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Capítulo 21

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La muchacha volvió la cabeza. A su espalda, por encima del lago, por encima de los árboles que se apiñaban en la orilla, todo lo que quedaba del sol era un delgado arco de encendidas llamas. Todo el cielo empezaba a adquirir unos tonos dorados, anaranjados y escarlata; todo el firmamento se encontraba atravesado de rayos de luz, y, cuando volvió otra vez la cabeza, vio que la enorme y suave ala de la noche empezaba a penetrar por el este.

—Uluye —su voz era más apremiante ahora—, te lo vuelvo a preguntar, y te ruego que examines tu corazón antes de responder: ¿realmente crees que sólo la muerte de tu hija puede satisfacer ahora a tu diosa?

Uluye levantó los ojos al cielo. Luego miró en dirección a la orilla del lago y las dos estructuras de madera, y volvió a pasarse la lengua por los labios. Por último su mirada se dirigió al cuadrado iluminado por las antorchas y a los dos cuerpos solitarios que yacían juntos entre las hileras protectoras de amuletos y ofrendas. Se produjo un largo silencio. Detrás de ellas, las sacerdotisas continuaban con sus rítmicos cantos, pero las canciones y el golpear y repiquetear de sus instrumentos habían adquirido una nota de hueca desesperación. Los cánticos habían perdido su significado y se habían convertido tan sólo en un mecanismo para aumentar la propia confianza y apaciguar a la congregación. Pero no se interrumpieron. Las mujeres no se atrevieron a hacerlo.

Bruscamente, de manera chocante, la voz de Uluye restalló entre los cantos, resonando por toda la plaza.

—¡No quiero seguir escuchando! —Realizó un salvaje gesto de negación—. ¡Sé cuál es la voluntad de nuestra señora! Yo soy su Suma Sacerdotisa; yo la he mirado a la cara y he recibido su bendición de su propia mano. No me arrebatarás el poder, Índigo; ¡ni me convencerás para que no cumpla con lo encomendado por mi señora!

—No deseo arrebatarte el poder, Uluye —arguyó Índigo con desesperación—. No soy tu rival ni tu enemiga; ¡intento ayudarte!

—No. —La voz de Uluye sonó despectiva—. No quiero tu ayuda. No necesito tu ayuda. No perteneces a las servidoras de la Dama Ancestral; no comprendes nada. Yo sí. La amo…, soy suya en corazón, cuerpo y alma. Y lo que ella me pida se lo daré, ya que no existe un precio demasiado alto que pagar para estar a su sagrado servicio.

Se miraron la una a la otra, e Índigo comprendió entonces que no había nada más que pudiera decir. Ni palabras ni razonamientos convencerían a Uluye. La convicción de la sacerdotisa era demasiado fuerte, su miedo demasiado grande.

Índigo volvió a percibir aquella extraña agitación en lo más profundo de su cerebro, acompañada de una sensación de vago regocijo, y a renglón seguido la acometió una amarga cólera. «Muy bien —pensó—. Crees que has vencido. Ya lo veremos, señora…, ¡ya lo veremos!».

Sabía que se trataba de una jugada peligrosa y tal vez mortal, y, si fracasaba, Yima lo pagaría con la vida. Pero no se atrevió a pensar demasiado en ello. Había que correr el riesgo. En estos momentos era su única esperanza.

Se llevó una mano al fajín y sacó el cuchillo.

—Muy bien, Uluye —dijo con suavidad—. Tienes razón; no puedo hacerte cambiar de opinión. Lo reconozco. —Sostuvo el cuchillo por la punta—. Te ofrezco esto en señal de capitulación. Cógelo, y haz lo que debas.

Mientras hablaba, el último reborde blanco del sol se hundió tras los árboles. La muchedumbre aspiró al unísono con tanta fuerza que se escuchó por encima incluso del sonido de los tambores y los cánticos, y las largas y lúgubres sombras que se extendían sobre la plaza se fusionaron de repente para formar un manto de penumbra. Las antorchas adquirieron renovado brillo a medida que la ensangrentada luz del cielo empezaba a apagarse y los primeros puntos de luz de las estrellas aparecían por el este.

Uluye dio un paso al frente. Tomó el cuchillo, y por un instante Índigo percibió un destello de emociones cuando, con el rostro inescrutable a la luz de las antorchas, la Suma Sacerdotisa realizó una leve y quizá ligeramente sarcástica reverencia para demostrar que reconocía y aceptaba el significado del regalo. Luego, bruscamente, la antigua y remota arrogancia volvió a hacer acto de presencia, y se volvió a sus mujeres realizando un rápido gesto de cancelación.

Los cánticos cesaron y, con un último repiqueteo apagado, los sistros quedaron en silencio. La multitud tardó algunos segundos en seguir el ejemplo de las mujeres, pero, por fin, un silencio total se apoderó de la plaza. La atmósfera se tornó tensa y agobiante cuando Uluye empezó a cruzar la arena con deliberada lentitud, en dirección a los armazones de madera. Al llegar a su altura, a Índigo le pareció que titubeaba, pero la vacilación fue tan breve que no pudo estar segura. Luego, con la espalda bien recta y la cabeza orgullosamente erguida, se detuvo a la orilla misma del lago y se quedó inmóvil.

Grimya, pegada a Índigo, contemplaba a la Suma Sacerdotisa con ansiedad.

«Se está ofreciendo a la Dama Ancestral», dijo.

«Se dirige a ella mentalmente, creo, y le pide su bendición, Índigo, ¿qué vamos a hacer?».

«Hemos de correr el riesgo», respondió la muchacha, mientras intentaba controlar los acelerados latidos de su corazón sin demasiado éxito.

«No hay nada que podamos decir o hacer para influir en ella. Nuestra única esperanza radica ahora en la misma Uluye».

Volvió a sondear su mente, más profundamente en esta ocasión, en busca de la siniestra y burlona presencia. Oh, sí; la Dama Ancestral se encontraba allí; escuchando aún, aguardando aún. El corazón de Índigo latió desacompasadamente lleno de repugnancia, y la joven envió un furioso mensaje a la siniestra diosa: «¡No me extraña que temas que te abandonen, señora! ¡No mereces otra cosa!».

Uluye acababa de finalizar su ofrecimiento personal. Mientras daba la espalda a la orilla y avanzaba los cinco pasos que la conducirían hasta la primera estructura, se sintió inundada por la bendición de la Dama Ancestral. Estaba lista; había suplicado la bendición, y ésta se le había otorgado. La habían tentado para que se desviara del sendero recto, pero había vencido la tentación y ahora el poder residía en su interior; ella era una copa, un cáliz, un recipiente rebosante del embriagador vino negro que era la voluntad de su señora.

Llegó a la primera estructura y se detuvo ante ella; era un avatar, un ser vengador, un ejecutor, y levantó el cuchillo de Índigo por encima de su cabeza. La luz de las antorchas centelleó sobre la hoja como anticipando la brillante película de sangre. No existía ritual para acompañar esto; se trataba de una acción directa, un acto solemne, y debía realizarse con rapidez y en piadoso silencio.

Uluye tensó los músculos del brazo, invocando toda su fuerza física y psíquica. La mano se cerró con fuerza en la empuñadura. Estaba lista, había llegado el momento…

Bajó los ojos en dirección al rostro de Yima; una máscara aterrada de luces y sombras, empapada con el sudor provocado por el miedo y el calor del día, le devolvió la mirada en silencioso e impotente dolor.

Uluye se quedó paralizada de repente. Intentó apartar la mirada, pero no podía moverse; no podía ni tan sólo parpadear. Estaba preparada para resistir una última súplica en los ojos de Yima, para hacer oídos sordos a sus ruegos de clemencia. Pero allí no había súplicas, no había ningún ruego; ni tan siquiera el último destello de esperanza para el que se había preparado. No existía otra cosa que el dolor de una criatura que sabía, más allá de toda duda, que aquella que durante toda su vida la había alimentado y protegido la había abandonado por completo.

Erguida aún, sujetando todavía el cuchillo con ferocidad, las manos de Uluye empezaron a temblar. Luchó por detener aquel movimiento involuntario, pero le fue imposible, y además empezaba a extenderse a los brazos, al cuerpo, a las piernas, haciendo añicos la parálisis, eliminándola y trayendo una oleada de pánico incontrolable.

«¡No! —pensó—. ¡No! ¡Debo hacerlo! ¡Debo hacerlo! ¡Ha pecado; se ha decretado el castigo! ¡Debo cumplir la voluntad de mi señora! ¡Debo hacerlo!».

Y, de repente, en su cerebro irrumpió con violencia la negra desesperación de la certeza: «¡No puedo hacerlo! ¡Señora, fulminadme y devorad mi alma y enviadme con los

hushu si queréis, pero no puedo matar a mi propia hija!».

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