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Capítulo 21

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Capítulo 21

Quinientos rostros se volvieron hacia el cielo consternados, y Uluye salió de su semitrance con una sacudida que la estremeció de la cabeza a los pies y estuvo a punto de derribarla de la roca en que se encontraba. Sus asistentes intentaron ayudarla a recuperar el equilibrio, pero Uluye se las quitó de encima violentamente. Cuando los últimos ecos del aullido de la loba se apagaron, la mujer se dio la vuelta, encogida como una gata acorralada, y levantó los ojos a lo alto del zigurat donde se encontraba Grimya, recortándose en el brillante cielo.

¿Qué era eso? ¿Qué significaba? Uluye clavó los ojos en la distante figura de la loba, mientras realizaba mil y una conjeturas en un intento por comprender e interpretar lo que veía. Se encontraba aturdida todavía; el ritual había estado a punto de llegar al clímax, y casi había conseguido alcanzar el estado de trance en el que su amor y dedicación por la Dama Ancestral eclipsaba todo lo demás; fue en ese instante, cuando se acercaba el momento del triunfo, que el hechizo se había roto. «¿Por qué? —gritó para sí Uluye—. ¿Por qué, mi señora? ¿Qué es lo que quieres decirme que no comprendo?».

El silencio en la plaza era total. La ceremonia se había convertido en un caos; los tambores y sistros enmudecieron mientras las mujeres que los manejaban contemplaban boquiabiertas y aterradas la figura del zigurat. Proveniente también del zigurat, una nueva voz gritó:

—¡Uluye! ¡En el nombre de la Dama Ancestral, te ordeno que detengas esta locura homicida!

Uluye siseó sobresaltada y se volvió hacia la escalinata que partía de la base del zigurat. El cuchillo de piedra resbaló de su mano al sentir de repente que los dedos dejaban de obedecerla, y contempló con estupefacta incredulidad la figura que acababa de salir de las sombras de la escalera y atravesaba la plaza despacio en dirección a ella.

—No… —La voz de la Suma Sacerdotisa se quebró, presa de un ataque de nervios—. ¡No…, no es posible! ¡Estás muerta!

—Estoy viva. —Los labios de Índigo sonrieron bajo la elevada corona del oráculo, pero los ojos permanecieron fríos y fijos—. He estado en el reino de la Dama Ancestral, Uluye, y he regresado.

El grupo de sacerdotisas apiñadas alrededor de la roca a los pies de Uluye se echaron hacia atrás, lloriqueando. Índigo se detuvo a cinco pasos de la roca, y Uluye bajó ligeramente la cabeza para mirarla. Los espectadores situados a ambos lados de la plaza empezaron a murmurar entre ellos. Pocos eran los que podían ver qué era lo que había interrumpido la ceremonia; de aquellos que podían hacerlo, ninguno comprendía, y su incertidumbre daba paso con rapidez a la agitación y el miedo.

Uluye no les prestó atención. Todo su ser estaba pendiente de Índigo, y un caótico torbellino de emociones contrapuestas se agitaba en su cerebro. Abrió y cerró la boca varias veces; su voz, cuando por fin salió, era un siseo salvaje.

—¿Qué eres?

De repente, Índigo consiguió penetrar la máscara que era el rostro de la Suma Sacerdotisa y ver a la desgraciada mujer, confusa y asustada, que se ocultaba debajo. Ciertamente, Uluye era una sierva de su diosa; y ambas, por su parte, eran esclavas de otro poder cuya existencia ninguna de las dos se atrevía a reconocer, y mucho menos a intentar controlar y vencer. Índigo se sintió embargada por la compasión; compasión y una feroz renovación de su voto de que el reinado de este demonio debía tocar a su fin.

—Soy alguien que ha venido para revelaros el auténtico rostro y la auténtica voluntad de vuestra diosa —dijo.

Los duros ojos negros de Uluye se entrecerraron.

—¡Eso es una mentira blasfema! —escupió—. No eres nuestro oráculo. ¡Nuestro oráculo nos traicionó, y la Dama Ancestral ha reclamado su alma! —Se lamió los labios resecos y pareció estar intentando tragar algo que amenazaba con asfixiarla—. Te lo vuelvo a preguntar, lo exijo: ¿qué clase de perversidad y de demonio impío eres tú? ¿Eres el hushu en el que se transformó el falso oráculo cuando la Dama Ancestral arrojó su cuerpo sin alma fuera de su reino? ¿O eres el fantasma vengativo de Índigo, que intenta hacer más estragos entre nosotras? —Apuntó a Índigo con un dedo acusador—. ¡Exijo una respuesta!

Índigo le devolvió la mirada, imperturbable.

—No, Uluye, no soy ni un hushu ni un fantasma ni un demonio. Yo soy Índigo. —Avanzó y, mientras las acólitas de Uluye se apartaban corriendo a su paso, alzó una mano—. Tócame. Mi piel está caliente. Soy un ser humano, ¡y estoy tan viva como tú!

Uluye no se acobardó como habían hecho sus mujeres, pero sus labios se curvaron en una mueca despectiva.

—¿Tocarte, y verme infectada por el hechizo de los no-muertos? ¡Debes de pensar que soy una criatura ignorante, demonio!

—No te considero una criatura, Uluye —repuso Índigo con una fría sonrisa—. Pero creo que tienes miedo. —Extendió el brazo un poco más, y en esta ocasión Uluye no pudo controlar el gesto instintivo que la hizo echarse atrás—. ¿De qué tienes miedo? ¿De demonios y hushu? No, no lo creo. Creo que temes las consecuencias de atreverte a reconocer la verdad que ves con tus propios ojos.

—¿La verdad? —escupió Uluye, llena de veneno.

—¡Sí, la verdad! Que he regresado, vivita y coleando, del reino de la Dama Ancestral. Tu diosa no me mató, ni me castigó por la blasfemia de la que tan virtuosamente me acusas. No tomó venganza, Uluye… No tiene ese poder sobre mí, ¡porque yo no le permito que lo tenga!

Antes de que la sacerdotisa pudiera reaccionar, Índigo dio la espalda a la roca y se encaminó al centro de la plaza. El sol, hinchado y rojo, rozaba ahora las copas de los árboles, y el lago mostraba el aspecto de un enorme charco de sangre. Las mujeres situadas en la plaza retrocedieron precipitadamente, de modo que, cuando Índigo se volvió otra vez de cara a la Suma Sacerdotisa, su figura, sola sobre la arena, destacaba dramáticamente sobre el espectacular telón de fondo.

—Afirmas amar a la Dama Ancestral… —La voz de Índigo llegó con toda claridad a la muchedumbre allí reunida; hileras de rostros silenciosos la miraron, y se sintió enferma ante el terror que veía en sus ojos— pero ¿qué clase de amor es éste que te empuja a asesinar a tu propia hija en su nombre?

Se volvió para contemplar los desagradables contornos de los dos armazones de madera situados a la orilla del lago. Desde donde se encontraba, las indefensas figuras de Yima y Tiam no eran más que dos siluetas imprecisas, pero los agudizados sentidos de Índigo percibían su sufrimiento y desesperación de la misma forma tangible en que Grimya podía captar un olor en la brisa. Se sintió embargada por la cólera y se aferró a ella.

—¿Qué crímenes han cometido Yima y Tiam, Uluye? —exigió enfurecida—. ¿Han quebrantado tus leyes? ¿Han robado, estafado, o asesinado? ¡No! ¡Su único pecado ha sido desafiar tu voluntad…, no la de la Dama Ancestral: la tuya!

El rostro de Uluye se contrajo con expresión ultrajada, y la mujer se irguió en toda su estatura. Todo su cuerpo temblaba poseído por una cólera creciente, y su voz resonó chillona al tiempo que extendía un brazo acusador para señalar en dirección al cuadrado iluminado por las antorchas, donde yacían los cadáveres de Shalune e Inuss.

—La Dama Ancestral ejecutó con su propia mano a esas miserables conspiradoras, y ha enviado sus cuerpos de vuelta a nosotras para que los entreguemos a los hushu: ¡su voluntad está clara, demonio! ¡Y el castigo para los que la insultan es la destrucción!

—¡No! —la contradijo Índigo—. Tú afirmas ser su Suma Sacerdotisa, tú afirmas conocer su voluntad, pero estás equivocada. La Dama Ancestral no mató a Shalune y a Inuss… Fuiste tú, Uluye. ¡Tú lo hiciste!

La sacerdotisa miró a Índigo, y por un momento —tan sólo un instante— su virulencia titubeó y en su rostro apareció un atisbo de indecisión. Pero boca y mandíbula no tardaron en endurecerse otra vez, y siseó amenazadora:

—Cómo osas afirmar…

—¡Sí, me atrevo! —la interrumpió Índigo con calor—. Tú provocaste sus muertes, con la misma seguridad que si les hubieras hundido un puñal en el corazón. ¿Sabes qué las mató, Uluye? ¿Lo sabes? Te lo diré. Fue un demonio, ¡y este demonio se llama miedo! El mismo demonio que tú, y tu madre antes que tú… (sí, he oído historias sobre esa mujer monstruosa) y todas las Sumas Sacerdotisas que han reinado aquí en siglos pasados, han utilizado como arma contra sus propios seguidores. Gobernáis por medio del terror, Uluye; se ha convertido en vuestra contraseña. Sin embargo, tú y la Dama Ancestral en cuyo nombre gobiernas sois esclavas de un terror mucho mayor que aquél con el que queréis imbuir los corazones de vuestra gente.

»Tanto tú como ella tenéis miedo de perder vuestro puesto en el mundo. Teméis que llegue un día en el que vuestros seguidores dejen de amaros. Y queréis que os amen, queréis que os respeten, queréis que os veneren. Pero ¿qué auténtica veneración puede existir para una diosa cruel y su dura e inflexible Suma Sacerdotisa? ¿Qué amor real puede sentir tu gente por alguien dispuesto a matar a su propia hija, o por una deidad que exige la realización de un sacrificio tan monstruoso en su nombre? Desde luego que te respetan, Uluye. Puede que incluso admiren tu fortaleza y tu fe. Pero ¿te aman? ¿O no estarán simplemente demasiado aterrorizados para admitir la verdad: que tú y la Dama Ancestral no sois más que unas tiranas que los mantienen miserablemente esclavizados?

Durante unos cinco segundos se produjo un perplejo silencio. Luego, apenas audible al principio, aumentando con rapidez de murmullo a refunfuño y de allí a un rugido ahogado, empezaron a alzarse voces entre la muchedumbre como una ventisca acercándose por el bosque. Uluye permaneció inmóvil como una estatua mientras el ruido crecía a su alrededor, y sus agudos oídos captaron palabras sueltas que flotaban como objetos a la deriva en una marea.

Uluye… la diosa… oráculo… hushu… sacrificio

Con un violento gesto, la sacerdotisa giró en redondo de cara a la muchedumbre. Abrió los brazos en ademán autoritario, y el torrente de energía psíquica que surgió de improviso de su interior hizo que las mujeres más próximas a la roca retrocedieran sobresaltadas. Su voz se elevó chillona por encima de los murmullos exigiendo silencio a gritos, y al instante quinientas voces se acallaron y quinientos rostros se volvieron para mirarla con anonadado temor. Con el pecho jadeante y las piernas temblorosas bajo la túnica, Uluye escudriñó a los reunidos con mirada brillante y aterradora. Por un momento los tuvo a todos bajo su control; sentían más miedo de ella que de Índigo, o de la cosa en que se había convertido Índigo. Tenía que retenerlos, mantener el control sobre ellos, porque, si era débil, o si mostraba un solo instante de duda o indecisión, estaría perdida.

«Y tú, Uluye, ¿de qué tienes miedo…?». El corazón le dio un vuelco tan violento de repente que a punto estuvo de cortársele la respiración cuando, sin quererlo, su mente rememoró la imagen de su hija al ser sacada de la ciudadela y pasar ante la roca donde su madre, su juez y verdugo, permanecía inmóvil observándola. «Mi única hija… ni siquiera levantó los ojos al pasar; no me miró ni una sola vez…».

Una oleada de violenta furia estalló en su cerebro y aplastó la momentánea emoción, exterminándola. No se dejaría persuadir; ¡no dudaría! La Dama Ancestral se había cobrado su justa venganza sobre Shalune e Inuss por sus crímenes, y ahora Yima y su amante pagarían el mismo precio. Cualquier otra cosa era impensable. «Yo soy la Suma Sacerdotisa —pensó Uluye con ferocidad—. ¡Yo no puedo equivocarme…, no puedo!».

Su voz resonó entonces por encima de las cabezas de los reunidos:

—¡Escuchadme! Yo, Uluye, sierva escogida de la Dama Ancestral, os hablo en su sagrado nombre y denuncio a este falso oráculo que se encuentra ante mí. ¡La voluntad de nuestra señora está muy clara, y su voluntad está por encima de todo! ¡Escuchadme ahora, y os advierto que lanzaré la cólera de la Dama Ancestral sobre cualquiera que se atreva a desafiarla!

Se agachó y arrebató una lanza de la mano de una de las acólitas situadas a sus pies, y luego volvió a incorporarse bruscamente. La luz del agonizante sol hizo centellear la punta de la lanza cuando Uluye la alzó por encima de su cabeza.

—¡Yo soy la escogida de nuestra señora! —gritó, y la multitud la aclamó en respuesta, aunque sus gritos eran nerviosos y titubeantes—. ¡Yo soy la Suma Sacerdotisa, y la hija espiritual de la Señora de los Muertos! Y maldigo a este demonio que merodea entre nosotros como los hushu merodean en la noche. Lo que ella busca es que abandonéis el servicio de la Dama Ancestral, y un corazón infiel es todo lo que ansía; ¡tan sólo un corazón en el que sembrar su emponzoñada semilla! —Alzó la voz hasta convertirla en un alarido lleno de veneno—. ¿Existe un corazón así entre vosotros?

—¡No! —gritaron los espectadores—. ¡No, Uluye, no!

—¡Aseguraos de ello! —los exhortó Uluye con un siseo amenazador y letal—. Aseguraos de ello, ¡porque si hay uno sólo entre vosotros, hombre, mujer o niño, que no le sea fiel, lo maldeciré, y devoraré el alma de esa persona, y la declararé hushu tal y como declaro a este repugnante demonio! ¿Me escucháis?

—¡Te escuchamos, Uluye! ¡Te escuchamos!

Enardecidas por la salvaje diatriba de su jefa, tres de las sacerdotisas más próximas a Uluye agarraron tambor y sistros y empezaron a hacer sonar una melodía discordante y entrecortada. Sus agudas voces se elevaron en un cántico al que otras se unieron rápidamente, y formaron una fila a cada lado de la roca en que se encontraba Uluye, balanceando los cuerpos y golpeando el suelo con los pies. Estremecida ante la comprobación de su ascendiente, Uluye se dio la vuelta. Sin soltar la lanza, saltó de la roca e, indicando a dos de sus mujeres que los siguieran, avanzó despacio y amenazadora en dirección a Índigo, que permanecía en la arena sola y desafiante.

—Ahora —dijo, con ferocidad pero en un tono tan bajo que sólo su presa y sus dos ayudantes pudieron oírla—, ¡te mostraré el significado del miedo, oráculo! —Chasqueó los dedos en dirección a las mujeres—. ¡Cogedla!

Mientras las dos mujeres se adelantaban, Índigo leyó en sus ojos que le tenían miedo; pero su terror de Uluye era aún mayor, y no se atrevían a desobedecer la orden. No se resistió cuando la sujetaron por los brazos —algo que también las desconcertó— pero, mientras la inmovilizaban en el suelo, una voz sonó en su cerebro:

«¡Índigo!». Era Grimya. En cuanto la muchacha dio a conocer su presencia a los allí reunidos, la loba abandonó el templo y descendió a toda prisa del zigurat para aguardar y observar al pie de la escalera. «¡Índigo, ten cuidado! Es peligrosa…».

«¡No, Grimya, espera!». Índigo envió un rápido mensaje al percibir que la loba estaba a punto de venir corriendo en su ayuda. «¡Quédate donde estás!». Era de vital importancia que Grimya no interviniese ahora. Debía enfrentarse a esto sola.

Uluye avanzaba con la lanza alzada para atravesar directamente el corazón de Índigo. Se encontraba sólo a siete pasos; seis, cinco… Índigo notó cómo sus músculos se ponían en tensión, pero se obligó a no mostrar ningún signo externo de nerviosismo, y mantuvo la mirada fija, inmutable, en el rostro de la sacerdotisa.

«Esto es lo que querías, ¿verdad, señora?». El desprecio dio a sus silenciosos pensamientos un énfasis añadido al pensar en la Dama Ancestral escondida en su oscuro reino. «Un enfrentamiento con tu Suma Sacerdotisa, una prueba para ver qué voluntad es la más poderosa. ¿Hasta dónde llegarás para poner a prueba la fe de Uluye y mi valentía? ¿Hasta dónde, antes de que yo te demuestre que puede vencerse el miedo de tus adoradores?». La Señora de los Muertos siguió sin dignarse contestar, pero a Índigo le pareció percibir una levísima agitación en lo más profundo de su mente, la sensación de algo que escuchaba, que aguardaba…

Uluye dio otro paso al frente… y se detuvo. La lanza se encontraba ahora a centímetros del corazón de la joven, pero Índigo no le dedicó ni una ojeada. Resultaba curioso: no sabía qué sucedería si Uluye se la clavaba. No tenía la menor duda de que la lanza la atravesaría, pero ¿qué sucedería entonces? ¿Qué pasaría si el corazón se partía en dos, o si sangraba y no había forma de detener la hemorragia? No podía contestar a estas preguntas; todo lo que sabía era que, le sucediera lo que le sucediera, no moriría. No estaba dispuesta a morir… y, además, estaba segura de que no se llegaría a eso.

Uluye la miraba a los ojos, los labios curvados en una fría sonrisa.

—¿Tienes miedo ahora, oráculo; ahora que se acerca el momento en que tu alma va a ser enviada a su destrucción?

—No —respondió Índigo.

—En ese caso eres más estúpida de lo que creía. —Pero los ojos de Uluye contradijeron de repente la sonrisa; ésta era la señal que había estado esperando Índigo, el primer breve atisbo de una confianza que se tambaleaba—. ¿Sabes qué significa ser hushu? —continuó la mujer—. ¿No puedes imaginarte acaso lo que será para ti la vida en la muerte, cuando tengas que andar por el bosque cada noche, aullando a causa de un hambre y una sed que jamás pueden saciarse? ¿Sabes lo que es perder el alma, sabiendo al mismo tiempo que jamás morirás realmente?

La lanza que empuñaba se estremeció de repente, por un instante; e Índigo comprendió que Uluye estaba desesperada.

—¡Oh, sí! —respondió con suavidad—. Puedo imaginarlo, ya que he visto cosas peores, y me he enfrentado a cosas también peores. Los hushu no me inspiran temor. No siento más que compasión por ellos. ¿No la sientes tú, Uluye? ¿No sientes compasión por Shalune e Inuss? —Se interrumpió el tiempo suficiente para comprobar la repentina y atemorizada tensión de los músculos del rostro de la Suma Sacerdotisa, y luego añadió con terrible dulzura—: ¿No sientes compasión por Yima?

Por un momento pensó que sucedería tal y como había rezado para que sucediese, ya que los ojos de Uluye se abrieron de par en par sorprendidos cuando, puede que por primera vez, la auténtica comprensión de lo que había hecho a su hija se abrió paso a través de las barreras que había erigido en su mente y la golpeó como un martillazo. Desesperado, el confundido cerebro de la Suma Sacerdotisa fue en busca de ayuda, de guía: «Mi señora, ¿puede ser esto verdad? ¿He estado equivocada?».

Y, en la mente de Índigo, una corona plateada centelleó alrededor de unos ojos negros como las profundidades del espacio, y resonó la risa de la Dama Ancestral.

Uluye lanzó un tremendo alarido. Echando la cabeza atrás con tanta violencia que el enorme tocado de plumas se le torció, levantó la lanza en alto con ambas manos.

—¡Demonio! —Sus ojos estaban enloquecidos por el terror y el odio—. ¡Demonio! ¡Te envío con los hushu, te maldigo, te condeno a la eternidad!

La lanza se abatió sobre Índigo, directa a partirle el corazón…, y Grimya surgió como una bala de detrás de la hilera de mujeres que cantaban: un rayo gris que recorrió la arena y se arrojó de un salto con un gruñido furioso contra la garganta de Uluye. La lanza cayó de las manos de la Suma Sacerdotisa girando como una peonza mientras la mujer se desplomaba en el suelo bajo el ataque de la loba, y la rabia de Grimya fue a estrellarse en la mente de Índigo como una ola contra un acantilado: «matar, la mataré, la mataré…».

¡Grimya, no! —Liberando los brazos de las manos de sus capturadoras, Índigo se precipitó sobre la loba e intentó sujetarla por el cogote—. ¡No lo hagas, no la mates!

De alguna forma, consiguió introducir la orden por entre la furia asesina que dominaba la mente de Grimya, y ambas rodaron sobre la arena, con Uluye caída en el suelo a menos de un metro de distancia.

Mientras conseguía arrodillarse algo tambaleante, sin dejar de sujetar a la loba por el pelaje, Índigo tuvo la impresión de que ella, la loba y Uluye se habían convertido de repente en las únicas protagonistas de un sorprendente ritual cuyas reglas ninguna de ellas comprendía por completo. O quizá sería más apropiado decir: actrices de una obra de teatro todavía por escribir. Pensó que las otras sacerdotisas irían en ayuda de su líder, pero no lo hicieron; en lugar de ello, habían retrocedido aún más, formando un apretado y asustado semicírculo a una prudente distancia. Por mucho temor que les inspirase su Suma Sacerdotisa, sentían ahora mucho más terror del oráculo y su compañera.

Uluye empezó a moverse. Grimya le mostró los dientes y volvió a gruñir, pero Índigo la zarandeó, diciendo:

—¡No, Grimya! Déjala. —Y, volviéndose hacia Uluye, añadió—: Ya sabes que posee el poder de hablar como los humanos y de comprender lo que se le dice. Me obedecerá.

Uluye se incorporó. La loba había hecho jirones su enorme tocado en sus esfuerzos por localizar la garganta de la sacerdotisa, y, con mano temblorosa, Uluye empujó los restos a la parte posterior de su cabeza, donde quedaron colgando de la aceitada maraña de sus cabellos. Le sangraban la oreja y el hombro derechos, pero o no se dio cuenta o no le importó.

También Índigo se incorporó, observando a su adversaria con atención. Había cometido un error de cálculo, y era un error que no podía permitirse repetir. Los siguientes minutos, pensó, serían trascendentales.

—Uluye —empezó a decir—, no soy tu enemiga. —La sacerdotisa emitió un desagradable sonido ahogado y gutural, e Índigo sacudió la cabeza—. Tienes que creerlo; tienes la evidencia. —Señaló a la loba, que, aunque se mostraba más tranquila ahora, en cuanto la muchacha la soltó había ido a colocarse como un centinela entre las dos mujeres, en actitud tensa y protectora—. Grimya podría haberte matado hace un instante. Lo habría hecho si yo no la hubiera llamado.

Pero la llamé. ¿Te habría perdonado la vida una enemiga, Uluye? —Le dedicó una leve sonrisa irónica—. ¿Me habrías perdonado la vida si la situación hubiera sido a la inversa?

Vio la respuesta a sus palabras en los ojos de Uluye, el destello de enojado resentimiento. Pero el momento de peligro había pasado. Índigo se dijo que debía hablar ahora, antes de que el orgullo de Uluye volviera a hacerse con el dominio y perdiera la ventaja obtenida.

—Señora… —utilizó la fórmula ceremonial con que se había dirigido a la Dama Ancestral, al tiempo que realizaba el gesto ritual que era una señal de profundo respeto entre iguales, y vio cómo los ojos de Uluye se entrecerraban en cautelosa sorpresa—, no soy vuestro oráculo. Jamás lo he sido. La Dama Ancestral intentó hacerse con el control de mi mente y utilizarme tal y como os controla y utiliza a ti y a tus sacerdotisas, y a todos aquellos que le prestan fidelidad. No tuvo éxito, porque no consiguió obligarme a tenerle miedo. Lo intentó… —Sus ojos adquirieron de repente una expresión retraída, y los clavó en la arena bajo sus pies—. Querida Madre Tierra, lo intentó… pero fracasó, porque descubrí que no tenía ningún motivo para temerla.

»Eso, Uluye —volvió a levantar la cabeza—, es tu mayor error, y tu mayor carga. Amas a tu diosa; lo sé, lo he visto. Pero tu amor ha quedado pervertido y deformado por el terror que le tienes…, terror que te impulsa a sacrificarle la vida de tu propia hija en un intento desesperado de probar tu fe. ¿Qué clase de perfidia debe infectar a una deidad capaz de exigir tal precio? La Dama Ancestral no es malvada… Tú eres su sacerdotisa y lo sabes mejor que yo. Así pues, ¿cómo puedes pensar, cómo puedes creer ni por un momento que la prueba de tu amor por ella exija que mates a Yima?

Sintió entonces una repentina y violenta agitación en lo más profundo de su mente. Algo se movía, algo que le era extraño, algo que emanaba de más allá de su conciencia…, y por encima de ello escuchó la suave y angustiada voz mental de Grimya:

«Índigo…, el sol empieza a ponerse…».

La muchacha volvió la cabeza. A su espalda, por encima del lago, por encima de los árboles que se apiñaban en la orilla, todo lo que quedaba del sol era un delgado arco de encendidas llamas. Todo el cielo empezaba a adquirir unos tonos dorados, anaranjados y escarlata; todo el firmamento se encontraba atravesado de rayos de luz, y, cuando volvió otra vez la cabeza, vio que la enorme y suave ala de la noche empezaba a penetrar por el este.

—Uluye —su voz era más apremiante ahora—, te lo vuelvo a preguntar, y te ruego que examines tu corazón antes de responder: ¿realmente crees que sólo la muerte de tu hija puede satisfacer ahora a tu diosa?

Uluye levantó los ojos al cielo. Luego miró en dirección a la orilla del lago y las dos estructuras de madera, y volvió a pasarse la lengua por los labios. Por último su mirada se dirigió al cuadrado iluminado por las antorchas y a los dos cuerpos solitarios que yacían juntos entre las hileras protectoras de amuletos y ofrendas. Se produjo un largo silencio. Detrás de ellas, las sacerdotisas continuaban con sus rítmicos cantos, pero las canciones y el golpear y repiquetear de sus instrumentos habían adquirido una nota de hueca desesperación. Los cánticos habían perdido su significado y se habían convertido tan sólo en un mecanismo para aumentar la propia confianza y apaciguar a la congregación. Pero no se interrumpieron. Las mujeres no se atrevieron a hacerlo.

Bruscamente, de manera chocante, la voz de Uluye restalló entre los cantos, resonando por toda la plaza.

—¡No quiero seguir escuchando! —Realizó un salvaje gesto de negación—. ¡Sé cuál es la voluntad de nuestra señora! Yo soy su Suma Sacerdotisa; yo la he mirado a la cara y he recibido su bendición de su propia mano. No me arrebatarás el poder, Índigo; ¡ni me convencerás para que no cumpla con lo encomendado por mi señora!

—No deseo arrebatarte el poder, Uluye —arguyó Índigo con desesperación—. No soy tu rival ni tu enemiga; ¡intento ayudarte!

—No. —La voz de Uluye sonó despectiva—. No quiero tu ayuda. No necesito tu ayuda. No perteneces a las servidoras de la Dama Ancestral; no comprendes nada. Yo sí. La amo…, soy suya en corazón, cuerpo y alma. Y lo que ella me pida se lo daré, ya que no existe un precio demasiado alto que pagar para estar a su sagrado servicio.

Se miraron la una a la otra, e Índigo comprendió entonces que no había nada más que pudiera decir. Ni palabras ni razonamientos convencerían a Uluye. La convicción de la sacerdotisa era demasiado fuerte, su miedo demasiado grande.

Índigo volvió a percibir aquella extraña agitación en lo más profundo de su cerebro, acompañada de una sensación de vago regocijo, y a renglón seguido la acometió una amarga cólera. «Muy bien —pensó—. Crees que has vencido. Ya lo veremos, señora…, ¡ya lo veremos!».

Sabía que se trataba de una jugada peligrosa y tal vez mortal, y, si fracasaba, Yima lo pagaría con la vida. Pero no se atrevió a pensar demasiado en ello. Había que correr el riesgo. En estos momentos era su única esperanza.

Se llevó una mano al fajín y sacó el cuchillo.

—Muy bien, Uluye —dijo con suavidad—. Tienes razón; no puedo hacerte cambiar de opinión. Lo reconozco. —Sostuvo el cuchillo por la punta—. Te ofrezco esto en señal de capitulación. Cógelo, y haz lo que debas.

Mientras hablaba, el último reborde blanco del sol se hundió tras los árboles. La muchedumbre aspiró al unísono con tanta fuerza que se escuchó por encima incluso del sonido de los tambores y los cánticos, y las largas y lúgubres sombras que se extendían sobre la plaza se fusionaron de repente para formar un manto de penumbra. Las antorchas adquirieron renovado brillo a medida que la ensangrentada luz del cielo empezaba a apagarse y los primeros puntos de luz de las estrellas aparecían por el este.

Uluye dio un paso al frente. Tomó el cuchillo, y por un instante Índigo percibió un destello de emociones cuando, con el rostro inescrutable a la luz de las antorchas, la Suma Sacerdotisa realizó una leve y quizá ligeramente sarcástica reverencia para demostrar que reconocía y aceptaba el significado del regalo. Luego, bruscamente, la antigua y remota arrogancia volvió a hacer acto de presencia, y se volvió a sus mujeres realizando un rápido gesto de cancelación.

Los cánticos cesaron y, con un último repiqueteo apagado, los sistros quedaron en silencio. La multitud tardó algunos segundos en seguir el ejemplo de las mujeres, pero, por fin, un silencio total se apoderó de la plaza. La atmósfera se tornó tensa y agobiante cuando Uluye empezó a cruzar la arena con deliberada lentitud, en dirección a los armazones de madera. Al llegar a su altura, a Índigo le pareció que titubeaba, pero la vacilación fue tan breve que no pudo estar segura. Luego, con la espalda bien recta y la cabeza orgullosamente erguida, se detuvo a la orilla misma del lago y se quedó inmóvil.

Grimya, pegada a Índigo, contemplaba a la Suma Sacerdotisa con ansiedad.

«Se está ofreciendo a la Dama Ancestral», dijo. «Se dirige a ella mentalmente, creo, y le pide su bendición, Índigo, ¿qué vamos a hacer?».

«Hemos de correr el riesgo», respondió la muchacha, mientras intentaba controlar los acelerados latidos de su corazón sin demasiado éxito. «No hay nada que podamos decir o hacer para influir en ella. Nuestra única esperanza radica ahora en la misma Uluye».

Volvió a sondear su mente, más profundamente en esta ocasión, en busca de la siniestra y burlona presencia. Oh, sí; la Dama Ancestral se encontraba allí; escuchando aún, aguardando aún. El corazón de Índigo latió desacompasadamente lleno de repugnancia, y la joven envió un furioso mensaje a la siniestra diosa: «¡No me extraña que temas que te abandonen, señora! ¡No mereces otra cosa!».

Uluye acababa de finalizar su ofrecimiento personal. Mientras daba la espalda a la orilla y avanzaba los cinco pasos que la conducirían hasta la primera estructura, se sintió inundada por la bendición de la Dama Ancestral. Estaba lista; había suplicado la bendición, y ésta se le había otorgado. La habían tentado para que se desviara del sendero recto, pero había vencido la tentación y ahora el poder residía en su interior; ella era una copa, un cáliz, un recipiente rebosante del embriagador vino negro que era la voluntad de su señora.

Llegó a la primera estructura y se detuvo ante ella; era un avatar, un ser vengador, un ejecutor, y levantó el cuchillo de Índigo por encima de su cabeza. La luz de las antorchas centelleó sobre la hoja como anticipando la brillante película de sangre. No existía ritual para acompañar esto; se trataba de una acción directa, un acto solemne, y debía realizarse con rapidez y en piadoso silencio.

Uluye tensó los músculos del brazo, invocando toda su fuerza física y psíquica. La mano se cerró con fuerza en la empuñadura. Estaba lista, había llegado el momento…

Bajó los ojos en dirección al rostro de Yima; una máscara aterrada de luces y sombras, empapada con el sudor provocado por el miedo y el calor del día, le devolvió la mirada en silencioso e impotente dolor.

Uluye se quedó paralizada de repente. Intentó apartar la mirada, pero no podía moverse; no podía ni tan sólo parpadear. Estaba preparada para resistir una última súplica en los ojos de Yima, para hacer oídos sordos a sus ruegos de clemencia. Pero allí no había súplicas, no había ningún ruego; ni tan siquiera el último destello de esperanza para el que se había preparado. No existía otra cosa que el dolor de una criatura que sabía, más allá de toda duda, que aquella que durante toda su vida la había alimentado y protegido la había abandonado por completo.

Erguida aún, sujetando todavía el cuchillo con ferocidad, las manos de Uluye empezaron a temblar. Luchó por detener aquel movimiento involuntario, pero le fue imposible, y además empezaba a extenderse a los brazos, al cuerpo, a las piernas, haciendo añicos la parálisis, eliminándola y trayendo una oleada de pánico incontrolable.

«¡No! —pensó—. ¡No! ¡Debo hacerlo! ¡Debo hacerlo! ¡Ha pecado; se ha decretado el castigo! ¡Debo cumplir la voluntad de mi señora! ¡Debo hacerlo!».

Y, de repente, en su cerebro irrumpió con violencia la negra desesperación de la certeza: «¡No puedo hacerlo! ¡Señora, fulminadme y devorad mi alma y enviadme con los hushu si queréis, pero no puedo matar a mi propia hija!».

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