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Capítulo 9

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Capítulo 9

Durante los dos días siguientes, Shalune hizo lo que Ulule había ordenado. Ignorante de lo que sobre ella se había discutido, Índigo se sintió sorprendida y un poco fastidiada al encontrarse con que, excepto cuando comía o dormía, apenas si podía perder de vista a Shalune, pero disimuló su irritación porque cada vez le gustaba más Shalune y creía que su comportamiento se debía a la bondad y al anhelo por fomentar aún más su creciente amistad. Si Uluye esperaba que su subordinada le presentara un informe enseguida, su esperanza se vio pronto defraudada. Shalune no descubrió nada extraño. No se produjeron nuevos trances inesperados, ni pérdidas de memoria; nada digno de más profunda investigación; y esto sólo sirvió para reforzar la sospecha de la rechoncha sacerdotisa de que la cuestión de la tara era una estratagema deliberada para despistar, y que Uluye organizaba algo más tortuoso de lo que imaginaba.

Durante la luna menguante la ciudadela mostró la calma acostumbrada en aquellas épocas; durante esta fase de la luna, vagabundeaban menos espíritus y seres siniestros y también venían menos personas hasta el farallón con sus ofrendas y peticiones, de modo que, a excepción del acostumbrado ritual nocturno de patrullar la orilla del lago, las sacerdotisas tenían poco que hacer aparte de ocuparse de las cuestiones domésticas. Esta pausa en la actividad fue todo un alivio para Índigo, pues le permitió sumergirse en cuestiones domésticas y apartar de la mente los horrores presenciados durante la Noche de los Antepasados y sus secuelas. No se repitieron las pesadillas; pero, dos noches después de la ceremonia de la luna llena, ocurrió algo que hizo añicos su recién encontrada tranquilidad mental.

Era muy tarde, y Shalune se disponía a abandonar el aposento de Índigo tras pasar una productiva velada instruyéndola en algunas de las particularidades de la lengua de la Isla Tenebrosa. Cuando levantaba la cortina para acompañar a su invitada al exterior, Índigo se detuvo al percibir un movimiento en la orilla del lago a sus pies. El firmamento estaba salpicado de nubes, con lo que la luz de la luna se filtraba por entre una fina neblina, pero se podían distinguir dos figuras encorvadas junto al agua que avanzaban desde el bosque en dirección a la arenosa plazoleta que se extendía al pie del zigurat. El cadáver de la asesina seguía junto al lago colgado de la estructura de madera, lo que hizo que Índigo se preguntara si estos visitantes furtivos no serían quizá parientes de la difunta que venían a llevarse el cuerpo y a proporcionarle el débil consuelo de un entierro decente. Pero entonces Grimya gruñó de improviso, y Shalune tiró con fuerza del brazo de Índigo.

—Regresa al interior de la cueva. —Tenía los ojos clavados en la plaza y su susurro sonó gutural y apremiante—. Rápido y en silencio.

—¿Por qué? —Índigo estaba desconcertada—. ¿Quiénes son?

Hushu. Deprisa… Si nos ven será un mal presagio.

Grimya, con todo el pelaje erizado, se había escabullido ya al interior de la cueva, y Shalune impelió a Índigo con firmeza detrás de la cortina. Mientras la tela estampada volvía a cubrir la entrada, Índigo miró a la gruesa sacerdotisa y vio que su rostro estaba rígido por la tensión. El sudor le perlaba la frente y brillaba en diminutas gotitas sobre su labio superior.

—Shalune, ¿por qué estás tan asustada? —inquirió—. Estos hushu… ¿qué son? ¿Fantasmas, espíritus?

—No son espíritus —respondió ella con una mueca—. Si fueran espíritus…, si tuvieran espíritus… no tendríamos nada que temer. —Los negros ojos se movieron en dirección a la cortina—. Los hushu son muertos cuyas almas han muerto también o han sido devoradas. La Dama Ancestral los ha arrojado fuera de su reino y por ese motivo deambulan por los bosques y se alimentan de los vivos siempre que pueden.

—¿Se alimentan de los vivos? —Índigo estaba horrorizada. Shalune sonrió, aunque la sonrisa fue una pálida sombra sin gracia de su acostumbrada mueca risueña.

—¡Oh, sí! Los hushu odian a los vivos; los vivos poseen almas y eso es lo que los hushu desean más que nada. Desean morir, porque es la única forma de liberarse de su semiexistencia. Pero, sin almas, no pueden morir realmente, de la misma forma que tampoco pueden estar vivos. Están obligados a permanecer para siempre en el limbo, y lo saben, de modo que se vengan siempre que pueden de otros más afortunados que ellos. Índigo volvió a dirigir una rápida mirada a la cortina.

—La mujer de ahí afuera. ¿Se…, se la comerán?

—No. No comen carne muerta —respondió Shalune, cuya expresión se tornó aún más sombría—. Han venido a darle la bienvenida y a llevársela con ellos. —Sostuvo la mirada de Índigo con cierta reluctancia—. Ella ya no tiene alma ahora, ¿sabes? Sus víctimas se comieron el alma cuando la mataron, así que también ella se transformará en hushu. —Se encogió de hombros—. Es lo que ha decretado la Dama Ancestral.

Índigo permaneció en silencio unos instantes. Luego, de improviso, extendió la mano en dirección a la cortina y empezó a retirarla.

Shalune y Grimya protestaron a la vez, Grimya gimoteando al tiempo que proyectaba una advertencia silenciosa y Shalune en un estilo más vociferante.

—¡Índigo! ¿Qué crees que haces?

—Apaga las lámparas. —La voz de Índigo era dura—. Quiero verlo por mí misma.

—¡Es peligroso! Si te vieran…

—No mirarán hacia arriba si no hay una luz que atraiga su atención. Por favor, Shalune, haz lo que te pido. Apaga las lámparas.

Murmurando entre dientes, la sacerdotisa cruzó la habitación, y a poco se escuchó un suave chisporroteo procedente de las dos lámparas, que fueron perdiendo intensidad para acabar por extinguirse. Índigo aguardó hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad; entonces echó hacia atrás la cortina lo suficiente para poder mirar al exterior y al pie del farallón.

Los dos hushu habían llegado hasta el armazón de madera y trabajaban en él, luchando por deshacer las ligaduras que sujetaban el cadáver. Sus movimientos eran rígidos y curiosamente irregulares, a menudo uno u otro interrumpía la tarea para permanecer totalmente inmóvil durante uno o dos segundos, como si el deteriorado cerebro de su momificada cabeza intentara recordar cuál era el siguiente paso.

Índigo siguió observándolos, llena de repugnancia y a la vez hipnotizada por su presencia, hasta que, en medio de un repentino frenesí de actividad, las últimas ligaduras se soltaron. El cuerpo de la asesina se desplomó sobre el suelo y los dos hushu saltaron al momento sobre él. Grimya, que se había negado a mirar la escena pero recibía imágenes telepáticas de Índigo, lloriqueó y retrocedió aún más al interior de la cueva, con la cola entre las patas. Shalune dedicó a la loba una sombría mirada de comprensión.

—Grimya es más inteligente que nosotras —comentó—. Sabe que no deberíamos estar mirando esto.

Índigo no le hizo caso. Un hushu había cogido los brazos de la mujer, mientras que el otro le sujetaba las piernas; entre ambos la extendieron sobre la arena, brazos y piernas estirados, y se agacharon sobre ella con una obscena ansiedad. Índigo no pudo verlo con claridad, pero le pareció como si uno de ellos hubiera acercado el rostro al del cadáver y soplara en la desencajada boca. De pie junto a ella, Shalune volvió a sisear y murmuró un conjuro contra las fuerzas del mal. Y entonces a Índigo se le puso la carne de gallina cuando muy despacio, de forma espasmódica, los miembros de la asesina empezaron a moverse por sí solos y ésta se incorporó en el suelo. Su cabeza giró, balanceándose sobre el cercenado soporte de su cuello, y los dos hushu empezaron a realizar cabriolas mientras agarraban al cadáver por los brazos y tiraban de él hasta ponerlo en pie. La mujer se bamboleó y avanzó tambaleante como un borracho sujeta por las dos aterradoras criaturas, pero éstas tiraron de ella a un lado y a otro, empujándola, obligándola a andar en círculos hasta que sus piernas recuperaron algo parecido a la coordinación y consiguió mantenerse en pie sin ayuda. En una ocasión, la mujer miró en dirección al lago y alzó un brazo como si quisiera alcanzar el agua, pero al ver su gesto los hushu la zarandearon con violencia y la golpearon repetidas veces hasta que, obligada a obedecer, se dio la vuelta de mala gana y las tres deformes figuras se alejaron por fin en dirección al bosque.

Shalune dejó escapar un suspiro largo tiempo contenido y retrocedió. Se disponía a encender de nuevo las lámparas, pero Índigo, al escuchar sus movimientos, la atajó diciendo:

—No. Déjalas, Shalune. Veo perfectamente a la luz de la luna.

Shalune se detuvo y la miró llena de inquietud.

—¿Estás segura? La luz resultaría reconfortante.

—No lo dudo.

Los tres tambaleantes zombis habían llegado ya a los árboles y se perdían en la oscuridad. Durante un minuto o más, Índigo continuó con la mirada clavada en la noche; al cabo dejó caer la cortina y se dio la vuelta.

—Ese… —La voz le tembló; recuperó el dominio de sí misma y volvió a empezar—. Ese destino… ¿es lo que la Dama Ancestral decretó para ella?

Shalune se encogió de hombros una vez más y asintió con la cabeza.

Índigo la miró fijamente. Quería expresar todo lo que pensaba en aquellos momentos, quería lanzar las palabras como un guante de desafío y decir: «¿Cómo podéis afirmar que un final tan obsceno y repugnante es la voluntad de una diosa? ¿Qué clase de monstruo es vuestra deidad?». Pero, al contemplar a Shalune, el impulso retador se fue desvaneciendo. No obtendría respuestas con sentido. Al igual que Uluye —al igual que todas ellas— la gruesa sacerdotisa aceptaba la palabra de la Dama Ancestral como ley inmutable, y ningún razonamiento la persuadiría de lo contrario. ¿Por qué tenía que hacerlo? Las sacerdotisas habían cumplido la voluntad de la Dama Ancestral durante generaciones y generaciones, y pensar que una recién llegada pudiera esperar conseguir que pusieran en duda esta voluntad era una presunción soberana y estúpida. Diosa o demonio, fuera lo que fuera la Dama Ancestral, eran sus esclavas.

Shalune empezaba a sentirse incómoda bajo el pensativo y silencioso escrutinio de la muchacha. Había algo en aquella mirada que no podía interpretar y que la inquietaba; sintió de improviso que lo más discreto sería marcharse.

—Tengo que irme —anunció—. Es tarde.

Los ojos de Índigo cambiaron de punto de mira. Hundió los hombros ligeramente de una forma que podría haber dado a entender una simple relajación o una sensación de derrota.

—Desde luego —respondió con voz uniforme—. Lamento haberte entretenido tanto rato.

Sintiéndose en una situación embarazosa, Shalune empezó a dirigirse a la entrada.

—Shalune…, una pregunta.

—Pregunta —repuso ella alzando los ojos.

—Ya debes de saber que no consigo recordar nada de lo que sucede durante mis trances. ¿Sucedía también eso con el antiguo oráculo?

Shalune vaciló. Éste era el factor que la hacía dudar de su propio escepticismo con respecto a Uluye y sus maquinaciones. Deseaba que Índigo no hubiera hecho la pregunta, pero se sintió obligada a ser honrada con ella… y consigo misma, reflexionó con ironía.

—Bueno…, no —respondió—. Siempre recordaba todos los detalles… —frunció los labios en una rápida y débil sonrisa— al igual que todos los oráculos que hubo antes. Eres un enigma para nosotras, Índigo. Pero yo no dejaría que eso me preocupara. Después de todo, no somos nosotras las que hemos de cuestionar la forma de hacer las cosas de la Dama Ancestral.

Índigo contempló cómo Shalune se alejaba a su aposento situado en un nivel inferior del sistema de cuevas; luego dejó caer la cortina y atravesó la habitación para sentarse en una silla. No habló, pero Grimya percibió la agitación de su mente. Al cabo de un rato, preocupada por el prolongado silencio, fue la loba quien habló.

—Índigo, ¿en qué piensas? ¿Qué te prrreocupa?

La muchacha alzó la cabeza como quien sale de un sueño. No sin cierta timidez, Grimya se acercó y apretó el hocico contra la mano de Índigo.

—Dímelo —instó melosa.

—No sé, Grimya —suspiró ella despacio—. Puede que no sea importante, pero… no comprendo por qué no consigo recordar el menor detalle de mis trances. Ya oíste lo que dijo Shalune: todos los oráculos anteriores recordaban perfectamente sus experiencias. Pero yo soy diferente. No recuerdo nada. —Hundió los hombros—. Me hace sentir que alguien me utiliza sin que yo lo sepa, y desde luego sin mi consentimiento, y eso no me gusta; resulta amenazador, y no me gusta que me amenacen.

—No crrreo que tampoco le guste a Uluye —repuso Grimya, mostrando los dientes—. Cuando nos en… contramos con ella la otra mañana a la orilla del lago, tuve la impresión de que te tiene miedo.

—Lo sé; yo también me di cuenta. Pero no es a mí en realidad a quien teme, Grimya. Es la relación que tengo, o que ella cree que tengo, con la Dama Ancestral. Eso es lo que le asusta.

Se puso en pie y fue hasta el anaquel situado sobre el hogar. Mientras que ver comer al oráculo era tabú entre las sacerdotisas, beber con ella no lo era, y la contribución de Shalune a la reunión vespertina había sido una jarra de un zumo de frutas fermentado ligeramente alcohólico. Todavía quedaba un poco; Índigo lo vertió en una copa y tomó un sorbo.

—Esa mañana, junto al lago —siguió—, acusé a Uluye de utilizarme para engañar a su gente de modo que aceptaran todo lo que ella considerara oportuno decirles. También me pregunté si no habría tenido ella algo que ver con mi falta de memoria; no me habría sorprendido si ella tuviera el poder para hacerlo. Pero me equivocaba. Lo comprendí por su reacción.

—Te llamó… blas… blasfema —recordó Grimya.

—Sí, y fue eso lo que hizo que me diera cuenta de que mi acusación era injusta. Uluye no estaba simplemente asustada en ese momento, estaba aterrorizada. Aterrorizada de que la Dama Ancestral fuera a fulminarme por mi herejía, y a fulminarla a ella también por permitir tal declaración. —Índigo tomó un nuevo sorbo del contenido de la copa y dirigió una sonrisa irónica a la loba—. Puede que no nos guste, Grimya, pero no creo que podamos negar que es sincera a su manera ciertamente peculiar. Así pues, eliminada cualquier superchería por parte de Uluye, me pregunto esto: ¿quién o qué puede tener un interés personal en que no recuerde mis trances?

—¡Ah! —exclamó Grimya, sombría—. El demonio. Cla… claro.

Índigo se volvió a sentar. Arrugó la frente en profunda concentración mientras hurgaba en su memoria.

—En ocasiones anteriores —dijo—, los demonios con los que nos enfrentamos no nos desafiaron jamás directamente. Siempre esperaron a que hiciéramos los primeros movimientos (a que fuéramos en su busca, de hecho) antes de estar dispuestos a mostrarse. Esta vez, sin embargo, empiezo a preguntarme si nuestro adversario no tendrá intención de tomar la delantera.

—No com… prrrendo esa frrrassse «tomar la de… delantera» —repuso Grimya bajando la cabeza al tiempo que la sacudía en señal de derrota—. Pero, si quieres decir lo que creo, entonces estoy de acuerdo contigo. —Levantó la cabeza para dirigir al rostro de la muchacha una mirada penetrante—. Las cosas cambian. Ha habido muchos cambios en ti desde que empezamos a viaj… viajar juntas. Así pues, ¿por qué no habría de haber cambios también en los demonios?

Índigo sabía por larga experiencia que, a pesar de toda su sencillez, Grimya era una observadora aguda y a menudo distinguía lo que se ocultaba en el fondo de una pregunta o un enigma con mucha más claridad que ella misma.

—¿Por qué querrá este demonio efectuar el primer movimiento? —preguntó—. ¿Qué espera obtener revelando su presencia de forma tan patente? Es como si nos arrojara el guante. Sin duda tendría que preferir permanecer oculto el mayor tiempo posible.

—No creo que eso sea cierto —replicó Grimya—. En las montañas volcánicas, cuando estábamos con Jas… ker, y luego durante todos los años pasados en Sss… Simhara, derrotamos a los demonios con la ayuda tan sólo de la Madre Tierra. Pero, cuando fuimos a Bruhome, fue diferente. En Bruhome encontraste dentro de ti misma el poder para vencer a la criatura que hallamos allí. Y sucedió lo mismo en El Reducto: la derrotaste. No necesitaste pedir a la Madre Tierra que te ayudara. —Hizo una pausa—. No sé qué poderes tienes ahora. Pero percibo…, siento, como siento el sol y la lluvia sobre mi pelaje, que eres mucho más fuerrrte de lo que eras en esos días. —Se pasó la lengua por los labios y echó una mirada furtiva por encima del hombro en dirección a la entrada de la cueva—. El demonio lo sabe, y piensa que es más sensato convertirse en el cazador en lugar de en la presa; de modo que utiliza tus trrrances para afectarte, intentando debilitarte antes de que puedas reunir las energías suficientes para atacarlo, y luego hace que olvides lo que ha hecho. —Volvió a hacer una pausa—. Puedo estar equivocada, no obstante.

—No —murmuró Índigo—. Sospecho que tienes razón, Grimya. —Contempló a la loba con repentina intensidad—. Dices que he cambiado, que soy más fuerte ahora. ¿Qué quieres decir?

—No…, no sé si podrrré explicarlo bien. No es en las cosas corrientes. Sigues siendo la misma Índigo; todavía piensas y sientes como siempre. Eso no ha cambiado. Pero, en lo más profundo, algo es diferente. —Grimya vaciló antes de proseguir—: ¿Eres capaz de recordar cuánto hace que no te has transformado en lobo?

La pregunta fue como una sacudida, pues Índigo había olvidado por completo la extraordinaria capacidad para cambiar de aspecto que había poseído en una ocasión. Había descubierto aquel poder latente a poco de conocer a Grimya en el País de los Caballos, y en tres ocasiones había demostrado ser un arma de vital importancia en su batalla contra los horrores a los que se había enfrentado. Sin embargo, ahora le era imposible contar los años transcurridos desde la última vez que lo había utilizado. Ni siquiera se le había ocurrido hacerlo en medio de las nieves de El Reducto, donde sin duda habría resultado inapreciable. Desde entonces, durante todos los años de viajar que habían acabado por conducirla a la Isla Tenebrosa, no había vuelto a recordar siquiera la existencia de tal poder.

—Si lo intentaras ahora —continuó Grimya tímidamente—, ¿crees que podrías volver a convertirte en lobo?

¿Podría? Incluso los medios que utilizaba para extraer el poder de su subconsciente no eran ahora más que un nebuloso recuerdo. Seguro que podría recordarlos con un esfuerzo de concentración; pero ¿seguiría funcionando?

Creía conocer la respuesta a tal pregunta, y Grimya la leyó en sus ojos cuando sus miradas se cruzaron.

—Me pa… rece —dijo la loba sabiamente— que a lo mejor lo has dejado atrás, igual que un cachorro deja atrás sus ruidosos juegos cuando ya no los necesita para aprender. Convertirte en lobo te ayudó al principio; y en especial te ayudó cuando necesitaste escapar, huir del peligro. Pero ahora posees armas diferentes, armas más fuertes y mejores, y ya no necesitas huir. ¿De qué te puede servir ahora convertirte en lobo?

Índigo no respondió inmediatamente, sino que se levantó y se dirigió a la entrada de la cueva, sintiéndose sofocada y necesitada de aire fresco. En el exterior la noche estaba en calma y el lago, envuelto en niebla. No soplaba la menor brisa. Tragó saliva y le pareció como si la garganta se le contrajera. Intuía que Grimya tenía razón; aquellos días habían desaparecido para siempre, y el antiguo poder con ellos. Pero ¿qué había ocupado su lugar?, se preguntó. «Armas más fuertes y mejores», acababa de decir Grimya. No obstante, ¿de qué le servían si no sabía cómo utilizarlas?

—Quizá ya están demostrando su valía, Índigo —dijo Grimya, leyendo sus pensamientos—. Por ejemplo, ¿no te has preguntado por qué, desde que llegamos aquí, no hemos en… contrado la menor señal de Némesis?

Índigo se volvió rápidamente, sintiendo un familiar escalofrío en lo más profundo de su ser, como si una daga de hielo le hubiera atravesado el corazón en el mismo instante en que Grimya pronunciaba el nombre que la muchacha aborrecía más que cualquier otro en el mundo: Némesis. Podía muy bien llamar a la criatura de ojos y lengua plateada su demonio personal, pues había surgido de su propia psiquis, como la encarnación de la parte oscura de su alma.

Némesis le había seguido los pasos desde el día en que había abandonado su país hacía cincuenta años, y su único objetivo —de hecho la única razón de su existencia— era hacerla fracasar en su empresa. A dondequiera que fuera Índigo, en todas partes y a la vuelta de cada esquina, allí la esperaba Némesis para engañarla, confundirla, conseguir atraerla hacia el fracaso y el desastre; y a medida que se acercaba más al demonio correspondiente, Némesis descubría burlonamente su presencia mediante la única señal por la que siempre podría reconocerla: el color plata. Hasta ahora…

Comprendió que Grimya volvía a tener razón. Había encontrado el escondite del siguiente demonio, y, por primera vez desde el inicio de su búsqueda, Némesis no había hecho acto de presencia.

—Cr… eo —agregó Grimya— que a lo mejor Némesis te tiene miedo ahora.

Índigo titubeó y se volvió una vez más para contemplar la tranquila y pegajosa noche. Por un instante, las palabras de Grimya habían encendido una chispa vehemente, pero ésta se apagó nada más encenderse. Conocía demasiado bien a Némesis.

Sonrió con tristeza, sin dejar que la loba viera su expresión, y respondió:

—Si eso fuera cierto, Grimya, dormiría mucho mejor esta noche.

Más tarde, con las lámparas apagadas y sólo la luz difusa de la luna filtrándose a través de la cortina para mitigar la oscuridad de la noche, Índigo escuchaba el respirar uniforme de Grimya, dormida en el suelo a sus pies, y daba gracias porque la conversación hubiera terminado donde lo había hecho. Había estado a punto de expresar en palabras aquella otra ocurrencia suya, aquella idea machacona que la atormentaba como un gusano que acechara en lo más profundo de su mente, pero finalmente decidió que era mejor no comentarla. No obstante, el no haber hablado de ella no la había borrado de sus pensamientos, y ahora, mientras empezaba a flotar hacia la frontera del sueño, volvía a surgir, silenciosa, con suavidad, insinuante.

La Dama Ancestral, la Reina de los Muertos, ¿existía en realidad? Uluye y sus sacerdotisas creían en ella; incluso la prosaica Shalune creía en ella. La Reina de los Muertos. Esta noche había visto cómo los hushu, los seres sin alma, venían a buscar a un nuevo converso a sus filas. Los hushu, según palabras de Shalune, eran seres expulsados del reino de la Dama Ancestral; pero ¿qué sucedía con los otros, con aquéllos cuyas almas se suponía que la Dama Ancestral hacía suyas? También los había visto durante la Noche de los Antepasados, saliendo del lago para reunirse por un breve espacio de tiempo con sus seres queridos. Y, justo antes de caer en el trance del oráculo, había visto a Fenran entre ellos…

Se dio la vuelta sobre el lecho y ocultó el rostro en el pliegue de un brazo. Intentó deshacerse de la idea, pero era ya demasiado fuerte para que pudiera resistirse: Fenran entre los difuntos que habitaban el reino de la Dama Ancestral. Pero él no estaba muerto. Se encontraba en el limbo. Eso era lo que ella creía. Siempre lo había creído, pues, sin esta creencia, no podía existir esperanza de encontrarlo otra vez y, sin esperanza, no podía existir determinación, ni objetivo: nada. Pese a ello, lo había visto; andando con los muertos, moviéndose entre ellos… No podía ser verdad. No tenía que ser verdad.

Se mordió los nudillos mientras las lágrimas empezaban a manar sin control de sus ojos. Sabía que, en lo más profundo de su ser, su fe seguía incólume y que todavía creía que lo presenciado en el lago había sido una cruel ilusión, tal vez un guante arrojado para desafiarla y atraerla, una broma malévola del demonio. Pero se habían sembrado las diminutas semillas de la duda, y no existía más que una forma de impedir que arraigaran: debía encontrar el portal que comunicaba los mundos de la vida y de la muerte; debía abrir la puerta y enfrentarse a su guardiana, tanto si era una diosa como un demonio, y averiguar por sí misma la verdad.

Y estaba asustada, muy muy asustada, de lo que podría encontrar.

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