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Capítulo 14

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Capítulo 14

—¡Se ve una luz!

La voz de Shalune siseó las palabras tan súbita e inesperadamente que Índigo dio un brinco y estuvo a punto de perder el equilibrio. El velo que llevaba le enturbiaba la vista, y el resplandor que despedían las velas que portaban era débil y prácticamente inútil, pero podía distinguir la vaga forma de Shalune delante, algunos peldaños por debajo, y la figura de Yima entre ambas. La sacerdotisa se había detenido, y con un brazo apenas visible indicaba hacia abajo.

Desde que se había desvanecido a sus espaldas el último resplandor de las antorchas del mundo exterior —¿hacía unos minutos?, ¿unas horas?—, Índigo se había obligado a sí misma a concentrarse en cualquier cosa excepto en el proceso de este estrafalario viaje. Había tratado de no prestar atención al hecho de que la escalera de caracol por la que bajaban no tenía barandilla, ni un simple pasamanos, sino que era una serie de peldaños sin protección lateral que descendían en espiral por el Pozo. Había intentado hacer caso omiso del hecho de que a estas horas debían de encontrarse ya muy por debajo de los niveles más inferiores de la ciudadela, y no hacer conjeturas sobre la profundidad del Pozo, rehusando detenerse a pensar en que, cuando en un momento dado su pie había desalojado de su sitio una piedra suelta y la había arrojado al negro vacío, no la había oído golpear el fondo. Se limitó a seguir avanzando detrás de Shalune y Yima, un desigual peldaño tras otro, el hombro pegado a la pared del Pozo y la vista constantemente fija en la vela que sostenía.

Ahora, sin embargo, las agudas palabras de Shalune deshicieron el hipnótico hechizo que el descenso había empezado a imponer, e Índigo se sintió momentáneamente desorientada, como si la acabaran de sacar de un sueño profundo. Aunque no se les había prohibido hablar durante el trayecto, ninguna había sentido la necesidad de utilizar palabras hasta ahora. O quizá, pensó Índigo, ninguna había tenido el valor de romper el silencio.

Con sumo cuidado se apartó de la pared para mirar abajo. Lo cierto es que sí que se veía una luz —débil e incolora, pero clara— que se filtraba hacia lo alto desde algún punto de allá abajo. Creaba la ilusión de un lejano estanque nebuloso en las profundidades del Pozo, e Índigo volvió a apoyarse rápidamente en la pared, reprimiendo un vertiginoso escalofrío.

Las velas crearon unos apagados reflejos en los ojos ribeteados de negro de Shalune cuando ésta volvió la cabeza.

—También se nota un calorcillo que viene de abajo —musitó—. Creo que ya debemos de estar cerca del fondo.

Índigo estaba demasiado preocupada para darse cuenta de que su voz mostraba un tono curiosamente tenso, e incluso aunque lo hubiera notado, lo habría atribuido a un nerviosismo más que justificado. Siguieron adelante, y también ella empezó a sentir el calor, como un aliento húmedo flotando en el Pozo; un fétido aroma putrefacto que la obligó a arrugar la nariz, y, a medida que se acercaban al origen de la luz y la visibilidad aumentaba, comprobó que la pared de piedra desprendía una débil fosforescencia húmeda.

Yima había empezado a temblar. Los adornos que pendían de la grotesca máscara tintineaban y chocaban entre sí, y los estremecimientos de sus hombros hacían ondular las multicolores cintas de la capa. Índigo extendió una mano para posarla sobre el brazo de la joven, intentando tranquilizarla en silencio. No era Yima la única que estaba asustada. También Shalune temblaba; aminoró el paso como si de repente tuviera miedo de seguir adelante, y luego se detuvo bruscamente. Con la mano todavía en el brazo de Yima, Índigo susurró:

—¡Shalune! Shalune, ¿qué sucede, qué pasa?

—Nada —respondió la gruesa mujer, sacudiendo la cabeza con energía—. Es… ¡ahhh!

El interrumpido susurro hizo brincar el corazón de Índigo; mientras se calmaba, bajó la mirada y descubrió lo que tanto había sobresaltado… o asustado a su compañera. Los escalones terminaban unos tres metros más abajo. Y allí, donde moría la última curva de la escalera, se abría una puerta baja y estrecha, casi un agujero en la pared de roca, que daba acceso a la oscuridad más profunda.

Esta vez, cuando Shalune volvió la cabeza, la fantasmal luz hizo que su rostro adquiriera un aspecto cadavérico bajo el velo, y el miedo que emanaba de ella fue como una onda de choque psíquica. Yima profirió un horrible sonido estrangulado, e Índigo cerró la mano con más fuerza alrededor del brazo de la muchacha, en un intento por transmitir una seguridad que estaba muy lejos de sentir.

—¡Shalune! —volvió a susurrar. Pero Shalune no contestó. Volvía a andar con un gran esfuerzo, pero murmuraba para sí, la mano libre abriéndose y cerrándose con gestos rápidos y espasmódicos. Índigo comprendió que rezaba, pero además se dio cuenta de que la mujer estaba totalmente aterrorizada.

Por fin, la gruesa sacerdotisa descendió a trompicones los tres últimos peldaños, con Yima e Índigo detrás. Se detuvieron la una junto a la otra sobre un suelo de roca curiosa y extrañamente liso sobre el que resplandecía una fina capa de agua. Ésta resultaba tibia al contacto con sus pies desnudos pero también viscosa, como si fuera aceite, se dijo Índigo mientras encogía los dedos de los pies con cierta repugnancia. Delante de ellas, el oscuro agujero se abría como una boca silenciosa. No mostraba señales, ni adornos, pero no había duda de que éste era el camino que debían tomar. No había otra elección.

Shalune titubeó, reacia incluso a mirar, e Índigo inquirió en voz baja:

—¿Quieres que vaya primero?

Resultaba difícil interpretar una expresión bajo el velo y la capa de pintura, pero le pareció que Shalune le dedicaba una mirada de intensa gratitud antes de asentir en silencio. Índigo aspiró con fuerza. Su vela seguía encendida, de modo que se agachó frente a la boca del agujero, introdujo la mano en la oscuridad y atisbó al otro lado.

No se trataba del túnel estrecho que había temido. En lugar de reflejarse inmediatamente sobre la roca, el pobre resplandor de la vela se difuminaba en el vacío, sugiriendo que debía de existir un espacio mayor al otro lado de la abertura. Con un gesto de ánimo en dirección a sus compañeras, Índigo paso al otro lado de la abertura. A pesar de lo reducido de la entrada, consiguió atravesarla sin tener que agacharse a cuatro patas, y fue a salir a un lugar sin luz que parecía lo bastante grande como para mantenerse erguida, aunque no podía estar segura hasta que lo intentara. Se alzó poco a poco. La cabeza no chocó contra el techo, y cuando extendió los brazos frente a ella y luego a ambos lados, no tocó nada. El aire era más caliente y viciado, y el olor más fuerte.

Se volvió con cuidado y gritó:

—¡Todo va bien! Estoy en el otro lado, y hay espacio suficiente para las tres.

Se escucharon unos susurros insistentes al otro extremo del agujero, seguidos de una larga pausa. Por fin Yima hizo su aparición. La altura extra de la máscara la obligó a arrastrarse, e Índigo se agachó para ayudarla a pasar mientras la luz de la vela iluminaba vagamente la forcejeante figura de la muchacha. Shalune la siguió, agachándose como había hecho Índigo, y las tres permanecieron inmóviles, algo jadeantes, examinando sus nuevas inmediaciones.

No había demasiado que ver. La vela de Shalune se había apagado al pasar la sacerdotisa por la abertura y, aunque Índigo intentó volver a encenderla con la suya, se negó rotundamente a arder. La vela restante daba tan poca luz que resultaba casi inútil; y, pese a que esperaron un rato en la esperanza de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, la noche estigia permaneció impenetrable.

—Yima, coge mi mano —dijo al cabo Índigo; su voz se perdió en el vacío—. Y tú, Shalune, toma la otra mano de Yima. No podemos arriesgarnos a quedar separadas.

Shalune farfulló algo que sonó como «Señora, ten piedad de nuestras almas», e Índigo sintió cómo los dedos de Yima se aferraban a los suyos. Parecía como si en los últimos minutos el mando hubiera cambiado de manos; Shalune había perdido la confianza y el valor, y, por acuerdo tácito, el manto de la jefatura descansaba ahora sobre los hombros de Índigo. No estaba muy segura de que le gustara aquella carga, pero alguien tenía que aceptar la responsabilidad o su misión fracasaría.

No deseaba volver a hablar, pues el timbre de una voz humana en este lugar desconocido poseía una cualidad que le helaba la sangre en las venas. A pesar de todo, se obligó a decir lo que había que decir.

—Avanzaremos hacia el frente, pero muy despacio. No tenemos modo de saber qué hay más adelante. Sostendré la vela con el brazo bien estirado y esperemos que su luz sea suficiente para mostrarnos a tiempo cualquier peligro.

Shalune murmuró su asentimiento; Yima no dijo nada. Despacio, con la máxima cautela, Índigo deslizó el pie al frente. El suelo, como en el caso del suelo del Pozo, parecía llano, y la vela daba un poco de luz, pero el velo le estorbaba y se lo habría echado hacia atrás de no ser por el recuerdo de la advertencia de Uluye de que penetrar en el reino de la Dama Ancestral con los rostros al descubierto resultaría desastroso. Sólo los muertos, les había dicho, podían entrar de esta forma, y, cualesquiera que fuesen sus sentimientos con respecto a Uluye, Índigo no pensaba arriesgarse a echarlo todo a perder.

Avanzaron a paso de tortuga. Tras recorrer unos cinco metros más o menos, llegaron a la conclusión de que se encontraban en un túnel, de techo alto y lo bastante ancho para permitirles permanecer una junto a otra. En contraste con el suelo, curiosamente liso, las paredes eran toscas, ásperas e incrustadas de pequeños fragmentos afilados que Índigo creyó que podían ser cuarzo. Shalune, que andaba tanteando la pared para mantener un cierto sentido de la orientación, lanzó un juramento de improviso y se acarició un dedo herido; Índigo levantó la vela para mirar el corte, y la sacerdotisa exclamó:

—¡Gran Señora, si al menos tuviéramos más luz!

—No hay muchas posibilidades de eso. —Índigo examinó el dedo con atención—. Sangra un poco, pero no es más que un rasguño. Creo que deberías… —De pronto se interrumpió y clavó los ojos en la pared que tenía enfrente.

—¿Qué…? —empezó a decir Shalune, frunciendo el entrecejo; pero Índigo le daba la espalda y sostenía la vela cerca de la pared. Entonces la mujer vio lo que la muchacha había visto, y ahogó la exclamación que pugnaba por salir de su garganta, que se convirtió en un gutural jadeo.

Incrustada en la pared había una calavera humana. Tenía todas las cavidades casi rellenas de arena y cascotes, pero sobresalía lo suficiente de ella como para que resultara reconocible sin el menor asomo de duda. Bajo los huecos de los ojos y la nariz, una hilera de dientes descompuestos esbozaba una sonrisa demencial, y, sobre la articulación rota y desigual de la mandíbula, una pequeña mancha de un rojo vivo marcaba el lugar donde Shalune se había cortado.

—¡Madre todopoderosa…!

Índigo contempló la calavera con horrorizada fascinación. Al mover la vela de un lado a otro, descubrió que había más huesos: el largo y suave perfil de un fémur, la simétrica curva de unas costillas, la delicada pero semidestruida impresión de unas manos… Docenas de huesos, cientos de ellos, todos humanos, todos revueltos en un macabro desorden, fundidos en la pared del túnel. El cráneo de una criatura la contemplaba con vacía malicia a ras de suelo. Una momificada articulación de una cadera surgía de la pared a la altura de sus ojos. Y, cuando siguió avanzando, descubrió que había más, y más, y muchísimos más.

A su espalda, Shalune emitió un nuevo sonido estrangulado.

—Esto es… —dijo, lanzó una boqueada, se recobró, y volvió a intentarlo—: Estamos en las catacumbas de nuestra señora… Oh, santo cielo, protégenos, ¡estamos en las catacumbas de la Dama Ancestral!

Índigo la sujetó por la muñeca y se la apretó con fuerza. Puede que también ella hubiera debido sentirse asustada por el macabro descubrimiento, pero, sin saber cómo, tal reacción no estaba a su alcance. No sentía inquietud ni terror; tan sólo una débil y profundamente arraigada excitación al comprender que sin la menor duda seguían el camino correcto.

El brazo de Shalune temblaba violentamente en su mano, y la gruesa mujer había empezado a farfullar:

—Todos ellos…, todos vienen aquí, todos acaban aquí, todos los muertos, todos aquellos que ella no expulsa…

—¡Shalune! —La aguda reprimenda de Índigo impidió que la sacerdotisa se dejara llevar por una crisis nerviosa, y la acalló; ambas se contemplaron en medio de la oscuridad, e Índigo continuó—: Shalune, no podemos perder la calma. Esta… esta catacumba, como tú la llamas, puede ser un lugar macabro y desagradable, pero los huesos de los muertos no pueden hacernos daño. Debemos seguir, tal y como juramos. Se lo debemos a Yima.

Shalune dirigió una mirada aprensiva a Yima y vio que la muchacha permanecía muy tiesa junto a ella. O bien Yima no se sentía afectada por su espantoso entorno o —lo que era mucho más probable, pensó Índigo— el miedo la había reducido a una total pasividad. Shalune se pasó la lengua por los labios y asintió.

—Sí —dijo—. Sí, debemos… continuar.

—Vuelve a coger la mano de Yima. —Índigo soltó la muñeca de la mujer y avanzó para volver a ocupar su puesto a la cabeza del trío—. No toquéis la pared; ni penséis en lo que hay allí. Mirad la vela y caminad despacio hacia adelante.

Reanudaron su lento y cauteloso avance. Shalune parecía más tranquila ahora, pero el horrible hallazgo había hecho mella en su coraje… y también en el de Índigo, como ésta tuvo el valor de reconocer. No era la naturaleza de lo hallado lo que había hecho vacilar su confianza, aunque desde luego esto en sí mismo ya resultaba bastante desagradable; eran las ramificaciones. El pensar que entre aquella multitud de restos descarnados pudieran estar, realmente pudieran estar, los huesos del hombre que amaba…

No. No debía pensar en eso, no debía ni considerarlo una posibilidad. No era posible, pues Fenran no estaba muerto. Lo que había visto en el lago durante la ceremonia de la Noche de los Antepasados había sido una ilusión, ya que la Dama Ancestral era una embaucadora y nada más. Alguien que jugaba con la gente, que manipulaba las mentes. Un demonio. Índigo había aprendido muchas cosas sobre la forma de ser de los demonios, y a estas alturas ya tendría que saber lo suficiente para no dejarse intimidar por sus artimañas.

«Muy bien, demonio —pensó—. Si éste ha sido tu primer truco, lo cierto es que no me ha intimidado como esperabas. ¿Qué nos preparas ahora?».

Su mente no registró ninguna voz que contestara a su pregunta; no se produjo el brusco paso del estado consciente al de trance por medio del cual la Dama Ancestral daba a conocer sus deseos. No hubo más que el pálido resplandor de la vela en la oscuridad, el sordo rumor de sus pies al avanzar y el rápido susurrar de sus respiraciones en medio del silencio. Por el momento, la Dama Ancestral se mantenía callada, sin dar la menor pista sobre qué podía aguardarles al final del viaje.

Pero Índigo sospechaba que ya no tendrían que esperar mucho más…

Cuando divisaron ante ellas un destello de luz, Índigo creyó en un principio que se trataba de una ilusión. Había mantenido la mirada fija en la vela que sostenía durante tanto tiempo que sus ojos experimentaron cierta dificultad en adaptarse al cambio; imágenes del puntito de luz de la vela siguieron danzando ante sus ojos cuando intentó reajustar el campo de visión, y hasta que Yima no le tiró de la mano obligándola a detenerse, no se dio cuenta de que no se trataba de ningún espejismo.

El túnel terminaba algo más adelante. La fría claridad se alzaba del suelo para iluminar un grueso muro que les cerraba el paso. Yima lanzó un gemido y volvió la cabeza al ver el espantoso mosaico de restos humanos iluminados por el resplandor. Índigo, sin embargo, observaba el suelo con atención. Allí, en el punto donde terminaba el túnel, estaba el origen de la misteriosa luz: una trampilla rectangular colocada en el suelo que resplandecía como si estuviera hecha de un material fosforescente. Soltando la mano de Yima, Índigo avanzó hasta la extraña puerta. Tenía una anilla incrustada en uno de los lados; agachándose, la agarró con fuerza y tiró. La puerta cedió con facilidad y, gracias a la luz que se reflejaba de su parte inferior, vio un tramo de anchos peldaños de poca altura que se perdía en las tinieblas.

Llamó a Shalune en voz baja, quien se acercó de mala gana; la gruesa sacerdotisa se detuvo a menos de un metro del borde y miró al fondo.

—Ah… —musitó—. Ah, no…

Índigo la miró con sorpresa al ver que retrocedía precipitadamente.

—Shalune, ¿qué sucede? Esto no es peor que cualquier otra cosa de las que hemos encontrado hasta ahora… Es mejor, de hecho, pues por fin habremos dejado atrás este túnel.

Shalune sacudió la cabeza, haciendo tintinear los adornos que colgaban del velo.

—No —repuso con voz ronca—. No es eso.

—¿Qué, entonces?

—No…, no puedo… ¡Oh, señora, ayudadme!

Y, ante la perplejidad de Índigo, Shalune se echó el velo hacia atrás. Su rostro resultaba muy nítido a la luz de la trampilla, y una dura y brillante expresión de desafío refulgía en sus ojos cuando miró a Índigo a la cara.

—Es inútil —dijo—. No pensaba decírtelo. Mi intención era que lo descubrieses cuando ya fuera demasiado tarde para discutir, pero ahora me doy cuenta de que sería una locura. Tienes que saberlo antes de que sigamos adelante, o podrías ponernos a todas en peligro cuando nos encontremos con la señora, y ése es un riesgo que no quiero correr.

Yima, que se encontraba a su lado, empezó a protestar, la voz ahogada por la máscara, pero Shalune la atajó diciendo:

—¡No! Calla. Índigo tiene que saberlo. Y no importará. Sigue siendo correcto.

Una desagradable sospecha empezó a abrirse paso en la mente de Índigo, y ésta inquirió:

—¿Qué es lo que no me has dicho, Shalune? ¿Qué sucede?

La sacerdotisa contempló pensativa el agujero y la escalera.

—Creo —empezó, y de improviso su voz resultaba particularmente tranquila— que estos escalones son la última parte de nuestro viaje. Así pues, lo mejor será que confesemos ahora. Además, ya es demasiado tarde para cambiar las cosas. —Y se volvió hacia la tensa figura que tenía al lado—. Quítate la máscara.

La muchacha vaciló, y por unos instantes pareció que iba a desobedecer. Luego, despacio, levantó ambas manos en dirección al artilugio de madera. Se escuchó un débil chasquido, y toda la parte frontal de la máscara se abrió hacia un lado.

Y la joven protegida de Shalune, Inuss, miró a Índigo con ojos asustados pero desafiantes.

Grimya acababa de perder el rastro. La cautela había sido de vital importancia, ya que su presa estaba más nerviosa que un ciervo perseguido, y volvía la cabeza para mirar atrás cada dos por tres, además de detenerse una y otra vez para escuchar en busca de cualquier sonido de persecución. La loba se mantuvo todo lo atrás que le fue posible, pero ahora comprendía que había cometido el error de ser demasiado cautelosa, ya que el bosque se había tragado la veloz figura de Yima y de repente incluso su olor se había confundido con los olores acres de la maleza.

Pero, aunque se maldijo por su fracaso, la loba sabía que, en cierto sentido, su habilidad —o carencia de ella— para seguir la pista de la muchacha ya no importaba. Se le había acercado lo suficiente como para identificar a Yima sin el menor asomo de duda, y sabía lo bastante para adivinar, también sin el menor asomo de duda, lo que sucedía.

Había sido una estúpida, se dijo llena de amargura. Había visto un poco, oído un poco, y supuesto que sus conjeturas eran correctas. Ahora sabía la verdad. Ahora sabía que Shalune no había sido un simple mensajero que llevaba el último adiós desconsolado de Yima a su amante; en lugar de ello, la mujer había sido un cómplice activo, puede incluso que la instigadora que se ocultaba tras el plan de Yima de escapar del futuro que su madre había decretado para ella, y fugarse con su amor. Fragmentos de conversaciones escuchadas sin querer —primero entre Shalune y Yima, y más tarde entre Shalune y el joven Tiam— se agolparon en la memoria de Grimya. En estos momentos podía darles un significado muy diferente, y algunas piezas que faltaban en el rompecabezas encajaron de improviso. La misteriosa «ella» seguía sin identificarse, pero la loba estaba segura ahora de que, quienquiera que fuese, había ocupado el lugar de Yima en la ceremonia del templo de la cima del farallón y en estos mismos instantes descendía por el Pozo en compañía de Índigo y Shalune, para ir al encuentro de la Dama Ancestral.

Grimya se quedó helada al comprender lo que esto podría significar. Índigo no sabía nada de lo sucedido, y la loba no creía ni por un momento que Shalune y su desconocida acompañante tuvieran la menor intención de confesar la verdad. ¿Qué era, entonces, lo que pensaban hacer? Grimya había sentido miedo por Índigo, miedo de lo que podría encontrar aguardándola en el reino de la Dama Ancestral. Pero en estos momentos existía un peligro más inmediato y humano para el que Índigo no estaba en absoluto preparada. No sospecharía nada… ¿Por qué tendría que hacerlo? Y no era más que una persona sola, mientras que ellas eran dos…

Un escalofrío recorrió el cuerpo de la loba, y un gañido escapó de su garganta, mientras miraba por encima del hombro cómo las aguas del lago brillaban por entre los árboles. Yima y Tiam quedaron olvidados; no significaban nada para ella. Pero Índigo podía estar en peligro.

Se escabulló por entre la maleza, abriéndose paso a través de la enmarañada vegetación con todas sus fuerzas, desesperada por llegar a la orilla del lago por el camino más corto posible. No dejaba de repetirse que en esta ocasión era culpa suya; tendría que haber insistido en contar a Índigo lo que sabía, en lugar de esperar y esperar hasta que fue demasiado tarde y el hecho estuvo consumado e Índigo hubo descendido confiada al interior de la negra abertura en compañía de Shalune y su compañera. Ahora ya no podía hacer nada. No podía llegar hasta la mente de Índigo; ya lo había intentado y fracasado. No podía avisarla, no podía ayudarla, no podía protegerla.

Grimya surgió de entre los árboles como una exhalación y se detuvo jadeante en el sendero. Al otro lado del lago, el zigurat se recortaba sombrío contra las estrellas, y pudo ver cómo el fuego ceremonial seguía ardiendo en la cima: un furibundo ojo rojo anaranjado que se destacaba en la oscuridad.

Una turbulencia sin origen visible agitó las aguas del lago repentina y siniestramente, y las olas se extendieron hasta lamer el borde del sendero con un sonido débil y desagradable. Grimya clavó la mirada en el lago, y el pelaje de su lomo se erizó con una sensación de terrible premonición. Incluso aunque Shalune y su acompañante no pensaran hacer ningún daño a Índigo —y eso era una esperanza muy pobre—, ¿qué sucedería con la criatura que las aguardaba allá abajo, bajo las aguas, en el misterioso y desconocido reino de los demonios? ¿Qué haría, con todo su poder y presa de cólera, cuando descubriera la verdad?

Grimya tomó su decisión. No le gustaba pues temía sus consecuencias, pero no tenía otra elección. Ya había vacilado durante demasiado tiempo. Por el bien de Índigo, debía vencer sus temores y seguir a la candidata y a sus valedoras al interior del Pozo.

Se puso en marcha sendero adelante, corriendo tan deprisa como podía. Algo le gritó desde el bosque; la loba no le prestó atención y siguió adelante. Al llegar a la plazoleta, percibió una nueva turbulencia en el lago, en la zona central, donde la oscuridad era demasiado intensa para poder ver si las olas eran simplemente un efecto de la brisa nocturna o algo más horrible. Con un estremecimiento, y resistiendo el impulso de mirar, Grimya corrió hacia la escalera; la subió como un rayo, de tramo en tramo y de repisa en repisa, pasando junto a las entradas de las cuevas, hasta gatear los últimos peldaños que le quedaban para alcanzar la cima del zigurat.

Sin resuello, se desplomó sobre las losas de la explanada del templo, permitiéndose sólo una breve pausa antes de volver a levantarse vacilante y correr en dirección al pedestal y al gran recipiente donde llameaba el fuego votivo. El Pozo, según había dicho Shalune, se encontraba bajo la mayor de las losas y estaba justo frente al pedestal. Grimya echó a correr… y se detuvo, horrorizada, cuando la brillante luz de las llamas le mostraron un suelo llano e intacto. El Pozo se había vuelto a cerrar. Llegaba demasiado tarde.

Lloriqueando de miedo y contrariedad, Grimya se puso a arañar la piedra. Era un gesto inútil; le era tan imposible mover la losa como detener al sol y la luna en su viaje por los cielos, pero la desesperación eliminaba el razonamiento y con las patas escarbó frenética en la delgada línea que separaba la losa de su vecina.

De improviso, una sombra se movió bajo el recipiente del fuego votivo.

Grimya dio un brinco como si le hubieran disparado y se agazapó en una posición defensiva, mostrando los dientes en un gruñido asustado. Contemplándola desde el pedestal, donde había estado sentada con las piernas cruzadas en solitaria vela, descubrió a Uluye.

Se miraron la una a la otra, ambas sorprendidas, ambas llenas de cautela. El incienso utilizado para la ceremonia se había convertido en cenizas ya, pero los efectos permanecían y la mirada de Uluye parecía drogada. Había estado en un semitrance soporífero hasta que el escarbar de la loba la había sacado de él, y en estos momentos no estaba muy segura de si lo que veía ante ella era real o una ilusión óptica. Por su parte, Grimya se enfrentaba a un terrible dilema. Ni le gustaba Uluye, ni confiaba en ella; después de todo, había sido la obsesión de la Suma Sacerdotisa por su propio poder y estatus lo que había originado el desastre. Sin embargo, reconocía al mismo tiempo que sólo Uluye podía ayudarla ahora. En esto, sin duda, serían aliadas y no enemigas. Tenía que recurrir a la mujer; no tenía a nadie más.

La loba se estremeció. Se irguió sobre las cuatro patas, y empezó a balancear la cola con vacilante esperanza. Luego, ante la total sorpresa de Uluye, abrió las mandíbulas y, con voz gutural pero clara, dijo:

—U… luye…, neeecesssito tu ayuda. Índigo está en pe… ligro. ¡Y la muchacha que penetró en el Pozo nnno esss Yima!

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