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Capítulo 19

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—Quizá lo tienes —repuso con desdén—, pero la cruel verdad y el terror que infliges para mantener a tus seguidores unidos a ti anula y pervierte ese amor. Shalune e Inuss murieron porque creyeron que era el justo castigo a lo que habían hecho. No era así. ¿Qué crimen habían cometido, excepto desafiar la voluntad de esa demente que se llama a sí misma tu Suma Sacerdotisa? ¡No obstante dejaste que murieran, las

animaste a morir, y luego las convertiste en

hushu como ejemplo para el resto y para imbuir un mayor temor a ti en sus corazones!

Miró rápidamente por encima del hombro. Se encontraba casi en el punto más alto y central del islote ahora; detrás de ella, la roca que se levantaba impedía el paso al brillante resplandor de la esfera de luz, y no podía ver más que una intensa negrura. No se atrevía a retroceder más.

Pero la Dama Ancestral no la seguía, sino que se había detenido en la playa. Su rostro cadavérico resultaba espantoso allí donde lo alcanzaba el brillo de la luz; sus ojos eran negros como el carbón y, por el momento, la aureola plateada se había amortiguado hasta transformarse en un trémulo resplandor inquietante.

—Sabes bien —siguió Índigo en voz baja pero furiosa— lo que Shalune intentaba hacer. Intentaba traerte una candidata digna de ser tu siguiente avatar en el mundo mortal. Intentaba reemplazar una sacerdotisa que no tendría la dedicación necesaria para mantener tu culto y venerar tu nombre por otra que sí lo haría.

—¡Desobedeció mi voluntad! —siseó la Dama Ancestral como una gata enfurecida.

—Desobedeció la voluntad de

Uluye. Uluye es como tú… También ha sucumbido al demonio llamado miedo, y éste se ha alimentado de ella como una sanguijuela hasta casi devorarla. ¿Pero quién es la señora y quién la sierva? ¿Cuál de los dos miedos es el más poderoso? ¿Su temor de que, si no gobierna con dureza y crueldad, provocará tu cólera? ¿O tu temor de que, si no mantienes a tu gente bajo el yugo del terror y el miedo, llegará un día en que te olvidarán, y de este modo podrías dejar de existir?

Lenta, muy lentamente, la Dama Ancestral levantó una mano, y la manga de la túnica resbaló hacia atrás, descubriendo un brazo tan delgado y pálido como el brazo de un cadáver al que no le queda una gota de sangre. Los negros labios se entreabieron y volvió a sisear; no como un gato en esta ocasión, sino como una serpiente, letal y despiadada. Dando un paso al frente, dio un pisotón a la esfera de luz que se hizo pedazos con una fina nota aguda, sumiendo la escena en tinieblas. Entonces una nueva luz empezó a resplandecer: una aureola, incolora y fría, alrededor de la esquelética silueta de la Dama Ancestral. Fue aumentando en intensidad, hasta que la figura estuvo rodeada de una luminosidad que convertía su oscura figura en algo impresionante. Su rostro parecía flotar como el de un espectro encuadrado en el negro marco de cabellos y túnica; los ojos eran negras ventanas a la aniquilación.

Susurró, y las palabras fueron capturadas y repetidas mil veces en la aplastante oscuridad:

—Oh, sí, Índigo. Me temen; y su terror mantiene vivo mi nombre en sus corazones y mi voluntad suprema en sus mentes. En estos instantes mi sierva Uluye prepara las ceremonias que enviarán hasta mí a su hija para que la juzgue, y la sentenciaré a ser

hushu.

Índigo estaba anonadada. «¡Dulce Madre, tienen a Yima!», pensó.

La Dama Ancestral vio su consternación y sonrió torvamente.

—Sí, tienen a Yima; y la mano de Uluye empuñará el cuchillo que acabará con sus días en el mundo mortal, ya que Uluye es mi servidora fiel y su amor por mí es mayor incluso que su amor por su propia hija. —Dio un nuevo paso en dirección a Índigo—. No necesito enseñar a Uluye el significado del miedo. Pero

todavía no has aprendido la lección que ella conoce tan bien. Te la enseñaré ahora, Índigo. ¡Haré que aprendas el significado del miedo, y te mostraré qué es el auténtico terror y lo que puede hacer al espíritu humano!

La blanca mano estaba cada vez más cerca mientras la Señora de los Muertos ascendía por el desnivel. En lo más profundo de su ser, Índigo sintió cómo los instintos más primitivos respondían a la amenaza: los latidos del corazón, el nudo en el estómago, el sudor, el asfixiante arrebato de pánico; el miedo a caer en una trampa, el miedo a la derrota, el miedo a demonios y deidades y poderes… Y, por encima de todo, el temor, inconcebiblemente antiguo, del ser humano a la muerte y a lo que nos aguarda más allá…

¡No, eso no! ¡Ésta era su única gran arma; el puñal que abría en canal al demonio, la ballesta que lanzaba la saeta a su corazón! Aspiró con fuerza, y las palabras surgieron de improviso.

—No te temo, señora, porque sé que no tengo nada que temer de ti. ¿Sabes?, has cometido un único gran error en los medios que has utilizado para intentar acobardarme. Me mostraste a los muertos; a personas de mi pasado, de mi propia vida, que ahora se encuentran en tu reino. Pero, entre todos ellos, faltaba uno. El único que podría haberte proporcionado un arma contra la que yo no habría podido defenderme. Pero él no vino, ¿verdad? No pudiste utilizarlo contra mí porque no reside entre tus legiones de servidores. Ése era mi único terror, señora; me aterrorizaba pensar que podría encontrar a Fenran aquí. Pero no está aquí. No está muerto. No tienes poder sobre él, por lo tanto tampoco tienes poder sobre mí. Así pues, haz lo que quieras… ¡Te desafío!

La Dama Ancestral se detuvo un momento. Y, de repente, de las paredes que las rodeaban volvieron a surgir crujidos y tintineos y un brillo de huesos, junto con gritos, susurros, una plétora de vocecillas.

—…

nosotros, Índigo… nosotros, Índigo… miedo… miedo… muerte… casa… miedo… ayúdanos… ayúdanos… ayúdame

La Dama Ancestral echó la cabeza atrás y aulló como un alma en pena. Al instante, el mundo estalló. El río se alzó de su lecho con una oleada turbulenta de malolientes aguas negras; las paredes del túnel gimieron y se derrumbaron, desmoronándose con el rugido de una avalancha mientras caían en dirección a Índigo. Luces aullantes centellearon ante sus ojos haciéndola retroceder, y formas monstruosas cayeron sobre ella desde lo alto: huesos, carne, cabellos, pelos y…

Un último derrumbamiento aterrador la lanzó a una dimensión que pareció aplastarla y hacerla pedazos al mismo tiempo. Cayó desde ninguna parte a la nada, dando vueltas y más vueltas sobre sí misma, gritando sin que saliera el menor sonido de su boca, consciente sólo de una negrura y ceguera y de una llamarada de dolor, un retumbar en sus oídos. Vio una pared que se precipitaba hacia ella. Sintió cómo se acercaba, a pesar de que sus sentidos se encontraban como aniquilados; cada vez estaba más cerca, más cerca. «…

ayúdanos, ayúdame…». Entonces la pared se estrelló contra ella desde todas direcciones a la vez, y se encontró de nuevo dentro de un cuerpo físico que pataleaba y se revolvía, y algo pasó a toda velocidad frente a sus ojos, en oscuras avalanchas, mientras su nariz, garganta y pulmones ardían. Abrió la boca, y el aire surgió en una oleada de burbujas que le rodearon la cabeza…

¡Agua! Se encontraba bajo el agua, aspirándola, tragándola, perdiendo los últimos restos de su precioso aire! Índigo comprendió al instante lo que la Dama Ancestral había hecho, y el pánico se apoderó de ella.

¡El lago! Se ahogaría; nunca conseguiría llegar a la superficie a tiempo…

¡No! El pánico cedió paso a la razón, y cerró la boca ante el embate de las aguas. Recordó sus últimas palabras a la Dama Ancestral: ¡ella no podía morir! Existía una forma de llegar arriba, de regresar a la luz, a la cordura, al lugar donde la esperaban,

¡la esperaban! Tenía que llegar hasta ellas.

¡Debía hacerlo!

Índigo pegó los brazos a los costados y empezó a impulsarse con las piernas. Experimentó la repentina sensación de flotar; el instinto del nadador la atraía hacia la luz y el aire, y se lanzó hacia arriba desde las profundidades del lago, surcando las negras aguas con la velocidad de un pez. Atrás quedó su mortífero perseguidor.

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