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Capítulo 6

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6

Índigo contempló cómo Shalune tomaba con destreza un puchero situado sobre el hogar y empezaba a servir su contenido en dos recipientes de arcilla.

—Ésta es la primera ocasión que he tenido para poder decirte lo agradecida que te estoy, Shalune —dijo la muchacha en la lengua de la Isla Tenebrosa—. Debiera haberlo expresado antes, pero no sabía cómo decirlo de forma correcta en tu lengua.

Shalune alzó la cabeza y le dedicó una sonrisa.

—No hay nada que agradecer. Me limité a hacer lo que la Dama Ancestral me indicó; cualquier otra habría hecho lo mismo.

Índigo escuchó con atención mientras

Grimya traducía en silencio las palabras y frases que no conocía. En estos momentos ya no eran demasiadas; llevaban quince días en la ciudadela, y, con la ayuda de la loba, había realizado rápidos progresos en su aprendizaje de la lengua de los habitantes de la Isla Tenebrosa. Devolvió la sonrisa a Shalune, preguntándose si podría aventurarse a hacer algunas preguntas que Uluye, al parecer, no estaba dispuesta a contestar con todo detalle.

Para empezar, no la habían requerido todavía para cumplir con sus deberes como oráculo por segunda vez. No podía negar ni por un momento que se alegraba de ello, pero a la vez también lo encontraba curioso. No obstante, cuando intentó preguntar a Uluye sobre ello, la mujer se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta y decir que esto estaba en las manos de la Dama Ancestral.

Tal vez Shalune fuera más comunicativa, así que Índigo inquirió:

—Shalune, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Pregunta. —Entonces la sacerdotisa lanzó una risita ahogada—. Aunque debería ser yo quien preguntase, ¿no? ¡Tú eres el oráculo después de todo!

—Es lo que todo el mundo dice. Pero, desde esa primera noche, no se me ha pedido que vuelva a hablar. —Hizo una pausa, para luego seguir—: Me he estado preguntado cuándo llegará esa próxima ocasión.

—Nosotras no podemos predecirlo —respondió Shalune—. Es la Dama Ancestral quien escoge el momento y el lugar para su siguiente revelación, no nosotras. Volver a hablar a través de ti cuando tenga algo que decir, no antes. Pero no te preocupes —añadió, dedicando de nuevo a Índigo su sobrecogedora y feroz sonrisa—. Cuando llegue el momento, ¡tú lo sabrás antes que nadie!

Animada por el buen humor de la mujer y su disposición a hablar, Índigo preguntó:

—Pero ¿qué sucederá si ese momento no llega, si estáis equivocadas y yo no soy el oráculo después de todo?

—Eso no es posible —repuso Shalune con expresión desconcertada—. Lo eres.

—¿Cómo podéis estar tan seguras?

—Porque las señales eran inequívocas, claro está. Uluye te habrá hablado sin duda sobre las señales…

—No —negó Índigo meneando la cabeza—. Intenté preguntar, pero…, bien…

Shalune vaciló un momento, como si no estuviera muy segura de lo franca que podía atreverse a ser; luego se encogió de hombros.

—Uluye puede haber tenido sus motivos para no hablar. Pero yo no tengo ninguno. Las últimas palabras de la Dama Ancestral a través del antiguo oráculo fueron que debíamos viajar hacia el sudoeste en nuestra búsqueda, y que encontraríamos a la persona escogida resguardándose de una fuerte tormenta. La persona elegida, dijo el oráculo, tendría a un animal como compañero, y nuestra primera prueba sería salvarle la vida con nuestras artes curativas y nuestra magia. —Volvió a encogerse de hombros—. ¿Cómo es posible que los dos seres que buscábamos no seáis tú y

Grimya? A menos que seáis un

hushu que intenta engañarnos, ¡y a estas alturas ya lo habríamos descubierto! —finalizó con una risa gutural.

—¿Un qué? —inquirió Índigo, contemplándola con fijeza.

—¿No sabes lo que significa

hushu? —Shalune se quedó inmóvil con el cucharón en el aire y una peculiar expresión en el rostro.

También

Grimya parecía perpleja, por lo que Índigo se vio obligada a mover la cabeza negativamente.

—No había oído esta palabra en mi vida.

—Ah. Bueno, quizá sea mejor que siga así; te ahorrará momentos desagradables. De todos modos, no tienes que preocuparte por los

hushu ahora que estás a salvo aquí. —Sonrió de nuevo mostrando toda la dentadura—. Me enorgullece haber sido yo quien te encontró. La Dama Ancestral está complacida conmigo, y esto me proporciona mucho

ches.

«He oído esta palabra», la informó

Grimya en silencio.

«Significa que las otras mujeres ahora la respetan más que antes». Con buen juicio, añadió:

«Creo que eso no complace mucho a Uluye».

«Desde luego que no…», se dijo Índigo, conteniendo una sonrisa.

Ignorante de la conversación que tenía lugar entre las dos, Shalune depositó un cuenco frente a Índigo y otro en el suelo frente a

Grimya.

—Basta de preguntas por ahora —declaró con firmeza—. Come, o no tendrás tiempo de disfrutar de tu comida antes de que empecemos a prepararnos para la ceremonia de esta noche.

Se levantó para marcharse, pero Índigo la detuvo.

—Shalune…, una última pregunta. ¿Qué tendré que hacer esta noche? No sé nada sobre la ceremonia, ni tampoco por qué tiene lugar. —Esperando que no sonara a falso, añadió—: No quisiera cometer ningún error y fallaros.

La mujer frunció el entrecejo y su boca se curvó brevemente en una pequeña mueca de irritación.

—¿Uluye tampoco te habló de esto? Ah… Bueno, supongo que no importa. Ésta es la Noche de los Antepasados, la noche de la luna llena. Mucha gente de los pueblos de los alrededores vendrá hasta el lago para tomar parte. Todo lo que tienes que hacer es ir hasta la orilla del lago y que te vean. Nada más. No hables; limítate a mirar, y a dejar que la gente que llevemos ante ti te toque la túnica para que les dé buena suerte, igual que sucedió en el viaje hasta aquí.

—Comprendo. —Índigo se sintió aliviada, aunque llena de curiosidad sobre la naturaleza de la ceremonia y significado—. Gracias.

—Come ahora —sonrió Shalune—. Regresaremos pronto.

La cortina descendió a su espalda, e Índigo volvió su atención a la comida. Era una de las muchas peculiares rarezas de este culto el que no estuviera permitido que comiera con el oráculo ni lo viera comer. A Índigo le preparaban la comida —no se le permitía, como no había dado en descubrir, hacer más que lo mínimo por sí misma—, pero contemplar cómo la ingería era tabú.

Otros tabúes impedían traspasar el umbral de su aposento en la cueva si ella no estaba presente o se encontraba dormida, pronunciar los nombres de cualesquiera sus antepasados en su presencia, y tocarla, aunque fuera un simple roce, sin el permiso expreso de una sacerdotisa de categoría superior. La categoría superior, había descubierto Índigo, estaba reservada a unas pocas, entre la que se incluían Uluye, Shalune y unas dos o tres mujer más, entre las que figuraba la propia hija de Uluye.

Cuando le habían presentado a Yima diez días antes, Índigo se había quedado asombrada; primero, por el extraordinario parecido físico que tenía con su madre, y segundo, por la revelación de que la Suma Sacerdotisa tuviera una hija. Le sorprendió el que mientras que las mujer del culto desdeñaban todo contacto con los hombres, no existiera ningún tabú entre sus filas contra el alumbramiento de criaturas.

Grimya, tras una juiciosa escucha furtiva, había averiguado más cosas. Al parecer, si así lo deseaban, a las mujeres se les permitía abandonar la ciudadela y vivir con un compañero durante un corto espacio de tiempo. Todas las hijas de tales relaciones eran bienvenidas al culto cuando sus madres decidían regresar; los hijos, por otra parte, eran entregados al cuidado de familias que agradecían tal privilegio, y luego olvidados.

Resultaba difícil imaginar que Uluye hubiera podido tener una hija por amor, o siquiera a causa de una pasión pasajera, pero mucho más fácil era descubrir otro motivo mucho más pragmático. Yima tenía dieciséis años y estaba destinada a ser la imagen de su madre en algo más que en sentido físico, pues se preparaba para convertirse, en un futuro, en sucesora de Uluye como cabeza del culto. Para extrañeza de Índigo, las intenciones de Uluye parecían gozar de la aprobación de todas las sacerdotisas, incluso de Shalune. A la única a la que al parecer no se había consultado era a Yima, pero eso, por lo visto, carecía de relevancia. Yima obedecería a su madre en esto como lo hacía en todo lo demás y, cuando llegara el momento, adoptaría su papel sin objeciones.

Pese a ser la hija de Uluye y su marioneta, Índigo sintió una inmediata e intuitiva simpatía por Yima. Aunque había heredado el físico de su madre con un cuerpo delgado y ágil y unas facciones muy marcadas, no se habría podido encontrar dos temperamentos más diferentes. Mientras que Uluye era irascible, autoritaria y suspicaz de todo lo que la rodeaba, Yima era pacífica, modesta y confiada casi hasta el extremo de ser ingenua. Era una lástima, pensaba Índigo, que su vida tanto ahora como en el futuro estuviera circunscripta a las rígidas exigencias de su madre, pues sospechaba que Yima no estaba hecha para ser un cabecilla natural. También sospechaba que Shalune compartía privadamente este punto de vista, aunque la mujer jamás sacaba a colación el tema. Pero Shalune no era quién —tal y como Uluye había dejado muy claro— para cuestionar las decisiones de la Suma Sacerdotisa, ni para expresar una opinión propia.

Índigo creía que no poner en entredicho las decisiones de Uluye era un asunto que no tardaría en convertirse en la manzana de la discordia entre ella y la Suma Sacerdotisa. Uluye exigía obediencia absoluta de todas las mujeres que la rodeaban… y eso incluía al oráculo, a quien en teoría servía. Así pues, mientras que en casi todos los aspectos Uluye otorgaba a Índigo toda la veneración ofrecida al oráculo por las demás sacerdotisas, esperaba no obstante que todas sus órdenes fueran obedecidas al momento, reforzando la sensación de la muchacha de que, a pesar de lo que demostraba, Uluye la consideraba poco más que una herramienta con la que hacer cumplir su voluntad. Índigo aborrecía esto intensamente, pero, tomando en cuenta la advertencia de

Grimya, ocultaba todo lo posible su resentimiento. Sólo a Shalune, e incluso entonces con mucha diplomacia, daba a entender de vez en cuando que no se sentía satisfecha con una situación que convenía a la voluntad de Uluye con la exclusión de todo lo demás.

Su relación con Shalune había cambiado mucho en le últimos días. Ahora que podían comunicarse, Índigo descubrió que cada vez le gustaba más la gorda sacerdotisa; tal y como había predicho

Grimya, empezaban a hacerse amigas. Existían todavía barreras de cautela y duda, complicadas aún más por el abismo de la posición social de Índigo dentro del culto, pero Shalune era a la vez realista y pragmática. Índigo se comportaba con ella como un igual, de modo que ella respondía de la misma forma sin mostrarse atemorizada. ¿Por qué no habría de tener amigas incluso el avatar de una diosa si así lo desea?

Desde luego, estaba también mezclado un cierto grado de interés personal, pues ser la confidente del oráculo concedía a Shalune más

ches si cabe entre sus compañeras, y también aseguraba que Índigo no cayera demasiado bajo la influencia de Uluye. A medida que su habilidad para hablar el idioma aumentaba, Índigo se daba cuenta de que realmente existían áreas de gran desacuerdo entre las de sacerdotisas y que, como sospechaba

Grimya, a Shalune le habría gustado ser la cabeza del culto en lugar de Uluye. Observando a las dos mujeres juntas y por separado, la joven llegó a la conclusión de que Shalune habría sido una mejor elección, al menos en lo referente a cuestiones reglares, pues habría suavizado la rígida adhesión de Uluye a la ley con una pizca de sentido común y compasión, cualidades que la otra o bien no poseía o no estaba dispuesta a mostrar.

En otras circunstancias, Índigo habría sentido una cierta simpatía por Uluye, ya que tenía la sensación de que la actitud inflexible de la Suma Sacerdotisa derivaba de la inseguridad y soledad de las que a menudo son víctimas los gobernantes absolutos. Pero, por mucho que lo intentaba, no conseguía sentir simpatía por la larguirucha mujer. Shalune, por mucho que su amistad pudiera tener una segunda intención, presentaba al menos un rostro más humano al mundo.

Grimya había terminado ya su comida y se dedicaba a lamer el cuenco para saborear las últimas gotas de líquido. Índigo había comido ya suficiente —las porciones de Shalune eran más que generosas—, de modo que colocó el recipiente en el suelo e instó a la loba a comer lo que quedaba. Mientras se servía una copa de agua de una jarra, la muchacha preguntó:

—¿Cómo dijo Shalune que se llamaba esta ceremonia de la luna llena,

Grimya? ¿La Noche de los Antepasados?

—Sssí —respondió la loba, lamiéndose el hocico—; pero no sé lo que significa.

—Alguna especie de rito de conmemoración, quizás en honor a los muertos.

Índigo lo dijo como sin darle importancia, pero al mismo tiempo se vio obligada a contener un escalofrío interior. ¿Qué clase de mundo subterráneo u otro mundo era el reino de la Dama Ancestral? ¿Poseía realmente el dominio sobre los espíritus de los difuntos? Las sacerdotisas no le habían explicado gran cosa sobre su religión, pero ella sabía que creían que la Dama Ancestral poseía el poder de otorgar regocijo o tormento en la otra vida. Regocijo o tormento… Un recuerdo viejo, muy viejo, se agitó en la mente de Índigo, y con él vino un dolor sordo y punzante que con los años se había convertido en algo tan familiar para ella como sus propias facciones reflejadas en un espejo. Un nombre en sus pensamientos, un rostro en sus recuerdos: Fenran…

Grimya, percibiendo que algo no iba bien, levantó cabeza.

—¿Índigo? ¿Qué sucede?

La muchacha intentó disimular, no queriendo en ese momento compartir sus pensamientos ni siquiera con la loba pero, antes de que pudiera hablar, escucharon pisadas fue de la cueva y el sonido de varias voces. Agradecida por la interrupción, Índigo dijo en voz alta que ya estaba lista para recibir visitas, y, cuando la cortina se hizo a un lado, vio a Uluye en el umbral, con Shalune, Yima y otras mujeres detrás de ella.

Índigo inclinó la cabeza a modo de saludo ceremonioso a la Suma Sacerdotisa. Había decidido seguir el juego de Uluye; si no quería mostrarse más flexible, entonces Índigo seguiría su ejemplo.

—He terminado la comida —anunció—. Podéis entrar todas.

Uluye penetró en la cueva a largas zancadas. A una orden suya, las dos sacerdotisas de menor categoría recogieron los cuencos de la muchacha y la loba y se los llevaron para lavarlos. Cuando se hubieron marchado, Uluye dijo:

—Tengo entendido que Shalune te ha explicado lo que se espera de ti en la ceremonia de esta noche.

—Así es. —Índigo se sintió tentada de añadir: «lo que es más de lo que tú condescenderías a hacer», pero se mordió la lengua.

—Muy bien. —¿Centelleó en ese momento una fugaz mirada hostil entre Uluye y Shalune? Era imposible asegurarlo…—. Se te conducirá a la orilla del lago al atardecer. Por favor, no hables con nadie, y deja que te toquen sólo aquellos que llevemos ante ti.

—Gracias —respondió Índigo con un leve tono mordaz en la voz—. Shalune ya me ha dado estas instrucciones.

Esta vez se produjo un inconfundible intercambio miradas; cólera por parte de Uluye y autocomplacencia por parte de Shalune. Yima, que se encontraba entre ellas, bajó la mirada rápidamente al suelo y se concentró en la contemplación de sus pies.

Uluye frunció el labio superior y volvió a dirigirse a Índigo.

—He traído tu túnica ceremonial. Vístete, por favor. No tenemos mucho tiempo antes de que se inicie el rito.

Grimya, a quien disgustaba Uluye aún más que a Índigo, mantenía sus pensamientos cuidadosamente neutrales. Simulando una sonrisa, Índigo tomó la prenda que la Sacerdotisa le tendía.

—Gracias —repitió, con más amabilidad esta vez, y empezó a vestirse.

Los tambores que llevaban dos horas lanzando su llamada a los fieles de los poblados callaron por fin, y una fanfarria de las grandes trompas anunció la aparición de la comitiva ceremonial en la escalera. Cuando emergieron a la llameante luz del ocaso, Índigo se quedó asombrada de ver cuántos habían respondido a la llamada de los tambores. La orilla estaba circundada de gente que se amontonaba en un círculo que rodeaba todo el lago, desde un extremo de la ciudadela al otro. A una orden de Uluye, las sacerdotisas guerreras situadas a la cabeza del desfile encendieron antorchas; las llamas iluminaron la escalera, y un potente grito surgió de la multitud de gargantas allí reunidas cuando los que esperaban abajo vieron la señal. La comitiva avanzó, precedida por las guerreras, con Uluye justo detrás vestida con todas sus ropas de ceremonial, seguida de Índigo, a la que transportaban de forma aterradoramente precaria en una litera abierta. La muchacha cerró los ojos nada más iniciarse el descenso, horrorizada por el balanceo de la litera y por el efecto del descomunal tocado en su sentido del equilibrio, y escuchó la voz mental de

Grimya que le hablaba desde su puesto entre Shalune y Yima detrás de la litera.

«Todo va bien, Índigo, no pasa nada. La escalera es lo bastante ancha, y las mujeres deben de haber hecho esto innumerables veces».

Índigo intentó concentrarse en estas palabras tranquilizadoras y creer en ellas mientras continuaba su avance. A mitad del descenso, los tambores volvieron a sonar, retumbando con un ritmo repetitivo, y la joven creyó escuchar, mezcladas con su estruendo, voces que gritaban y vitoreaban. Por fin, alcanzaron el último tramo de escalera, un trozo amplio que las condujo hasta el ruedo de arena roja situado entre el muro del farallón y el lago. Una pieza cuadrada y plana de algo más de un metro de altura se alzaba en el centro de la meseta, y las porteadoras de la litera colocaron su carga sobre la roca, de modo que Índigo quedó entronizada por encima de las cabezas la muchedumbre, en un lugar desde el que podía observar todo lo que sucedía.

Era, pensó mientras aspiraba con fuerza, una escena impresionante. El llameante sol se hundía por detrás de los árboles, y la noche tropical empezaba a caer con sobrenatural rapidez. Ante ella, formando una hilera, se encontraban todas las sacerdotisas, con Uluye a solas delante; su figura coronada era una imagen de pesadilla bajo el bamboleante resplandor de las antorchas. Alrededor del lago la congregación observaba y aguardaba. Unos pocos, que ocupaban una posición privilegiada en el extremo del redondel, quedaban iluminados por la luz de las antorchas. Índigo vio tensión y temor reflejados en sus rostros.

De improviso las trompas lanzaron otra corta fanfarria y los tambores callaron. Un pájaro gritó desde algún lugar en las profundidades del bosque, y luego, mientras los últimos ecos se desvanecían, se hizo el silencio.

Uluye avanzó. Con los brazos cruzados sobre el peche se dirigió con dignidad hacia el lago y, sin una vacilación, penetró en el agua. Un murmullo lleno de ansiedad surgió de entre los reunidos; un bebé gimoteó y fue silenciado al momento. Uluye siguió adelante, descendiendo por la inclinada orilla. El agua le cubrió los muslos, luego la cintura, los hombros. Entonces se detuvo, lanzó un grito agudo y se hundió bajo el agua de modo que sólo el complicado tocado de su cabeza sobresalía por encima de superficie.

Los reunidos lanzaron una nueva exclamación. Dos de las sacerdotisas guerreras dejaron sus lanzas en el suelo y avanzaron con silenciosa eficiencia hasta tomar posiciones a la orilla del lago. Todos los ojos estaban puestos en el tocado de Uluye, e Índigo empezó a contar el paso de los segundos. Éstos pasaban y pasaban, y su pulso se aceleró; sin duda nadie podía permanecer bajo el agua tanto tiempo sin subir a respirar. Intercambió una inquieta mirada con

Grimya y siguió contando…

De pronto las aguas del lago empezaron a agitarse, y Uluye hizo su aparición. Sus cabellos y ropa chorreaban agua, y el profundo estertor de sus pulmones al aspirar resonó por todo el lago. Las guerreras penetraron apresuradamente en el agua y la sujetaron por los brazos cuando ella pareció estar a punto de caer; su cuerpo estaba rígido entre sus poderosas manos, la cabeza echada hacia atrás, los ojos desorbitados como poseídos, y la boca bien abierta en una sonrisa dolorosa pero a la vez triunfal. Las dos mujeres que la ayudaban tiraron de ella en dirección a la orilla, hasta que el agua les llegó sólo a la altura de la rodilla, entonces, como si recuperara súbitamente las fuerzas y el sentido, Uluye se deshizo de las manos que la guiaban y elevó los brazos al cielo.

—¡La Dama Ancestral está con nosotros! —gritó—. ¡He penetrado en su reino y regresado indemne, y soy poderosa a sus ojos!

Un aullido desbordado se elevó de todas las gargantas, mezclado, pensó Índigo, con algo más que simple alivio. Agradeciendo los vítores con un gesto de la cabeza, Uluye abandonó el agua y avanzó hacia la roca donde estaba la litera. Mientras se acercaba, sus ojos se encontraron por un momento con los de Índigo, y la muchacha vio en ellos la verdad que se ocultaba tras su orgulloso porte. La inmersión de la sacerdotisa en el lago durante interminables minutos no había sido obra de la magia, aunque para su sencillo y supersticioso público seguramente tenía todo el aspecto de algo sobrenatural. Se había tratado de una prueba de resistencia autoimpuesta, una demostración para sí misma, al igual que para todos los demás, de que podía triunfar allí donde otros fracasarían. Prueba de su fe en su propia voluntad y en su propia resistencia. ¿Era ese, pues, el quid de la religión de Uluye, y era la Dama Ancestral para ella tan sólo un medio de conseguir sus fines como sucedía con Índigo? ¿Creía al menos Uluye en la diosa que afirmaba venerar?

Grimya, captando lo que pensaba, levantó la cabeza en su puesto sentada a los pies de Índigo, y transmitió en silencio:

«Puede que no crea, pero la gente sí lo hace, y eso es lo que necesita».

Uluye se encontraba ya frente a la roca y se volvió de cara al lago una vez más. Nuevas antorchas se encendieron en la ladera del farallón, convirtiendo el zigurat en una extraña y reluciente pared de llamas danzarinas que iluminaban la plazoleta como si fuera de día. Índigo olió incienso, y vio nubes de humo que se alzaban de los braseros colocados alrededor de la polvorienta plaza y atendidos por las sacerdotisas más jóvenes. Uluye contempló la escena con tensa satisfacción y volvió a levantar los brazos, los dedos intentando arañar el cielo.

—¡Venid! —aulló con voz estentórea—. Venid a nosotras, vosotros que estáis desconsolados. Venid a nosotras, vosotros que tenéis motivos para temer a los difuntos, venid a nosotras, vosotros que tenéis algo que discutir con los muertos. ¡Yo, Uluye, compartiré vuestras ofrendas! ¡Yo, Uluye, intercederé por vosotros! ¡Yo, Uluye, en nombre de la Dama Ancestral, enderezaré entuertos y haré justicia! ¡Venid a nosotras, e iniciemos la ceremonia de la Noche de los Antepasados!

De algún lugar situado a la izquierda del redondel, donde los árboles eran más espesos, surgió el grito de una voz femenina.

—¡Oh, mi esposo! ¡Oh, mi esposo!

Uluye volvió la cabeza al momento; chasqueó los dedos y dos sacerdotisas corrieron en dirección al lugar del que procedía el grito. A los pocos instantes regresaban con la mujer —apenas más que una muchacha, pudo observar Índigo— y la condujeron ante Uluye, donde se desplomó sollozando sobre el polvo a los pies de la Suma Sacerdotisa.

La mujer bajó la mirada para contemplarla sin la menor emoción.

—Tu esposo sirve a la Dama Ancestral. ¿Quisieras negarle ese privilegio?

La muchacha hizo un esfuerzo por controlar sus emociones.

—Quisiera verlo, Uluye. Sólo una vez. Sólo una vez más,

por favor

—¿Qué regalo traes para honrarlo?

La joven hurgó en un pequeño saco que colgaba bajo de sus brazos.

—Traigo el pan de las ánimas… —su voz tembló, quebrándose casi— cocido con mis propias manos, para que coma. Traigo la savia del árbol

paya, endulzada con miel, para que beba…

Extendió los brazos, sosteniendo un paquete envuelto en hojas y un pequeño odre. Uluye contempló pensativa las ofrendas durante un momento, y luego las tomó. Desenvolvió el pan de las ánimas —una hogaza plana de pan de lino— y mordisqueó un extremo. Después tomó un trago de líquido del odre. La joven se cubrió el rostro con las manos, temblando de alivio, e Índigo la oyó suspirar.

—¡Gracias, Uluye! ¡Gracias, Uluye!

Las dos mujeres que la habían escoltado la condujeron a un lado del redondel. Mientras un segundo suplicante las adelantaba arrastrando los pies hasta quedar bajo la luz de las antorchas, una figura que semejaba hecha de fuego y sombras en el oscilante resplandor se acercó a la roca en que estaba instalada Índigo, quien bajó los ojos y descubrió a Yima.

—¿Qué ha sucedido, Yima? —musitó, inclinándose hacia la joven—. ¿Quién es esa mujer, lo sabes?

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