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Capítulo 22

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Con una violenta sacudida mental, Índigo regresó a la realidad como movida por un resorte, y comprendió con horror que ella misma se había visto momentáneamente atrapada en la red de la Dama Ancestral, hipnotizada por la voz sobrenatural, prendida en el enfrentamiento entre la diosa y su Suma Sacerdotisa. Sólo ahora se daba cuenta de las intenciones de Uluye… y, al mismo tiempo, comprendió que ninguna palabra suya haría cambiar de opinión a la Dama Ancestral ahora. Había perdido. El miedo, el demonio del miedo, había vencido.

«¡No! —pensó—. ¡No! ¡No puede ser! No puedo fracasar. Existe otra forma, un poder mayor…».

Una voz hueca había empezado a reír dentro de su cerebro. En su visión mental, unos ojos como carbones envueltos en una llama plateada ardían con hielo y fuego. Y un centenar, un millar, diez millares de voces le gritaban:

«nosotros somos ella… ella es nosotros… ayúdala… ayúdanos, Índigo… Índigo…».

Índigo. Índigo, Anghara, Némesis, lobo, emisario, avatar, diosa. De improviso le parecía estar en cinco lugares a la vez: era Índigo, contemplando horrorizada cómo Uluye levantaba el cuchillo sujetándolo con ambas manos; era

Grimya, paralizada e impotente; era Uluye, observando atemorizada la hoja que sostenía sobre su propia cabeza, pero a la vez demasiado consumida por su deseo de contentar a su diosa para detener su mano; y, también, se encontraba de regreso en el mundo subterráneo, con los muertos clamando a su alrededor; y era la Dama Ancestral en persona, una arremolinada columna de humo, una voz surgida de un lago de plata, una diminuta criatura arrugada acurrucada en la oscuridad y demasiado asustada para mostrarse por miedo a perder su dominio sobre sus seguidores humanos. Era todas estas cosas, y más. Y el miedo que aprisionaba a cada una de ellas era un gusano que se retorcía bajo sus pies.

Examinó con atención las profundidades de su corazón, de su alma, y comprendió. La lección aprendida en el mundo de los muertos había sido mayor de lo que imaginaba la Dama Ancestral; mayor incluso de lo que ella misma había imaginado hasta ahora. No necesitaba ningún avatar que le mostrase el camino, o que mediara entre su propia alma y el auténtico poder que existía detrás de la vida y la muerte, el poder que era el amor que las envolvía a ambas. Ella

era un avatar. Era la hija de la Madre Tierra, y, si el ser de la Dama Ancestral poseía la chispa de la divinidad, también la poseía su propio ser. Era hermana de la Dama Ancestral, como lo era de miles de millares de otras como ella. Pero, en tanto la Señora de los Muertos temía por su puesto en el esquema de cosas, la entidad llamada Índigo lo había aceptado y abrazado. Ésa era la diferencia entre ambas. Y, de las dos, ella era la más fuerte ahora.

Índigo fue hacia la enojada, burlona y aterrada imagen de su mente, y se hizo con ella. Abrió los ojos de golpe, y eran ojos como tizones, circundados de llamas plateadas, que relumbraban con hielo y fuego. Dirigió la mirada al otro lado de la plaza al lugar en el que se encontraba Uluye sola.

La hoja del cuchillo pendía sobre el corazón de la Suma Sacerdotisa. Uluye contempló el mundo por lo que creía que era la última vez en su vida; luego cerró los ojos y sus palabras resonaron en la ciudadela y el bosque mientras gritaba con orgullo y fuerza:

—¡Por mi señora, no me importa morir!

Y, del lugar en el que había estado Índigo, surgió una nueva voz:

—DÉJALO.

Era tan suave, pero aun así tan poderosa, como un mar en calma, y llenó la plaza, llenó las mentes de todos los que la oyeron, como luz líquida. Sobre el lago, la negra columna se estremeció como golpeada por una galerna. Sobre la plaza, una multitud de ojos oscuros y asustados se volvieron…

La figura de pie en la arena no era Índigo… o, si lo era, entonces Índigo ya no era totalmente humana, sino mucho mucho más poderosa. Una aureola dorada brillaba a su alrededor, como si el sol acabara de alzarse de la oscuridad a su espalda. Una capa hecha de cielo y tierra y agua y fuego le caía de los hombros, y sus cabellos eran una reluciente cascada de todos aquellos colores y más, derramándose, entremezclándose,

vivos. Tan sólo el rostro no había cambiado. Y los ojos…

Los ojos eran los negros ojos de la Dama Ancestral, y los lechosos ojos dorados del emisario que la había empujado a su misión, y los ojos plateados de Némesis, y los ojos ambarinos de un lobo, y los ojos azul-violeta de una mujer que había conocido el amor y visto la muerte, y que, después de medio siglo de vagabundeo, todavía se esforzaba por comprender. A Uluye le resbaló el cuchillo de los dedos, mientras que las sacerdotisas, como una sola, caían de rodillas.

Y de la nebulosa torre de oscuridad que flotaba sobre el corazón del lago brotó un fino y atemorizado lamento, como el llanto de un niño al despertar en la noche y encontrarse solo.

El ser que era Índigo se giró. Detrás de él, en el cuadrado ceremonial, tres antorchas seguían ardiendo de forma irregular, aunque su luz resultaba ahora un pálido reflejo de la luz que llameaba a su alrededor. Más allá de las antorchas, los

hushu aguardaban. Índigo percibió sus destrozadas mentes, su dolor, su desdicha, la esperanza que seguía flotando tal como el humo permanece cuando todo lo demás se ha consumido; y los compadeció.

—MARCHAOS —dijo, alzando las manos—. AHORA PODÉIS DESCANSAR EN PAZ.

En su cerebro sonó una vocecita suplicante, desesperada:

«No, no, no, son míos, no puedes…».

«¿PARA QUÉ NECESITAS A UNOS ESCLAVOS TAN DIGNOS DE LÁSTIMA? DEJA QUE SE REÚNAN CONTIGO Y DALES LA BIENVENIDA», transmitió mentalmente.

Se escuchó un suspiro, tan suave como una brisa de verano a través de la extensa tundra meridional. Uno a uno, a medida que el poder y la libertad fluían hacia ellos desde Índigo y desde la siniestra diosa cuya voluntad aprisionaba la muchacha dentro de la suya, los

hushu fueron cayendo al suelo. Índigo percibió el instante agridulce en que su hambre y su sed se veían finalmente aplacadas y sus mentes destrozadas abandonaban la envoltura mortal, y sonrió por ellos y quiso incluso reír por ellos al sentir cómo se fusionaban con algo que quizá podía denominarse «eternidad». Luego, mientras la aureola que la envolvía resplandecía con más fuerza, se volvió hacia Uluye y sus mujeres.

La Suma Sacerdotisa lloraba. No acababa de comprenderlo; Índigo se dio cuenta de ello nada más empezar a dirigirse hacia la sollozante figura de Uluye. Lo que la mujer veía ante ella era aquello que había deseado, que había ansiado ver: el eje de toda su vida, la piedra de toque de su existencia. Índigo se acercó más, y Uluye, tal y como habían hecho sus mujeres antes, cayó de rodillas en la arena.

—Dulce señora… —la voz se le quebró por la emoción—, habéis mostrado compasión con los condenados. ¿No os mostraréis misericordiosa con nosotras, que os amamos más que a la vida? Os pertenecemos, señora, y no queremos otra cosa más que serviros.

En la mente de Índigo resonó un grito angustioso:

«¡Me abandonan! ¡Estoy perdida, estoy perdida!».

«NO». Índigo giró en dirección al lago y vio que la enorme columna negra se disolvía. La superficie del agua hervía, el cristal plateado se rompía, y sintió una oleada de dolor y miedo cuando, al igual que su Suma Sacerdotisa, la Dama Ancestral empezó a llorar.

«NO, SEÑORA». Y de repente las aguas volvieron a quedar inmóviles.

«NO QUIERO ARREBATARTE TU LUGAR. LO ÚNICO QUE DESEO ES DESTRUIR AL DEMONIO QUE TE HA HECHO SU PRISIONERA».

El lago empezó a relucir; Índigo sintió cómo un tremendo escalofrío la recorría de la cabeza a los pies, y una voz lastimera resonó en su cabeza:

«Si eso fuera cierto…».

«ES CIERTO», contestó ella.

«ELLAS TE AMAN. MIRA EN EL CORAZÓN DE ULUYE Y ACEPTA LO QUE ENCUENTRES ALLÍ. NO TEMAS QUE ELLA Y SUS MUJERES TE VAYAN A ABANDONAR Y OLVIDAR. SON TUYAS. ¿NO MERECEN ACASO TENER TAMBIÉN TU AMOR?».

Una brisa helada recorrió el lago provocando diminutas olas en su superficie.

«.Las amo. Sí, las amo. ¿Pero, cómo puede una madre retener a sus hijos?».

El ser que era Índigo, humano, animal y diosa, sonrió con inefable tristeza.

«OH, SEÑORA, UNA MADRE NO NECESITA RETENER A SUS HIJOS, YA QUE ELLOS SIEMPRE REGRESARÁN. TÚ ERES LA GUARDIANA DE SUS ALMAS, Y TU PUESTO ES UN PUESTO DE HONOR ENTRE LOS AVATARES DE AQUÉLLA QUE ES LA MADRE DE TODOS NOSOTROS. ROMPE LOS GRILLETES CREADOS POR TU MIEDO; ARRÓJALOS LEJOS DE TI, Y VEN A REUNIRTE CON QUIENES TE AMAN. ¡MUÉSTRALES LO QUE ERES EN REALIDAD!».

Entonces lo sintió, sintió el poder, el amor, la camaradería, la

unidad, y su voz, fusionándose con un millar de voces, resonó en la noche.

—¡EN NOMBRE DE LA MADRE TIERRA, TE RUEGO, DAMA ANCESTRAL, QUE TE MUESTRES A TUS CRIATURAS!

La columna de oscuridad, el tornado en el centro del lago, osciló… y se desvaneció. Por un instante el espejo plateado de la superficie permaneció totalmente inmóvil; luego un lento desfile de olas empezó a fluir hacia la orilla desde el centro, chapoteando en la orilla del lago con un suave sonido apenas audible, una tras otra. Y, en su punto de origen, algo se alzó de debajo de las aguas.

El negro bote se acercó despacio a la orilla, empujado por el remo que empuñaba la figura situada en la popa, embozada en neblina y oscuridad. Uluye, arrodillada en la orilla, contempló en jadeante silencio cómo se acercaba. Las lágrimas le humedecían todavía las mejillas, pero sus ojos eran como los ojos de una criatura, asombrados y extasiados, y sus manos se cerraban y abrían espasmódicamente, como si ansiase extender las manos hacia la visión que se aproximaba, pero no se atreviese.

La embarcación llegó a tierra, y la Dama Ancestral desarmó el remo, pero no se movió…

—SEÑORA… —la voz que en una ocasión había sido la de Índigo le habló con dulzura—. ¿NO QUIERES REUNIRTE CON NOSOTRAS?

La Dama Ancestral mantenía la cabeza inclinada sobre el pecho, y su respuesta llegó a la mente de Índigo triste y débil por debajo de la mortaja de negros cabellos.

«¿Para mostrarme como realmente soy? ¡Ah, hermana, eres cruel!».

Índigo no respondió enseguida, pero su resplandeciente figura avanzó hasta la orilla del lago y se detuvo frente a la proa del bote. La oscura figura siguió sin moverse, y por fin, en silencio, Índigo volvió a hablar.

«SEÑORA, MÍRAME».

La Dama Ancestral alzó la cabeza despacio. Por entre la cascada de negros cabellos, el rostro de una anciana menuda de ojos nublados contempló a Índigo con expresión de intensa tristeza. La hundida boca tembló, y la mujer dijo:

«Esto es lo que soy. Esto es lo que me ha hecho el miedo. Tú me mostraste la verdad, hermana, pero, al hacerlo, me has hecho indigna del amor de mi gente».

Índigo sintió una cálida oleada de simpatía, y con ella una repentina y profunda sensación de camaradería. En el centro de la gran mente con la que la suya se había fusionado, el poder se movió como una potente marea, y extendió una mano reluciente.

«NO», repuso con suavidad.

«ERES DIGNA. VEN, Y TOMA LO QUE TE PERTENECE POR DERECHO».

La Dama Ancestral dio un paso hacia ella y, vacilante, extendió la mano. En el instante previo al encuentro de sus dedos, la figura vio otro rostro reflejado en el rostro de Índigo, otros ojos que eran negros y plateados y dorados y marrones y azules y verdes, cambiando y cambiando, pero siempre llenos de luz. Entonces se estableció el contacto…

Índigo sintió la sacudida, fuego y hielo juntos, un escalofrío parecido a un terremoto que se inició en las profundidades de su ser y fluyó a través de ella y fuera de ella a la oscura figura del bote. Por un demoledor instante, ambas se convirtieron en una sola entidad, y de repente Índigo supo lo que significaba ser la señora del mundo subterráneo, la Señora de los Muertos, guardiana de almas; y mil millares de voces resonaron en su cabeza:

«nosotros somos ella, ella es nosotros, somos una sola cosa, libre, libre, libre…».

Entregó parte de sí misma, parte del poder que anidaba en su interior, y la luz brotó de la figura de la Dama Ancestral: una brillante aureola plateada que iluminó la plaza, iluminó la noche, con el resplandor de una luna llena alzándose en el firmamento. La Señora de los Muertos levantó la cabeza, y los negros labios rieron jubilosos, y el blanco y hermoso rostro era el rostro eterno de una diosa; y los ojos, como estrellas negras, pero llenos de vida, volvieron la mirada hacia sus adoradoras, y exclamó, abriendo los brazos de par en par como para abrazarlas a todas:

—¡MIS HIJAS!

Índigo vio cómo Uluye y sus mujeres se incorporaban, pero, en el mismo instante en que éstas se ponían en pie, en el mismo instante en que corrían hacia su señora, una gigantesca oscuridad pareció caer sobre ella. El mundo giró convertido en un torbellino; visión y sonido se desvanecieron, crecieron, volvieron a desvanecerse, mientras los sentidos de la muchacha se tambaleaban. Y el poder empezó a abandonarla, manando de ella, retirándose. Oyó la voz mental de

Grimya en su cabeza

—«¡Índigo! ¡Índigo!»— y percibió la presencia de la loba corriendo hacia ella. Las piernas se negaron a sostenerla; giró en redondo, sin sentir nada, impotente, consciente de que las últimas fuerzas la abandonaban.

Y, justo antes de caer sin sentido en el suelo, escuchó la voz temblorosa de Yima, como el grito de un ave en la oscuridad que estallaba sobre ella:

—¿Madre? ¡Oh, madre!

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