Avatar

Avatar


Capítulo 2

Página 7 de 43

C

a

p

í

t

u

l

o

2

Todas las mujeres del

kemb intentaron con señales y palabras amables tranquilizar a

Grimya, pero la loba se negó a dejarse consolar y al final, dándose por vencidas, le permitieron velar junto al lecho de Índigo. La loba se quedó allí durante todo el sofocante día, vigilando constantemente el rostro congestionado y febril de su amiga, estirando el morro de vez en cuando para lamer suavemente una de sus ardientes manos.

Índigo permaneció inconsciente la mayor parte del tiempo, pero en ocasiones se agitaba en la cama y abría los ojos, clavándolos sin ver en el techo durante unos instantes antes de empezar a dar vueltas y ponerse a gritar delirante.

Grimya jamás había visto ataques de esa especie, y los salvajes pensamientos que brotaban del subconsciente de la muchacha como una llamarada incontrolada aterrorizaban al animal. Cada vez que esto sucedía, la loba se precipitaba a la puerta, ladrando frenética; alguien acudía corriendo a la llamada, volvía a lavar el rostro y torso de Índigo, obligándola a beber por entre los apretados dientes alguna nueva pócima de hierbas, y durante un tiempo la muchacha se calmaba, pero a poco el desagradable ciclo se iniciaba de nuevo.

Las mujeres hacían todo lo que podían, pero con la llegada de la tarde resultó evidente para todos los habitantes del

kemb que Índigo no respondía al tratamiento. La fiebre había empeorado, los intervalos entre los ataques de delirio eran cada vez más cortos, y los limitados conocimientos curativos de las mujeres habían llegado a su fin.

Grimya comprendió que habían renunciado a toda esperanza de curarla por medios normales cuando, al caer la noche sobre el bosque, todas las mujeres de la casa penetraron en la cerrada y sofocante habitación y se reunieron alrededor del lecho. Encendieron unas velas cortas y gruesas que desprendían un humo espeso que hizo que

Grimya mostrara los dientes inquieta, y empezaron a repetir un curioso cántico desafinado mientras la más anciana agitaba por encima de la cabeza de Índigo un bastón cincelado y adornado con borlas.

Eran rezos o conjuros… Habían aceptado la derrota e intentaban ayudar a la enferma con el último recurso de apelar a la magia, o a los dioses o poderes que veneraran.

Grimya se estremeció al ver que el monótono cántico parecía no terminar jamás. Luego, incapaz ya de soportarlo por más tiempo, se escabulló por entre la cortina hasta el pasillo, donde se tumbó con el hocico sobre las patas delanteras, llena de desdicha.

Las mujeres siguieron con su vela hasta el amanecer. De vez en cuando los cánticos se detenían durante unos instantes, y

Grimya levantaba la cabeza entre asustada y esperanzada; pero entonces el murmullo de las voces volvía a iniciarse y aquel ritual de pesadilla seguía adelante. Sola en el pasillo, sin otra compañía que sus propios pensamientos, la loba se preguntaba una y otra vez qué iba a ser de Índigo. Estaba segura de que las mujeres pensaban que su compañera iba a morir, y ella no podía transmitirles la verdad: que Índigo no podía morir, sino que estaba condenada a seguir viviendo, tal y como había hecho durante casi cincuenta años, sin envejecer y sin la amenaza —o la promesa— de la muerte.

Sin embargo, aunque el destino pudiera haberla convertido en inmortal, no la había hecho inmune a males y enfermedades, y

Grimya no sabía qué podía suceder a su amiga si la fiebre no remitía. ¿Quedaría atrapada en una especie de limbo, reducida a una envoltura inerte, pero aferrada todavía a la existencia física? ¿Se vería afectado su cerebro, destrozado el cuerpo más allá de toda esperanza de recuperación?

Grimya no conocía las respuestas, y sus conjeturas la asustaban.

La loba dio alguna que otra cabezada a medida que avanzaba la noche, pero siempre aparecían pesadillas desagradables listas para saltar sobre ella y arrancarla de su sueño con un estremecimiento. Por fin, no obstante, vio cómo los primeros indicios del alba empezaban a iluminar la estrecha ventana del final del pasillo, y, cuando se levantaba, alzando el hocico para olfatear el cambio en el aire, la cortina de la puerta de Índigo se movió y salieron las mujeres. Dirigieron una rápida mirada a la loba, pero no dijeron nada y se alejaron en dirección a la habitación principal. Sólo la joven que había sido la primera en ganarse la amistad de

Grimya, y que fue la última en salir, se detuvo y bajó la mirada.

¡Ssh!

Se llevó un dedo a los labios y luego se agachó para acariciar la cabeza de

Grimya, hablándole con su voz suave y pausada pero también pesarosa. La loba empezaba a comprender poco a poco algunos retazos del idioma nativo. Conocía las palabras que significaban «no», «tranquila» y «dormir», y podía hacerse una idea del significado de algo por la inflexión de la voz, de modo que supuso que la mujer intentaba decirle que Índigo dormía y no podía hacerse nada más por el momento. La loba le lamió la mano —era la única forma que conocía de demostrar su gratitud por la amabilidad y persistencia de la familia— y, mirando esperanzada en dirección al umbral, lanzó un gemido inquisitivo. La mujer sonrió, aunque con tristeza, y apartó la cortina a un lado para dejar pasar a

Grimya.

Desde el lecho, le llegó la jadeante respiración de Índigo. Intentó sondear la mente de su amiga en busca de cualquier señal de reconocimiento, o incluso de vida, pero no encontró nada. Índigo estaba totalmente inconsciente, y no había duda de que muy enferma. El sofoco del rostro se había transformado en dos brillantes manchas febriles en las mejillas, tenía la piel arrugada y como resquebrajada, y los ojos tremendamente hundidos, lo que le daba un espeluznante aspecto cadavérico.

Grimya la contempló durante un buen rato, los ojos ambarinos llenos de aflicción. Luego, enojándose consigo misma porque sabía que debía aceptar que no había nada que pudiera hacer para ayudar a Índigo, o incluso comunicarse con ella e intentar consolarla, se tumbó a los pies de la baja cama para continuar con la vela que las mujeres acababan de abandonar.

Aquella mañana resultó interminable para

Grimya. Los sonidos de actividad humana se filtraban a través de las delgadas paredes del

kemb desde la habitación almacén, confundiéndose con el soporífero zumbido de fondo de la jungla que rodeaba la edificación como una blanda manta. Uno de los niños le llevó un plato de comida y un cuenco de agua, pero, aunque bebió un poco, la loba no tenía hambre y la comida permaneció intacta.

Índigo murmuraba en su anormal sueño, revolviéndose de un lado a otro como si intentara escapar del particular infierno de la fiebre. En dos ocasiones gritó en voz alta en el idioma de su antiguo país de origen, llamando a su padre y a su madre y hermano, que llevaban muertos más de medio siglo, y gritando, también, el nombre de Imyssa, su anciana niñera. La mujer joven apareció al momento al escuchar los gritos y consiguió tranquilizarla, pero, cuando se fue, Índigo empezó a llorar con largos y terribles sollozos desquiciados, y sus labios secos y su inflamada lengua musitaron otro nombre que

Grimya conocía muy bien: Fenran; el amor que Índigo había perdido, el hombre cuyo cuerpo y alma se encontraban retenidos en un mundo entre mundos, y al que soñaba con liberar. La loba cerró los ojos y volvió la cabeza cuando el murmullo vibró a través de la sofocante habitación, sintiendo que se inmiscuía en algo en lo que no tenía derecho a aventurarse, y lamió con la lengua el hirviente aire mientras intentaba refrescarse y pensar en otras cosas.

Grimya no podía calcular las horas en esta latitud desconocida, pero consideró que debía de ser cerca del mediodía cuando escuchó el ruido de gente que llegaba al

kemb. La alertó el sonido de pies golpeando sobre los peldaños de madera; luego se escucharon exclamaciones, sofocadas apresuradamente, y nuevas voces —tres, o quizá uno— en la sala almacén.

Grimya levantó la cabeza, las orejas estiradas al frente para captar los matices de los desconocidos sonidos. Tenía toda la impresión de que los recién llegados eran personas de cierta importancia, ya que la familia parecía hablar en tono respetuoso y parecía como si se llevara a cabo una especie de interrogatorio. Entonces la puerta situada al final del pasillo se abrió con una violenta sacudida y cuatro mujeres desconocidas hicieron su aparición.

Grimya, que se encontraba tumbada en el pasillo, se puso de pie al instante, aguijoneada por dos instintos independientes y violentos que sacudieron su mente de forma simultánea. Las recién llegadas eran desconocidas, una incógnita, y por lo tanto enemigas potenciales. Pero, junto con esto, sus agudos sentidos psíquicos habían registrado una acentuada sensación de poder.

El jefe del grupo vio a

Grimya y levantó una mano para detener la pequeña procesión. Era una mujer de mediana edad, piel caoba, cabellera negra y aspecto rechoncho, con grandes pliegues de grasa en los brazos desnudos y el pecho apenas cubierto. Llevaba una bolsa de piel colgada de un hombro, y en la mano derecha sujetaba un pesado bastón. La mujer se quedó inmóvil con las piernas clavadas en el suelo como pequeños troncos de árbol, y las intrincadas tallas de hueso que le colgaban sobre el rostro sujetas a una cinta de cuero que le rodeaba la cabeza tintinearon entre sí mientras contemplaba a

Grimya con expresión feroz. Sus tres acompañantes eran más jóvenes pero no menos intimidantes. Más altas y delgadas que su jefe, llevaban los cabellos peinados en un complicado sistema de trenzas; dos de ellas tenían sigilos pintados en mejillas y barbilla, y las tres llevaban machetes colgados a la cintura.

Los pelos del lomo de

Grimya se erizaron; les mostró los clientes, no queriendo demostrar una agresividad abierta pero indicando de todos modos que no se la podía tomar a la ligera. Entonces hizo su aparición la mujer joven del

kemb, abriéndose paso por entre el grupo con gestos pacificadores y conciliadores. Tras hablar con la mujer gorda en tono respetuoso, inclinando la cabeza y juntando las manos, se acercó apresuradamente a

Grimya y la tranquilizó, dándole a entender que las mujeres no constituían ninguna amenaza. La loba se apaciguó, aunque el halo de poder seguía inquietándola, y el grupo siguió adelante sin hacerle caso, en dirección a la cortina que cubría la entrada de la habitación de Índigo. La loba intentó seguirlas, pero, llena de nerviosismo, la joven la empujó hacia atrás, repitiendo con gran énfasis la palabra que

Grimya creía significaba «ayuda».

Las cuatro desconocidas desaparecieron en el interior de la habitación, y de detrás de la cortina surgieron unos murmullos rápidos y apenas audibles.

Grimya oyó crujir la cama; luego, al cabo de unos momentos, la cortina se hizo a un lado y salió la mujer gorda. Las miró a las dos, con una mirada aguda e intensa, y pronunció tres palabras con vehemencia antes de darse la vuelta y volver a penetrar a grandes zancadas en la habitación. Los rudimentarios conocimientos que

Grimya poseía de la lengua de estas gentes no eran suficientes para que estuviera segura de lo que se decía, pero una impresión telepática del significado, y la exclamación ahogada de la mujer del

kemb, que parecía ser una mezcla de sorpresa y temor, fueron suficientes para confirmar su sospecha de que las palabras de la mujer gorda venían a decir más o menos: «es ella».

Grimya no sabía de dónde habían venido las cuatro desconocidas ni quién o qué eran, pero estaba claro desde el principio que la familia residente en el

kemb las temía y respetaba. Lo que era más importante aún era que, al parecer, creían que las recién llegadas podían ayudar a Índigo allí donde sus propios esfuerzos habían fracasado. No se permitió a nadie presenciar lo que sucedía tras la cortina de la habitación, y

Grimya no llegó a saber si los conocimientos utilizados por las mujeres se basaban en la medicina o en la magia, pero, después de una hora más o menos, la que parecía el jefe regresó a la habitación almacén con una expresión de austera satisfacción en el rostro.

Para cuando hizo su aparición, el

kemb había sufrido una metamorfosis. La familia, cogida por sorpresa por la inesperada llegada de sus visitantes, había realizado un esfuerzo desesperado para tener dispuesto todo honor y comodidad posibles para sus invitadas. Habían puesto a los niños a barrer y ordenar bajo las chillonas órdenes de una de las mujeres jóvenes, y la anciana señora y la esposa regordeta se encontraban muy ocupadas junto a la estufa de leña, mientras los hombres habían colgado en las ventanas y puerta de la sala almacén un extraño pero evidentemente valioso surtido de adornos y fetiches. Del bosque circundante se habían traído a toda prisa manojos de hojas y flores carnosas de aspecto extraño para incorporarlos a las decoraciones y esparcirlos por el suelo, y también se había adornado un sillón de junco trenzado a modo de improvisado trono.

La mujer gruesa se detuvo en el umbral de la puerta que daba al pasillo y paseó la mirada por la habitación con expresión crítica. Todos los habitantes del

kemb se encontraban reunidos con aire respetuoso en un lado de la sala, y durante quizá medio minuto nadie dijo nada. Entonces la mujer gorda hizo un rápido gesto de asentimiento con la cabeza y, tras proferir un gruñido que parecía significar «muy bien», avanzó hasta el adornado sillón y se sentó.

La atmósfera se relajó de forma ostensible. Con un apagado suspiro de alivio, el más anciano de los hombres chasqueó los dedos en dirección a las mujeres de menor edad, y éstas corrieron junto a la estufa y empezaron a llenar cuencos de madera con el contenido de tres ollas que hervían sobre ella. Otro hombre sacó copas y vertió en ellas una infusión de olor penetrante contenida en una jarra de piedra. Entregó la primera copa a la anciana señora de la casa, quien por su parte la ofreció a la mujer gruesa, y la aceptación de ésta fue la señal para que se llenaran otras copas. Llegados a este punto, a la anciana se le permitió sentarse; los demás, no obstante, permanecieron en pie mientras las mujeres, mudas y con los ojos abiertos de par en par, depositaban cuencos de comida en el suelo a los pies de su invitada. La mujer seleccionó un bocado de cada uno, lo masticó con cuidado, asintió aprobadora y luego se volvió para hablar con la anciana, quien, al parecer, era la única de los presentes que merecía ser tratada de modo parecido a un igual.

Grimya, que había conseguido colocarse en un lugar lo más próximo posible a la recién llegada sin que resultara demasiado llamativo, escuchó con suma atención las palabras de la mujer y las respuestas de la anciana. Cada vez que la invitada callaba, la anciana asentía con deferencia y repetía las mismas dos palabras: «ain, Shalune».

Grimya sabía que

ain significaba «sí», y no tardó en comprender que Shalune debía de ser el nombre o título de la mujer gruesa. Ésta, al parecer, estaba o bien dando instrucciones o bien manifestando una serie de hechos, y, a medida que hablaba, la expresión de la anciana y de los miembros de su familia cambió. Algo de lo que Shalune les decía los llenaba de excitación; en un momento dado la rechoncha esposa del propietario del

kemb dejó escapar una breve exclamación de deleite. Cuando Shalune acabó de hablar, todos los presentes se inclinaron hacia adelante, las palmas de las manos juntas en señal de respetuosa gratitud.

Grimya, sin embargo, no sintió más que inquietud. A diferencia de los habitantes del

kemb, la mente de Shalune estaba psíquicamente activa y, por lo tanto, abierta a un ligero sondeo telepático, al menos a un nivel muy superficial, de modo que la loba había conseguido interpretar parte de sus pensamientos mientras hablaba. Por lo que parecía, ella y sus acompañantes consideraban de alguna manera importante a Índigo.

Grimya no sabía cómo ni por qué, pero el sentido de sus pensamientos era inequívoco…, de la misma forma que lo eran sus intenciones. Pensaba llevarse a Índigo del

kemb a algún lugar —la loba no lo pudo comprender con claridad— de especial significado, en tanto que la familia sería recompensada o recibiría algún privilegio particular por su diligencia en cuidar de ella antes de la llegada de Shalune. Mientras los anfitriones de Shalune repetían su agradecimiento una y otra vez,

Grimya sintió un nudo en el estómago. ¿Dónde encontraba ese lugar al que se refería Shalune? ¿Y por qué planeaba llevar a Índigo allí? ¿Qué querían de ella las mujeres? Si pensaban hacerle daño de alguna forma… Pero no, argumentó

Grimya, no había percibido ninguna intención hostil en los pensamientos de Shalune; más bien lo contrario. Índigo era importante para estas desconocidas. Pero

¿por qué? No tenía sentido.

Subrepticiamente, la loba miró en dirección a las habitaciones interiores, preguntándose si podría escabullirse para ir a ver a Índigo sin que nadie se diera cuenta, pero entonces recordó que las tres acompañantes de Shalune se encontraban todavía en la habitación de la cortina. Debía ser paciente y esperar el momento oportuno, enfrentarse a sus temores y aguardar para visitar a su amiga el momento en que, si es que se daba el caso, quedara sola durante unos minutos. No resultaría fácil, pero, por ahora al menos, era todo lo que podía hacer. Desconsolada, se tumbó en el suelo a esperar.

La oportunidad de

Grimya se presentó algo después del mediodía. Tras su comida, Shalune fue a reunirse con sus compañeras en la habitación de Índigo, y tardó bastante en regresar. Pero, cuando lo hizo, el corazón de la loba se puso a latir con fuerza, pues esta vez las cuatro mujeres penetraron juntas en la sala almacén, dejando sola a Índigo.

Para entonces, ya había corrido la voz de la presencia allí del grupo. La anciana, presumiblemente con la autorización de Shalune, había enviado a los muchachos más jóvenes a comunicar la noticia a sus vecinos, y una pequeña multitud se había reunido en respetuoso silencio fuera del

kemb. La mayoría traían algún regalo a las mujeres, y, tras saciar la sed con otra copa de la infusión casera, Shalune condescendió a salir a la galería para echar un vistazo a las ofrendas. Los regalos eran, al parecer, el precio que se esperaba pagar por pequeños servicios tales como una receta médica, un consejo o una sentencia en una disputa.

Estaba muy claro ahora que Shalune y sus acompañantes eran las guardianas y los instrumentos de la religión, la ley o ambas cosas, y el que ahora tuvieran que ocuparse de los recién llegados facilitó a

Grimya la oportunidad que esperaba. Teniendo buen cuidado de que la mujer joven del

kemb no la estuviera vigilando, la loba avanzó lentamente a lo largo de una de las paredes de la habitación, para luego deslizarse por la puerta sin ser vista y correr pasillo adelante hasta la habitación de Índigo. Empujó la cortina a un lado con el hocico, pasó al otro lado… y se detuvo en seco.

Índigo estaba sentada en la cama. Tenía la espalda apoyada en mullidos almohadones y su piel parecía un pedazo de papel fino y húmedo, pero estaba consciente y, cuando sus ojos se encontraron,

Grimya supo que la fiebre había desaparecido casi por completo.

«¡Índigo!».

La loba recordó justo a tiempo que no debía gritar en voz alta el nombre de su amiga. Corrió hasta el lecho y saltó sobre él, todo el cuerpo temblando de excitación mientras lamía el rostro de Índigo.

—¡Oh,

Grimya! —Índigo la apretó contra ella con toda la fuerza de sus menguadas energías—.

¡Grimya, Grimya!

«¡Chisst!», le advirtió la loba.

«Se supone que no debo estar aquí. Me echarían si lo supieran. Índigo, ¿estás bien? ¡He estado tan preocupada!».

Índigo la soltó y dejó caer los brazos a los costados, agotada por el esfuerzo de abrazar a la loba, aunque intentó evitar que

Grimya se diera cuenta de lo débil que estaba.

«Mejoro con rapidez, cariño», le transmitió en silencio.

«No sé lo que me dio esa mujer, pero eliminó la fiebre más deprisa que ningún elixir que conozco». Calló unos instantes.

«¿Cuánto tiempo he estado delirando?».

«Algunos días», respondió

Grimya, «si cuentas el tiempo pasado en el bosque antes de que encontráramos este lugar. ¿Recuerdas la tormenta?».

Índigo negó con la cabeza.

«No recuerdo nada desde la mañana en que, al despertar, noté que empezaba a tener fiebre».

«Eso fue hace cinco días. Estabas tan enferma que no sabía qué hacer. Al final le pedí ayuda a la Madre Tierra, y me parece que me contestó y nos condujo hasta aquí».

Índigo paseó la mirada por la habitación llena de curiosidad.

«¿Qué lugar es éste, Grimya?

Intenté preguntárselo a las mujeres, pero no comprendemos nuestras respectivas lenguas».

Grimya empezó entonces a contarle, lo mejor que pudo, cosas sobre el

kemb y sus habitantes, y describió las circunstancias que la habían impulsado a buscar ayuda aquí.

«Pero», añadió al finalizar la explicación,

«hay algo más que debes saber, algo que me preocupa enormemente. Yo tampoco comprendo el idioma de las mujeres, pero he conseguido leer algunos de los pensamientos de la más gorda… Shalune, creo que se llama. ¡Índigo, tienen la intención de llevarte lejos de aquí!».

«¿Llevarme lejos de aquí?». Índigo arrugó el entrecejo.

«¿Adónde?».

«No lo sé. A un lugar muy especial, creo, pero no sé dónde está ni por qué quieren ir allí. Creo que…». Grimya vaciló, preguntándose si su sospecha no parecería tonta, pero decidió que debía decirlo.

«Creo que eres importante para ellas de alguna forma».

Índigo se sintió a la vez sorprendida y desconcertada.

«Pero si soy una completa desconocida, una forastera…», le transmitió.

«Lo sé. Tampoco yo lo comprendo. Pero me da la impresión de que hay algo religioso en todo esto. La mujer llamada Shalune parece ser una especie de…». La loba empezó a rebuscar en su mente para encontrar la palabra exacta, e Índigo aventuró:

«¿Sacerdotisa?».

«¡Sí!». La lengua de

Grimya se agitó nerviosa.

Una sacerdotisa. Índigo consideró la idea con inquietud. Le resultaba imposible pensar con claridad; la fiebre no había desaparecido por completo y, además de su debilidad física, todavía sentía que podría recaer en el delirio con demasiada facilidad. Necesitaba tiempo para recuperar las fuerzas y la agudeza mental, tiempo para asimilar lo que

Grimya le contaba y, por encima de todo, tiempo para meditar sobre lo que haría. Siempre que las sacerdotisas estuvieran dispuestas a dejarla opinar sobre su propio futuro.

De improviso se escucharon pasos en el pasillo y el murmullo apagado de voces.

Grimya volvió la cabeza con un sobresalto culpable, y las cortinas se hicieron a un lado para dar paso a Shalune y a sus tres acompañantes.

Shalune vio a

Grimya y su entrecejo se frunció al momento. Con un furioso denuesto, avanzó hacia la cama, dando enérgicas palmadas para sacar a la loba del lecho y de la habitación.

—¡No! —protestó Índigo—. Deja que se quede… quiero que se quede.

Shalune se detuvo.

Grimya se había acurrucado en la cama llena de nerviosismo, e Índigo la rodeó con un brazo y la sujetó con actitud protectora. Mirando directamente a los ojos a la rechoncha mujer, repitió despacio y con claridad:

—Quiero que se quede.

Ir a la siguiente página

Report Page