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Capítulo 8

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La voz de Uluye mostraba un matiz malévolo, e, incluso por entre los restos de somnolencia que la cubrían como velo, Shalune se dio cuenta de que la Suma Sacerdotisa no estaba de muy buen talante. Consciente de haber ido más allá de lo correcto, reprimió un bostezo e hizo el gesto que expresaba a la vez disculpas y conformidad.

—Perdóname, Uluye. Me has sobresaltado.

—Ya veo. —A Uluye no se le había escapado el destello de resentimiento en los ojos de su subordinada, pero hizo como si no lo hubiera advertido, dedicando en su lugar una mirada rápida y crítica al desordenado habitáculo—. Como un cerdo. Haz que una novicia limpie toda la porquería, o hazlo tú misma.

Sin molestarse en contestar, Shalune descendió de su lecho de juncos trenzados y arrastró los pies hasta el hogar, donde sopló sobre los rescoldos del fuego para avivarlos antes de empezar a preparar comida y bebida que ofrecer a su inesperada y nada deseada visitante. Uluye dio varias vueltas por la habitación; luego lanzó al suelo un montón de ropa de Shalune que descansaba sobre una de las sillas en forma de bote, se sentó y cruzó una pierna por encima de la otra en clara indicación de su irritable estado de ánimo.

—Quiero hablar contigo sobre Índigo —declaró sin preámbulos.

—¿Índigo? —Shalune interrumpió lo que hacía y levantó los ojos para mirarla sorprendida—. Sí. ¿Qué le sucede? No sabía que sucediera nada.

—Entonces eres una estúpida. —Uluye se puso en pie y volvió a pasear—. Existe un defecto en ella, Shalune, y no me gusta. La Dama Ancestral habla a través de ella, pero después de ello Índigo no recuerda nada de lo su cedido.

—Sabía que tuvo un fallo de memoria durante la entronización en el templo —respondió la otra frunciendo el entrecejo—. Pero eso era de esperar; estaba agotada, no se había recuperado por completo de la fiebre. Te dije en esa ocasión que esperabas demasiado de ella tan pronto. —Sus oscuros ojos centellearon—. Con el mayor de los respetos.

Intercambiaron una mirada de mutua antipatía, y Uluye frunció el labio superior.

—No me refiero a la ceremonia de entronización. Hablo de anoche. Y también de esta mañana.

Sus palabras cogieron a Shalune por sorpresa.

—¿Esta mañana? —repitió—. ¿Qué ha sucedido esta mañana?

En otras circunstancias, Uluye habría disfrutado en su fuero interno al revelar algo que Shalune desconocía; sin embargo, en estos momentos estaba demasiado preocupada para observar siquiera la expresión mortificada de la gorda sacerdotisa.

—Al amanecer —relató—, mientras tú todavía roncabas, fui hasta la orilla del lago y encontré a Índigo paseando por allí. Mientras hablábamos, la Dama Ancestral se puso en contacto con ella.

Shalune lanzó una exclamación ahogada.

—¿Qué dijo?

—Ése es el problema. No dijo nada. O al menos, nada que Índigo esté dispuesta a decirme.

—¿Quieres decir que te ocultó el mensaje de la Dama Ancestral? —preguntó Shalune, mirándola perpleja.

—¡No, claro que no! No se atrevería a hacer tal cosa. Quiero decir que ella ni siquiera sabía lo que le acababa de suceder. La Dama Ancestral penetró en su mente sólo unos instantes, y después Índigo no era consciente de que eso hubiera sido así.

Shalune revolvió el contenido de la marmita, que empezaba a humear.

—¿No estaría fingiendo? Si el mensaje que se le transmitió contenía algo que pensó que a ti no te gustaría escuchar…

—¿Cómo podía llegar a tal conclusión? —replicó Uluye, desdeñosa—. Además, yo lo sabría. Yo lo

sabría. No hay duda alguna, Shalune. La Dama Ancestral se comunicó con ella, pero ella fue incapaz de transmitir lo que le había dicho. Eso significa…, sólo puede significar… que algo no funciona nada bien.

Shalune retiró el recipiente del fuego y vertió cuidadosamente el humeante líquido en dos copas altas. Uluye tomó una sin dar las gracias y la sujetó con ambas manos. Inspirando el fragante vapor, clavó los ojos, pensativa, en la entrada de la cueva.

—¿No recuerda nada? —inquirió por fin Shalune—. ¿Ni lo más mínimo?

—Ni lo más mínimo. Eso, como estoy segura que no necesito recordarte, es inaudito. Y creo que algo en el interior de Índigo obstruye su memoria y le impide ser consciente de lo que hace. —Tomó un sorbo de la bebida y empezó a pasear otra vez—. Supongo que debemos dar por sentado que no cometiste algún error estúpido y trajiste contigo a la candidata equivocada.

—Seguí las señales, Uluye —respondió la interpelada, roja de rabia—, como tú bien sabes. La Dama Ancestral dejó bien claro que…

—Muy bien, muy bien; no es mi intención arrojar ninguna duda sobre tu muy encomiable eficiencia. Así pues, aceptamos que es el oráculo elegido y que la Dama Ancestral ha penetrado en su espíritu. Pero ¿qué más mora en su interior? ¿Qué es lo que obstruye la puerta de comunicación de su mente entre este mundo y el mundo de los espíritus? Pudiera ser que la señora hubiera considerado necesario depositar un defecto en ella, como una prueba de nuestra habilidad para encontrarlo y corregirlo, pero, no sé por qué, no lo creo. El defecto tiene su origen en la misma Índigo, en su voluntad. Intenta combatir el poder de la señora, ¡y esto es una blasfemia que no podemos consentir!

—¡Uluye, me es imposible creer que Índigo sea malvada! —exclamó Shalune, consternada.

—¿Malvada? —La sacerdotisa giró sobre los talones bruscamente y clavó los ojos en la otra mujer—. No he dicho que sea malvada. Pero hay que encontrar esa imperfección suya, pues, hasta que así sea, continuará sin cumplir con su deber para con nuestra señora. —Levantó su largo índice en dirección a Shalune—. Tú eres nuestra curandera mayor a la vez que mi delegada. Tienes que ayudarme a encontrarla y a erradicarla.

Shalune la miró por encima de sus gruesas y espesas cejas.

—Eso es más fácil de decir que de hacer, Uluye.

Si estás en lo cierto —el énfasis era sutil pero claro— y existe algo en su interior que intenta obstruir la influencia de la señora, no puedo ni imaginar cuál pueda ser su naturaleza.

—En ese caso, tendrás que buscarlo con mucha más celeridad. —Uluye terminó su bebida, dejó la copa vacía y dedicó a su subordinada una mirada severa—. Parece que te considera una especie de amiga, de modo que sugiero que aproveches todo lo que puedas su confianza. Te ordeno que la vigiles, y me informes de inmediato de cualquier cosa fuera de lo corriente.

—¿Y si no descubro nada? —inquirió Shalune, encogiéndose de hombros.

—Si no descubres nada —Uluye apretó los labios—, me veré obligada a adoptar otras medidas. Si todo lo demás fracasa, existe aún otra opción: llevar la cuestión ante la Dama Ancestral en persona.

Shalune levantó la cabeza con una sacudida.

—Quieres decir, enviarla…

—Sí.

—¿Pero cómo? Algo así sólo puede hacerse cuando existe una razón de peso, o de lo contrario nos arriesgaremos a provocar la cólera de la Dama Ancestral sobre todas nosotras.

—Hay una razón de peso; o la habrá. La prueba de iniciación de Yima.

—¿Yima? —Shalune estaba horrorizada—. ¡Pero si sólo tiene dieciséis años…! ¡Es demasiado joven!

—Yo no era mucho mayor cuando pasé la misma prueba. —Uluye esbozó una desagradable sonrisa entonces, para decir—: ¡Ah!, lo olvidé… Originalmente tú venías de fuera ¿verdad? Mi prueba se celebró antes de que te unieras nosotras.

Shalune enrojeció, como si Uluye hubiera tocado un tema doloroso.

—Cualesquiera que fueran las circunstancias entonces, Yima no es más que una criatura.

—Es mi hija. Y ahí está la diferencia, igual que estuvo cuando mi madre decidió que era mi hora. —Uluye dirigió una mirada llena de astucia a la gordezuela sacerdotisa—. ¿Por qué te opones a que su iniciación tenga lugar antes lo planeado en un principio? ¿La consideras no apta a sucederme cuando se me llame a un mayor servicio por la Dama Ancestral?

—Claro que no —respondió Shalune, dedicándole una airosa mirada—. Siempre he aprobado sin reservas la elección de Yima como nuestra próxima Suma Sacerdotisa, como muy bien sabes. Sencillamente me preocupa que no esté preparada todavía para enfrentarse a la prueba de la iniciación.

—Eso —replicó Uluye con aspereza— no es asunto tuyo, sino mío. Yo decidiré el momento de llevar a cabo la iniciación, y Yima estará lista.

Shalune realizó un gesto de asentimiento, aunque estaba claro que no le gustaba.

—Se hará como desees, desde luego.

—Exactamente. Y, como es tradicional, el oráculo la acompañará en su viaje. —Los negros ojos centellearon—. ¡Entonces se acabará para siempre ese defecto en el interior de Índigo! ¡La señora lo sacará al exterior y lo destruirá! —Avanzó en dirección a la entrada—. Te dejo ahora; tengo otros asuntos de los que ocuparme. Recuerda lo que he dicho, Shalune: vigílala, investiga todas las pistas, y mantenme informada.

—Sí, Uluye.

Al llegar junto a la cortina, la sacerdotisa se detuvo y volvió la cabeza.

—Oh, una cosa más… ¿Le pediste a Yima que recogiera

irro fresco en el bosque?

¿Irro? Sí…, sí, creo que sí lo hice. Nuestras reservas empiezan a agotarse. —La gruesa sacerdotisa vaciló—. ¿Sucede algo?

—No, no. Tiene las nuevas existencias; me ocuparé dique se te hagan llegar. —Hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida y abandonó la cueva.

Shalune se sentó en cuclillas en cuanto la cortina volvió a caer cubriendo la entrada. La entrevista había suscitado una serie de cuestiones que empezaban a unirse de una forma que la inquietaba. Carecía de autoridad para discutir con la Suma Sacerdotisa —además, razonar no habría servido de nada con Uluye, en especial en su estado de ánimo actual— pero sospechaba la presencia de una segunda intención en esta visita matutina. ¿Creía realmente Uluye que había algo que no iba bien en Índigo?, y, si así era, ¿tenía razón? Shalune lo dudó; después de todo, si pasaba algo, ella como curandera habría percibido sin duda alguna señal.

No, había algo más detrás de todo esto, algo más personal. Tenía que ver con Índigo, tenía que ver con Yima y, por encima de todo, tenía que ver con la misma Uluye. Tal y como ella misma había observado con tanta intención, Uluye había nacido dentro del culto en lugar de entrar a su sagrado recinto desde el exterior, y su madre —a quien Shalune recordaba como una anciana espantosa y con una vena perfectamente sádica— había sido Suma Sacerdotisa antes que ella. Debido a ello, Uluye hacía tiempo que había decidido continuar la dinastía iniciada por su madre, y desde hacía años era un hecho establecido y aceptado entre las sacerdotisas que Yima la sucedería como su gobernante. Nadie lo había discutido, nadie había disentido.

Sin embargo, parecía como si Uluye utilizara ahora su supuesta preocupación por Índigo como palanca para forzar la cuestión a la palestra al menos con dos años de adelanto con respecto a lo que habría sido de otro modo. Era como si la imperfección de Índigo —si es que en realidad ésta poseía tal imperfección— no fuera más que una excusa para que Uluye adelantara la fecha de la ceremonia. ¿Por qué, se preguntó la sacerdotisa, se había convertido de improviso la cuestión de la iniciación final de Yima en algo tan urgente para la Suma Sacerdotisa? Creía conocer la respuesta a esa pregunta, al menos en esencia. Acababa de verla en los ojos de Uluye, en la crispación de sus labios y en la anormal rigidez de sus hombros. Uluye estaba preocupada; preocupada porque algún factor nuevo e imprevisto amenazara sus planes, socavara su autoridad y la debilitara. Y ese factor era Índigo. Gruñendo a causa del esfuerzo, Shalune se incorporó y, todavía con el camisón puesto, arrastró los pies en dirección a la cortina que cubría la entrada. El olor a comida empezaba a elevarse en el aire, señal inequívoca de que la ciudadela se despertaba, y el aire resultaba ya achicharrante mientras el sol se elevaba por encima de las copas de los árboles. ¿Qué había percibido Uluye en Índigo que ella misma había pasado por alto? ¿Existía algo allí, algún poder, alguna fuerza perjudicial, o no sería acaso que Uluye empezaba perder la cabeza y a ver

hushu por todas partes? Fuera cual fuera la verdad, empezaban a sembrarse las semillas, y la cosecha no presagiaba nada bueno para alguien.

Al escuchar unas pisadas en la repisa a la que se abría la puerta de su cueva, Shalune atisbó por una esquina de la cortina y descubrió a Yima que se acercaba. La muchacha la vio, se detuvo y le dedicó una inclinación.

—Shalune…, mi madre me ha ordenado que te traiga el

irro.

—Ah, sí; el

irro. —Se percibía un toque de ironía en la voz de Shalune mientras tomaba las hierbas y las sopesaba en las manos. Había sólo unas pocas raíces; no mucho para media noche de búsqueda—. Gracias, Yima.

Yima vaciló; luego enrojeció profundamente y musitó:

—Yo debería darte las gracias a ti. ¡Y te las doy…, te las doy desde lo más profundo de mi corazón!

—Puede que no resulte tan fácil la próxima vez —dijo Shalune mirándola con sagacidad—. Pero haré lo que pueda. Será mejor que te vayas ahora; tu madre tendrá sin duda tareas para ti.

Yima asintió y se alejó apresuradamente bajo la mirada penetrante de Shalune. La visita de la joven le había servido de recordatorio de que había que tener en cuenta aún otra complicación, y era una sobre la que debía meditar con cuidado. Esperaba que la muchacha no cometiera ningún error, que no se le escapara nada en el oído equivocado o se dejara ver en un momento inoportuno. Uluye ya había realizado una pregunta enigmática, y cualquier cosa que despertara sus sospechas podía conducir al desastre.

Shalune volvió a retirarse al interior de la cueva. Atención, pensó; atención cuidadosa debía ser su consigna ahora. De lo contrario, y a juzgar por la nueva preocupación de Uluye, sus propios planes podrían estar en peligro…

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