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Capítulo 4

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Capítulo 4

Uluye regresó cuando el sol se ponía. Índigo había dormido algunas horas después de dar cuenta de la comida que las mujeres le habían dejado preparada, lo que resultaba sorprendente, ya que no había hecho otra cosa que dormir durante los últimos cinco días, pero el calor y el silencio resultaban soporíferos y se había amodorrado sin querer. Grimya —que había compartido la comida, aunque la encontró demasiado picante para su sencillo paladar— yacía enroscada en el rincón más fresco, y las dos levantaron la cabeza con un sobresalto culpable cuando la cortina se hizo a un lado y la alta sacerdotisa apareció en el umbral.

Uluye llevaba todavía el tocado de plumas, pero había cambiado la túnica por un vestido largo y sin mangas, y de su cuello pendía un collar hecho de innumerables huesos ensartados, cada uno tallado para representar algún animal o ave, que tintineaba a cada movimiento que realizaba.

—Estamos listas —dijo; al menos, Índigo creyó que eso era lo que quería decir—. Ven.

—¿Ven? —repitió la joven frunciendo el entrecejo, para luego inquirir—. ¿Adónde?

Uluye señaló a lo alto y luego le tendió un objeto que sostenía. Se trataba de un traje parecido al de la sacerdotisa, pero teñido con un remolino de tonos azul, morado y negro. Índigo lo tomó indecisa y se señaló a sí misma.

—¿Quieres que me ponga esto? —preguntó en su propio idioma.

La mujer no respondió, sino que se quedó contemplándola expectante. Tras una ligera vacilación, Índigo se encogió de hombros y empezó a cambiarse. El vestido era amplio y fresco, mucho más cómodo que su camisa y pantalones que además estaban llenos de manchas. Cuando estuvo lista, Uluye meneó la cabeza en señal de aprobación y abrió la marcha en dirección a la boca de la cueva. No conociendo sus intenciones pero deseosa de mostrarse cooperativa por el momento, Índigo la siguió, con Grimya pisándole los talones.

Salieron a la repisa de piedra e Índigo se detuvo asombrada ante la vista que se ofrecía a sus ojos. El sol sólo era visible ya como una delgada y llameante medialuna que sobresalía por encima de las copas de los árboles; bajo el reflejo de su luz el mundo parecía encontrarse e llamas. El lago era un enorme círculo rojo; el cielo sobre sus cabezas, una bóveda de brillante cobre; y, situados entre el lago y el cielo y el bosque envuelto en sombras, los muros de arenisca del zigurat refulgían rojos bajo los últimos rayos del atardecer. Por el este, empezaban a acumularse nubes, afilados haces que anunciaban las masas muy densas que se aproximaban desde la retaguardia. No soplaba ni una gota de aire.

Uluye las condujo al otro extremo de la repisa, donde una escalera mucho más pequeña y estrecha que las grandes escalinatas que entrecruzaban la pared de roca a sus pies ascendía por el último tramo de la ladera hasta llega a la cima del farallón. Índigo miró a su alrededor y se sorprendió al descubrir que no se veía a nadie ni en este nivel ni en las repisas inferiores. Los rostros sonrientes y hospitalarios que había visto antes habían desaparecido, y peñón parecía totalmente desierto.

Iniciaron la ascensión, y, a medida que se acercaban final de la escalera, volvió a hacerse visible el fino penacho de humo, alzándose en dirección al cada vez más oscuro cielo. Un fuerte perfume flotaba en el aire, aumentando en intensidad cuanto más se aproximaban a la cima: picante, un poco acre, entremezclado con un deje de algo putrefacto y malsano. Ascendieron al fin los últimos doce peldaños y salieron a la parte superior del farallón, e Índigo contempló con asombro el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

Cuatro columnas truncadas de arenisca se elevaban unos seis metros sobre la cima del zigurat, delimitando un cuadrado casi perfecto. Unas losas de piedra formaban una terraza entre las columnas, y alrededor del cuadrado se veía a más de cincuenta mujeres de todas las edades, desde jovencitas a ancianas, en silenciosas y atentas hileras.

Doce o más iban armadas con lanzas, que sostenían formando un rígido ángulo ritual. Todas llevaban túnicas e iban cubiertas de adornos hechos de madera y de hueso; y todas estaban en completo silencio.

Pero no fue aquella gente que observaba y aguardaba la que captó la atención de Índigo, ni las columnas, ni siquiera el enorme recipiente de metal batido colocado sobre una plataforma del que surgía el humo del incienso en un torrente ininterrumpido y sofocantemente perfumado. Fue el sillón —«trono» sería quizás una palabra más adecuada— colocado frente a la peana, cerca del centro del cuadrado. Tallado a partir de bloques de arenisca, sus brazos y respaldo estaban esculpidos con complicadas y terribles figuras que mezclaban humanos, animales y otras formas inquietantes e innominables. Y, entronizado en el sillón en una horrible apariencia de majestad, ataviado con una amplia capa de plumas y coronado con un enorme y pesado tocado que empequeñecía incluso al de Uluye, había un cadáver.

La mujer debía de llevar muerta al menos quince días, y la descomposición provocada por el clima tropical en ese tiempo resultaba espantosa. Índigo desvió rápidamente la mirada después de echar un único vistazo al rostro devorado por los gusanos, a las vacías cuencas, a la mueca loca y demente de unos labios que se habían podrido para mostrar unos dientes a punto de desprenderse. Comprendió ahora que el nauseabundo olor dulzón que había pensado que formaba parte de las espesas nubes de incienso era, en realidad, el hedor que desprendía el cadáver, y estuvo a punto de vomitar. ¿Qué era esta criatura? ¿Cuál era su significado? ¿Y qué tenía que ver con ella?

Uluye avanzó hasta detenerse justo enfrente del cuerpo sentado en el trono. Luego giró sobre los talones —su elevada figura iluminada teatralmente por las llamas del incienso que ardía en el recipiente situado a su espalda— alzó los brazos hacia el cielo y empezó a hablar. Índigo no comprendió más que unas pocas palabras y no pudo deducir nada de ellas, pero Grimya, que se encontraba junto a ella, aplastó de improviso las orejas contra la cabeza y sus cabellos se erizaron.

«Índigo…». Pero la loba no pudo seguir, pues Uluye dio por finalizado el discurso y las mujeres allí reunidas prorrumpieron en un sonoro lamento, seguido a los pocos segundos por el discordante sonar de las enormes trompas.

Sonriendo con torvo placer, Uluye se volvió una vez más y avanzó hacia el sillón de arenisca; tras realizar una superficial reverencia ante el cadáver del trono, extendió los brazos y le quitó la corona de la cabeza. Pedazos de carne y mechones de cabellos muertos se desprendieron de la cabeza al soltarse el tocado. Uluye retrocedió entonces, se dio la vuelta, y se acercó a Índigo con la corona en alto. La muchacha la observó sin comprender todavía hasta que el frenético mensaje mental de Grimya consiguió atravesar su aturdimiento.

«¡Índigo! ¡He escuchado lo que decía! Esta… esta cosa, cadáver… era una persona sagrada para ellas, una especie de gran oráculo. Ahora el oráculo ha muerto… ¡y quieren que tú ocupes su lugar!».

Índigo sintió como si sus pies se hubieran fundido con la roca sobre la que descansaban. Sus ojos se clavaron en una sonrisa triunfante del rostro de Uluye y vio en los ojos de la alta mujer lo certero de la advertencia de Grimya. Abrió la boca, pero, antes de que pudiera hablar o reaccionar, la mujer había dado el último paso al frente acompañada de una renovación de los gemidos y el rugir de las trompas, colocó la enorme y pesada corona en la cabeza de Índigo.

—No… —La joven empezó a retroceder—. No, oh, no. No comprendéis, no os dais cuenta, yo no soy…

Grimya ladró una advertencia, e Índigo se detuvo al encontrarse con que cuatro mujeres armadas le impedían la retirada. No la amenazaron, pero sus implacables expresiones y la simple presencia de las lanzas en sus manos excluían la necesidad de palabras o gestos.

Desesperada, Índigo buscó otras rutas de huida. No había ninguna. La escalera a su espalda era la única forma de descender de la cima del farallón, y las otras mujeres armadas con lanzas la habían rodeado hasta dejarla completamente cercada. Tanto éstas como las otras mujeres, espectadoras, la miraban con aire expectante.

Índigo aspiró con fuerza para tranquilizarse y colocó una mano sobre la cabeza de Grimya para contenerla cuando la loba empezó a gruñir amenazadoramente.

«Aguarda», dijo en silencio; luego, en voz alta, añadió:

—Uluye, se ha producido un gran error. —Sabía que la sacerdotisa no la comprendería, pero debía realizar algún intento de comunicarse antes de que la situación se desmandara por completo—. No sé lo que esto significa, pero no soy una diosa ni un oráculo ni lo que sea que parece creéis que soy. Uluye, tienes que intentar comprender…

Viendo que la expresión de la mujer no había cambiado, pasó de inmediato al lenguaje telepático.

«¡Grimya, no tiene la menor idea de lo que digo! ¡Ayúdame, por favor!».

Devanándose los sesos, Grimya encontró una palabra en el lenguaje de la Isla Tenebrosa que creía que significaba «equivocado». Índigo la pronunció repitiéndola tres veces en tono perentorio y suplicante. La sonrisa de Uluye se tornó altanera, y la mujer sacudió la cabeza.

—No es un error —dijo con firmeza, y extendió una mano—. Ven.

«Grimya…».

«¡No quiere escuchar! Incluso aunque supiera las palabras apropiadas, ella no haría caso. ¡Índigo, esto es peligroso! ¡Si no haces lo que quieren, temo que se vuelvan contra nosotras, y hay demasiadas lanzas para que podamos hacerles frente!».

Índigo había llegado a la misma conclusión. Parecía como si, por el momento al menos, no tuviera otra elección que acatar la voluntad de Uluye. Hizo un gesto del asentimiento, esperando que su nerviosismo no resultase demasiado evidente, y permitió que la mujer la tomara de la mano y la condujera hasta el trono de piedra. En el espacio de unos pocos minutos, el sol se había desvanecido por completo y el crepúsculo había dado paso a la oscuridad. Dos sacerdotisas alimentaban en aquellos momentos el enorme brasero, cuyas llamas se elevaron de improviso con más fuerza, iluminando la cumbre del farallón con una potente luz amarilla.

La criatura del trono pareció inclinarse en dirección al Índigo como si de improviso hubiera regresado a la vida, y la muchacha se encogió con una exclamación ahogada antes de darse cuenta de que no se trataba más que de una ilusión creada por la parpadeante luz. La mezcla de los olores del incienso y del cuerpo en descomposición la mareaban, y el peso de la monstruosa corona le hacía perder el equilibrio; se sentía irreal, descontrolada, como inmersa en una pesadilla sin nadie para despertarla.

Se produjo un leve centelleo en el cielo, y a lo lejos se escuchó el enojado retumbar del trueno. Uluye condujo a Índigo hasta el trono y ambas se detuvieron ante él. El hedor del oráculo difunto inundó las fosas nasales de la muchacha, y ésta se creyó a punto de vomitar, o incluso de desmayarse; consiguió mantenerse erguida con un gran esfuerzo, y entonces Uluye realizó un imperioso gesto con la mano libre y dos figuras borrosas se adelantaron. Avanzando hasta el sillón, levantaron el cuerpo del asiento. Uluye apartó a Índigo a un lado mientras bajaban el cadáver. Luego, con gran solemnidad, siguieron a la pequeña procesión por el suelo de losas hasta el borde del zigurat. Índigo miró abajo pero no vio nada excepto un débil fulgor oscuro allí donde debía de estar el lago. Todo lo demás quedaba inmerso en la intensa oscuridad de la noche tropical.

De repente volvieron a brillar los relámpagos, dando momentáneamente a la noche un tono azul eléctrico y haciendo resaltar nítidamente a las dos figuras y su espantosa carga. Las mujeres allí reunidas empezaron a gemir de nuevo, y los gemidos se convirtieron en un cántico regular, rítmico y ululante que tenía como acompañamiento las trompas y un sonido que Índigo no había escuchado hasta entonces: el sordo retumbar de pesados tambores resonando allá abajo, ocultos en la oscuridad.

Las dos mujeres detenidas al borde del farallón —Índigo pudo ver ahora que una de ellas era Shalune— lanzaron un grito agudo que se elevó por encima del estruendo. Balancearon los brazos hacia atrás, las piernas firmemente apoyadas en el suelo, y, con un segundo grito ensordecedor, arrojaron el cuerpo del antiguo oráculo hacia arriba y lejos del farallón. Índigo tuvo una fugaz visión del cuerpo girando y dando vueltas sobre sí mismo como una muñeca de trapo recortada contra el cielo. Entonces el zigzag de un cegador relámpago brilló casi encima mismo de sus cabezas, y el rugido del trueno ahogó todo otro sonido mientras un centelleo fosforescente allá abajo indicaba que el lago había aceptado la ofrenda arrojada a él.

Los cánticos cesaron y trompas y tambores quedaron en silencio mientras los ecos del trueno se desvanecían, Y, durante quizá diez segundos, la atmósfera resultó opresivamente silenciosa e inmóvil. Luego, débilmente al principio pero elevándose con rapidez en tono y en fuerza, las mujeres allí reunidas iniciaron un rítmico y susurrante cántico en el que repetían una y otra vez una única palabra: «habla, habla, habla». Índigo no comprendía su significado, pero las voces de las mujeres poseían un desagradable e insistente matiz que le produjo un escalofrío. De improviso, Uluye, que era la única que no se había unido al cántico, alzó de nuevo los brazos hacia el cielo y gritó con voz potente que resonó por encima del lago y del bosque:

¡Habla!

Uluye giró para colocarse frente a ella y se sumó al cántico de las demás mujeres. El brillo ansioso y casi fanático de sus ojos heló la sangre de Índigo al comprender ésta súbitamente lo que significaba.

—¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!

Era una letanía ahora, una letanía y una exigencia que la muchacha no podía satisfacer. Intentó protestar, intentó hacer comprender a Uluye que ella no era y jamás podría ser su oráculo, pero las mujeres se apelotonaban a su alrededor, empujándola quisiera o no en dirección al trono de piedra, y sus negativas quedaron ahogadas por el cántico y por un nuevo trueno que sacudió el farallón. El trono se alzaba amenazador ante ella, y decenas de manos la empujaban hacia el elevado sillón y la obligaban a darse la vuelta; se estremeció al sentir el contacto de la dura piedra en la espalda y bajo los muslos. Entonces las mujeres retrocedieron como una ola al retirarse, e Índigo se encontró sola, sentada en el trono del oráculo.

El olor del incienso la hacía sentirse mareada, olor que se mezclaba ahora con el fuerte aroma de la inminente lluvia. No veía a Grimya entre el gentío que se amontonaba bajo la plataforma, y había perdido el contacto mental; su mente estaba demasiado trastornada y confundida para permitirle pensar con claridad.

Uluye se encontraba junto a ella, y de algún lugar había sacado un cuenco de madera lleno de agua, que colocó frente a los labios de Índigo. Ésta bebió agradecida con avidez antes de darse cuenta de que había algo más que agua en el recipiente: hierbas, polvos medio disueltos, sabores que no reconoció. Sintió cómo la refrescante bebida descendía por su garganta, y pensó que al menos le había suavizado los resecos labios y la garganta. La corona le pesaba; empezaba a dolerle la cabeza y se sentía arder, como si hubiera regresado la fiebre.

Los cánticos de las mujeres crecían y disminuían de volumen, crecían y disminuían, e Índigo tuvo la impresión de que formaban ahora en una procesión que desfilaba ante el trono de piedra; cada una de ellas, desde la más joven hasta la más anciana, se detenía para inclinarse respetuosamente ante ella al pasar. Vio las toscas facciones de Shalune y sus largas y ondulantes trenzas. Vio a una anciana que mascullaba y apenas si podía juntar sus artríticas manos. Vio a una jovencita solemne que se parecía a Uluye pero con veinte años menos. Vio a un bebé, farfullando y agitando las gordezuelas piernas, colgado de los brazos de su madre. Rostros oscuros en la penumbra, ojos que relucían como lámparas a la luz de las llamas, el rumor de pies desnudos al arrastrarse por el suelo y el incesante cántico: «¡habla, habla, habla!».

¡Grimya! Su mente era como un torbellino y gritó en voz alta el nombre de la loba, buscando desesperadamente algo a lo que aferrarse en el revuelto oleaje en que se hallaba sumida su conciencia.

La voz mental de Grimya pareció venir de muy lejos.

«¡No puedo llegar hasta ti! ¡Me sujetan! Índigo…».

Pero de improviso la llamada de la loba, los cánticos y la parpadeante y febril escena se vieron interrumpidas como si un grueso muro hubiera ido a caer entre Índigo y sus propios sentidos. Una violenta sacudida le recorrió todo el cuerpo, y un ramalazo de dolor insoportable se apoderó de ella; entonces la claridad regresó y le pareció ir flotando, sin cuerpo, en medio de la calma, la oscuridad y el silencio. Y alguien le hablaba.

No oyó las palabras, pero las sintió, y sintió detrás de ella la presencia que impregnaba la oscuridad que la rodeaba. Fría, reservada, secreta… e intensamente poderosa.

Existía algo amenazador en ella, pero Índigo no sintió temor. Era como si conociera —o casi conociera— la naturaleza de este poder, como si se hubieran encontrado en algún momento del pasado, aunque ese recuerdo se le escapaba ahora. Mientras la presencia hablaba, supo también que su mente inconsciente absorbía el mensaje, aunque en el nivel consciente ella no percibía el contenido del mensaje ni su significado. Pero no parecía tener importancia. Estaba tranquila; se sentía en paz. No le importaba dejar que este momento de calma se prolongara todo el tiempo que la presencia lo deseara.

No sabía cuánto tiempo había transcurrido —si es que el tiempo era relevante en ese estado de ensoñación— antes de darse cuenta de que el insistente e inexpresivo murmullo había cesado. La presencia empezó a retirarse, y repente Índigo sintió una sensación de frío tan intensa como si estuviera inmersa en un invierno polar. Intentó abrir la boca para protestar, pero carecía de cuerpo, de presencia física, de medios con los que expresar su conmoción. Sintió que tiraban de ella, que la arrancaban del tranquilo corazón de la oscuridad para lanzarla contra el discordante mundo exterior de luz y ruido, y, aunque intentaba luchar contra la tracción, estaba impotente. La oscuridad desaparecía cada vez más deprisa, más deprisa. Entonces, justo antes de verse arrojada otra vez al mundo físico, Índigo vio dos ojos que la contemplaban desde el vacío que dejaba atrás. Los ojos eran humanos pero llenos del terrible conocimiento que trasciende las limitaciones humanas. Eran de un negro brillante, como estrellas negras, y alrededor de cada iris tenían una reluciente aureola plateada.

El mundo de las tinieblas expulsó a Índigo, que gritó de dolor y sorpresa cuando mente y cuerpo se fundieron de nuevo en una sola entidad, y la joven se encontró sentada muy erguida en el trono de arenisca bajo un cielo tormentoso iluminado por los relámpagos. Unas figuras oscuras se acercaban corriendo hacia ella; intentó levantarse, pero perdió el control de las piernas, y habría caído del asiento de no haber sido por las manos que se extendieron para sujetarla. Algo siseaba a lo lejos como si fueran serpientes; escuchaba los ladridos de Grimya pero no podía verla. En ese momento, un rayo cegador centelleó sobre sus cabezas, y el siseo que escuchaba como trasfondo se convirtió de improviso en un atronador rugido al tiempo que los cielos se abrían y se iniciaba el diluvio.

Índigo lanzó una exclamación ahogada y se tambaleo bajo el terrible aguacero. El pie le resbaló sobre la piedra húmeda y perdió el equilibrio, produciéndose un doloroso arañazo en la pierna con el trono al doblársele las rodillas. Voces agudas resonaron en sus oídos; mientras las mujeres intentaban ayudarla a incorporarse, la acometieron las náuseas y un delgado hilillo de líquido brotó de su garganta para derramarse sobre el suelo de piedra. De pronto se sentía sin fuerzas para luchar. Se encontraba demasiado enferma y débil para oponerse a las manos —parecía haber cientos de manos— que la tocaban, tiraban de ella y la conducían. Ya no le importaba. Que hicieran lo que quisieran. Todo lo que quería era escapar. Lanzó un débil y sordo suspiro y se desplomó en sus brazos.

Las mujeres la bajaron por la escalera, traicioneramente resbaladiza ahora a causa de la lluvia, y la condujeron a la cueva que le servía de alojamiento. Grimya, que había descendido el tramo de escalera bien sujeta por dos de las sacerdotisas más fuertes, consiguió finalmente liberarse y se abalanzó sobre Shalune, a la que mordió cuando se agachaba para cubrir el cuerpo tiritante de Índigo con una manta. La mujer lanzó un juramento, pero no permitió que las sacerdotisas golpearan a la loba en represalia. En lugar de ello, con una fuerza sorprendente, sujetó al furioso animal por el cogote hasta que éste se tranquilizó lo suficiente para comprender que nadie pretendía hacer daño a Índigo; luego la soltó y ordenó a las otras mujeres que abandonaran la cueva.

Índigo se daba cuenta de todo aquel alboroto, pero se sentía demasiado agotada para abrir los ojos siquiera y ver lo que sucedía. Oyó cómo las mujeres se retiraban y escuchó voces que le pareció que eran las de Shalune y Uluye discutiendo cerca de la entrada de la cueva. Tras un violento intercambio de palabras, Uluye se marchó, pero, antes de que terminara la discusión, la palabra «fiebre», que Índigo conocía bien, llegó a los oídos de la joven en varias ocasiones. ¿Había regresado la fiebre? Eso temía, pues se sentía a la vez ardiendo y helada, y no podía desprenderse de la ilusión de que flotaba en el aire y de que sus dedos se habían hinchado hasta ser cinco veces más grandes de lo normal.

Alguien en algún momento le había quitado el pesado tocado. Le alegraba estar libre de él, le alegraba no estar sentada ya en el trono de piedra, con la carne de su rostro descompuesta y el cabello cayéndosele a mechones, y… No, no debía dejar que sus pensamientos fueran en esa dirección. Ella no era el oráculo muerto; ella era… otra persona. Otra persona.

El rumor de unas pisadas sordas penetró en su mente distraída, y una áspera mano cuadrada, mojada por la lluvia, se posó con firmeza sobre su frente. Shalune gruñó como si hubiera obtenido justificación a alguna opinión particular suya; luego miró con severidad a Grimya, que se agazapaba a la defensiva cerca de Índigo, sobre el suelo de la cueva.

—Quédate ahí —dijo con firmeza; el tono de su voz indicó a Grimya que la mujer no tenía la menor duda de que la loba la comprendería—. Índigo necesita descansar. Guárdala.

¿De qué?, pensó Grimya, pero no podía preguntarlo, y Shalune no facilitó más explicaciones. El ruido de la tormenta quedaba amortiguado en el interior de la cueva, aunque alguno que otro relámpago iluminaban vívidamente el interior de vez en cuando. Shalune removió las brasas del fuego del hogar para reanimarlas y, tras comprobar las lámparas de arcilla para asegurarse de que no era preciso volver a llenarlas, se dirigió a la cortina que cubría la entrada. Volviendo la cabeza, dijo algunas palabras más, de entre las cuales Grimya captó las que querían decir «dormir», «fiebre» y «por la mañana»; luego apartó la cortina a un lado y salió al torrencial aguacero.

Grimya se quedó contemplando la cortina durante un buen rato después de la marcha de Shalune. Por fin se alzó y avanzó despacio hasta la entrada de la cueva. La tormenta estaba consiguiendo refrescar un poco la noche, pero la creciente humedad provocada por la lluvia convertía la atmósfera en opresiva. Un siniestro olor a tierra procedente del bosque que se extendía allá abajo se entremezclaba con el aroma eléctrico del ozono. Volvió a centellear el relámpago, pero en la lejanía ahora, y el trueno que lo siguió no fue más que un débil retumbo en la distancia. La loba levantó la cabeza y clavó la mirada en los escalones que ascendían por la ladera del peñón hasta la cima.

No se percibía olor a incienso; no había la menor señal de humo ni se reflejaba ningún resplandor procedente del fuego del brasero. Las mujeres se habían retirado a sus alojamientos, y la noche permanecía en calma.

Retiró la cabeza de la abertura y volvió a deslizarse al interior de la cueva para ir a tumbarse junto a Índigo. La muchacha parecía dormir, lo que resultaba una bendición. Grimya rezó para que no se despertara en muchas horas. No quería tener que enfrentarse a ella e intentar responder a las preguntas que su amiga inevitablemente le haría, pues no sabía cómo podría explicar lo que había visto y oído en la cima del farallón cuando Índigo se había sentado en el trono de piedra.

Creía que la palabra para definir lo ocurrido era «trance», pero no estaba segura. Lo que sí sabía era que algo extraño y espantoso le había sucedido a Índigo allí arriba esta noche, y que la joven todavía no se había dado cuenta de ello. Algo, y Grimya no sabía lo que era o lo que podía presagiar, había ocupado el lugar de su amiga en aquel trono, y, durante unos pocos minutos aterradores, Índigo no había sido ella misma, sino otra persona. Alguien que llevaba consigo el tufo de la muerte como una aureola.

Uluye y su séquito se habían deshecho de su viejo oráculo esta noche y habían colocado otro nuevo en su lugar. Índigo creía que las mujeres habían cometido un terrible error, pero, después de lo acaecido esta noche, Grimya empezaba a preguntarse si no sería Índigo, y no las sacerdotisas, quien estaba equivocada.

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