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Capítulo 7

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Capítulo 7

—No te veo. ¡Fenran, no te veo! ¿Dónde estás?

Oscuridad; silencio. Sentía el propio cuerpo, aunque éste no parecía poseer las familiares dimensiones físicas. Las tinieblas eran tan intensas que su visión interior inventó colores en un intento por crear algún sentido de la orientación en la desconcertante oscuridad.

—Estoy aquí —dijo entonces una voz.

¿Dónde? —Giró en redondo antes de darse cuenta de que no se trataba de la voz de Fenran, sino la de un desconocido, y que ésta no había hablado en voz alta, sino en su cabeza.

—Aquí. Detrás de ti. Delante de ti. A tu izquierda y a tu derecha. Arriba y abajo. Mira, Índigo. Mira, y me encontrarás.

Alguien respiraba muy cerca de ella. Oyó el ininterrumpido «ha-ha», no en su mente esta vez, sino real, tangible. La claustrofóbica atmósfera se agitó un instante como si algo la hubiera perturbado, y un olor apenas perceptible penetró en el olfato de la muchacha. ¿Qué era lo que había dicho Grimya al describir lo ocurrido en el templo le la cima del farallón? «Olí a muerte, como a carne podrida». Sí, también esto poseía el olorcillo de la descomposición, de la putrefacción…

Aspiró justo lo suficiente para poder hablar.

—Tú no eres Fenran.

—¿Fenran? —Había un leve y helado regocijo en la pregunta que se filtró a través de su cerebro. Índigo sintió cómo una combinación de cólera y temor tomaban forma dentro de ella.

—Sí, Fenran. Lo vi. Lo vi salir del lago.

—Ah. El lago posee muchos secretos que no revela fácilmente. La gente tiene muchos sueños a la orilla del lago, y los sueños no siempre son de fiar.

El olor empezaba a cambiar, a volverse más dulzón, adoptando una naturaleza que evocaba el incienso que las sacerdotisas quemaban en sus ceremonias. Índigo aspiró y sintió cómo el humo le llenaba los pulmones y la garganta.

—No creo que estuviera soñando, o que esté soñando ahora. —Se detuvo, intentando controlar mentalmente su rabia para reforzar su confianza en sí misma, pero de improviso resultó demasiado tenue para sujetarla y se le escapó, dejando tan sólo una renovada sensación de perplejidad.

La voz de su cabeza se echó a reír con suavidad.

—No, no estás soñando. Estoy aquí. No me imaginas.

—Entonces tampoco imaginé a Fenran.

—Puede que no. Eso debes decidirlo tú.

Índigo paseó la mirada a su alrededor, pero siguió sin poder ver nada; la oscuridad era total.

—¿Quién eres?

—Ya sabes quién soy.

Sí, lo cierto es que creía saberlo… Índigo apretó los dientes con fuerza, y los músculos de su garganta se contrajeron mientras el humo, empalagosamente dulzón ahora, la sofocaba.

—¿Dónde está Fenran? ¿Adónde ha ido, adónde lo has enviado?

—No lo encontrarás aquí. Sólo me encontrarás a mí, y a aquéllos a quienes escojo como mis sirvientes, de la misma forma en que te he escogido a ti.

Índigo arrugó la frente, aunque por algún motivo desconocido le resultó un tremendo esfuerzo.

—No soy tu sirviente. Sólo reconozco a una señora: la Madre Tierra.

—¿Es así, Índigo? No lo creo. Me parece que, aunque todavía no te permitas creerlo, estás gobernada por otra.

Índigo volvió a sentir cólera; intentó una vez más sujetarla, y de nuevo su esencia la esquivó. No obstante, su voz era cortante al responder:

—¡No por ti, señora!

Una risita gutural resonó espectral en su cerebro, y la voz replicó:

—Ya lo veremos en su momento. Ahora, Índigo, yo hablaré y tú serás mi portavoz al igual que lo fuiste en la otra ocasión.

—No. —Índigo sacudió la cabeza—. No seré tu marioneta por segunda vez.

—Lo serás. Eres mi oráculo. Yo te he escogido, y no tienes otra elección más que obedecerme.

—Tengo toda… —empezó a decir Índigo, pero de pronto descubrió que ya no tenía voz. Tenía la lengua paralizada, pegada a la parte superior del paladar, y ni su fuerza física ni su fuerza de voluntad podían moverla. La suave risita volvió a resonar en su cabeza.

—¿Lo ves? Eres mi sirviente, Índigo. Ahora, escúchame con atención y transmite mis palabras a mi gente. Te están esperando.

A lo lejos, como el lejano rugir de las olas del mar, Índigo escuchó el sonido de innumerables voces. En un principio su sonido no era más que un rumor vago, pero se convirtió de inmediato en una única palabra cantada que se repetía una y otra vez.

¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!

La llamaban, llamaban al oráculo. Habían visto las señales y sabían que la Dama Ancestral estaba entre ellos. Índigo intentó resistirse a sus exhortaciones, pero la desorientación regresó a ella como una tremenda oleada y los sentidos la abandonaron. No podía ver, ni tocar; había perdido toda conciencia del propio cuerpo y parecía existir tan sólo como una mente sin envoltorio físico.

«Escucha, Índigo. Escucha y habla».

No tenía elección. Las palabras la inundaban. Empezaba a convertirse en las palabras; no conocía otra cosa que no fueran las palabras. A la orilla del lago, en medio de un mar de rostros levantados, el oráculo abrió la boca y un gemido de expectación se elevó en el aire. En otro mundo, en medio de la oscuridad y de la nada, Índigo intentó gritar. Sintió una violenta sacudida; una ráfaga de frío ártico la atravesó, y en ese mismo instante sintió cómo su mente caía impotente en un torbellino mientras el mundo físico la arrastraba de vuelta a la noche y el fuego bajo la fría mirada de la luna que empezaba a alzarse en el firmamento.

Los tambores volvían a sonar, apremiantes, insistentes; su repiqueteo tamborileó en sus huesos, y la luz de las antorchas llameó ante sus ojos, obligándola a parpadear y volver la cabeza. Unas sombras vagas se movían bajo la luz de las antorchas. Las sacerdotisas recorrían el arenoso redondel arrastrando los pies en una extraña danza; sus voces acompañaban el retumbar de los tambores mientras cantaban con tono agudo. Una nueva sombra apareció entonces en la base de la roca donde se encontraba la litera de Índigo; una figura trepó hasta ella y una fuerte mano cuadrada sostuvo una copa junto a sus labios. Índigo bebió con avidez, reconociendo la grave voz de Shalune cuando la figura dijo:

—Tranquila, ahora. Esto te ayudará.

«¿Grimya?». Con las ideas todavía confusas, Índigo buscó mentalmente la tranquilizadora presencia de la loba; pero no obtuvo respuesta.

«¿Grimya?». La incertidumbre se transformó en alarma, e Índigo se echó hacia adelante en su sillón. «¡Grimya!».

—¡Tranquilízate! —Shalune la obligó a recostarse otra vez, sus palabras un susurro sibilante—. Todo está bien.

Índigo apartó la copa que se le volvía a ofrecer, y murmuró excitada:

—¡No encuentro a Grimya!

—No está aquí. Regresó a vuestros aposentos. Yo la envié allí… Estaba asustada. Bebe un poco más.

—¿Asustada?

Anonadada, Índigo se vio cogida por sorpresa y tomó un nuevo sorbo de la bebida antes de darse cuenta de lo que hacía. El licor tenía un sabor dulce y fuerte; algún tipo de fruta fermentada, se dijo, y sin duda con una buena dosis de alcohol. Su cuerpo empezaba ya a relajarse, aunque su mente seguía hecha un torbellino. ¿Qué había asustado a Grimya? Intentó rememorar lo sucedido, y con un sobresalto advirtió que no recordaba absolutamente nada.

—¡Shalune! —Su voz era un agudo siseo—. ¿Qué sucedió? ¿Hablé? ¡No puedo recordar nada!

—Hablaste —respondió la mujer dedicándole su terrible sonrisa como muestra de satisfacción—. Silencio, ahora. Deja que la bebida haga su efecto y te devuelva las fuerzas. —Tras lo cual se acuclilló junto a la litera, impidiendo cualquier otra conversación.

Índigo se recostó en el sillón, contempló desconcertada el lago y las antorchas y a las mujeres que danzaban y cantaban. Empezaba a sentirse mareada por los efectos de la mezcla del incienso en el aire y del alcohol en el cuerpo, pero una única idea se había introducido en su cerebro y la atosigaba, negándose a ser reprimida. Algo no estaba bien. Sin duda, antes de que cayera en trance, la escena había sido diferente. El recuerdo seguía sin querer materializarse, y la bebida le embotaba el cerebro a la vez que aliviaba la tensión de los efectos posteriores a la conmoción sufrida; pero estaba segura de que había habido otras personas aquí, y que algo extraño e inquietante había sucedido. ¿O acaso se engañaba a sí misma? No, porque, si así fuera, ¿qué podía haber asustado tanto a Grimya que había estado dispuesta a huir de regreso a las cuevas?

Índigo miró más allá del resplandor de las antorchas en dirección al lago. El lago… Durante unos instantes su confundido cerebro no percibió más que la imagen de las negras aguas, la multitud reunida junto a la orilla, la ceremonia, los tambores. Entonces, de improviso, una chispa de comprensión surgió del subconsciente y encajó donde debía.

Al momento se sentó muy erguida y escudriñó a la muchedumbre. Franqueada la primera barrera, el recuerdo de lo que había visto antes de caer en trance empezaba a regresar con toda nitidez, como el retrato de un artista que va tomando forma lentamente. Del lago…, habían salido del lago, ella los había visto. Fantasmas, espíritus, lo que fueran, habían salido de la espesa niebla que envolvía las aguas e ido a reunirse con los seres vivos que habían dejado atrás. Niños…, había habido tres niños, cogidos de la mano, ensangrentados, acusadores. Un hombre decapitado, una joven víctima de las fiebres, una anciana demente; muchos muchos otros. Ella los había visto a todos. Y —la última y más dolorosa conmoción la sacudió con rudeza— ¡había visto a Fenran!

Índigo apretó las manos con fuerza sobre los brazos del sillón mientras miraba a su alrededor desesperada. Pero ahora ya no había apariciones. La neblina se había desvanecido y el lago era un tranquilo espejo negro que reflejaba únicamente las antorchas y el afable rostro redondo de la luna. Los aparecidos se habían marchado. Pero ¿adónde? ¿Habían vuelto a fundirse con las aguas que los habían vomitado, o seguían aquí, invisibles, los muertos mezclándose con los vivos y moviéndose entre ellos?

—¡Shalune! —susurró inclinándose y agarrando a la mujer por el hombro—. ¿Dónde…?

—¡Chisst! —Shalune le pellizcó el brazo con fuerza a modo de advertencia—. ¡Ahora no!

La sacerdotisa se deshizo de su mano, y, con un violento gesto, Índigo intentó volver a sujetarla. Empezó a levantarse de su asiento, pero volvió a dejarse caer en él; la cabeza le daba vueltas y las piernas se negaban a obedecerla. La tisana era más fuerte de lo que había creído, su efecto tan poderoso que le había robado las fuerzas y la coordinación.

Respirando con dificultad y llena de confundida frustración, intentó controlar sus alborotados pensamientos y obligarse a sí misma a razonar de forma más coherente. Fenran no estaba aquí. No podía estar. El incienso y los cánticos y la tensa atmósfera fantasmagórica habían abierto las compuertas de su imaginación, y aquella última figura solitaria que había salido del lago, con el rostro ceniciento y el andar encorvado y dolorido, debía de haber sido una alucinación. Lo había visto porque quería verlo; puede que incluso lo hubiera esperado, pues esta estrafalaria ceremonia a la luz de la luna llena era una ceremonia de la muerte, ¿y en qué otro lugar podía esperar encontrar a Fenran sino entre las sombras de los muertos?

La vieja y pesada carga que tan bien conocía se instaló en el corazón de Índigo, y ésta volvió la cabeza a un lado para que Shalune no viera las lágrimas que empezaron a brillar de improviso en sus pestañas. Por un único instante había sentido algo parecido a la esperanza, pero el frío razonamiento la había hecho pedazos. Había soñado o sufrido una alucinación; no sabía cuál de las dos cosas ni le importaba. Todo lo que importaba era la dolorosa conciencia de que su amor perdido no se encontraba entre los que habían regresado esta noche, aunque sólo hubiera sido un momento, para reunirse con los seres queridos que habían dejado atrás.

Súbitamente, los tambores callaron. Absorta en sus desdichados pensamientos, Índigo dio un respingo al desvanecerse los últimos ecos y ser absorbidos por los apiñados árboles. Parpadeó con rapidez, intentando, aunque su mente se rebeló contra ello, regresar a la realidad y al momento presente. ¿Había terminado la ceremonia? No lo parecía, pues la muchedumbre estaba en tensión como si esperara algo, y las sacerdotisas que se ocupaban del brasero seguían amontonando más incienso en su interior. Entonces, rompiendo el momento de calma, se dejó oír la potente voz de Uluye:

—¡La Dama Ancestral nos ha hablado!

Las danzantes habían retrocedido y la Suma Sacerdotisa se encontraba sola en el centro de la polvorienta plaza. Con un gesto teatral, extendió un brazo para indicar la roca y la figura entronizada e inmóvil de Índigo.

—¡Escuchadme ahora! ¡Escuchadme, y os diré qué mensaje nos trae!

Uluye estaba ronca, bien por la excitación, bien de tanto gritar. La multitud se echó hacia adelante, escuchando con avidez, y, con una gracia sinuosa que era a la vez impresionante y algo repelente, Uluye empezó a andar. Avanzó en dirección a la multitud como un gato que va de caza, deteniéndose cada dos por tres para clavar la mirada en algún rostro atemorizado o para hacer algún rápido movimiento con la mano que hacía retroceder a los que la observaban. La sacerdotisa poseía un muy afinado sentido de lo teatral; los seguidores del culto estaban cautivados y resultaban tan maleables como si fueran pedazos de arcilla blanda en sus manos. Entonces, la mujer se detuvo.

—Esta noche hemos sido doblemente bendecidos —anunció; su voz resonaba fantasmagóricamente en la pared del zigurat—. La Dama Ancestral nos ha otorgado no sólo un favor, ¡sino dos! Ha enviado a sus sirvientes, que ahora habitan con ella bajo las aguas del lago, para comunicarse con nosotros. ¡Y aún más, también ha juzgado conveniente hablarnos por medio de su oráculo! Y el mensaje que nos comunica es… —giró lentamente sobre uno de los talones, con ojos relucientes como pedazos de azabache tallados a la luz de las antorchas— ¡el mensaje que nos trae es uno de justicia!

Empezó a moverse otra vez, buscando al parecer un rostro concreto entre los allí reunidos. Incluso Índigo estaba como hipnotizada por ella, y por primera vez se dio cuenta de que Uluye realmente poseía poder, no tan sólo el poder temporal de un gobernante laico, sino un auténtico don oculto. La atmósfera que rodeaba a la Suma Sacerdotisa estaba cargada de electricidad. Su congregación —no existía otra palabra para ellos, y eran suyos, totalmente suyos para que los manipulara a voluntad— estaba pendiente de cada movimiento, de cada palabra, como niños bajo el dominio de un mentor terrible y a la vez querido.

Justicia. —Uluye repitió la palabra con un impresionante siseo—. ¿Quién de entre vosotros teme el juicio de la Dama Ancestral?

Volvió a detenerse y señaló a uno de los reunidos; luego empezó a darse la vuelta con premeditada lentitud, mientras su dedo extendido encontraba otro blanco, y otro, y otro.

—¿Quién tendrá motivo para arrodillarse en alabanza y agradecimiento esta noche, y quién tendrá motivo para lamentarse? ¡La Dama Ancestral lo ve todo! ¡La Dama Ancestral lo sabe todo! Por medio de su nuevo oráculo os ha juzgado, y yo, Uluye, he sido encargada por el oráculo para dispensar la correcta y oportuna justicia de nuestra señora, que reina sobre nuestras almas.

Se escuchó una voz femenina, gimoteando con una emoción que tanto podía deberse al nerviosismo de la alegría como a la desesperación del sufrimiento. Uluye giró en redondo y descubrió el origen del grito con sobrenatural precisión.

¡Tú! Sí, te veo y te escucho de la misma forma que te ha escuchado la Dama Ancestral. Adelántate, hija mía. Ven a mí. ¡No oses reprimirte!

Despacio, temblando de miedo, la joven viuda cuyo esposo había muerto víctima de unas fiebres salió de entre la muchedumbre. Uluye aguardó; la joven se acercó y cayó de rodillas a los pies de la Suma Sacerdotisa.

—Hija mía —dijo Uluye—, tu esposo abandonó el servicio de la Dama Ancestral para que pudieras ver su rostro de nuevo y renovar tu compromiso con él. Todo lo cual has hecho, y nada se te puede reprochar. Has sido fiel a su recuerdo y no lo has defraudado ni vuelto los ojos a otro, y, así pues, te diré ahora cómo te recompensa la Dama Ancestral. Durante el transcurso de este año conocerás a otro buen hombre, y tu corazón doliente curará su herida. Puedes unirte a este otro hombre sin temer la ira de tu esposo muerto, y puedes hacerlo tu esposo y dormir los dos juntos bajo el mismo techo con la certeza de que ningún espíritu vengativo ni ningún hushu hambriento se arrastrará hasta tu lecho cuando la noche alcanza su momento más oscuro. —Extendió una mano y la posó sobre la coronilla de la inclinada cabeza de la muchacha—. Vete ahora, hija. Rinde tu homenaje, y regresa a tu casa sin temor.

Sin dejar de temblar de forma incontenible, la joven viuda se puso en pie. Desde el otro extremo de la plaza, Índigo vio cómo sus ojos brillaban igual que candiles a la luz de las antorchas, y la expresión de creciente alegría de su rostro, de esperanza reavivada donde momentos antes no había más que desesperación, fue para ella como un puñetazo. Mientras la muchacha, conducida por Uluye, empezaba a avanzar vacilante hacia ella, Índigo sintió como si algo en lo más profundo de su ser se hubiera convertido en cenizas. Comprendía el dolor de la joven; comprendía, también, lo que significaba recibir la esperanza de un nuevo amor cuando el antiguo parecía perdido irremediablemente.

Mentalmente rememoró un rostro, no el de Fenran esta vez, sino otro que en una ocasión, años antes, creyó durante un corto tiempo que podría haber ocupado el lugar de Fenran en su corazón. Había estado lamentablemente equivocada, y la seguía obsesionando el aguijoneante remordimiento de la estupidez cometida. Pero a lo mejor esta noche, como oráculo de la Dama Ancestral, había, de alguna forma, reparado el antiguo error siendo el instrumento a través del cual se iba a otorgar a esta desdichada joven una segunda oportunidad para ser feliz. Resultaba una cruel ironía, pues al parecer poseía los medios de conseguir para otros la única cosa que ella misma ansiaba por encima de todo y no podía alcanzar. Nadie podía conceder a Índigo la certeza de la esperanza. Ni el oráculo, ni Uluye, ni siquiera la Dama Ancestral.

La viuda llegó ante la roca y se detuvo. No se atrevía a levantar la cabeza para mirar al oráculo a la cara, pero dobló una rodilla a modo de torpe reverencia y con manos vacilantes rozó el reborde de la túnica de Índigo. Las miradas de Uluye e Índigo se encontraron por encima de la encorvada figura, y los ojos de la sacerdotisa se entrecerraron al vislumbrar algo que Índigo hubiera querido que no viera.

—Es suficiente, hija mía. —Uluye posó la mano sobre el hombro de la muchacha y la echó hacia atrás. Su expresión era pensativa y algo vacilante.

Índigo contempló como la joven se alejaba, y el gusano de la envidia que se había agitado en su interior se desvaneció. ¿Cómo podía envidiarle a la joven viuda su suerte? No sabía si la promesa de la Dama Ancestral resultaría cierta o falsa, y en ciertos aspectos eso parecía irrelevante.

La muchacha creía, y en la fe existía la esperanza y la curación. Índigo rezó en silencio para que, al menos para esta joven, la esperanza fuera una realidad y no una ilusión.

Uno tras otro, todos se presentaron ante Uluye para ser juzgados. Parecía que la Dama Ancestral había sido misericordiosa esta noche, ya que a casi todos los postulantes, aunque fuera en grado mínimo, se les otorgó una cierta medida de consuelo en su desgracia, o de reparación para su pérdida. A los hijos de la anciana loca se les dijo que la Dama Ancestral se había apiadado de su madre y le retornaría la cordura en el otro mundo. A los hermanos del hombre decapitado se les prometió que al cabo de otras tres lunas llenas el asesino tendría una muerte prematura y sus posesiones pasarían a ser de ellos por derecho. Con absoluta escrupulosidad, aunque fríamente objetiva, como una matriarca austera y dominante, Uluye dispensaba justicia, y con ella, esperanza… con una sola excepción.

En un principio Índigo no comprendió lo que sucedía cuando la mujer que había asesinado a sus hijos se soltó de las dos sacerdotisas que la sujetaban y se arrojó sobre la arena frente a la roca, a los pies de la litera, aullando como una histérica. Índigo fue incapaz de entender aquel torrente de palabras, que por el tono sonaban como si la mujer la maldijera e implorara alternativamente, y tan sólo cuando las sacerdotisas se precipitaron sobre ella, inmovilizándola en el suelo mientras Uluye se interponía entre ella y la sagrada persona del oráculo, empezó a darse cuenta de lo que sucedía. Mientras arrastraban a la vociferante mujer fuera de allí, Uluye volvió la cabeza y levantó la vista en dirección al trono del oráculo. Por segunda vez aquella noche, sus miradas se encontraron, y la sacerdotisa dijo en un tono que sólo Índigo pudo escuchar:

—No te muestres tan escandalizada. Tú pronunciaste las palabras que la han condenado.

Sin esperar una reacción, la mujer se alejó con pasos rápidos en pos de las sacerdotisas y su forcejeante prisionera, e Índigo miró a su alrededor en busca de Shalune. Pero Shalune no estaba. No vio más que a Yima, sola a pocos pasos de la roca, contemplando el pequeño drama con ojos sombríos y sin expresión.

Junto a la orilla del lago, otras tres sacerdotisas colocaban en posición lo que parecía ser un armazón vertical de ramas atadas entre sí. Arrastraron hasta él a la mujer, cuyos alaridos redoblaron en potencia al ver lo que la aguardaba, pero nadie prestó atención a sus gritos y la inmovilizaron contra el armazón atándole brazos y piernas extendidos e impotentes. Cuando los últimos nudos quedaron bien apretados, la mujer pareció aceptar su destino, y sus gritos se apagaron para tornarse primero en un lloriqueo apagado y luego en nada. Se quedó inmóvil, colgando del armazón, la cabeza caída al frente en señal de derrota.

Los apiñados espectadores estaban en silencio ahora. Uluye se volvió una vez más hacia ellos y dijo:

—Marchaos. Regresad a vuestros pueblos y dad las gracias por el regalo que se nos ha hecho a todos esta noche.

La Dama Ancestral ha hablado, y su voluntad y su justicia han sido llevadas a la práctica. Volved los rostros ahora, y marchaos llenos de respeto y gratitud para con la legítima señora de todos nosotros.

No hubo más ceremonia, ni tambores o trompas; nada. Bajo una sobrenatural atmósfera de anticlímax, y sin el más leve murmullo, la multitud empezó a dispersarse. Desaparecieron en el bosque arrastrando los pies despacio y en silencio, y en cuestión de segundos la orilla del lago quedó desierta; sólo Índigo, las sacerdotisas y el extraño armazón de madera con su inmóvil prisionera permanecieron sobre la polvorienta plaza situada ante el zigurat.

A una señal de Uluye, las portadoras de antorchas empezaron a apagar sus teas. Una a una fueron hundiendo las mortecinas llamas amarillentas en la arena del suelo hasta extinguirlas, y la oscuridad natural de la noche cayó sobre la escena como un manto. La luna contempló su desfigurado reflejo en las aguas del lago, y las figuras de las sacerdotisas se convirtieron en siluetas sin rostro. La figura rechoncha de Shalune surgió del crepúsculo seguida de las porteadoras de la litera; levantó los ojos en dirección a Índigo y se llevó un dedo a los labios, adelantándose a cualquier cosa que la muchacha hubiera intentado musitarle. Silencio, al parecer, era la contraseña de las mujeres ahora, y en silencio se levantó la litera de la roca, y la procesión, con Uluye a la cabeza, se encaminó a las escaleras de la pared del farallón.

Mientras se la llevaban de allí, Índigo creyó escuchar un sonido procedente de la orilla del lago, un gemido de desesperación, desdicha y abyecto temor que se dejó oír por encima de los crujidos de la litera y del suave y amortiguado sonido de los pies desnudos de las sacerdotisas sobre la arena. La muchacha miró por encima del hombro, preguntándose con inquietud cuál sería el destino final de la asesina. ¿Morir de hambre, o asada por el calor del sol? ¿O algo aún peor? «Tú pronunciaste las palabras que la han condenado», había afirmado Uluye, e Índigo se preguntaba qué habría dicho. ¿Qué terrible castigo había decretado la Dama Ancestral a través de sus labios y lengua?

Llegaron al pie de la primera escalera. Justo antes de que las porteadoras giraran para iniciar el ascenso, Índigo pudo echar una última ojeada a la orilla del lago. Una columna de niebla empezaba a formarse sobre las aguas, una curiosa mancha aislada a la que la luz de la luna daba un tono gris plata. Aunque no podía estar segura, Índigo tuvo la impresión de que unas pequeñas figuras tomaban cuerpo en la niebla, y las vio empezar a moverse, flotando sobre la superficie como fantasmas mientras iban a converger muy despacio en el armazón de madera y su sentenciada ocupante.

Entonces sus porteadoras dieron la vuelta, pisaron el primer escalón, y el elevado respaldo del trono ocultó la plazoleta de la vista mientras la transportaban en dirección de las cuevas de la parte superior.

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