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Capítulo 6

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—Sí, la conozco —repuso Yima en voz baja—. Su esposo murió de unas fiebres hace tres lunas llenas. Lo ha estado llorando desde entonces, pero sólo ahora ha encontrado el valor necesario para pedir volver a verlo. Es muy triste. Sólo tenía veintiún años.

Su voz estaba llena de compasión. Índigo frunció el entrecejo, perpleja.

—¿Cómo puede volver a verlo? —susurró de nuevo—. Espero que Uluye no vaya a… —Se interrumpió y rectificó apresuradamente—: ¿Esta muchacha no estará pensando en

morir?

Yima volvió unos ojos muy abiertos y asombrados en dirección a la litera.

—Desde luego que no —contestó—. Él vendrá a ella. Desde el lago.

Shalune, que se encontraba a unos pasos de distancia, junto a otra joven que Índigo no reconoció, escuchó los susurros e hizo un gesto admonitorio en dirección a Yima, al tiempo que indicaba con la cabeza a Uluye. Yima enrojeció, dedicó un ademán de disculpa a Índigo y se alejó. La muchacha la siguió con la mirada, alarmada por sus palabras. ¿Los muertos surgiendo del lago? Eso no podía ser literalmente cierto. Intentó llamar la atención de Shalune, deseosa de musitarle una urgente pregunta, pero Shalune o bien no advirtió su gesto o consideró prudente hacer caso omiso de él.

Grimya seguía contemplando a Uluye, quien ahora repetía el ritual de preguntas y respuestas con un anciano zanquilargo, e Índigo inquirió en silencio:

«Grimya,

¿escuchaste lo que ha dicho Yima?».

«Lo escuché. Pero no sé qué puede haber querido decir». La loba lanzó una rápida e intranquila mirada a su amiga

«¿No creerás que eso pueda ser verdad? ¿Que los muertos van a regresar realmente?».

«No lo sé. Lo cierto es que no lo sé».

El anciano había sido despedido para ir a colocarse junto a la muchacha que seguía sin parar de llorar; otras personas se acercaban. Las nubes de incienso eran cada vez más espesas al no existir brisa que las dispersara; el olor resultaba acre al olfato de Índigo y empezaba a volverse desagradable al mezclarse con el olor a alquitrán de las antorchas. Se sentía ya un poco desorientada —y estaba segura de que había un narcótico en el incienso— y la cena y la atmósfera empezaban a adoptar un tinte irreal. Índigo se dijo que tenía que mantenerse lúcida costara lo que costara. Debía descubrir la verdad sobre esta ceremonia; tanto si era un simple truco para consolar a los que habían perdido a un ser querido y atemorizar a los perturbadores, o algo más siniestro.

Seis suplicantes habían presentado ya sus ofrendas y en este momento conducían al séptimo ante Uluye. El sonido de su voz al elevarse colérica alertó a Índigo, quien levantó los ojos y vio a una mujer escuálida acurrucada de rodillas sobre el rojo polvo con otras tres personas de aspecto severo, dos mujeres y un hombre, detrás de ella.

Uluye se alzaba sobre la abyecta mujer como un ángel vengador.

—¿Justicia? —rugió, y su voz se escuchó por todo el lago—. ¿Justicia, para un asesino de niños?

—¡Yo no lo hice! —lloriqueó la mujer—. ¡Él lo hizo, él fue! ¡Dijo que no podía alimentar más bocas, que siete eran demasiadas, que tres debían morir! ¿Qué podía hacer yo? Intenté detenerlo, pero me golpeó… Mira, Uluye, mira, aquí están las señales. Sólo soy una pobre mujer débil, y él es mucho más fuerte que yo…

—¿Dónde está tu hombre ahora? —la interrumpió Uluye con voz helada—. ¿Por qué no está aquí para defenderse?

—Huyó, Uluye. Huyó porque es culpable y sabía que lo castigarías. Mató a tres de mis hijos y se llevó a los otros cuatro, y me ha abandonado para que llore a mis pequeños sola y sin consuelo. Mira, mira las señales que me hizo. Las cicatrices…

La voz de Uluye cortó en seco sus balbuceos.

—¿Dónde están tus ofrendas?

La mujer rebuscó en una bolsa que llevaba y sacó un paquete y un odre, pero los sostuvo pegados a su pecho, claramente reacia a entregarlos a la sacerdotisa.

—Las he traído. Comida y bebida. Mira, aquí las tengo. Pero me han costado muy caras; tendré que pasar hambre ahora, pues mi asesino marido me ha dejado sin nada. Ten piedad de mí, Uluye; ¡ten piedad de mí!

Uluye clavó sus ojos en ella durante un buen rato. Luego, con deliberada lentitud, extendió los brazos y arrancó las ofrendas de las manos de la mujer. Desenvolvió el pan, abrió el odre. Comió. Bebió.

El rostro de la suplicante se arrugó en una desagradable expresión infantil. No intentó discutir, pero, mientras sus tres acompañantes —Índigo sospechó que «guardianes» debía de ser una palabra más apropiada— la conducían a reunirse con los otros postulantes, sus manos y pies empezaron a agitarse en mudo pero incontrolable terror.

Uluye escudriñó con la mirada a los congregados e inquirió con engañosa suavidad:

—¿Quién es el siguiente?

Mientras el octavo candidato se adelantaba, Índigo dirigió una veloz mirada a Shalune. La gorda sacerdotisa la observaba con disimulo. Índigo le hizo una señal sin ser vista, y Shalune se alejó despacio de su compañera para acercarse furtivamente a la litera, hasta quedar lo bastante cerca como para poder conversar en susurros.

—No deberías hablar.

El tono de su voz recordó a Índigo el susurro de los cazadores de las Islas Meridionales; Shalune había aprendido el truco de suprimir los tonos sibilantes de su voz. Índigo sonrió levemente y contestó en forma parecida.

—Lo sé. Pero hay mucho que no comprendo. ¿Quién era esa mujer?

—¿Ella? Una asesina de niños. Degolló a tres de sus hijos y afirma que fue su marido quien lo hizo. Él ha desaparecido; lo más probable es que también lo haya matado, aunque todavía no se ha encontrado su cadáver. Todos los habitantes de su pueblo saben que es culpable, pero no tienen pruebas. Así pues, la han obligado a venir aquí, a descubrir la verdad.

—¿Cómo pueden descubrirla?

Shalune la miró a los ojos, con cierta sorpresa.

—Por los niños, claro. Ellos conocerán a su asesino.

—Pero…

Sin proponérselo, Índigo levantó la voz, y Uluye le dedicó una mirada malévola por encima del hombro. Al instante, Índigo transformó la exclamación en un carraspeo, pero, cuando Uluye desvió la mirada otra vez, Shalune hizo un gesto silenciador.

—No más charla —musitó—. Espera y observa. No necesitas hacer nada más. —Dedicó una mueca a la espalda de Uluye y retrocedió para reunirse con su joven compañera.

Índigo se recostó en su sillón, perpleja, mientras el despreocupado comentario de Shalune resonaba en su cerebro: «Por los niños, claro». Seguía sin poder convencerse de que era posible. No

quería creerlo, porque, si fuera cierto, si esta noche los espíritus de los muertos iban a levantarse y andar de nuevo por el mundo de los vivos, entonces…, entonces…

—Nnn…

El sonido brotó involuntariamente de su garganta; no pudo acallar la lengua a tiempo. Uluye volvió a girarse con rapidez, pero esta vez expectante más que enojada, como si esperara ver algún cambio en ella.

Índigo cerró los ojos ante la intensa mirada de la sacerdotisa, al tiempo que pensaba: «No, Uluye, no se trata del oráculo. ¡Soy yo!». Algo centelleó por un instante en su mente: unos ojos aureolados de plata, pero desaparecieron con tal rapidez que no arraigaron en su memoria. «Contrólate —se dijo furiosa—. No pierdas la lucidez».

Era el incienso que la afectaba…, este repentino aturdimiento que parecía provenir de la nada, como si se alzara de la litera para flotar sobre ella. Humo narcótico en el aire. Empezaba a padecer alucinaciones; le pareció que una neblina se alzaba del lago y empañaba su superficie, difuminando los reflejos de la luz de las antorchas, convirtiendo las aguas en un enorme espejo dorado. ¿Cuánto tiempo duraría aún esta ceremonia? Ansiaba que terminara. Tenía sed. También hambre. Deseaba regresar al familiar refugio de la cueva, dormir…

Sacudió la cabeza, y el miasma se disipó. Parpadeando, descubrió que ahora había quince personas apiñadas a un lado del redondel y que no había ningún nuevo demandante frente a Uluye en la roja arena.

¿Quince postulantes? Quizá se había dormido después de todo. Y

Grimya se había ido. ¿Dónde estaba

Grimya?

«¿Grimya?». Envió su llamada y se sintió aliviada cuando la voz mental de la loba le respondió de inmediato.

«Estoy aquí, Índigo. Detrás de tu sillón». Una pausa… luego:

«No…, no me gusta lo que percibo. Huelo algo, lo reconozco, pero me hace sentir inquieta».

Los tambores volvieron a repicar entonces. En un principio el sonido era tan sutil que Índigo sólo se percató de él en un nivel inconsciente, pero se hizo más fuerte, sonoro, más rápido, hasta que pareció como si el mismo aire estuviera impregnado de los vibrantes ritmos; ritmos trastornantes e inquietantes que se cruzaban y entrecruzaban chocando unos con otros, y estremecían a Índigo hasta los huesos. La muchacha miró al lago y vio que la neblina había regresado. No se trataba de una alucinación esta vez, sino de algo real que se alzaba del agua en silenciosas columnas parecidas a humo y formaba un manto como de vapor sobre la superficie. Las sacerdotisas habían empezado a cantar acompañando el insoportable redoble de los tambores; sonidos aullantes, agudos, ululantes como el estruendo de aves enloquecidas.

Shalune se había ido, y Yima también; se habían ido con las otras, una hilera de mujeres que descendían a la orilla del lago golpeando el suelo con los pies y chillando, y con ellas iban los suplicantes, dando traspiés, gritando de alegría o de terror. Índigo oyó cómo la viuda pronunciaba el nombre de su esposo muerto, oyó la aguda protesta de la asesina mientras la arrastraban por la arena dos mujeres que empuñaban sendos machetes, y por un terrible momento le pareció como si se hubiera convertido a la vez en ambas desdichadas criaturas: la desconsolada y la culpable. Llorando por los seres queridos perdidos, pero a la vez llevando consigo la certeza de ser una asesina y de que, para ella, no podía existir redención.

«¡Índigo!».

El grito telepático de

Grimya resonó en su cerebro el mismo instante en que se ponía en pie, pero no le prestó atención. Se encontraba de pie ahora, temblorosa, la pesada corona del oráculo haciendo que se balanceara como un árbol en una tormenta. Algo intentaba abrirse a través de su alma, de su corazón, de sus costillas. Una palabra, un nombre, intentaba formarse en sus labios, intentaba obligarla a pronunciarlo, a gritarlo, proclamarlo en voz alta. Los tambores estaban en su interior y formaban parte de ella, de su propio pulso, del caótico latir de su propio corazón. Las voces de las mujeres la enardecían… y algo empezaba a formarse en la neblina que cubría el lago. Las aguas de la superficie se movían, se agitaban; amplias ondas se desplegaban hacia las orillas y las lamían en forma de diminutas olas.

—Fe…

Algo ahogó la palabra en su garganta antes de que pudiera pronunciarla. Los cánticos se interrumpieron, los tambores callaron, y el silencio se produjo de una forma tan repentina que Índigo apenas pudo comprender lo que había sucedido. Pero no, no era exactamente un silencio total. Escuchaba el batir de las olas en la orilla del lago, lamiendo la arena rojiza. Y un gemido, bruscamente aparecido. Sabía de dónde había surgido: la asesina; sólo podía ser ella. Índigo parpadeó, volvió a mirar al lago y vio lo que había surgido de la neblina y ahora vadeaba por los bajíos en dirección a tierra firme.

Una mujer sola fue la primera en salir. Era muy anciana, y mostraba la terrible sonrisa de la locura incurable. Sus ojos ardían como dos frías estrellas muertas, y extendía unas manos parecidas a garras en dirección a dos hombres jóvenes que permanecían abrazados en la orilla, la expresión de su rostro llena de inefable pero totalmente insensato amor. Índigo escuchó sus desgarrados gritos de «¡Madre! ¡Madre!» y tuvo que desviar la mirada cuando tomaron las manos del cadáver y empezaron a llenarlas de besos.

El siguiente en aparecer fue un hombre joven, desnudo. Índigo contempló su rostro, las llagas que deformaban lo que habían sido unos labios hermosos en una parodia purulenta, la lengua negra e hinchada, el velo que empañaba sus ojos de mirada fija. Su cuerpo brillaba, pegajoso por el sudor de la fiebre, y se estremecía, se estremecía mientras su desconsolada esposa corría hacia él y se lanzaba al agua para sujetar y abrazar sus tobillos.

Índigo empezó a comprender. Tal y como habían muerto, así regresaban: locos, enfermos, poseídos por la fiebre, tal y como habían estado en sus últimos momentos de vida terrena. Mientras comprendía todo esto, emergió de las aguas el tercer aparecido, y esta vez tuvo que apartar la mirada, pues lo que salía del lago era un hombre que sostenía su propia cabeza decapitada entre los brazos. Escuchó los gritos de sus hermanos, que querían vengarlo, pero no tuvo valor para contemplar la reunión familiar, y sólo volvió a alzar la vista cuando la espeluznante visión desapareció en la confusión.

Llegó a tiempo de ver a los niños. Surgieron del lago cogidos de la mano, los pequeños cuerpos manchados con la sangre que había brotado de sus gargantas cortadas. Su madre empezó a chillar, y sus gritos se redoblaron cuando, uno tras otro, los niños alzaron las manos y la señalaron en clara acusación. No podían hablar; tenían las tráqueas seccionadas junto con las yugulares, y ahora carecían de voz. Pero sus manos y expresiones eran más elocuentes que cualquier palabra.

Después de los niños vinieron muchos otros, aunque ninguno con un aspecto tan espeluznante. Acostumbrada ya, Índigo los contempló con objetiva y desapasionada fascinación, como si una parte de sí misma se negara a aceptar la realidad de lo que veía y lo hubiera transformado en un sueño. Por fin, no obstante, ya no apareció nadie más. Los gemidos y llantos y las exhortaciones y protestas se habían amortiguado hasta convertirse en murmullos, como el zumbido soporífero de las abejas en un jardín adormecido. Lo percibía y a la vez no lo percibía; lo que la rodeaba resultaba remoto, un poco irreal.

Entonces, sobre el lago, la neblina se revolvió de improviso y las aguas se agitaron de nuevo.

Grimya lanzó un lloriqueo, y aquel sonido tan cercano sacó a Índigo de su estupor con un sobresalto. Miró al lago, y vio al último de los aparecidos. Su piel era de una palidez cadavérica, en terrible contraste con la de aquellos que habían aparecido antes que él. Tenía la larga cabellera negra enmarañada, empapada de sudor. Se movía como un anciano atormentado por la artritis —o un joven cargado de cadenas que su alma apenas podía sostener— y, mientras cojeaba en dirección a la orilla, Índigo vio todo el rosario de laceraciones que le cubrían las carnes: brazos, piernas, rostro; todo su cuerpo cubierto por el ulcerante y salvaje trabajo de cientos de miles de espinas envenenadas.

Se dio cuenta de que había gritado en voz alta. Desde otro nivel, otro plano, otro mundo, vio rostros asombrados que se volvían hacia ella a la luz de las antorchas, vio la alegría fanática de Uluye cuando Índigo —o algo que se encontraba más allá de Índigo— lanzó un alarido sin palabras. La pálida y encorvada figura de la orilla del lago se detuvo. Luego extendió los brazos hacia ella, a través de la roja arena, a través del abismo físico que los separaba, y la llamó por el nombre al que ella se había visto obligada a renunciar hacía tantos años cuando la Torre de los Pesares se derrumbó, cuando ella lanzó el mal sobre su hogar, su familia y todos sus seres queridos, cuando los demonios penetraron en su mundo. Su auténtico nombre. El nombre por el que él la había conocido en los días felices antes de que se convirtiera en Índigo.

—Anghara…

Aquello que había estado intentando surgir del alma de Índigo se hizo añicos y explotó en su interior, y la joven echó la cabeza hacia atrás gritando con todas sus fuerzas.

—¡Fenran!

El mundo se desvaneció ante sus ojos.

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