Avatar

Avatar


Capítulo 8

Página 17 de 43

C

a

p

í

t

u

l

o

8

Índigo despertó de una pesadilla gritando el nombre de Fenran, mientras el mundo yacía sumido en la neblina gris perla que precede al amanecer.

Grimya, que dormía enroscada a los pies de la cama, se incorporó de un salto y corrió hacia ella; le lamió el rostro y le transmitió mensajes de consuelo y ánimo hasta que Índigo consiguió abrirse paso por entre la frontera que delimita el sueño de la realidad y despertó por completo.

Permanecieron sentadas juntas durante varios minutos, Índigo apretando a la loba muy fuerte contra ella.

—Lo siento —repitió una y otra vez—. Lo siento,

Grimya.

—¿Qu… qué hay que lamentar? No puedes controlar tus sueños.

—Lo sé, pero pensé que había dejado atrás estas pesadillas. Hace tanto tiempo que no me perseguían, que pensé que ya me había librado de ellas.

—¿Soñaste con… él? —inquirió la loba, vacilante; se sentía reacia a pronunciar el nombre de Fenran en presencia de Índigo.

—Soñé que me encontraba en la orilla del lago —respondió Índigo con un gesto afirmativo de la cabeza—, y él…, él salía del agua, buscándome. Sólo que, cuando lo miré a la cara, me di cuenta de que no era el Fenran que conocí. Algo le había sucedido, algo terrible. Estaba loco y no me reconocía, y comprendí que quería matarme, de modo que corrí, pero, fuera a donde fuera, siempre lo encontraba delante de mí, esperando… —Se estremeció—. ¿Por qué lo he soñado así,

Grimya? ¿Por qué?

—No lo sé. —La loba la miró entristecida—. Quizá se deba a lo de anoche.

Ambas permanecieron en silencio unos instantes. Al regresar a sus aposentos una vez finalizada la sombría procesión de regreso por las enormes escaleras, Índigo encontró a

Grimya en un estado miserable. La loba se sentía desesperadamente avergonzada del miedo que la había obligado a huir de la ceremonia y ocultarse en la cueva, pero al mismo tiempo, tal y como contó a Índigo, no podía librarse de la sensación de que algo muy maligno estaba teniendo lugar, y simplemente no había tenido valor para encararlo. El humo del incienso había estado afectando su cabeza hasta tal punto, dijo, que apenas podía diferenciar la realidad de la ilusión, y se había sentido tan mareada y desorientada que, cuando Shalune le dijo que se fuera, obedeció al momento y llena de alivio.

Índigo no la culpó. También ella había padecido una sensación semejante, aunque sus sentidos, menos agudos que los de la loba, se habían visto embotados en lugar de dolorosamente agudizados por el humo narcótico. Seguía sin poder recordar nada de lo sucedido durante su trance; incluso aunque los acontecimientos anteriores estaban ahora más claros en su mente, seguía existiendo una laguna en su memoria, un vacío que parecía no poder cruzar y traer de vuelta a la conciencia.

Apartó a

Grimya con suavidad y se puso en pie. Por fortuna, el grito lanzado al despertar no había atraído a nadie; no habría podido soportar la inquieta preocupación de las sacerdotisas en aquel momento, y ni siquiera la presencia de Shalune habría sido bien recibida. La cueva la hacía sentir prisionera y le producía claustrofobia. Quería salir al aire fresco, estar sola durante un rato con la única compañía de

Grimya y sin nadie más que las estorbase.

—¿Cuánto tiempo crees que falta para el amanecer? —preguntó a la loba.

—No muuu… cho —respondió

Grimya tras meditar unos segundos—. Todavía está oscuro, pero hay una gruesa neblina, y eso significa que la mañana no puede estar lejos.

Aunque sólo dispusieran de una hora antes de que la ciudadela empezara a despertar, eso sería al menos mejor que nada, de modo que Índigo extendió la mano para tomar sus ropas.

—Vayamos a pasear junto al lago un rato antes de que nadie se levante. Noto que necesito despejar las ideas.

Grimya asintió al punto, y, en cuanto Índigo se hubo vestido, abandonaron la cueva. En el exterior la oscuridad era intensa; la luna se había puesto y la luz de las estrellas no conseguía penetrar la niebla que las envolvía, cargada con los húmedos olores del bosque. Débiles y ahogados, los innumerables pequeños sonidos del bosque ocuparon los oídos de Índigo mientras sus nocturnos habitantes empezaban a ceder terreno a las criaturas diurnas. Los insectos chirriaban, su interminable coro interrumpido de vez en cuando por el gorjeo de un pájaro que despertaba para lanzar su primera bienvenida vacilante a la mañana. A lo lejos, algo enorme e irreconocible lanzó un ronco gruñido y se produjo un breve movimiento precipitado de maleza. Pero no se percibía señal alguna de actividad humana.

Índigo empezó a relajarse un poco mientras descendía a tientas por la larga escalera siguiendo a

Grimya, que se movía con mucha más seguridad. El efecto de la pesadilla iba desvaneciéndose, y el frescor y silencio de aquellos instantes anteriores al amanecer poseían una sensación primordial que le resultaba curiosamente reconfortante. Llegaron a la arenosa plaza, toda revuelta por innumerables pisadas que se cruzaban y entrecruzaban, y se dirigieron a la orilla del agua. De improviso,

Grimya, que iba unos pasos por delante de Índigo, se detuvo con un gañido angustiado.

¿Grimya? ¿Qué sucede…? ¡Oh, por la Diosa!

Lo vio antes de que

Grimya pudiera cortarle el paso y obligarla a cambiar de dirección: el armazón de ramas junto a la orilla del lago. Lo había olvidado —puede que su subconsciente lo hubiera suprimido deliberadamente de su recuerdo— y por eso el sobresalto de tropezarse con él ahora, surgiendo de entre la niebla y la oscuridad, fue mucho mayor. La mujer, la asesina, seguía colgada del lugar al que la habían atado en la estructura; estaba vuelta de espaldas a Índigo con la cara mirando al lago. No se movía, y la muchacha no podía decir si respiraba o no. Muy despacio, empujada por una fascinación perversa, empezó a aproximarse al armazón.

—Índigo.

—Grimya se quedó atrás, su voz llena de dolor—. Déjalo. No mires.

Índigo no le hizo caso. Llegó a la altura de la maraña de ramas, algunas de las cuales todavía tenían adheridas hojas marchitas, y rodeó la estructura para colocarse frente a ella.

Grimya escuchó cómo aspiraba con fuerza, pero Índigo no dijo nada. Se limitó a contemplar el armazón y lo que contenía, y, tras unos momentos de indecisión,

Grimya corrió a su lado.

La mujer estaba muerta. No por deshidratación o cualquier otra causa natural; se había desangrado hasta morir, asesinada por medio de una salvaje cuchillada que le había abierto la garganta y a punto había estado de separarle la cabeza del tronco. Tenía brazos y pecho cubierto de sangre, que empezaba a secarse ya convirtiéndose en una costra amarronada a modo de obsceno atavío. Los ojos abiertos por completo a pesar de que había desaparecido de ellos todo rastro de vida, mostraban una expresión de desaforado terror.

Súbitamente, el hechizo que tenía hipnotizada a Índigo se deshizo y la joven giró la cabeza a un lado con brusquedad, cerrando los ojos llena de repugnancia. Empezó a correr, alejándose entre traspiés del espantoso cadáver, pero una repentina advertencia mental de

Grimya la detuvo.

«¡Índigo! ¡Alguien se acerca!».

Índigo se quedó inmóvil y, abriendo otra vez los ojos, atisbó por entre la neblina. No veía nada, pero al cabo de unos segundos escuchó un ruido de pisadas suaves; alguien —o algo— avanzaba furtivamente hacia ellas. Su mente se vio invadida por imágenes de los horrores presenciados la noche anterior y sintió un ramalazo de pánico al ver aparecer ante ella una figura, indistinguible en la oscuridad.

Grimya gruñó poniéndose a la defensiva, los pelos del lomo totalmente erizados.

La figura vaciló; entonces la voz de Uluye preguntó:

—¿Qué hacéis? ¿Qué queréis?

Se miraron mutuamente mientras la tensión y la sorpresa se diluían. Uluye bajó el machete que empuñaba y, con un gran esfuerzo, recuperó la compostura. La expresión de sus ojos era cautelosa, desconfiada.

—No deberías estar aquí sola —dijo con un leve deje de animosidad.

—No estoy sola, gracias, Uluye —replicó con brusquedad la joven, irritada por el tono de voz de la otra—.

Grimya me acompaña, y me facilita toda la protección que preciso.

Uluye dedicó a la loba una mirada de menosprecio.

—Da lo mismo. Preferiría que regresaras a la ciudadela. No está bien que el oráculo se pasee como una persona corriente exponiéndose a ser visto por cualquiera.

La irritación empezó a transformarse en cólera, e Índigo exclamó:

—¡No creo muy probable que nadie vaya a verme cuando ni yo misma puedo apenas distinguir mi propia mano frente a la cara! —De improviso un nuevo y desagradable pensamiento le vino a la mente. ¿Por qué tenía Uluye tanto interés en que se fuera? ¿Sería acaso porque había algo que no deseaba que el oráculo viera?

Contempló el machete que la mujer sostenía y sus sospechas se reafirmaron.

Fuiste tú… —musitó.

—¿Qué? —Uluye frunció el entrecejo—. ¿Qué es lo que fui yo? ¿A qué te refieres?

Desde luego era una buena actriz, como Índigo ya había comprobado. Sus ojos sostuvieron la arrogante mirada de la mujer sin parpadear, al tiempo que indicaba al armazón de ramas a su espalda, apenas distinguible entre la niebla.

—Dime la verdad, Uluye —dijo con voz áspera—. Esa… esa mujer… Tú la mataste, ¿verdad?

Por un instante Uluye se mostró genuinamente perpleja, pero luego su expresión se iluminó.

—¡Oh! —dijo—. Comprendo. —Pasó junto a Índigo y

Grimya para detenerse frente a la estructura. Sus ojos dedicaron al cadáver una rápida mirada crítica y evaluadora—. Así que está muerta. Ha sido más rápido de lo que pensaba. —Desvió la mirada en dirección al lago—. La Dama Ancestral ha decidido ser compasiva en esta ocasión.

¿Compasiva? —repitió Índigo, anonadada.

—Desde luego —repuso la Suma Sacerdotisa, contemplándola con sorpresa—. Existen muchísimas formas de morir mucho menos cómodas que ésta. Imagino que perdería el conocimiento con mucha rapidez.

Índigo le devolvió la mirada, con un estremecimiento de repugnancia ante la inhumana indiferencia de Uluye.

Imaginas… ¿Me estás diciendo que no la mataste?

—¿Yo? —En esta ocasión la sorpresa de Uluye era inconfundiblemente genuina—. ¡Claro que no!

—¿Quién lo hizo?

—Sus víctimas. ¿Quién si no? Ella los asesinó, de modo que es justo que sean ellos quienes la asesinen a su vez.

Índigo recordó entonces que la noche anterior, mientras la transportaban hacia las escaleras, había visto volver a formarse la niebla y había vislumbrado tres figuras avanzando en dirección a la orilla…

—Diosa de mi corazón —dijo en voz baja.

—Tal y como te dije en la ceremonia, ¿por qué te sientes tan escandalizada? —repuso Uluye mientras en sus labios se dibujaba una fría sonrisa—. Fueron las palabras de la Dama Ancestral las que la condenaron a muerte, no un decreto mío. Lo cierto es que deberías considerarte a ti misma como su juez, ya que eres el oráculo por medio del cual nos habla nuestra señora.

—Eso es lo que tú dices —contestó Índigo—. Pero no tengo más que tu palabra de que es así, ¿no es cierto, Uluye?

—¿Qué quieres decir? —inquirió la mujer cambiando de expresión—. No te comprendo.

La oscuridad empezaba a aclararse de forma visible. El amanecer se aproximaba, la neblina se disipaba ya y el sol no tardaría en salir. Índigo empezó a apartarse del cadáver, deseosa de alejarse de sus inmediaciones antes de que la luz del día la obligara a contemplarlo en todo su horror. Uluye la siguió. No repitió la pregunta, pero Índigo intuyó que se contenía con un gran esfuerzo y gracias a su sentido de tozudo orgullo.

De alguna forma, sin saber cómo ni por qué, había tocado a Uluye en un punto flaco. Había algo más en todo y aquí y ahora, sin nadie que pudiera escucharlas, Índigo se preguntó si no habría encontrado un arma con que resquebrajar la máscara de piedra de la Suma Sacerdotisa y desafiarla a decir la verdad. La sangre fría de la mujer ante la desagradable muerte de otro ser humano había enfurecido y envalentonado a la muchacha lo suficiente para intentarlo.

Se detuvo cerca de la roca donde había estado colocada la litera la noche anterior y se volvió para mirar a Uluye la cara.

—Puede que seas o no consciente de esto, Uluye —dijo—, pero no tengo el menor recuerdo de nada de lo que me sucedió durante el trance. No sé lo que dije o hice. Por lo que yo sé, podría haber estado sentada en ese trono chillando y gruñendo en una buena imitación de un cerdo, mientras tú te reías interiormente de mis gritos de animal y contabas a tu congregación lo que querías que escucharan.

—¡Esto es una blasfemia! —exclamó Uluye con expresión escandalizada.

—No para mí. La Dama Ancestral es tu diosa, no la mía. Es decir, si realmente crees en su existencia.

El color desapareció de los labios de la Suma Sacerdotisa, y sus ojos se abrieron de par en par llenos de rabia.

—¡No oses pronunciar tales perversidades en mi presencia! ¡No lo toleraré!

—No tienes otra elección más que tolerarlo, ¿no crees? —rebatió Índigo—. No si yo soy lo que a ti te conviene decir que soy. ¿Qué es lo que soy, Uluye? ¿Soy la elegida para ser vuestro oráculo o no? ¿Hablé realmente anoche, o preparaste todo el espectáculo para embaucar a una muchedumbre supersticiosa y crédula y de ese modo conseguir que creyeran lo que tú querías que creyeran? ¡Dime la verdad!

—¿Te atreves a llamarme farsante? —replicó Uluye siseando como una serpiente.

—Oh, no. No eres una farsante, lo sé muy bien. Pero, cuando el oráculo habla a la gente, ¿a requerimiento de quién lo hace? ¿De la Dama Ancestral… o de ti?

Uluye se quedó mirándola un buen rato. Los primeros rayos del sol rozaban las copas de los árboles ya, y en medio de la neblina la elevada figura de la sacerdotisa parecía aureolada de frías llamas.

—Te mueves por un terreno difícil y peligroso, Índigo —dijo al fin—. He sido elegida para servir a la Dama Ancestral, y, al recusarme a mí, recusas también a nuestra señora. Te lo advierto: ten cuidado, o puedes encontrarte con que tu tiempo de estancia en este mundo finalice antes de lo que esperabas.

—¿Es una amenaza, Uluye? —Índigo permaneció totalmente inmóvil.

—No es una amenaza, es una profecía. Predecir el futuro no es competencia tan sólo del oráculo, y yo conozco la forma de ser de la Dama Ancestral mucho mejor que tú. —Dio un paso al frente, extendió la mano y sujetó a Índigo del brazo—. Puede que seas el oráculo escogido por la señora, pero eres tanto su servidora como todas nosotras.

Índigo intentó soltar su brazo, pero Uluye la retuvo con fuerza.

Grimya se adelantó, con un gruñido formándose en su garganta; Índigo la contuvo rápidamente con un mensaje mental. Había conseguido penetrar la barrera de Uluye, aunque en una forma que no había esperado, y no quería perder su ventaja ahora. La sacerdotisa no le haría daño; no le pareció que la mujer estuviera enojada siquiera. Si algo estaba, era asustada.

—Mi lealtad está sólo con una diosa —le dijo Índigo con una calma glacial—. Y esa diosa es la Madre Tierra.

—No —negó Uluye—. Sirves a la Dama Ancestral. Ella te ha escogido, y te gobierna, de la misma forma en que gobierna a todos nosotros.

De improviso Índigo experimentó una terrible sensación de

deja vu. Su propia declaración, la enérgica respuesta a Uluye… Había escuchado tales palabras con anterioridad, había discutido con alguien, reñido de la misma forma. ¿Cuándo y dónde? ¡No lo recordaba!

Te he escogido, y no tienes otra elección más que obedecerme…

La mano de la sacerdotisa se cerró de pronto con más fuerza alrededor de su brazo.

—¿Qué? ¿Qué es?

Por espacio de unos segundos, la escena ante los ojos Índigo desapareció. Luego recuperó los sentidos y se encontró contemplando con ojos nublados el rostro ávido y sorprendido de la sacerdotisa.

—¿Te está hablando? —quiso saber Uluye, jadeante—. Dime, dime.

Antes de que Índigo pudiera responder o protestar,

Grimya saltó gruñendo sobre la sacerdotisa y le hizo perder el equilibrio. Uluye retrocedió tambaleante y la loba se impuso entre las dos mujeres, con la cabeza gacha, mostrando los colmillos.

—¡No,

Grimya! —Índigo había recuperado la compostura externa, aunque se sentía sobrecogida—. No quiere hacerme daño.

La loba se tranquilizó un poco, aunque con el pelaje todavía erizado, y por encima de su cabeza Uluye miró Índigo a los ojos, vacilante.

—¿Comprende tu propia lengua…?

—Sí. —Índigo regresó al idioma de los habitantes de la Isla Tenebrosa—. No atacará a menos que crea que quieres hacerme daño.

Los ojos de la mujer se entrecerraron y volvió a arrugar la frente. Súbitamente, Índigo comprendió que Uluye no se atrevería a hacerle daño, a pesar de cualquier animosidad que pudiera albergar —y eso seguía siendo un misterio—, pues creía en su diosa de forma tan inquebrantable como Índigo creía en la Madre Tierra, y también creía que la Dama Ancestral había escogido a la muchacha como avatar.

—Vino a ti —dijo la sacerdotisa—. Sólo un instante, pero vino. Lo sé; percibí su presencia. —Había una nota peculiarmente defensiva en su voz que Índigo no había escuchado antes; luego, de repente, su tono de voz volvió a cambiar y regresó la antigua arrogancia—: ¿Qué te ha comunicado? ¡Insisto en que me lo digas! Soy su Suma Sacerdotisa. ¡Debo saberlo!

La cólera de Índigo volvió a despertarse. Algo acababa de suceder; era muy consciente de ello, pero había venido y se había ido con tanta rapidez que no le queda más que el recuerdo de una momentánea pérdida del conocimiento, nada más. Y el interrogatorio de Uluye no consiguió más que aumentar su enojo. Estaba más que harta de esta arrogante y autoritaria tirana.

—¡No te lo puedo decir porque no lo sé! —Sostuvo la desafiante mirada de la mujer con firmeza—. A menos que poseas el poder de ahondar en mi cerebro y descubrir la verdad por ti misma, ¡no puedo ayudarte! —Y, antes dique Uluye pudiera contestar, se alejó por la plaza a grandes zancadas.

—¡Espera!

Algo en el tono de Uluye —¿una nota de súplica?— hizo que Índigo se detuviera para mirar atrás. La Suma Sacerdotisa no la había seguido, sino que permanecía muy erguida sobre la arena. Por su expresión, la muchacha supo al instante que la mujer no poseía tal poder de adivinación y eso la enojaba.

—¿Qué? —preguntó Índigo con tono indiferente.

Uluye se aproximó, pero con cautela, manteniéndose a prudente distancia.

—Hay algo que no funciona —declaró con brusquedad—. La Dama Ancestral te ha hablado, y sin embargo eres incapaz de decirme lo que te ha dicho. Esto no había sucedido jamás. Intenta recordar. ¡Tienes que intentarlo!

—Maldita seas, Uluye —estalló Índigo—, ¿por qué tipo de criatura retrasada me tomas? ¿Crees acaso que juego contigo? ¿Piensas que encuentro algún perverso placer en ocultar la verdad? Te aseguro que no hago tal cosa. Me gusta esto tanto como a ti; y, por encima de todo, no me gusta la idea de que alguien se apodere de mi mente y la utilice para algo que no puedo ni interpretar ni mucho menos controlar. Si alguien está jugando aquí, Uluye, es tu preciosa Dama Ancestral… ¡así que será mejor que te dirijas a ella en busca de respuestas, no a mí!

Esta vez, cuando Uluye la llamó, Índigo hizo caso omiso de sus furiosos requerimientos para que regresara. Echa una furia, se alejó a un paso tan rápido que

Grimya tuvo que correr para alcanzarla… hasta que, al no mirar a donde iba, la muchacha chocó con alguien, apenas visible en la neblina, que se cruzó en su camino.

—¡Perdón, Índigo! —Yima, la hija de Uluye, realizó un esto de disculpa y luego se detuvo, compungida, al ver el rostro de Índigo—. ¿Sucede alguna cosa? ¿Puedo yo…?

—Yima…

Unos rápidos pasos apenas audibles anunciaron la llegada de Uluye, quien se colocó frente a Índigo como si quisiera excluirla de la vista de su hija, a la que dedicó una severa mirada. Su voz era cortante mientras se esforzaba por reprimir sus sentimientos.

—Te has levantado muy temprano. ¿Dónde has estado?

Yima palideció ligeramente ante el tono de voz y mostró un puñado de raíces recién desenterradas.

—Shalune me pidió que recogiera un poco de

irro, madre. Dijo que hay que cogerlo durante la hora que precede al amanecer.

Parecía sin aliento. Uluye continuó escudriñando su rostro durante unos instantes; luego, satisfecha al parecer, asintió con un rápido gesto.

—Llévalas a la ciudadela.

—Sí, madre. —Yima pareció quitarse un peso de encima al verse despedida y se alejó a toda prisa. Cuando hubo desaparecido, Índigo y Uluye permanecieron inmóviles sobre la arena. La involuntaria intervención de Yima había suavizado su enfrentamiento y ahora se encontraban más tranquilas, aunque seguían sin estar muy seguras la una de la otra y tan desconfiadas como dos gatas que se cruzan en los límites de sus respectivos territorios. Finalmente, viendo que Índigo no estaba dispuesta a ser la primera en hablar, Uluye rompió el silencio.

—Algo está sucediendo aquí que considero que ninguna de las dos está en posición de comprender —declaró con cautela—. Debo meditar sobre ello, y buscar una solución. —Su antigua reserva volvió a aparecer, tornándose distante y fríamente ceremoniosa—. Consultaré con mis sacerdotisas de más edad y te haré saber el resultado de nuestras deliberaciones.

—Como quieras —respondió Índigo con suavidad. El explosivo ataque se había esfumado y su cólera se había apaciguado; descubrió un destello de incertidumbre en los ojos de Uluye y, por un momento, casi sintió compasión de ella.

—Será mejor que regreses a tu aposento ahora. Es hora de comer.

Grimya, detrás de ellas, miraba por encima del hombro en dirección al lago. El amanecer había hecho acto de presencia, la neblina se evaporaba y, junto al lago, la estructura de madera con la mujer muerta atada a ella era claramente visible. Índigo leyó lo que estaba en la mente de la loba y recordó la forma en que se había iniciado su enfrentamiento con Uluye. ¿Había sido realmente un enfrentamiento? Ahora ya no estaba segura.

—¿Qué pasará con ella? —inquirió, indicando el armazón a la orilla del agua.

—No es digna de ser entregada al lago —respondió Uluye, encogiéndose de hombros— la Dama Ancestral no quiere servidores como ella. Los

hushu vendrán a buscar el cuerpo en su momento. Esta noche, quizá mañana por la noche. No hay nada más que tengamos que hacer. —Se volvió para mirar a Índigo a la cara y, tal y como había hecho Yima, realizó el acostumbrado gesto de saludo, aunque por su forma de realizarlo no era para ella más que una simple formalidad con muy poco significado. Luego se dio a vuelta, se alejó a grandes zancadas y empezó a subir la escalera.

—Despierta. Tenemos cosas que discutir.

La autoritaria voz interrumpió el agradable sueño de Shalune, que abrió adormilada los ojos y se encontró con Uluye inclinada sobre ella. La rechoncha mujer se incorporó con esfuerzo; vio cómo las primeras luces del día se filtraban a través de la cortina de la cueva, que Uluye se había molestado en correr tras ella, y lanzó un irritado gruñido.

—¡Apenas si es de día! —Recién despertada y no del mejor de los humores, Shalune habló en un tono bastante menos respetuoso de lo que debiera—. ¿Por qué se me molesta a estas horas?

—Porque yo lo ordeno.

Ir a la siguiente página

Report Page