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Capítulo 20

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Grimya. «No sé dónde los tienen, pero deben de tener centinelas. Tendremos que ir con mucho cuidado».

«De todos modos, no creo que debamos arriesgarnos a aguardar», dijo Índigo.

«Puede que no los saquen hasta el último momento».

Grimya alzó la cabeza para examinar la escalera que se elevaba sobre ellas.

«No se ve a nadie allá arriba en estos momentos. Si hemos de ir, creo que debemos hacerlo ahora. Los primeros tramos de escalera serán los más peligrosos. Si somos capaces de llegar al primer nivel de cuevas, resultará mucho más fácil ocultarse».

«Entonces vayamos ahora, mientras tienen la atención puesta en otra cosa».

Abandonaron su escondite, e Índigo se permitió una rápida ojeada a su espalda; luego, cuando

Grimya le informó de que el camino estaba despejado, se volvió hacia la escalera e inició el ascenso, moviéndose todo lo rápido que se atrevía sobre aquella superficie húmeda y resbaladiza. La lluvia había cesado casi por completo ya y, tal y como la loba había advertido, el cielo empezaba a clarear por el oeste a medida que las nubes de tormenta se alejaban. Consciente de que en cuestión de minutos resultarían claramente visibles desde abajo, alcanzaron el primer saliente y ascendieron el segundo y luego el tercero de los tramos de escalera. Al posar el pie en la cuarta escalera, Índigo empezó a pensar que a lo mejor conseguirían llegar a los niveles superiores sin encontrarse con nadie, cuando, de improviso,

Grimya le transmitió una frenética señal de alarma.

«¡Índigo! ¡Túmbate, rápido!».

El instinto impulsó a Índigo mucho antes de que su mente consciente reaccionara, y se arrojó boca abajo sobre la escalera, en un punto donde el parapeto era lo bastante alto como para ocultarla a la vista.

Grimya, con el estómago pegado a la piedra, retrocedió a gatas y atisbó con cautela por el extremo del parapeto; un involuntario gemido apenas audible escapó de su garganta.

A los pocos instantes, la pequeña procesión apareció ante ellas, e Índigo aspiró con fuerza. Cuatro sacerdotisas, con lanzas en las manos y rostros pétreos como las rocas del zigurat, recorrieron el saliente situado justo debajo de ellas y se dirigieron a la escalera por la que ellas acababan de subir. En el centro del grupo, dos figuras vestidas tan sólo con unas cortas ropas de algo parecido a tela de saco y con fetiches colgando por todas partes, avanzaban despacio con aire de completa derrota, las cabezas inclinadas y los pies arrastrándose sobre la piedra. Aunque jamás lo había visto antes de ahora, Índigo supo que el muchacho debía de ser Tiam. En la mejilla izquierda mostraba un oscuro cardenal que se iba extendiendo cada vez más, y el ojo situado sobre él estaba hinchado y casi cerrado por completo. El rostro de Yima quedaba oculto por el velo de su suelta melena, pero Índigo escuchó su rápida respiración entrecortada cuando los dos cautivos, cogidos de la mano, pasaron cerca de ella junto con su escolta.

El grupo descendió por la escalera; lo último que vio Índigo fueron las puntas de las lanzas de las sacerdotisas centelleando en la tenebrosa luz que descendía del cielo. Cuando desaparecieron de la vista,

Grimya le transmitió apremiante:

«Esto significa que nos queda muy poco tiempo. ¡Lo que sea que vayamos a hacer, debemos hacerlo deprisa!».

Índigo contempló pensativa la escalera y las hileras de repisas que se alzaban sobre sus cabezas. Ahora que habían bajado a los prisioneros a la plaza, no le parecía muy probable que quedara nadie en la ciudadela; incluso aquéllas que no tenían que tomar parte en la ceremonia, las muy ancianas y las muy jóvenes, se encontrarían entre la multitud de espectadores.

Reemprendieron la ascensión de la escalera, más deprisa ahora, pero sin dejar de estar ojo avizor por si se producía algún movimiento sobre sus cabezas.

«Grimya», dijo Índigo,

«tengo que ir a nuestros aposentos para prepararme, y luego quiero que vayas al templo de la cima».

«¿Yo? ¿Al templo?». La voz mental de la loba sonaba perpleja.

«Sí. Creo saber la mejor manera de llevar a cabo lo que necesitamos hacer, y tu ayuda resultará vital».

Y, rápidamente, le explicó el plan que empezaba a formarse en su cerebro.

Grimya no se sentía muy satisfecha con la idea de no estar junto a Índigo, aunque sólo fuera por un momento. Si algo iba mal, dijo, quería estar con su amiga, para protegerla. Pero acabó cediendo, aunque de mala gana, y siguieron adelante a toda prisa hasta llegar al saliente más alto. Mientras la loba aguardaba en el exterior para vigilar, Índigo se introdujo a través de la cortina que cubría la entrada a la cueva del oráculo. No había ninguna lámpara encendida, pero la luz del exterior era cada vez más fuerte y veía lo suficiente para encontrar lo que necesitaba. Primero un rápido cambio de ropas, de la empapada túnica negra a las ropas de ceremonia del oráculo. Luego la corona del oráculo, que ante el alivio de Índigo seguía en su nicho en el fondo de la cueva. Su temor era que Uluye se la hubiera llevado, pero al parecer la Suma Sacerdotisa seguía respetando el tabú de no entrar en la cueva cuando no se encontraba en ella el oráculo.

Entonces… Índigo se detuvo y contempló su ballesta, que se encontraba entre el equipaje que había traído con ella a su llegada a la ciudadela y que no había tocado desde ese día. No; no la cogería. Aunque se habría sentido mucho más segura con ella en las manos, era un objeto demasiado mundano; reduciría la imagen de poder sobrenatural con la que debía contar ahora. El cuchillo, en cambio, era otra cuestión, pues era lo bastante pequeño como para poder ocultarlo. Al menos tendría un arma física a mano si las cosas salían mal…

Estaba atando fuertemente la funda del cuchillo al fajín que le rodeaba la cintura cuando la voz mental de

Grimya la llamó desde la repisa.

«Índigo, el cielo está despejado casi por completo y veo el sol. Se pondrá muy pronto. ¡Debemos darnos prisa, o será demasiado tarde!».

Había angustia en la voz de

Grimya, e Índigo maldijo en voz baja. Necesitaba más tiempo para concentrarse y prepararse. El plan era improvisado, sus habilidades tan poco puestas a prueba… Incluso una hora más habría representado mucho. Pero nada podía hacer. Preparada o no, tenía que intentarlo, y no podía permitirse ni pensar en la posibilidad del fracaso.

Se metió la corona del oráculo bajo el brazo y abandonó la cueva. La luz del exterior la sobresaltó; la enorme masa de nubes de tormenta se perdía rápidamente por el este, y el globo anaranjado del sol flotaba justo sobre los árboles en un cielo pálido. Los muros del zigurat resplandecían, y la luz inundaba la plaza a sus pies. No mucho mayores que las hormigas desde esta distancia, las sacerdotisas se movían sobre la arena, y largas sombras se extendían desde sus apresuradas figuras. Un pequeño grupo volvía a encender las antorchas, cuyas ondulantes llamas parecían pálidas e insignificantes bajo el brillante sol, mientras que un grupo mayor se iba reuniendo alrededor de la roca del oráculo, sobre la que se encontraba inmóvil una única figura, presidiendo la escena con aire meditabundo y vigilante. Apenas audible, el murmullo de los cánticos de las mujeres, subrayado por el ahogado golpear de tambores, se elevaba en el aire inmóvil.

Índigo sintió un nudo en el estómago producido por el nerviosismo, y miró a

Grimya.

—Estoy lista. Deprisa… Sigue hasta el templo, y yo descenderé hasta la plaza.

—Ten cui… dado —la instó la loba—. Ahora que la luz vuelve a brillar, si alguien le… vanta la cabeza…

—Lo sé, querida mía, y tendré muchísimo cuidado. Pero me parece que tienen otras preocupaciones. Estaré bien.

Contempló cómo la loba corría por la repisa en dirección al último tramo de escalera que conducía a la cima del zigurat y, dando media vuelta, se puso en marcha en dirección opuesta.

El silencio tras el estrépito de la tormenta resultaba espectral; incluso los sonidos de los rituales que continuaban celebrándose allá abajo parecían incapaces de afectar el vasto silencio que rodeaba al mundo. Sin embargo, a pesar de la limpia atmósfera, Índigo tuvo la impresión de que no había suficiente aire en el mundo para hacer posible la respiración. Descendió los primeros tres tramos de escalera sin incidentes, y se detuvo en el primer peldaño del cuarto para enviar un rápido mensaje a

Grimya, que se encontraba en la cima. La loba le aseguró que todo iba bien; satisfecha, Índigo siguió bajando…

Y se paró a medio camino cuando de repente sufrió un ataque de algo parecido al pánico. No podía hacer esto…, no saldría bien. Era imposible. No tenía el poder…

«¡Sí, sí que lo tienes!». Sepultó en su cerebro la salvaje negación y, aferrando el pánico, se hizo con él y lo aplastó. El demonio intentaba alimentarse de sus puntos flacos; ¡no debía ceder! Recuperó el control, bajó la mirada en dirección a la masa de gente reunida abajo, y siguió descendiendo a toda prisa.

La suerte —o puede que algo más que la suerte— la acompañaba, ya que llegó al último escalón sin problemas y se agachó bajo el hueco de la escalera, agradecida de encontrarse por fin a salvo de la mirada de cualquiera que pudiera haber dirigido la vista hacia el zigurat. El pánico seguía allí, intentando aún aprisionarla, pero utilizó su fuerza de voluntad para reducir su respiración a un ritmo normal y para que sus manos no temblaran cuando levantó la corona del oráculo y se la colocó con cuidado sobre la cabeza. Curiosamente, parecía menos pesada que en ocasiones anteriores. Hecho esto, buscó mentalmente a

Grimya.

«¿Estás lista?».

«Sí», fue la respuesta que recibió.

«Estoy lista. Sólo espero que me des la orden».

Índigo levantó los ojos hacia el cielo y arrojó fuera de sí la última de sus reticencias. Aunque carecía de lógica para apoyar su convicción, estaba segura de poder conseguir lo que se había planteado realizar. Había aprendido varias lecciones valiosas en el reino de la Dama Ancestral, y una de ellas era lo disparatado de subestimar el propio poder. Cerró los ojos y concentró su voluntad. Visualizó el rostro cadavérico de la Dama Ancestral, enmarcado por su envoltura de cabellos negros, y sus ojos, más negros que la noche, más negros que las profundidades del espacio, con su aureola plateada brillando fría y espectral. La imagen vino a su mente con sorprendente facilidad, casi como si su conciencia hubiera estado esperando este momento, como un actor que aguardara entre bambalinas la señal que marca su entrada. Índigo sonrió para sí y pensó: «Bien, señora; ésta es la prueba más importante de todas».

Sus palabras no iban dirigidas a la Señora de los Muertos, ni tampoco creía que ella la estuviera escuchando; al menos no aún. Pero el vínculo formado en el oscuro mundo subterráneo seguía existiendo… y ahora Índigo recurría al poder latente en ese mundo, llamándolo a su presencia, creándolo, dándole forma, concentrándolo. En su cerebro, las sombras se amontonaban y arrastraban, y, bajo un fondo de suaves y sibilantes siseos, un coro de voces diminutas susurraba:

«nosotros somos ella… ella es nosotros… nosotros somos ella… ella es nosotros…». Mentalmente, extendió una mano hacia ellos… y sintió cómo sus dedos tocaban la reluciente fuerza eléctrica del poder en su esencia más pura.

«¡Ahora, Grimya!», gritó en silencio.

«¡Ahora!».

En la cima del zigurat, en el borde del imponente farallón,

Grimya sintió cómo se le erizaba el pelaje del lomo desde el cogote a la cola mientras la excitación, el nerviosismo y una sensación de furiosa determinación brotaban de su interior. Recortándose contra el cielo, levantó la cabeza, aspiró con fuerza…

Y el desafiante y ululante aullido de un lobo resonó ensordecedor en la plaza situada allá abajo.

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