serenidad necesaria para flotar hasta la orilla y arrastrarse fuera del lago, para tumbarse en la arena tosiendo y boqueando con los relámpagos centelleando a su alrededor y el trueno rugiendo en sus oídos.

Todavía estaba mareada, y sentía la garganta como si estuviera en carne viva; pero la implacable realidad física de la tormenta iba eliminando su desorientación, cosa que le agradecía. Inmortal o no, prefería no hacer conjeturas sobre lo que podría haberle sucedido de no haber alcanzado la superficie cuando lo hizo. Pero ahora estaba de regreso. Estaba a salvo. Y había tanto que contar…

Grimya estaba algo más tranquila, pero seguía rebosante de preguntas.

«.¿De dónde has salido, Índigo?», preguntó. «He estado intentando establecer contacto, pero no te encontraba, ¡no te oía!».

—Espera un poco, cariño; deja que respire.

Un nuevo retumbo eclipsó las palabras de la joven, que aprovechó para acariciar el pelaje de la loba. Durante otro minuto o más, permanecieron abrazadas bajo el aguacero. Los relámpagos eran menos frecuentes ahora, aunque la lluvia seguía cayendo con la misma fuerza, y, mientras sus vacilantes sentidos empezaban a regresar a un orden más racional, Índigo pensó: «Oh, Diosa, ¿por dónde empezar?». Había tanto que contar, tantos hilos sueltos que desenredar… Pero entonces recordó la primera cosa, la más terrible de todas, y cerró los dedos con fuerza alrededor del pelaje de la loba.

Grimya, hay algo que debes saber. Shalune e Inuss… están muertas.

El trueno volvió a sonar, y los ojos del animal se ensombrecieron.

«Lo sé».

—¿Lo sabes? —Índigo la miró con sorpresa.

«Sí». Grimya hizo una pausa, y luego añadió con tristeza: «El agua arrastró sus cuerpos a la orilla durante la noche. Las sacerdotisas dicen que se convertirán en hushu. Pero, Índigo, todavía hay más. Yima…».

—Sé lo de Yima; sé lo que intentaba hacer. Shalune me contó toda la historia.

«Pero la han capturada, Índigo. Van a matarla, ¡y es culpa mía!».

—¿Culpa tuya? —Grimya fue a explicarse, pero Índigo la interrumpió alzando ambas manos—. No, Grimya, espera, espera. Debemos juntar todas las piezas desde el principio, o lo volveremos todo aún más confuso.

«Quizá no haya tiempo. ¡Yima y su compañero morirán al ponerse el sol, y las ceremonias ya han empezado!».

Índigo miró rápidamente en dirección al otro extremo del lago, pero el zigurat situado en la otra orilla resultaba invisible bajo la cortina de agua y oscuridad. Durante una breve tregua en la tormenta, el sonido de los cantos de las mujeres flotó débilmente sobre las aguas por encima del siseo de la lluvia, y fue entonces cuando su mente se dio cuenta de lo que significaban.

—¿Cuánto falta para el crepúsculo? —inquirió con voz tensa.

«No lo sé; la tormenta hace que me resulte imposible saberlo. Creo que aún deben de faltar dos horas o más hasta el anochecer. Pero si hemos de hacer algo…».

—No —volvió a interrumpirla Índigo—. Hay tiempo. Penetremos en el bosque, busquemos refugio, y luego juntemos nuestros respectivos relatos. Es vital que cada una disponga de toda la información.

Se pusieron en pie y corrieron a trompicones bajo el diluvio en dirección a los árboles. Una vez allí, refugiadas bajo la amplia copa de un gigante de hojas enormes, procedieron a relatar lo sucedido a cada una, y toda la fea historia salió a la luz. Grimya explicó su descubrimiento de que otra candidata sustituía a Yima, y cómo, temiendo por la seguridad de Índigo, se había dirigido a Uluye, desesperada, en busca de ayuda. Relató la historia de la captura de Yima y Tiam, y la sentencia de Uluye de que debían ser ejecutados para apaciguar a la Dama Ancestral.

«Está dispuesta a matar a su propia hija», dijo la loba llena de aflicción. «No lo comprendo, Índigo… ¡No comprendo cómo puede hacer algo tan horrible!».

—¡Ah, pero yo sí! —repuso la joven, sombría—. Y eso forma parte de mi historia. Verás, he descubierto cuál es la naturaleza del demonio que buscamos, y no se trata de la criatura que se llama a sí misma Dama Ancestral.

«¿No lo es?».

—No. En realidad, la Dama Ancestral es esclava de este demonio, Grimya; y también lo son todas sus mujeres, y los habitantes de la Isla Tenebrosa que le deben fidelidad.

Y contó a la loba lo acaecido en el reino de la Dama Ancestral. Grimya la escuchó con los ojos muy abiertos, sin interrumpirla, y, cuando la muchacha finalizó su relato, la loba gimoteó en voz baja.

—¿El de… monio es el miedo? —Lo dijo en voz alta, y se percibía gran preocupación en su voz—. Pero ¿cómo podemos vencer a eso, Índigo? El miedo carece de cuerpo; no es algo que ssse pueda ca… apturar y matar. Todos los otros… el Charchad y la ssserpiente devoradora, incluso el demonio de Bruhome… eran cosas, y podíamos verrr… los y enfrrrentarnos a ellos.

—Lo sé. Pero creo que se lo puede vencer, Grimya, aunque ahora me doy cuenta de que tendremos que utilizar armas muy diferentes de las que hemos utilizado hasta hoy. —Índigo clavó la mirada en los preocupados ojos de la loba—. ¿Recuerdas lo que me dijiste no hace mucho, sobre los aspectos en que yo había cambiado desde que empezamos a viajar juntas?

—Eso crrr… eo.

—Ese día me preguntaste si creía seguir poseyendo el poder de cambiar de aspecto. Bien, ahora conozco la respuesta. La descubrí por casualidad cuando la Dama Ancestral intentó utilizar esas tres imágenes contra mí: Némesis, el Emisario y mi propia personalidad de lobo. Cuando hice desaparecer la imagen del lobo, cuando se la arrebaté a ella, supe que, aunque formaba parte de mí y siempre lo haría, ya no podía utilizarla. —Sonrió entristecida—. Es como tú dijiste: el cachorro deja atrás sus juegos cuando ya no le sirven para aprender. No necesito transformarme en lobo para derrotar a este demonio. Creo que ahora he aprendido cómo invocar otros poderes.

—¿Otros poooderes? —inquirió Grimya con expresión vacilante.

—No estoy muy segura de poder explicártelo; ni siquiera estoy segura de poder explicármelo a mí misma. Simplemente… lo percibo, Grimya. Algo ha cambiado; algo muy fundamental. —Levantó los ojos hacia el cielo, y reprimió un escalofrío que la recorrió a pesar del sofocante calor—. Ese día, también dijiste que tenías la impresión de que tal vez Némesis me tenía miedo ahora. Eso no es cierto; al menos no en la forma que tú querías decir; pero me parece, Grimya, me parece, que yo ya no tengo motivos para temer a Némesis. Carece de poder real sobre mí; sólo posee el poder que yo he sido lo bastante estúpida como para permitirle usurpar.

—No comprrren… do —dijo Grimya meneando la cabeza.

—No.

Índigo comprendió lo inútil de intentar expresar lo que sentía en palabras que tuvieran sentido. Las palabras no podían transmitirlo; la sensación —la convicción— era demasiado informe. No obstante, era una convicción, y, al intentar desafiarla y vencerla, la Dama Ancestral le había hecho, sin querer, un gran servicio. Si pudiera aferrarse a lo aprendido, aferrarse a ello y utilizarlo, entonces podría derrotar al demonio y salvar las vidas de Yima y Tiam.

«Si», pensó. Ése era el imponderable. Todavía tenía que poner a prueba su poder, y quedaba muy poco tiempo. Pero en su cerebro empezaba a tomar forma el esquema de una estrategia y, con la ayuda de Grimya, estaba segura de poder prepararse con la suficiente rapidez para lo que debía hacer. Pobre Grimya; la loba se culpaba a sí misma por la situación en que se encontraba Yima, y se sentía terriblemente culpable y avergonzada. Movería montañas y bosques, si pudiera, para corregir lo que consideraba una traición.

Grimya —dijo, volviéndose otra vez hacia la loba—, ¿sabes cuántas sacerdotisas siguen en la ciudadela?

—No lo… sssé. Muy pocas, creo. La mayoría está con Uluye en la orilla.

—¿Crees que nos sería posible llegar a las cuevas sin ser vistas? ¿Podrías encontrar una ruta?

Grimya lo meditó unos instantes antes de responder:

—Sssí, puedo hacerlo. Y la tormenta nos lo hará más fácil. —Parpadeó—. ¿Qué pla… neas, Índigo? ¿Ayudará a Yima?

Índigo vaciló.

—No puedo asegurarlo, Grimya —dijo al fin—. Es una empresa arriesgada. Pero, sí… Si funciona, espero que Yima y Tiam queden libres por la mañana.

La lluvia amainaba cuando salieron de entre los árboles, aunque todavía caía con intensidad. Los relámpagos brillaban intermitentes ahora, y los truenos resultaban menos ensordecedores; la tormenta se alejaba tan deprisa como había llegado, y Grimya estaba ansiosa por apresurarse antes de que perdieran la ventaja que les ofrecía de pasar inadvertidas. Al no haber ninguna otra ruta al interior de la ciudadela que no fuera la amplia y descubierta escalera, se necesitaba tiempo y una gran cautela para llegar a su destino, y Grimya se acercó a hurtadillas al zigurat para reconocer el terreno, mientras Índigo aguardaba en el límite del bosque la señal para que la siguiera.

A pesar de la tormenta, las ceremonias de la orilla del lago habían continuado sin pausa, y la multitud de espectadores había aumentado hasta lo que parecía una gran muchedumbre. La gente permanecía de pie empapada y melancólica, formando filas, silenciosa, asustada, en un número que llegaba hasta el bosque por lo que pudo ver la loba. En la plaza, una nutrida camarilla de sacerdotisas formaba un semicírculo alrededor de Uluye, que las presidía como una estatua macabra desde lo alto de la roca del oráculo, sin prestar atención a la lluvia que caía sobre ella, absorta en la marcha de las ceremonias. Las horrorosas estructuras de madera seguían vacías, pero la atmósfera poseía un carácter inquietante que la tormenta no había hecho nada por reducir.

Grimya vio que algunas de las mujeres estaban a punto de iniciar un recorrido alrededor del lago. Este ritual sería muy diferente de su acostumbrada procesión nocturna, ya que transportaban ofrendas en forma de comida, adornos, ropas —ofrendas traídas quizá por los aldeanos—, para ser arrojadas a las aguas en un intento de aplacar a su encolerizada diosa. Antes de que las mujeres se pusieran en marcha, se entonó un cántico agudo que helaba la sangre, y, mientras la atención de los presentes se concentraba en esto, Grimya llamó a Índigo telepáticamente.

«¡Ven ahora, pero rápido! La lluvia casi ha cesado, y veo cómo el cielo se torna más claro. Corre hasta el hueco de la escalera… Te espero allí».

Cubierta con la negra túnica, Índigo resultaba casi invisible mientras se acercaba corriendo a gachas desde el bosque. Se reunió con Grimya y, en tanto hacía una pausa para recobrar el aliento, ambas volvieron la mirada con inquietud hacia la escena de pesadilla que se desarrollaba en la orilla.

«Todavía no han bajado a Yima y a su compañero de la ciudadela», transmitió Grimya. «No sé dónde los tienen, pero deben de tener centinelas. Tendremos que ir con mucho cuidado».

«De todos modos, no creo que debamos arriesgarnos a aguardar», dijo Índigo. «Puede que no los saquen hasta el último momento».

Grimya alzó la cabeza para examinar la escalera que se elevaba sobre ellas.

«No se ve a nadie allá arriba en estos momentos. Si hemos de ir, creo que debemos hacerlo ahora. Los primeros tramos de escalera serán los más peligrosos. Si somos capaces de llegar al primer nivel de cuevas, resultará mucho más fácil ocultarse».

«Entonces vayamos ahora, mientras tienen la atención puesta en otra cosa».

Abandonaron su escondite, e Índigo se permitió una rápida ojeada a su espalda; luego, cuando Grimya le informó de que el camino estaba despejado, se volvió hacia la escalera e inició el ascenso, moviéndose todo lo rápido que se atrevía sobre aquella superficie húmeda y resbaladiza. La lluvia había cesado casi por completo ya y, tal y como la loba había advertido, el cielo empezaba a clarear por el oeste a medida que las nubes de tormenta se alejaban. Consciente de que en cuestión de minutos resultarían claramente visibles desde abajo, alcanzaron el primer saliente y ascendieron el segundo y luego el tercero de los tramos de escalera. Al posar el pie en la cuarta escalera, Índigo empezó a pensar que a lo mejor conseguirían llegar a los niveles superiores sin encontrarse con nadie, cuando, de improviso, Grimya le transmitió una frenética señal de alarma.

«¡Índigo! ¡Túmbate, rápido!».

El instinto impulsó a Índigo mucho antes de que su mente consciente reaccionara, y se arrojó boca abajo sobre la escalera, en un punto donde el parapeto era lo bastante alto como para ocultarla a la vista. Grimya, con el estómago pegado a la piedra, retrocedió a gatas y atisbó con cautela por el extremo del parapeto; un involuntario gemido apenas audible escapó de su garganta.

A los pocos instantes, la pequeña procesión apareció ante ellas, e Índigo aspiró con fuerza. Cuatro sacerdotisas, con lanzas en las manos y rostros pétreos como las rocas del zigurat, recorrieron el saliente situado justo debajo de ellas y se dirigieron a la escalera por la que ellas acababan de subir. En el centro del grupo, dos figuras vestidas tan sólo con unas cortas ropas de algo parecido a tela de saco y con fetiches colgando por todas partes, avanzaban despacio con aire de completa derrota, las cabezas inclinadas y los pies arrastrándose sobre la piedra. Aunque jamás lo había visto antes de ahora, Índigo supo que el muchacho debía de ser Tiam. En la mejilla izquierda mostraba un oscuro cardenal que se iba extendiendo cada vez más, y el ojo situado sobre él estaba hinchado y casi cerrado por completo. El rostro de Yima quedaba oculto por el velo de su suelta melena, pero Índigo escuchó su rápida respiración entrecortada cuando los dos cautivos, cogidos de la mano, pasaron cerca de ella junto con su escolta.

El grupo descendió por la escalera; lo último que vio Índigo fueron las puntas de las lanzas de las sacerdotisas centelleando en la tenebrosa luz que descendía del cielo. Cuando desaparecieron de la vista, Grimya le transmitió apremiante:

«Esto significa que nos queda muy poco tiempo. ¡Lo que sea que vayamos a hacer, debemos hacerlo deprisa!».

Índigo contempló pensativa la escalera y las hileras de repisas que se alzaban sobre sus cabezas. Ahora que habían bajado a los prisioneros a la plaza, no le parecía muy probable que quedara nadie en la ciudadela; incluso aquéllas que no tenían que tomar parte en la ceremonia, las muy ancianas y las muy jóvenes, se encontrarían entre la multitud de espectadores.

Reemprendieron la ascensión de la escalera, más deprisa ahora, pero sin dejar de estar ojo avizor por si se producía algún movimiento sobre sus cabezas.

«Grimya», dijo Índigo, «tengo que ir a nuestros aposentos para prepararme, y luego quiero que vayas al templo de la cima».

«¿Yo? ¿Al templo?». La voz mental de la loba sonaba perpleja.

«Sí. Creo saber la mejor manera de llevar a cabo lo que necesitamos hacer, y tu ayuda resultará vital».

Y, rápidamente, le explicó el plan que empezaba a formarse en su cerebro. Grimya no se sentía muy satisfecha con la idea de no estar junto a Índigo, aunque sólo fuera por un momento. Si algo iba mal, dijo, quería estar con su amiga, para protegerla. Pero acabó cediendo, aunque de mala gana, y siguieron adelante a toda prisa hasta llegar al saliente más alto. Mientras la loba aguardaba en el exterior para vigilar, Índigo se introdujo a través de la cortina que cubría la entrada a la cueva del oráculo. No había ninguna lámpara encendida, pero la luz del exterior era cada vez más fuerte y veía lo suficiente para encontrar lo que necesitaba. Primero un rápido cambio de ropas, de la empapada túnica negra a las ropas de ceremonia del oráculo. Luego la corona del oráculo, que ante el alivio de Índigo seguía en su nicho en el fondo de la cueva. Su temor era que Uluye se la hubiera llevado, pero al parecer la Suma Sacerdotisa seguía respetando el tabú de no entrar en la cueva cuando no se encontraba en ella el oráculo.

Entonces… Índigo se detuvo y contempló su ballesta, que se encontraba entre el equipaje que había traído con ella a su llegada a la ciudadela y que no había tocado desde ese día. No; no la cogería. Aunque se habría sentido mucho más segura con ella en las manos, era un objeto demasiado mundano; reduciría la imagen de poder sobrenatural con la que debía contar ahora. El cuchillo, en cambio, era otra cuestión, pues era lo bastante pequeño como para poder ocultarlo. Al menos tendría un arma física a mano si las cosas salían mal…

Estaba atando fuertemente la funda del cuchillo al fajín que le rodeaba la cintura cuando la voz mental de Grimya la llamó desde la repisa.

«Índigo, el cielo está despejado casi por completo y veo el sol. Se pondrá muy pronto. ¡Debemos darnos prisa, o será demasiado tarde!».

Había angustia en la voz de Grimya, e Índigo maldijo en voz baja. Necesitaba más tiempo para concentrarse y prepararse. El plan era improvisado, sus habilidades tan poco puestas a prueba… Incluso una hora más habría representado mucho. Pero nada podía hacer. Preparada o no, tenía que intentarlo, y no podía permitirse ni pensar en la posibilidad del fracaso.

Se metió la corona del oráculo bajo el brazo y abandonó la cueva. La luz del exterior la sobresaltó; la enorme masa de nubes de tormenta se perdía rápidamente por el este, y el globo anaranjado del sol flotaba justo sobre los árboles en un cielo pálido. Los muros del zigurat resplandecían, y la luz inundaba la plaza a sus pies. No mucho mayores que las hormigas desde esta distancia, las sacerdotisas se movían sobre la arena, y largas sombras se extendían desde sus apresuradas figuras. Un pequeño grupo volvía a encender las antorchas, cuyas ondulantes llamas parecían pálidas e insignificantes bajo el brillante sol, mientras que un grupo mayor se iba reuniendo alrededor de la roca del oráculo, sobre la que se encontraba inmóvil una única figura, presidiendo la escena con aire meditabundo y vigilante. Apenas audible, el murmullo de los cánticos de las mujeres, subrayado por el ahogado golpear de tambores, se elevaba en el aire inmóvil.

Índigo sintió un nudo en el estómago producido por el nerviosismo, y miró a Grimya.

—Estoy lista. Deprisa… Sigue hasta el templo, y yo descenderé hasta la plaza.

—Ten cui… dado —la instó la loba—. Ahora que la luz vuelve a brillar, si alguien le… vanta la cabeza…

—Lo sé, querida mía, y tendré muchísimo cuidado. Pero me parece que tienen otras preocupaciones. Estaré bien.

Contempló cómo la loba corría por la repisa en dirección al último tramo de escalera que conducía a la cima del zigurat y, dando media vuelta, se puso en marcha en dirección opuesta.

El silencio tras el estrépito de la tormenta resultaba espectral; incluso los sonidos de los rituales que continuaban celebrándose allá abajo parecían incapaces de afectar el vasto silencio que rodeaba al mundo. Sin embargo, a pesar de la limpia atmósfera, Índigo tuvo la impresión de que no había suficiente aire en el mundo para hacer posible la respiración. Descendió los primeros tres tramos de escalera sin incidentes, y se detuvo en el primer peldaño del cuarto para enviar un rápido mensaje a Grimya, que se encontraba en la cima. La loba le aseguró que todo iba bien; satisfecha, Índigo siguió bajando…

Y se paró a medio camino cuando de repente sufrió un ataque de algo parecido al pánico. No podía hacer esto…, no saldría bien. Era imposible. No tenía el poder…

«¡Sí, sí que lo tienes!». Sepultó en su cerebro la salvaje negación y, aferrando el pánico, se hizo con él y lo aplastó. El demonio intentaba alimentarse de sus puntos flacos; ¡no debía ceder! Recuperó el control, bajó la mirada en dirección a la masa de gente reunida abajo, y siguió descendiendo a toda prisa.

La suerte —o puede que algo más que la suerte— la acompañaba, ya que llegó al último escalón sin problemas y se agachó bajo el hueco de la escalera, agradecida de encontrarse por fin a salvo de la mirada de cualquiera que pudiera haber dirigido la vista hacia el zigurat. El pánico seguía allí, intentando aún aprisionarla, pero utilizó su fuerza de voluntad para reducir su respiración a un ritmo normal y para que sus manos no temblaran cuando levantó la corona del oráculo y se la colocó con cuidado sobre la cabeza. Curiosamente, parecía menos pesada que en ocasiones anteriores. Hecho esto, buscó mentalmente a Grimya.

«¿Estás lista?».

«Sí», fue la respuesta que recibió. «Estoy lista. Sólo espero que me des la orden».

Índigo levantó los ojos hacia el cielo y arrojó fuera de sí la última de sus reticencias. Aunque carecía de lógica para apoyar su convicción, estaba segura de poder conseguir lo que se había planteado realizar. Había aprendido varias lecciones valiosas en el reino de la Dama Ancestral, y una de ellas era lo disparatado de subestimar el propio poder. Cerró los ojos y concentró su voluntad. Visualizó el rostro cadavérico de la Dama Ancestral, enmarcado por su envoltura de cabellos negros, y sus ojos, más negros que la noche, más negros que las profundidades del espacio, con su aureola plateada brillando fría y espectral. La imagen vino a su mente con sorprendente facilidad, casi como si su conciencia hubiera estado esperando este momento, como un actor que aguardara entre bambalinas la señal que marca su entrada. Índigo sonrió para sí y pensó: «Bien, señora; ésta es la prueba más importante de todas».

Sus palabras no iban dirigidas a la Señora de los Muertos, ni tampoco creía que ella la estuviera escuchando; al menos no aún. Pero el vínculo formado en el oscuro mundo subterráneo seguía existiendo… y ahora Índigo recurría al poder latente en ese mundo, llamándolo a su presencia, creándolo, dándole forma, concentrándolo. En su cerebro, las sombras se amontonaban y arrastraban, y, bajo un fondo de suaves y sibilantes siseos, un coro de voces diminutas susurraba: «nosotros somos ella… ella es nosotros… nosotros somos ella… ella es nosotros…». Mentalmente, extendió una mano hacia ellos… y sintió cómo sus dedos tocaban la reluciente fuerza eléctrica del poder en su esencia más pura.

«¡Ahora, Grimya!», gritó en silencio. «¡Ahora!».

En la cima del zigurat, en el borde del imponente farallón, Grimya sintió cómo se le erizaba el pelaje del lomo desde el cogote a la cola mientras la excitación, el nerviosismo y una sensación de furiosa determinación brotaban de su interior. Recortándose contra el cielo, levantó la cabeza, aspiró con fuerza…

Y el desafiante y ululante aullido de un lobo resonó ensordecedor en la plaza situada allá abajo.

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